Miguel de Cervantes Saavedra La presente
edición corresponde a ¿? don Quijote http://www.donquijote.org PRIMERA PARTE
CAPÍTULO 1:
Que trata de la condición y
ejercicio del famoso hidalgo D. Quijote de la Mancha En un lugar de la Mancha,
de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de
los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una
olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos
los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos,
consumían las tres partes de su hacienda. El resto della concluían sayo de
velarte, calzas de velludo para las fiestas con sus pantuflos de lo mismo, los
días de entre semana se honraba con su vellori de lo más fino. Tenía en su casa
una ama que pasaba de los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a los veinte,
y un mozo de campo y plaza, que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera.
Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años, era de complexión
recia, seco de carnes, enjuto de rostro; gran madrugador y amigo de la caza.
Quieren decir que tenía el sobrenombre de Quijada o Quesada (que en esto hay
alguna diferencia en los autores que deste caso escriben), aunque por
conjeturas verosímiles se deja entender que se llama Quijana; pero esto importa
poco a nuestro cuento; basta que en la narración del no se salga un punto de la
verdad. Es, pues, de saber, que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba
ocioso (que eran los más del año) se daba a leer libros de caballerías con
tanta afición y gusto, que olvidó casi de todo punto el ejercicio de la caza, y
aun la administración de su hacienda; y llegó a tanto su curiosidad y desatino
en esto, que vendió muchas hanegas de tierra de sembradura, para comprar libros
de caballerías en que leer; y así llevó a su casa todos cuantos pudo haber
dellos; y de todos ningunos le parecían tan bien como los que compuso el famoso
Feliciano de Silva: porque la claridad de su prosa, y aquellas intrincadas
razones suyas, le parecían de perlas; y más cuando llegaba a leer aquellos
requiebros y cartas de desafío, donde en muchas partes hallaba escrito: la
razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece,
que con razón me quejo de la vuestra fermosura, y también cuando leía: los
altos cielos que de vuestra divinidad divinamente con las estrellas se
fortifican, y os hacen merecedora del merecimiento que merece la vuestra
grandeza. Con estas y semejantes razones perdía el pobre caballero el juicio, y
desvelábase por entenderlas, y desentrañarles el sentido, que no se lo sacara,
ni las entendiera el mismo Aristóteles, si resucitara para sólo ello. No estaba
muy bien con las heridas que don Belianis daba y recibía, porque se imaginaba
que por grandes maestros que le hubiesen curado, no dejaría de tener el rostro
y todo el cuerpo lleno de cicatrices y señales; pero con todo alababa en su
autor aquel acabar su libro con la promesa de aquella inacabable aventura, y
muchas veces le vino deseo de tomar la pluma, y darle fin al pie de la letra
como allí se promete; y sin duda alguna lo hiciera, y aun saliera con ello, si
otros mayores y continuos pensamientos no se lo estorbaran. Tuvo muchas veces
competencia con el cura de su lugar (que era hombre docto graduado en
Sigüenza), sobre cuál había sido mejor caballero, Palmerín de Inglaterra o
Amadís de Gaula; mas maese Nicolás, barbero del mismo pueblo, decía que ninguno
llegaba al caballero del Febo, y que si alguno se le podía comparar, era don
Galaor, hermano de Amadís de Gaula, porque tenía muy acomodada condición para
todo; que no era caballero melindroso, ni tan llorón como su hermano, y que en
lo de la valentía no le iba en zaga. En resolución, él se enfrascó tanto en su
lectura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días de
turbio en turbio, y así, del poco dormir y del mucho leer, se le secó el
cerebro, de manera que vino a perder el juicio. Llenósele la fantasía de todo
aquello que leía en los libros, así de encantamientos, como de pendencias,
batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates
imposibles, y asentósele de tal modo en la imaginación que era verdad toda
aquella máquina de aquellas soñadas invenciones que leía, que para él no había
otra historia más cierta en el mundo. Decía él, que el Cid Ruy Díaz había sido
muy buen caballero; pero que no tenía que ver con el caballero de la ardiente
espada, que de sólo un revés había partido por medio dos fieros y descomunales gigantes.
Mejor estaba con Bernardo del Carpio, porque en Roncesvalle había muerto a
Roldán el encantado, valiéndose de la industria de Hércules, cuando ahogó a
Anteo, el hijo de la Tierra, entre los brazos. Decía mucho bien del gigante
Morgante, porque con ser de aquella generación gigantesca, que todos son
soberbios y descomedidos, él solo era afable y bien criado; pero sobre todos
estaba bien con Reinaldos de Montalbán, y más cuando le veía salir de su
castillo y robar cuantos topaba, y cuando en Allende robó aquel ídolo de
Mahoma, que era todo de oro, según dice su historia. Diera él, por dar una mano
de coces al traidor de Galalón, al ama que tenía y aun a su sobrina de
añadidura. En efecto, rematado ya su juicio, vino a dar en el más extraño
pensamiento que jamás dio loco en el mundo, y fue que le pareció convenible y
necesario, así para el aumento de su honra, como para el servicio de su
república, hacerse caballero andante, e irse por todo el mundo con sus armas y
caballo a buscar las aventuras, y a ejercitarse en todo aquello que él había
leído, que los caballeros andantes se ejercitaban, deshaciendo todo género de
agravio, y poniéndose en ocasiones y peligros, donde acabándolos, cobrase
eterno nombre y fama. Imaginábase el pobre ya coronado por el valor de su brazo
por lo menos del imperio de Trapisonda: y así con estos tan agradables
pensamientos, llevado del estraño gusto que en ellos sentía, se dió priesa a
poner en efecto lo que deseaba. Y lo primero que hizo, fue limpiar unas armas,
que habían sido de sus bisabuelos, que, tomadas de orín y llenas de moho,
luengos siglos había que estaban puestas y olvidadas en un rincón. Limpiólas y
aderezólas lo mejor que pudo; pero vió que tenían una gran falta, y era que no
tenía celada de encaje, sino morrión simple; mas a esto suplió su industria,
porque de cartones hizo un modo de media celada, que encajada con el morrión,
hacía una apariencia de celada entera. Es verdad que para probar si era fuerte,
y podía estar al riesgo de una cuchillada, sacó su espada, y le dió dos golpes,
y con el primero y en un punto deshizo lo que había hecho en una semana: y no
dejó de parecerle mal la facilidad con que la había hecho pedazos, y por
asegurarse de este peligro, lo tornó a hacer de nuevo, poniéndole unas barras
de hierro por de dentro de tal manera, que él quedó satisfecho de su fortaleza;
y, sin querer hacer nueva experiencia de ella, la diputó y tuvo por celada
finísima de encaje. Fue luego a ver a su rocín, y aunque tenía más cuartos que
un real, y más tachas que el caballo de Gonela, que tantum pellis, et ossa
fuit, le pareció que ni el Bucéfalo de Alejandro, ni Babieca el del Cid con él
se igualaban. Cuatro días se le pasaron en imaginar qué nombre le podría:
porque, según se decía él a sí mismo, no era razón que caballo de caballero tan
famoso, y tan bueno él por sí, estuviese sin nombre conocido; y así procuraba
acomodársele, de manera que declarase quien había sido, antes que fuese de
caballero andante, y lo que era entones: pues estaba muy puesto en razón, que mudando
su señor estado, mudase él también el nombre; y le cobrase famoso y de
estruendo, como convenía a la nueva orden y al nuevo ejercicio que ya
profesaba: y así después de muchos nombres que formó, borró y quitó, añadió,
deshizo y tornó a hacer en su memoria e imaginación, al fin le vino a llamar
Rocinante, nombre a su parecer alto, sonoro y significativo de lo que había
sido cuando fue rocín, antes de lo que ahora era, que era antes y primero de
todos los rocines del mundo. Puesto nombre y tan a su gusto a su caballo, quiso
ponérsele a sí mismo, y en este pensamiento, duró otros ocho días, y al cabo se
vino a llamar don Quijote, de donde como queda dicho, tomaron ocasión los
autores de esta tan verdadera historia, que sin duda se debía llamar Quijada, y
no Quesada como otros quisieron decir. Pero acordándose que el valeroso Amadís,
no sólo se había contentado con llamarse Amadís a secas, sino que añadió el
nombre de su reino y patria, por hacerla famosa, y se llamó Amadís de Gaula,
así quiso, como buen caballero, añadir al suyo el nombre de la suya, y llamarse
don Quijote de la Mancha, con que a su parecer declaraba muy al vivo su linaje
y patria, y la honraba con tomar el sobrenombre della. Limpias, pues, sus
armas, hecho del morrión celada, puesto nombre a su rocín, y confirmándose a sí
mismo, se dió a entender que no le faltaba otra cosa, sino buscar una dama de
quien enamorarse, porque el caballero andante sin amores, era árbol sin hojas y
sin fruto, y cuerpo sin alma. Decíase él: si yo por malos de mis pecados, por
por mi buena suerte, me encuentro por ahí con algún gigante, como de ordinario
les acontece a los caballeros andantes, y le derribo de un encuentro, o le
parto por mitad del cuerpo, o finalmente, le venzo y le rindo, ¿no será bien
tener a quién enviarle presentado, y que entre y se hinque de rodillas ante mi
dulce señora, y diga con voz humilde y rendida: yo señora, soy el gigante
Caraculiambro, señor de la ínsula Malindrania, a quien venció en singular
batalla el jamás como se debe alabado caballero D. Quijote de la Mancha, el
cual me mandó que me presentase ante la vuestra merced, para que la vuestra
grandeza disponga de mí a su talante? ¡Oh, cómo se holgó nuestro buen
caballero, cuando hubo hecho este discurso, y más cuando halló a quién dar
nombre de su dama! Y fue, a lo que se cree, que en un lugar cerca del suyo
había una moza labradora de muy buen parecer, de quien él un tiempo anduvo
enamorado, aunque según se entiende, ella jamás lo supo ni se dió cata de ello.
Llamábase Aldonza Lorenzo, y a esta le pareció ser bien darle título de señora
de sus pensamientos; y buscándole nombre que no desdijese mucho del suyo, y que
tirase y se encaminase al de princesa y gran señora, vino a llamarla Dulcinea
del Toboso, porque era natural del Toboso, nombre a su parecer músico y
peregrino y significativo, como todos los demás que a él y a sus cosas había
puesto.
Capítulo 2: Que trata de la
primera salida que de su tierra hizo el ingenioso D. Quijote Hechas, pues,
estas prevenciones, no quiso aguardar más tiempo a poner en efecto su
pensamiento, apretándole a ello la falta que él pensaba que hacía en el mundo
su tardanza, según eran los agravios que pensaba deshacer, tuertos que
enderezar, sinrazones que enmendar, y abusos que mejorar, y deudas que satisfacer;
y así, sin dar parte a persona alguna de su intención, y sin que nadie le
viese, una mañana, antes del día (que era uno de los calurosos del mes de
Julio), se armó de todas sus armas, subió sobre Rocinante, puesta su mal
compuesta celada, embrazó su adarga, tomó su lanza, y por la puerta falsa de un
corral, salió al campo con grandísimo contento y alborozo de ver con cuánta
facilidad había dado principio a su buen deseo. Mas apenas se vió en el campo,
cuando le asaltó un pensamiento terrible, y tal, que por poco le hiciera dejar
la comenzada empresa: y fue que le vino a la memoria que no era armado
caballero, y que, conforme a la ley de caballería, ni podía ni debía tomar
armas con ningún caballero; y puesto qeu lo fuera, había de llevar armas blancas,
como novel caballero, sin empresa en el escudo, hasta que por su esfuerzo la
ganase. Estos pensamientos le hicieron titubear en su propósito; mas pudiendo
más su locura que otra razón alguna, propuso de hacerse armar caballero del
primero que topase, a imitación de otros muchos que así lo hicieron, según él
había leído en los libros que tal le tenían. En lo de las armas blancas pensaba
limpiarlas de manera, en teniendo lugar, que lo fuesen más que un armiño: y con
esto se quietó y prosiguió su camino, sin llevar otro que el que su caballo
quería, creyendo que en aquello consistía la fuerza de las aventuras. Yendo,
pues, caminando nuestro flamante aventurero, iba hablando consigo mismo, y
diciendo: ¿Quién duda sino que en los venideros tiempos, ciando salga a luz la
verdadera historia de mis famosos hechos, que el sabio que los escribiere, no
ponga, cuando llegue a contar esta mi primera salida tan de mañana, de esta
manera? "Apenas había el rubicundo Apolo tendido por la faz de la ancha y
espaciosa tierra las doradas hebras de sus hermosos cabellos, y apenas los
pequeños y pintados pajarillos con sus arpadas lenguas habían saludado con
dulce y meliflua armonía la venida de la rosada aurora que dejando la blanda
cama del celoso marido, por las puertas y balcones del manchego horizonte a los
mortales se mostraba, cuando el famoso caballero D. Quijote de la Mancha,
dejando las ociosas plumas, subió sobre su famoso caballo Rocinante, y comenzó
a caminar por el antiguo y conocido campo de Montiel." (Y era la verdad
que por él caminaba) y añadió diciendo: "dichosa edad, y siglo dichoso
aquel adonde saldrán a luz las famosas hazañas mías, dignas de entallarse en
bronce, esculpirse en mármoles y esculpirse en mármoles y pintarse en tablas
para memoria en lo futuro. ¡Oh tú, sabio encantador, quienquiera que seas, a
quien ha de tocar el ser coronista de esta peregrina historia! Ruégote que no
te olvides de mi buen Rocinante compañero eterno mío en todos mis caminos y
carreras." Luego volvía diciendo, como si verdaderamente fuera enamorado:
"¡Oh, princesa Dulcinea, señora de este cautivo corazón! Mucho agravio me
habedes fecho en despedirme y reprocharme con el riguroso afincamiento de
mandarme no parecer ante la vuestra fermosura. Plégaos, señora, de membraros de
este vuestro sujeto corazón, que tantas cuitas por vuestro amor padece."
Con estos iba ensartando otros disparates, todos al modo de los que sus libros
le habían enseñado, imitando en cuanto podía su lenguaje; y con esto caminaba
tan despaico, y el sol entraba tan apriesa y con tanto ardor, que fuera
bastante a derretirle los sesos, si algunos tuviera. Casi todo aquel día caminó
sin acontecerle cosa que de contar fuese, de lo cual se desesperaba, poerque
quisiera topar luego, con quien hacer experiencia del valor de su fuerte brazo.
Autores hay que dicen que la primera aventura que le avino fue la de Puerto
Lápice; otros dicen que la de los molinos de viento; pero lo que yo he podido
averiguar en este caso, y lo que he hallado escrito en los anales de la Mancha,
es que él anduvo todo aquel día, y al anochecer, su rocín y él se hallaron
cansados y muertos de hambre; y que mirando a todas partes, por ver si
descubriría algún castillo o alguna majada de pastores donde recogerse, y
adonde pudiese remediar su mucha necesidad, vió no lejos del camino por donde
iba una venta, que fue como si viera una estrella, que a los portales, si no a
los alcázares de su redención, le encaminaba. Dióse priesa a caminar, y llegó a
ella a tiempo que anochecía. Estaban acaso a la puerta dos mujeres mozas, de
estas que llaman del partido, las cuales iban a Sevilla con unos arrieros, que
en la venta aquella noche acertaron a hacer jornada; y como a nuestro
aventurero todo cuanto pensaba, veía o imaginaba, le parecía ser hecho y pasar
al modo de lo que había leído, luego que vió la venta se le representó que era
un castillo con sus cuatro torres y chapiteles de luciente plata, sin faltarle
su puente levadizo y honda cava, con todos aquellos adherentes que semejantes
castillos se pintan. Fuese llegando a la venta (que a él le parecía castillo),
y a poco trecho de ella detuvo las riendas a Rocinante, esperando que algún
enano se pusiese entre las almenas a dar señal con alguna trompeta de que
llegaba caballero al castillo; pero como vió que se tardaban, y que Rocinante
se daba priesa por llegar a la caballeriza, se llegó a la puerta de la venta, y
vió a las dos distraídas mozas que allí estaban, que a él le parecieron dos
hermosas doncellas, o dos graciosas damas, que delante de la puerta del castillo
se estaban solazando. En esto sucedió acaso que un porquero, que andaba
recogiendo de unos rastrojos una manada de puercos (que sin perdón así se
llaman), tocó un cuerno, a cuya señal ellos se recogen, y al instante se le
representó a D. Quijote lo que deseaba, que era que algún enano hacía señal de
su venida, y así con extraño contento llegó a la venta y a las damas, las
cuales, como vieron venir un hombre de aquella suerte armado, y con lanza y
adarga, llenas de miedo se iban a entrar en la venta; pero Don Quijote,
coligiendo por su huida su miedo, alzándose la visera de papelón y descubriendo
su seco y polvoso rostro, con gentil talante y voz reposada les dijo: non fuyan
las vuestras mercedes, nin teman desaguisado alguno, ca a la órden de
caballería que profeso non toca ni atañe facerle a ninguno, cuanto más a tan
altas doncellas, como vuestras presencias demuestran. Mirábanle las mozas y
andaban con los ojos buscándole el rostro que la mala visera le encubría; mas
como se oyeron llamar doncellas, cosa tan fuera de su profesión, no pudieron
tener la risa, y fue de manera, que Don Quijote vino a correrse y a decirles:
Bien parece la mesura en las fermosas, y es mucha sandez además la risa que de
leve causa procede; pero non vos lo digo porque os acuitedes ni mostredes mal
talante, que el mío non es de al que de serviros. El lenguaje no entendido de
las señoras, y el mal talle de nuestro caballero, acrecentaba en ellas la risa
y en él el enojo; y pasara muy adelante, si a aquel punto no saliera el ventero,
hombre que por ser muy gordo era muy pacífico, el cual, viendo aquella figura
contrahecha, armada de armas tan desiguales, como eran la brida, lanza, adarga
y coselete, no estuvo en nada en acompañar a las doncellas en las muestras de
su contento; mas, en efecto, temiendo la máquina de tantos pertrechos,
determinó de hablarle comedidamente, y así le dijo: si vuestra merced, señor
caballero, busca posada, amén del lecho (porque en esta venta no hay ninguno),
todo lo demás se hallará en ella en mucha abundancia. Viendo Don Quijote la
humildad del alcaide de la fortaleza (que tal le pareció a él el ventero y la
venta), respondió: para mí, señor castellano, cualquiera cosa basta, porque mis
arreos son las armas, mi descanso el pelear, etc. Pensó el huésped que el
haberle llamado castellano había sido por haberle parecido de los senos de
Castilla, aunque él era andaluz y de los de la playa de Sanlúcar, no menos
ladrón que Caco, ni menos maleante que estudiante o paje. Y así le respondió:
según eso, las camas de vuestra merced serán duras peñas, y su dormir siempre
velar; y siendo así, bien se puede apear con seguridad de hallar en esta choza
ocasión y ocasiones para no dormir en todo un año, cuanto más en una noche. Y
diciendo esto, fue a tener del estribo a D. Quijote, el cual se apeó con mucha
dificultad y trabajo, como aquel que en todo aquel día no se había desayunado.
Dijo luego al huésped que le tuviese mucho cuidad de su caballo, porque era la
mejor pieza que comía pan en el mundo. Miróle el ventero, y no le pareció tan
bueno como Don Quijote decía, ni aun la mitad; y acomodándole en la
caballeriza, volvió a ver lo que su huésped mandaba; al cual estaban desarmando
las doncellas (que ya se habían reconciliado con él), las cuales, aunque le
habían quitado el peto y el espaldar, jamás supieron ni pudieron desencajarle
la gola, ni quitarle la contrahecha celada, que traía atada con unas cintas
verdes, y era menester cortarlas, por no poderse queitar los nudos; mas él no
lo quiso consentir en ninguna manera; y así se quedó toda aquella noche con la
celada puesta, que era la más graciosa y extraña figura que se pudiera pensar;
y al desarmarle (como él se imaginaba que aquellas traídas y llevadas que le
desarmaban, eran algunas principales señoras y damas de aquel castillo), les
dijo con mucho donaire: Nunca fuera caballero de damas tan bien servido, como
fuera D. Quijote cuando de su aldea vino; doncellas curaban dél, princesas de
su Rocino. O Rocinante, que este es el nombre, señoras mías, de mi caballo, y
Don Quijote de la Mancha el mío; que puesto que no quisiera descubrirme fasta
que las fazañas fechas en vuestro servicio y pro me descubrieran, la fuerza de
acomodar al propósito presente este romance viejo de Lanzarote, ha sido causa
que sepáis mi nombre antes de toda sazón; pero tiempo vendrá en que las
vuestras señorías me manden, y yo obedezca, y el valor de mi brazo descubra el
deseo que tengo de serviros. Las mozas, que no estaban hechas a oír semejantes
retóricas, no respondían palabra; sólo le preguntaron si quería comer alguna
cosa. Cualquiera yantaría yo, respondió D. Quijote, porque a lo que entiendo me
haría mucho al caso. A dicha acertó a ser viernes aquél día, y no había en toda
la venta sino unas raciones de un pescado, que en Castilla llaman abadejo, y en
Andalucía bacalao, y en otras partes curadillo, y en otras truchuela.
Preguntáronle si por ventura comería su merced truchuela, que no había otro
pescado que darle a comer. Como haya muchas truchuelas, respondió D. Quijote,
podrán servir de una trueba; porque eso se me da que me den ocho reales en
sencillos, que una pieza de a ocho. Cuanto más, que podría ser que fuesen estas
truchuelas como la ternera, que es mejor que la vaca, y el cabrito que el
cabrón. Pero sea lo que fuere, venga luego, que el trabajo y peso de las armas
no se puede llevar sin el gobierno de las tripas. Pusiéronle la mesa a la
puerta de la venta por el fresco, y trájole el huésped una porción de mal
remojado, y peor cocido bacalao, y un pan tan negro y mugriento como sus armas.
Pero era materia de grande risa verle comer, porque como tenía puesta la celada
y alzada la visera, no podía poner nada en la boca con sus manos, si otro no se
lo daba y ponía; y así una de aquellas señoras sería de este menester; mas el
darle de beber no fue posible, ni lo fuera si el ventero no horadara una caña,
y puesto el un cabo en la boca, por el otro, le iba echando el vino. Y todo
esto lo recibía en paciencia, a trueco de no romper las cintas de la celada.
Estando en esto, llegó acaso a la venta un castrador de puercos, y así como
llegó sonó su silbato de cañas cuatro o cinco veces, con lo cual acabó de
confirmar Don Quijote que estaba en algún famoso castillo, y que le servían con
música, y que el abadejo eran truchas, el pan candeal, y las rameras damas, y
el ventero castellano del castillo; y con esto daba por bien empleada su
determinación y salida. Mas lo que más le fatigaba era el no verse armado
caballero, por parecerle que no se podría poner legítimamente en aventura
alguna sin recibir la órden de caballería.
Capítulo 3: Donde se cuenta la
graciosa manera que tuvo D. Quijote en armarse caballero Y así, fatigado de
este pensamiento, abrevió su venteril y limitada cena, la cual acabada llamó al
ventero, y encerrándose con él en la caballeriza, se hincó de rodillas ante él,
diciéndole, no me levantaré jamás de donde estoy, valeroso caballero, fasta que
la vuestra cortesía, me otorgue un don que pedirle quiero, el cual redundará en
alabanza vuestra y en pro del género humano. El ventero que vió a su huésped a
sus pies, y oyó semejantes razones, estaba confuso mirándole, sin saber qué
hacerse ni decirle, y porfiaba con él que se levantase; y jamás quiso, hasta
que le hubo de decir que él le otorgaba el don que le pedía. No esperaba yo
menos de la gran magnificencia vuestra, señor mío, respondió D. Quijote; y así
os digo que el don que os he pedido, y de vuestra liberalidad me ha sido
otorgado, es que mañana, en aquel día, me habéis de armar caballero, y esta
noche en la capilla de este vuestro castillo velaré las armas; y mañana, como
tengo dicho, se cumplirá lo que tanto deseo, para poder, como se debe, ir por
todas las cuatro partes del mundo buscando las aventuras en pro de los
menesterosos, como está a cargo de la caballería y de los caballeros andantes,
como yo soy, cuyo deseo a semejantes fazañas es inclinado. El ventero, que como
está dicho, era un poco socarrón, y ya tenía algunos barruntos de la falta de
juicio de su huésped, acabó de creerlo cuando acabó de oír semejantes razones,
y por tener que reír aquella noche, determinó seguirle el humor; así le dijo
que andaba muy acertado en lo qeu deseaba y pedía, y que tal prosupuesto era
propio y natural de los caballeros tan principales como él parecía, y como su
gallarda presencia mostraba, y que él ansimesmo, en los años de su mocedad se
había dado a aquel honroso ejercicio, andando por diversas partes del mundo
buscando sus aventuras, sin que hubiese dejado los percheles de Málaga, islas
de Riarán, compás de Sevilla, azoguejo de Segovia, la olivera de Valencia,
rondilla de Granada, playa de Sanlúcar, potro de Córdoba, y las ventillas de
Toledo, y otras diversas partes donde había ejercitado la ligereza de sus pies
y sutileza de sus manos, haciendo muchos tuertos, recuestando muchas viudas,
deshaciendo algunas doncellas, y engañando a muchos pupilos, y finalmente,
dándose a conocer por cuantas audiencias y tribunales hay casi en toda España;
y que a lo último se había venido a recoger a aquel su castillo, donde vivía
con toda su hacienda y con las ajenas, recogiendo en él a todos los caballeros
andantes de cualquiera calidad y condición que fuesen, sólo por la mucha
afición que les tenía, y porque partiesen con él de su shaberes en pago de su
buen deseo. Díjole también que en aquel su castillo no había capilla alguna
donde poder velar las armas, porque estaba derribada para hacerla de nuevo;
pero en caso de necesidad él sabía que se podían velar donde quiera, y que
aquella noche las podría velar en un patio del castillo; que a la mañana,
siendo Dios servido, se harían las debidas ceremonias de manera que él quedase
armado caballero, y tan caballero que no pudiese ser más en el mundo.
Preguntóle si traía dineros: respondió Don Quijote que no traía blanca, porque
él nunca había leído en las historias de los caballeros andantes que ninguno
los hubiese traído. A esto dijo el ventero que se engañaba: que puesto caso que
en las historias no se escribía, por haberles parecido a los autores de ellas
que no era menester escribir una cosa tan clara y tan necesaria de traerse,
como eran dineros y camisas limpias, no por eso se había de creer que no los
trajeron; y así tuviese por cierto y averiguado que todos los caballeros
andantes (de que tantos libros están llenos y atestados) llevaban bien erradas
las bolsas por lo que pudiese sucederles, y que asimismo llevaban camisas y una
arqueta pequeña llena de ungüentos para curar las heridas que recibían, porque
no todas veces en los campos y desiertos, donde se combatían y salían heridos,
había quien los curase, si ya no era que tenían algún sabio encantador por
amigo que luego los socorría, trayendo por el aire, en alguna nube, alguna
doncella o enano con alguna redoma de agua de tal virtud, que en gustando
alguna gota de ella, luego al punto quedaban sanos de sus llagas y heridas,
como si mal alguno no hubiesen tenido; mas que en tanto que esto no hubiese,
tuvieron los pasados caballeros por cosa acertada que sus escuderos fuesen
proveídos de dineros y de otras cosas necesarias, como eran hilas y ungüentos
para curarse; y cuando sucedía que los tales caballeros no tenían escuderos
(que eran pocas y raras veces), ellos mismos lo llevaban todo en unas alforjas
muy sutiles, que casi no se parecían a las ancas del caballo, como que era otra
cosa de más importancia; porque no siendo por ocasión semejante, esto de llevar
alforjas no fue muy admitido entre los caballeros andantes; y por esto le daba
por consejo (pues aún se lo podía mandar como a su ahijado, que tan presto lo
había de ser), que no caminase de allí adelante sn dineros y sin las
prevenciones referidas, y que vería cuán bien se hallaba con ellas cuando menos
se pensase. Prometióle don Quijote de hacer lo que se le aconsejaba con toda
puntualidad; y así se dió luego orden como velase las armas en un corral
grande, que a un lado de la venta estaba, y recogiéndolas Don Quijote todas,
las puso sobre una pila que junto a un pozo estaba, y embrazando su adarga,
asió de su lanza, y con gentil continente se comenzó a pasear delante de la
pila; y cuando comenzó el paseo, comenzaba a cerrar la noche. Contó el ventero
a todos cuantos estaban en la venta la locura de su huésped, la vela de las
armas y la armazón de caballería que esperaba. Admirándose de tan extraño
género de locura, fuéronselo a mirar desde lejos, y vieron que, con sosegado
ademán, unas veces se paseaba, otras arrimado a su lanza ponía los ojos en las
armas sin quitarlos por un buen espacio de ellas. Acabó de cerrar la noche;
pero con tanta claridad de la luna, que podía competir con el que se le
prestaba, de manera que cuanto el novel caballero hacía era bien visto de
todos. Antojósele en esto a uno de los arrieros que estaban en la venta ir a
dar agua a su recua, y fue menester quitar las armas de Don Quijote, que
estaban sobre la pila, el cual, viéndole llegar, en voz alta le dijo: ¡Oh tú,
quienquiera que seas, atrevido caballero, que llegas a tocar las armas del más
valeroso andante que jamás se ciñó espada, mira lo que haces, y no las toques,
si no quieres dejar la vida en pago de tu atrevimiento! No se curó el arriero
de estas razones (y fuera mejor que se curara, porque fuera curarse en salud);
antes, trabando de las correas, las arrojó gran trecho de sí, lo cual visto por
Don Quijote, alzó los ojos al cielo, y puesto el pensamiento (a lo que pareció)
en su señora Dulcinea, dijo: acorredme, señora mía, en esta primera afrenta que
a este vuestro avasallado pecho se le ofrece; no me desfallezca en este primero
trance vuestro favor y amparo: y diciendo estas y otras semejantes razones,
soltando la adarga, alzó la lanza a dos manos y dió con ella tan gran golpe al
arriero en la cabeza, que le derribó en el suelo tan maltrecho, que, si
secundara con otro, no tuviera necesidad de maestro que le curara. Hecho esto,
recogió sus armas, y tornó a pasearse con el mismo reposo que primero. Desde
allí a poco, sin saberse lo que había pasado (porque aún estaba aturdido el
arriero), llegó otro con la misma intención de dar agua a sus mulos; y llegando
a quitar las armas para desembarazar la pila, sin hablar Don Quijote palabra, y
sin pedir favor a nadie, soltó otra vez la adarga, y alzó otra vez la lanza, y
sin hacerla pedazos hizo más de tres la cabeza del segundo arriero, porque se
la abrió por cuatro. Al ruido acudió toda la gente de la venta, y entre ellos
el ventero. Viendo esto Don Quijote, embrazó su adarga, y puesta mano a su
espada, dijo: ¡Oh, señora de la fermosura, esfuerzo y vigor del debilitado
corazón mío, ahora es tiempo que vuelvas los ojos de tu grandeza a este tu
cautivo caballero, que tamaña aventura está atendiendo! Con esto cobró a su
parecer tanto ánimo, que si le acometieran todos los arrieros del mundo, no
volviera el pie atrás. Los compañeros de los heridos que tales los vieron,
comenzaron desde lejos a llover piedras sobre Don Quijote, el cual lo mejor que
podía se reparaba con su adarga y no se osaba apartar de la pila por no
desamparar las armas. El ventero daba voces que le dejasen, porque ya les había
dicho como era loco, y que por loco se libraría, aunque los matase a todos.
También Don Quijote las daba mayores, llamándolos de alevosos y traidores, y
que el señor del castillo era un follón y mal nacido caballero, pues de tal
manera consentía que se tratasen los andantes caballeros, y que si él hubiera
recibido la orden de caballería, que él le diera a entender su alevosía; pero
de vosotros, soez y baja canalla, no hago caso alguno: tirad, llegad, venid y
ofendedme en cuanto pudiéredes, que vosotros veréis el pago que lleváis de
vuestra sandez y demasía. Decía esto con tanto brío y denuedo, que infundió un
terrible temor en los que le acometían; y así por esto como por las
persuasiones del ventero, le dejaron de tirar, y él dejó retirar a los heridos,
y tornó a la vela de sus armas con la misma quietud y sosiego que primero. No
le parecieron bien al ventero las burlas de su huésped, y determinó abreviar y
darle la negra orden de caballería luego, antes que otra desgracia sucediese; y
así, llegándose a él se disculpó de la insolencia que aquella gente baja con él
había usado, sin que él supiese cosa alguna; pero que bien castigado quedaban
de su atrevimiento. Díjole, como ya le había dicho, que en aquel castillo no
había capilla, y para lo que restaba de hacer tampoco era necesaria; que todo
el toque de quedar armado caballero consistía en la pescozada y en el
espaldarazo, según él tenía noticia del ceremonial de la orden, y que aquello
en mitad de un campo se podía hacer; y que ya había cumplido con lo que tocaba
al elar de las armas, que con solas dos horas de vela se cumplía, cuanto más
que él había estado más de cuatro. Todo se lo creyó Don Quijote, y dijo que él
estaba allí pronto para obedecerle, y que concluyese con la mayor brevedad que
pudiese; porque si fuese otra vez acometido, y se viese armado caballero, no
pensaba dejar persona viva en el castillo, excepto aquellas que él le mandase,
a quien por su respeto dejaría. Advertido y medroso de esto el castellano,
trajo luego un libro donde asentaba la paja y cebada que daba a los arrieros, y
con un cabo de vela que le traía un muchacho, y con las dos ya dichas
doncellas, se vino a donde Don Quijote estaba, al cual mandó hincar de
rodillas, y leyendo en su manual como que decía alguna devota oración, en mitad
de la leyenda alzó la mano, y dióle sobre el cuello un buen golpe, y tras él
con su misma espada un gentil espaldarazo, siempre murmurando entre dientes
como que rezaba. Hecho esto, mandó a una de aquellas damas que le ciñese la
espada, la cual lo hizo con mucha desenvoltura y discreción, porque no fue
menester poca para no reventar de risa a cada punto de las ceremonias; pero las
proezas que ya habían visto del novel caballero les tenía la risa a raya. Al
ceñirle la espada dijo la buena señora: Dios haga a vuestra merced muy
venturoso caballero, y le dé ventura en lides. Don Quijote le preguntó como se llamaba,
porque él supiese de allí adelante a quién quedaba obligado por la merced
recibida, porque pensaba darle alguna parte de la honra que alcanzase por el
valor de su brazo. Ella respondió con mucha humildad que se llamaba la Tolosa,
y que era hija de un remendón, natural de Toledo, que vivía a las tendillas de
Sancho Bienaya, y que donde quiera que ella estuviese le serviría y le tendría
por señor. Don Quijote le replicó que por su amor le hiciese merced, que de
allí en adelante se pusiese don, y se llamase doña Tolosa. Ella se lo prometió;
y la otra le calzó la espuela, con la cual le pasó casi el mismo coloquio que
con la de la espada. Preguntóle su nombre, y dijo que se llamaba la Molinera, y
que era hija de un honrado molinero de Antequera; a la cual también rogó Don
Quijote que se pusiese don, y se llamase doña Molinera, ofreciéndole nuevos
servicios y mercedes. Hechas, pues, de galope y aprisa las hasta allí nunca
vistas ceremonias, no vió la hora Don Quijote de verse a caballo y salir
buscando las aventuras; y ensillando luego a Rocinante, subió en él, y
abrazando a su huésped, le dijo cosas tan extrañas, agradeciéndole la merced de
haberle armado caballero, que no es posible acertar a referirlas. El ventero,
por verle ya fuera de la venta, con no menos retóricas, aunque con más breves
palabras, respondió a las suyas, y sin pedirle la costa de la posada, le dejó
ir a la buena hora.
Capítulo 4: De lo que le sucedió
a nuestro caballero cuando salió de la venta La del alba sería cuando Don
Quijote salió de la venta, tan contento, tan gallardo, tan alborozado por verse
ya armado caballero, que el gozo le reventaba por las cinchas del caballo. Mas
viniéndole a la memoria los consejos de su huésped acerca de las prevenciones
tan necesarias que había de llevar consigo, en especial la de los dineros y
camisas, determinó volver a su casa y acomodarse de todo, y de un escudero,
haciendo cuenta de recibir a un labrador vecino suyo, que era pobre y con
hijos, pero muy a propósito para el oficio escuderil de la caballería. Con este
pensamiento guió a Rocinante hacia su aldea, el cual casi conociendo la
querencia, con tanta gana comenzó a caminar, que parecía que no ponía los pies
en el suelo. No había andado mucho, cuando le pareció que a su diestra mano, de
la espesura de un bosque que allí estaba, salían unas voces delicadas, como de
persona que se quejaba; y apenas las hubo oído, cuando dijo: gracias doy al
cielo por la merced que me hace, pues tan presto me pone ocasiones delante,
donde yo pueda cumplir con lo que debo a mi profesión, y donde pueda coger el
fruto de mis buenos deseos: estas voces sin duda son de algún menesteroso o
menesterosa, que ha menester mi favor y ayuda: y volviendo las riendas encaminó
a Rocinante hacia donde le pareció que las voces salían; y a pocos pasos que
entró por el bosque, vió atada una yegua a una encina, y atado en otra un
muchacho desnudo de medio cuerpo arriba, de edad de quince años, que era el que
las voces daba y no sin causa, porque le estaba dando con una pretina muchos
azotes un labrador de buen talle, y cada azote le acompañaba con una reprensión
y consejo, porque decía: la lengua queda y los ojos listos. Y el muchacho
respondía: no lo haré otra vez, señor mío; por la pasión de Dios, que no lo
haré otra vez, y yo prometo de tener de aquí adelante más cuidado con el hato.
Y viendo Don Quijote lo que pasaba, con voz airada dijo: descortés caballero,
mal parece tomaros con quien defender no se puede; subid sobre vuestro caballo
y tomad vuestra lanza, (que también tenía una lanza arrimada a la encina,
adonde estaba arrendada la yegua) que yo os haré conocer ser de cobardes lo que
estáis haciendo. El labrador, que vió sobre sí aquella figura llena de armas,
blandiendo la lanza sobre su rostro, túvose por muerto, y con buenas palabras
respondió: señor caballero, este muchacho que estoy castigando es un mi criado,
que me sirve de guardar una manada de ovejas que tengo en estos contornos, el
cual es tan descuidado que cada día me falta una, y porque castigo su descuido
o bellaquería, dice que lo hago de miserable, por no pagarle la soldada que le
debo, y en Dios y en mi ánima que miente. ¿Miente, delante de mí, ruin villano?
dijo Don Quijote. Por el sol que nos alumbra, que estoy por pasaros de parte a
parte con esta lanza: pagadle luego sin más réplica; si no, por el Dios que nos
rige, que os concluya y aniquile en este punto: desatadlo luego. El labrador
bajó la cabeza, y sin responder palabra desató a su criado, al cual preguntó
Don Quijote que cuánto le debía su amo. El dijo que nueve meses, a siete reales
cada mes. Hizo la cuenta Don Quijote, y halló que montaban sesenta y tres
reales, y díjole al labrador que al momento los desembolsase, si no quería
morir por ello. Respondió el medroso villano, que por el paso en que estaba y
juramento que había hecho (y aún no había jurado nada), que no eran tantos,
porque se le había de descontar y recibir en cuenta tres pares de zapatos que
le había dado, y un real de dos sangrías que le habían hecho estando enfermo.
Bien está todo eso, replicó Don Quijote; pero quédense los zapatos y las
sangrías por los azotes que sin culpa le habéis dado, que si él rompió el cuero
de los zapatos que vos pagásteis, vos le habéis rompido el de su cuerpo, y si
le sacó el barbero sangre estando enfermo, vos en sanidad se la habéis sacado;
así que por esta parte no os debe nada. El daño está, señor caballero, en que
no tengo aquí dineros: véngase Andrés conmigo a mi casa, que yo se los pagaré
un real sobre otro. ¿Irme yo con él, dijo el muchacho, más? ¡Mal año! No,
señor, ni por pienso, porque en viéndose solo me desollará como a un San
Bartolomé. No hará tal, replicó Don Quijote; basta que yo se lo mande para que
me tenga respeto, y con que él me lo jure por la ley de caballería que ha
recibido, le dejaré ir libre y aseguraré la paga. Mire vuestra merced, señor,
lo que dice, dijo el muchacho, que este mi amo no es caballero, ni ha recibido
orden de caballería alguna, que es Juan Haldudo el rico, vecino del Quintanar.
Importa poco eso, respondió Don Quijote, que Haldudos puede haber caballeros,
cuanto más que cada uno es hijo de sus obras. Así es verdad, dijo Andrés; pero
este mi amo, ¿de qué obras es hijo, pues me niega mi soldada y mi sudor y
trabajo? No niego, hermano Andrés, respondió el labrador, y hacedme placer de
veniros conmigo, que yo juro, por todas las órdenes de caballerías hay en el
mundo, de pagaros, como tengo dicho, un real sobre otro, y aun sahumados. Del
sahumerio os hago gracia, dijo Don Quijote, dádselos en reales, que con esto me
contento; y mirad que lo cumpláis como lo habéis jurado; si no, por el
mismojuramento os juro de volver a buscaros y a castigaros, y que os tengo de
hallar aunque os escondáis más que una lagartija. Y si queréis saber quién os
manda esto, para quedar con más veras obligado a cumplirlo, sabed que yo soy el
valeroso Don Quijote de la Mancha, el desfacedor de agravios y sinrazones; y a
Dios quedad, y no se os parta de las mientes lo prometido y jurado, so pena de
la pena pronunciada. Y en diciendo esto picó a su Rocinante, y en breve espacio
se apartó de ellos. Siguióle el labrador con los ojos, y cuando vió que había
traspuesto el bosque y que ya no parecía, volvióse a su criado Andrés y díjole:
Venid acá, hijo mío, que os quiero pagar lo que os debo, como aquel desfacedor
de agravios me dejó mandado. Eso juro yo, dijo Andrés, y como que andará
vuestra merced acertado en cumplir el mandamiento de aquel buen caballero, que
mil años viva, que según es de valeroso y de buen jue, vive Roque, que si no me
paga, que vuelva y ejecute lo que dijo. También lo juro yo, dijo el labrador;
pero por lo mucho que os quiero, quiero acrecentar la deuda por acrecentar la
paga. Y asiéndolo del brazo, le tornó a atar a la encina, donde le dió tantos
azotes, que le dejó por muerto. Llamad, señor Andrés, ahora, decía el labrador,
al desfacedor de agravios, veréis cómo no desface aqueste, aunque creo que no
está acabado de hacer, porque me viene gana de desollaros vivo, como vos
temíades.<BR< riendo. Y de esta manera deshizo el agravio el valeroso Don
Quijote, el cual, contentísimo de lo sucedido, pareciéndole que había dado
felicísimo y alto principio a sus caballerías, con gran satisfacción de sí
mismo iba caminando hacia su aldea, diciendo a media voz: Bien te puedes llamar
dichosas sobre cuantas hoy viven en la tierra, oh sobre las bellas, bella
Dulcinea del Toboso, pues te cupo en suerte tener sujeto y rendido a toda tu
voluntad y talante a un tan valiente y tan nombrado caballero, como lo es y
será Don Quijote de la Mancha, el cual, como todo el mundo sabe, ayer recibió
la orden de caballería, y hoy ha desfecho el mayor tuerto y agravio que formó
la sinrazón y cometió la crueldad; hoy quitó el látigo de la mano a aquel
despiadado enemigo que tan sin ocasión valpuleaba a aquel delicado infante. En
esto llegó a un camino que en cuatro se dividía, y luego se le vino a la
imaginación las encrucijadas donde los caballeros andantes se ponían a pensar
cuál camino de aquellos tomarían; y por imitarlos, estuvo un rato quedo, y al
cabo de haberlo muy bien pensado soltó la rienda a Rocinante, dejando a la
voluntad del rocín la suya, el cual siguió su primer intento, que fue el irse
camino de su caballeriza, y habiendo andado como dos millas, descubrió Don
Quijote un gran tropel de gente que, como después se supo, eran unos mercaderes
toledanos, que iban a comprar a Murcia. Eran seis, y venían con sus quitasoles,
con otros cuatro criados a caballo y tres mozos de mulas a pie. Apenas les
divisó Don Quijote, cuando se imaginó ser cosa de nueva aventura, y por imitar
en todo, cuanto a él le parecía posible, los pasos que había leído en su s
libros, le pareció venir allí de molde uno que pensaba hacer; y así con gentil
continente y denuedo se afirmó bien en los estribos, apretó la lanza, llegó la
adarga al pecho, y puesto en la mitad del camino estuvo esperando que aquellos
caballeros andantes llegasen (que ya él por tales los tenía y juzgaba); y
cuando llegaron a trecho que se pudieron ver y oír, levantó Don Quijote la voz,
y con ademán arrogante dijo: todo el mundo se tenga, si todo el mundo no
confiesa que no hay en el mundo todo doncella más hermosa que la emperatriz de
la Mancha, la sin par Dulcinea del Toboso. Paráronse los mercaderes al son de
estas razones, y al ver la estraña figura del que las decía, y por la figura y
por ellas luego echaron de ver la locura de su dueño, mas quisieron ver
despacio en qué paraba aquella confesión que se les pedía; y uno de ellos, que
era un poco burlón y muy mucho discreto, le dijo: señor caballero, nosotros no
conocemos quién es esa buena señora que decís; mostrádnosla, que si ella fuere
de tanta hermosura como significáis, de buena gana y sin apremio alguno
confesaremos la verdad que por parte vuestra nos es pedida. Si os la mostrara,
replicó Don Quijote, ¿qué hiciérades vosotros en confesar una verdad tan
notoria? La importancia está en que sin verla lo habéis de creer, confesar,
afirmar, jurar y defender; donde no, conmigo sois en batalla, gente descomunal
y soberbia: que ahora vengáis uno a uno, como pide la orden de caballería, ora
todos juntos, como es costumbre y mala usanza de los de vuestra ralea, aquí os
aguardo y espero, confiado en la razón que de mi parte tengo. Señor caballero,
replicó el mercader, suplico a vuestra merced en nombre de todos estos
príncipes que aquí estamos, que, porque no carguemos nuestras conciencias,
confesando una cosa por nosotros jamás vista ni oída, y más siendo tan en
perjuicio de las emperatrices y reinas del Alcarria y Extremadura, que vuestra
merced sea servido de mostrarnos algún retrato de esa señora, aunque sea tamaño
como un grano de trigo, que por el hilo se sacará el ovillo, y quedaremos con
esto satisfechos y seguros, y vuestra merce quedará contento y pagado; y aun
creo que estamos ya tan de su parte, que aunque su retrato nos muestre que es
turerta de un ojo, y que del otro le mana bermellón y piedra azufre, con todo
eso, por complacer a vuestra merced, diremos en su favor todo lo que quisiere.
No le mana, canalla infame, respondió Don Quijote encendido en cólera, no le
mana, digo, eso que decís, sino ámbar y algalia entre algodones, y no es tuerta
ni corcobada, sino más derecha que un huso de Guadarrama; pero vosotros
pagaréis la grande blasfemia que habéis dicho contra tamaña beldad, como es la
de mi señora. Y en diciendo esto, arremetió con la lanza baja contra el que lo
había dicho, con tanta furia y enojo, que si la buena suerte no hiciera que en
la mitad del camino tropezara Rocinante, lo pasara mal el atrevido mercader.
Cayó Rocinante, y fue rodando su amo una buena pieza por el campo, y
queriéndose levantar, jamás pudo: tal embarazo le causaba la lanza, espuelas y
celada, con el peso de las antiguas armas. Y entre tanto que pugnaba por
levantarse y no podía, estaba diciendo: non fuyáis, gente cobarde, gente
cautiva, atended que no por culpa mía, sino de mi caballo, estoy aquí tendido.
Un mozo de mulas de los que allí venían, que no debía de ser muy bien
intencionado, oyendo decir al pobre caído tantas arrogancias, no lo pudo sufrir
sin darle la respuesta en las costillas. Y llegándose a él, tomó la lanza, y
después de haberla hecho pedazos, con uno de ellos comenzó a dar a nuestro Don
Quijote tantos palos, que a despecho y pesar de sus armas le molió como cibera.
Dábanle voces sus amos que no le diese tanto, y que le dejase; pero estaba ya
el mozo picado, y no quiso dejar el juego hasta envidar todo el resto de su
cólera; y acudiendo por los demás trozos de la lanza, los acabó de deshacer
sobre el miserable caído, que con toda aquella tempestad de palos que sobre él
lovía, no cerraba la boca, amenazando al cielo y a la tierra y a los
malandrines, que tal le parecían. Cansóse el mozo, y los mercaderes siguieron
su camino, llevando que contar en todo él del pobre apaleado, el cual, después
que se vió solo, tornó a probar si podía levantarse; pero, si no lo pudo hacer
cuando sano y bueno, ¿cómo lo haría molido y casi deshecho? Y aún se tenía por
dichoso, pareciéndole que aquella era propia desgracia de caballeros andantes,
y toda la atribuía a la falta de su caballo; y no era posible levantarse, según
tenía abrumado todo el cuerpo.
Capítulo 5: Donde se prosigue la
narración de la desgracia de nuestro caballero Viendo, pues, que en efecto no
podía menearse, acordó de acogerse a su ordinario remedio, que era pensar en
algún paso de sus libros, y trájole su cólera a la memoria aquel de Baldovinos
y del marqués de Mantua, cuando Carloto le dejó herido en la montaña...
historia sabida de los niños, no ignorada de los mozos, celebrada y aun creída
de viejos, y con todo esto no más verdadera que los milagros de Mahoma. Esta,
pues, le pareció a él que le venía de molde para el paso en que se hallaba, y
así con muestras de grande sentimiento, se comenzó a volcar por la tierra, y a
decir con debilitado aliento lo mismo que dicen decía el herido caballero del
bosque:
¿Dónde estáis,
señora mía,
que no te duele mi mal?
O no lo sabes, señora,
o eres
falsa y desleal.
Y de esta manera fue prosiguiendo el romance hasta
aquellos versos que dicen:
Oh noble marquás de Mantua,
mi tío y señor Carnal.
Y quiso la suerte que cuando
llegó a este verso acertó a pasar por allí un labrador de su mismo lugar, y
vecino suyo, que venía de llevar una carga de trigo al molino; el cual, viendo
aquel hombre allí tendido, se llegó a él y le preguntó que quién era y qué mal
sentía que tan tristemente se quejaba. Don Quijote creyó sin duda que aquel era
el marqués de Mantua su tío, y así no le respondió otra cosa sino fue proseguir
en su romance, donde le daba cuenta de su desgracia y de los amores del hijo del
Emperante con su esposa, todo de la misma manera que el romance lo canta. El
labrador estaba admirado oyendo aquellos disparates, y quitándole la visera,
que ya estaba hecha pedazos de los palos, le limpió el rostro que lo tenía
lleno de polvo; y apenas le hubo limpiado, cuando le conoció y le dijo: señor
Quijada (que así se debía de llamar cuando él tenía juicio, y no había pasado
de hidalgo sosegado a caballero andante) ¿quién ha puesto a vuestra merced de
esta suerte? Pero él, seguía con su romance a cuanto le preguntaba. Viendo esto
el buen hombre, lo mejor que pudo le quitó el peto y espaldar, para ver si
tenía alguna herida; pero no vió sangre ni señal alguna. Procuró levantarle del
suelo, y no con poco trabajo le subió sobre su jumento, por parecerle
caballería más sosegada. Recogió las armas hasta las astillas de la lanza, y
liólas sobre Rocinante, al cual tomó de la rienda, y del cabestro al asno, y se
encaminó hacia su pueblo, bien pensativo de oír los disparates que Don Quijote
decía; y no menos iba Don Quijote, que de puro molido y quebrantado no se podía
tener sobre el borrico, y de cuando en cuando daba unos suspiro que los ponía
en el cielo, de modo que de nuevo obligó a que el labrador le preguntase le
dijese qué mal sentía; y no parece sino que el diablo le traía a la memoria los
cuentos acomodados a sus sucesos, porque en aquel punto, olvidándose de
Baldovinos, se acordó del moro Abindarráez cuando el alcaide de Antequera
Rodrigo de Narváez le prendió, y llevó cautivo a su alcaidía. De suerte que
cuando el labrador le volvió a preguntar cómo estaba y qué sentía, le respondió
las mismas palabras y razones que el cautivo Abencerraje respondía a Rodrigo de
Narváez, del mismo modo que él había leído la historia en la Diana de Jorge de
Montemayor, donde se escribe; aprovechándose de ella tan de propósito que el
labrador se iba dando al diablo de oír tanta máquina de necedades; por donde
conoció que su vecino estaba loco, y dábase priesa a llegar al pueblo, por
excusar el enfado que Don Quijote le causaba con su larga arenga. Al cabo de lo
cual dijo; sepa vuestra merced, señor Don Rodrigo de Narváez, que esta hermosa
Jarifa, que he dicho, es ahora la linda Dulcinea del Toboso, por quien yo he
hecho, hago y haré los más famosos hechos de caballerías que se han visto,
vean, ni verán en el mundo. A esto respondió el labrador: mire vuestra merced,
señor, ¡pecador de mí! que yo no soy don Rodrigo de Narváez, ni el marqués de
Mantua, sino Pedro Alonso, su vecino; ni vuestra merced es Baldominos, ni
Abindarráez, sino el honrado hidalgo del señor Quijada; yo sé quien soy,
respondió Don Quijote, y sé que puedo ser, no sólo los que he dicho, sino todos
los doce Pares de Francia, y aún todos los nueve de la fama, pues a todas las
hazañas que ellos todos juntos y cada uno de por sí hicieron, se aventajarán
las mías. En estas pláticas y otras semejantes llegaron al lugar a la hora que
anochecía; pero el labrador aguardó a que fuese algo más noche, porque no
viesen al molido hidalgo tan mal caballero. Llegada, pues, la hora que le
pareció, entró en el pueblo y en casa de Don Quijote, la cual halló toda
alborotada, y estaban en ella el cura y el barbero del lugar, que eran grandes
amigos de Don Quijote, que estaba diciéndoles su ama a voces: ¿qué le parece a
vuestra merced, señor licenciado, Pero Pérez, que así se llamaba el cura, de la
desgracia de mi señor? Seis días ha que no parecen él, ni el rocín, ni la
adarga, ni la lanza, ni las armas. ¡Desventurada de mí! que me doy a entender,
y así es ello la verdad como nací para morir, que estos malditos libros de
caballerías que él tiene, y suele leer tan de ordinario, le han vuelto el
juicio; que ahora me acuerdo haberle oído decir muchas veces hablando entre sí,
que quería hacerse caballero andante, e irse a buscar las aventuras por esos
mundos. Encomendados sean a Satanás y a Barrabás tales libros, que así han
echado a perder el más delicado entendimiento que había en toda la Mancha. La
sobrina decía lo mismo, y aún decía más: sepa, señor maese Nicolás, que este
era el nombre del barbero, que muchas veces le aconteció a mi señor tío estarse
leyendo en estos desalmados libros de desventuras dos días con sus noches: al
cabo de los cuales arrojaba el libro de las manos, y ponía mano a la espada, y
andaba a cuchilladas con las paredes; y cuando estaba muy cansado, decía que
había muerto a cuatro gigantes como cuatro torres, y el sudor que sudaba del
cansancio decía que era sangre de las feridas que había recibido en la batalla;
y bebíase luego un gan jarro de agua fría, y quedaba sano y sosegado, diciendo
que aquella agua era una preciosísisma bebida que le había traído el sabio
Esquife, un grande encantador y amigo suyo. Mas yo me tengo la culpa de todo,
que no avisé a vuestras mercedes de los disparates de mi señor tío, para que lo
remediaran antes de llegar a lo que ha llegado, y quemaran todos estos
descomulgados libros (que tiene muchos), que bien merecen ser abrasados como si
fuesen de herejes. Esto digo yo también, dijo el cura, y a fe que no se pase el
día de mañana sin que de ellos no se haga auto público, y sean condenados al
fuego, porque no den ocasión a quien los leyere de hacer lo que mi buen amigo
debe de haber hecho. Todo esto estaban oyendo el labrador y Don Quijote, con
que acabó de entender el labrador la enfermedad de su vecino, y así comenzó a
decir a voces: abran vuestras mercedes al señor Baldovinos y al señor marqués
de Mantua, que viene mal ferido, y al señor moro Abindarráez, que trae cautivo
el valeroso Rodrigo de Narváez, alcaide de Antequera. A estas voces salieron
todos, y como conocieron los unos a su amigo, las otras a su amo y tío, que aún
no se había apeado del jumento, porque no podía, corrieron a abrazarle. El
dijo: ténganse todos, que vengo mal ferido por la culpa de mi caballo; llévenme
a mi lecho, y llámese si fuere posible, a la sabia Urganda, que cure y cate mis
feridas. Mirad en hora mala, dijo a este punto el ama, si me decía a mí bien mi
corazón del pie que cojeaba mi señor. Suba vuestra merced en buena hora, que
sin que venga esa Urganda le sabremos aquí curar. Malditos, digo, sean otra vez
y otras ciento estos libros de caballería que tal han parado a vuestra merced.
Lleváronle luego a la cama, y catándole las feridas, no le hallaron ninguna; y
él dijo que todo era molimiento, por haber dado una gran caída con Rocinante,
su caballo, combatiéndose con diez jayanes, los más desaforados y atrevidos que
pudieran fallar en gran parte de la tierra. Ta, Ta, dijo el cura; ¿jayanes hay
en la danza? para mí santiguada, que yo los queme mañana antes de que llegue la
noche. Hiciéronle a Don Quijote mil preguntas, y a ninguna quiso responder otra
cosa, sino que le diesen de comer y le dejasen dormir, que era lo que más le
importaba. Hízose así, y el cura se informó muy a la larga del labrador, del modo
que había hallado a Don Quijote. El se lo contó todo con los disparates que al
hallarle y al traerle había dicho, que fue poner más deseo en el licenciado de
hacer lo que el otro día hizo, que fue llevar a su amigo el barbero maese
Nicolás, con el cual se vino a casa de Don Quijote.
Capítulo 6: Del donoso y grande escrutinio que el cura y el barbero
hicieron en la librería de nuestro ingenioso hidalgo
El cual aún todavía dormía.
Pidió las llaves a la sobrina del aposento donde estaban los libros autores del
daño, y ella se las dió de muy buena gana. Entraron dentro todos, y el ama con
ellos, y hallaron más de cien cuerpos de libros grandes muy bien encuadernados,
y otros pequeños; y así como el ama los vió, volvióse a salir del aposento con
gran priesa, y tornó luego con una escudilla de agua bendita y un hisopo, y
dijo: tome vuestra merced, señor licenciado; rocíe este aposento, no esté aquí
algún encantador de los muchos que tienen estos libros, y nos encanten en pena
de la que les queremos dar echándolos del mundo. Causó risa al licenciado la
simplicidad del ama, y mandó al barbero que le fuese dando de aquellos libros
uno a uno, para ver de qué trataban, pues podía ser hallar algunos que no
mereciesen castigo de fuego. No, dijo la sobrina, no hay para qué perdonar a
ninguno, porque todos han sido los dañadores, mejor será arrojarlos por las
ventanas al patio, y hacer un rimero de ellos, y pegarles fuego, y si no,
llevarlos al corral, y allí se hará la hoguera, y no ofenderá el humo. Lo mismo
dijo el ama: tal era la gana que las dos tenían de la muerte de aquellos
inocentes; mas el cura no vino en ello sin primero leer siquiera los títulos. Y
el primero que maese Nicolás le dió en las manos, fue los cuatro de Amadís de
Gaula, y dijo el cura: parece cosa de misterio esta, porque, según he oído
decir, este libro fue el primero de caballerías que se imprimió en España, y
todos los demás han tomado principio y origen de este; y así me parece que como
a dogmatizador de una secta tan mala, le debemos sin excusa alguna condenar al
fuego. No, señor, dijo el barbero, que también he oído decir que es el mejor de
todos los libros que de este género se han compuesto, y así, como a único en su
arte, se debe perdonar. Así es verdad, dijo el cura, y por esa razón se le otorga
la vida por ahora. Veamos ese otro que está junto a él. Es, dijo el barbero,
Las sergas de Esplandián, hijo legítimo de Amadís de Gaula. Pues es verdad,
dijo el cura, que no le ha de valer al hijo la bondad del padre; tomad, señora
am, abrid esa ventana y echadle al corral, y dé principio al montón de la
hoguera que se ha de hacer. Hízolo así el ama con mucho contento, y el bueno de
Esplandián fue volando al corral, esperando con toda paciencia el fuego que le
amenazaba. Adelante, dijo el cura. Este que viene, dijo el barbero, es Amadís
de Grecia, y aun todos los de este lado, a lo que creo, son del mismo linaje de
Amadís. Pues vayan todos al corral, dijo el cura, que a trueco de quemar a la
reina Pintiquiniestra, y al pastor Darinel, y a sus églogas, y a las
endiabladas y revueltas razones de su autor, quemara con ellos al padre que me
engendró, si anduviera en figura de caballero andante. De ese parecer soy yo,
dijo el barbero. Y aun yo, añadió la sobrina. Pues así es, dijo el ama, vengan,
y al corral con ellos. Diéronselos, que eran muchos, y ella ahorró la escalera,
y dió con ellos por la ventana abajo. ¿Quién es ese tonel? dijo el cura. Este
es, respondió el barbero, Don Olicante de Laura. El autor de ese libro, dijo el
cura, fue el mismo que compuso a Jardín de Flores, y en verdad que no sepa
determinar cuál de los dos libros es más verdadero, o por decir mejor, menos
mentiroso; solo sé decir que este irá al corral por disparatado y arrogante.
Este que sigue es Florismarte de Hircania, dijo el barbero. ¿Ahí está el señor
Florismarte? replicó el cura. Pues a fe que ha de parar presto en el corral a
pesar de su extraño nacimiento y soñadas aventuras, que no da lugar a otra cosa
la dureza y sequedad de su estilo; al corral con él, y con ese otro, señora ama.
Que me place, señor mío, respondió ella... y con mucha alegría ejecutaba lo que
era mandado. Este es El caballero Platir, dijo el barbero. Antiguo libro es
ese, dijo el cura, y no hallo en él cosa que merezca venia; acompañe a los
demás sin réplica... Y así fue hecho. Abrióse otro libro, y vieron que tenía
por título El caballero de la Cruz. Por nombre tan santo como este libro tiene,
se podía perdonar su ignorancia; mas también se suele decir tras la cruz está
el diablo: vaya al fuego. Tomando el barbero otro libro, dijo: Este es Espejo
de Caballerías. Ya conozco a su merced, dijo el cura: ahí anda el señor
Reinaldos del Montalban con sus amigos y compañeros, más ladrones que Caco, y
los doce Pares con el verdadero historiador Turpin; y en verdad que estoy por
condenarlos no más que a destierro perpetuo, siquiera porque tienen parte de la
invención del famoso Mato Boyardo, de donde también tejió su tela el cristiano
poeta Ludovico Ariosto, al cual, si aquí le hallo, ya que habla en otra lengua
que la suya, no le guardaré respeto alguno; pero si habla en su idioma, le
pondré sobre mi cabeza. Pues yo le tengo en italiano, dijo el barbero, mas no
le entiendo. Ni aun fuera bien que vos le entendiérais, respondió el cura; y
aquí le perdonáramos al señor capitán, que no le hubiera traído a España, y
hecho castellano; que le quitó mucho de su natural valor, y lo mismo harán
todos aquellos que los libros de verso quisieren volver en otra lengua, que por
mucho cuidado que pongan y habilidad que muestren, jamás llegarán al punto que
ellos tienen en su primer nacimiento. Digo, en efecto, que este libro y todos
los que se hallaren, que tratan de estas cosas de Francia, se echen y depositen
en un pozo seco, hasta que con más acuerdo se vea lo que se ha de hacer de ellos,
exceptuando a un Bernardo del Carpio, que anda por ahí, y a otro llamado
Roncesvalles, que estos, en llegando a mis manos, han de estar en las del alma,
y de ellas en las del fuego, sin remisión alguna. Todo lo confirmó el barbero,
y lo tuvo por bien y por cosa muy acertada, por entender que era el cura tan
buen cristiano y tan amigo de la verdad, que no diría otra cosa por todas las
del mundo. Y abriendo otro libro, vió que era Palmerín de Oliva, y junto a él
estaba otro que se llamaba Palmerín de Inglaterra, lo cual, visto por el
licenciado, dijo: esa oliva se haga luego rajas y se queme, que aun no queden
de ella las cenizas, y esa palma de Inglaterra se guarde y se conserve como
cosa única, y se haga para ella otra caja como la que halló Alejandro en los
despojos de Darío, que la diputó para guardar en ellas las obras del poeta
Homero. Este libro, señor compadre, tiene autoridad por dos cosas: la una
porque él por sí es muy bueno, y la otra, porque es fama que le compuso un
discreto rey de Portugal. Todas las aventuras del castillo de Miraguarda son
bonísimas y de grande artificio, las razones cortesanas y claras que guardan y
miran el decoro del que habla, con mucha propiedad y entendimiento. Digo, pues,
salvo vuestro buen parecer, señor maese Nicolás, que este y Amadís de Gaula
queden libres del fuego, y todos los demás, sin hacer más cala y cata,
perezcan. No, señor compadre, replicó el Barbero, que este que aquí tengo es el
afamado Don Belianís. Pues ese, replicó el cura, con la segunda y tercera y cuarta
parte, tienen necesidad de un poco de ruibarbo para purgar la demasiada cólera
suya, y es menester quitarles todo aquello del castillo de la fama, y otras
impertinencias de más importancia, para lo cual se les da término ultramarino,
y como se enmendaren, así se usará con ellos de misericordia o de justicia; y
en tanto tenedlos vos, compadre, en vuestra casa; mas no lo dejéis leer a
ninguno. Que me place, respondió el barbero, y sin querer cansarse más en leer
libros de caballerías, mandó al ama que tomase todos los grandes, y diese con
ellos en el corral. No lo dijo a tonta ni a sorda, sin o a quien tenía más gana
de quemarlos que de echar una tela por grande y delgada que fuera; y asiendo
casi ocho de una vez, los arrojó por la ventana. Por tomar muchos juntos se le
cayó uno a los pies del barbero, que le tomó gana de ver de quién era, y vió
que decía: Historia del famoso caballero Tirante el Blanco. Válame Dios dijo el
cura, dando una gran voz; ¡que aquí esté Tirante Blanco! Dádmele acá, compadre,
que hago cuenta que he hallado en él un tesoro de contento y una mina de
pasatiempos. Aquí está don Kirieleison de Montalván, valeroso caballero, y su
hermano Tomás de Montalván y el caballero Fonseca, con la batalla que el
valiente de Tirante hizo con Alano, y las agudezas de la doncella
Placerdemivida, con los amores y embustes de la viuda Reposada, y la señora
emperatriz enamorada de Hipólito su escudero. Dígoos verdad, señor compadre,
que por su estilo es este el mejor libro del mundo; aquí comen los caballeros,
y duermen y mueren en sus camas, y hacen testamento antes de su muerte, con
otras cosas de que todos los demás libros de este género carecen. Con todo eso,
os digo que merecía el que lo compuso, pues no hizo tantas necedades de
industria, que le echaran a galeras por todos los días de su vida. Llevadle a
casa y leedle, y veréis que es verdad cuanto de él os he dicho. Así será,
respondió el barbero; pero ¿qué haremos de estos pequeños libros que quedan?
Estos, dijo el cura, no deben de ser de caballerías, sino de poesía; y abriendo
uno, vió que era la Diana, de Jorge de Montemayor, y dijo (creyendo que todos
los demás eran del mismo género:) estos no merecen ser quemados como los demás,
porque no hacen ni harán el daño que los de caballerías han hecho, que son
libros de entretenimiento, sin perjuicio de tercero. ¡Ay, señor!, dijo la
sobrina. Bien los puede vuestra merced mandar quemar como a los demás, porque
no sería mucho que habiendo sanado mi señor tío de la enfermedad caballeresca,
leyendo estos se le antojase de hacerse pastor, y andarse por los bosques y
prados cantando y tañendo, y lo que sería peor, hacerse poeta, que, según
dicen, es enfermedad incurable y pegadiza. Verdad dice esta doncella, dijo el
cura, y será bien, quitarle a nuestro amigo este tropiezo y ocasión de delante.
Y pues comenzamos por la Diana de Montemayor, soy de parecer que no se queme,
sino que se le quite todo aquello que trata de la sabia Felicia y de la agua
encantada, y casi todos los versos mayores, y quédesele en hora buena la prosa
y la honra de ser primero en semejantes libros. Este que se sigue, dijo el
barbero, es la Diana llamada Segunda del Salmantino; y este otro, que tiene el
mismo nombre, cuyo autor es Gil Polo. Pues la del Salmantino, respondió el
cura, acompañe y acreciente el número de los condenados al corral, y la de Gil
Polo se guarde como si fuera del mismo Apolo; y pase adelante, señor compadre,
y démonos priesa, que se va haciendo tarde. Este libro es, dijo el barbero
abriendo otro, los diez libros de Fortuna de Amor, compuesto por Antonio de
Lofraso, poeta sardo. Por las órdenes que recibí, dijo el cura, que desde que
Apolo fue Apolo, y las musas musas, y los poetas poetas, tan gracioso ni tan
disparatado libro como ese no se ha compuesto, y que por su camino es el mejor
y el más único de cuantos de este género han salido a la luz del mundo; y el
que no le ha leído puede hacer cuenta que no ha leído jamás cosa de gusto.
Dádmele acá, compadre, que precio más de haberle hallado, que si me dieran una
sotana de raja de Florencia. Púsole aparte con grandísimo gusto, y el Barbero
prosiguió diciendo: Estos que siguen son el Pastor de Iberia, Ninfas de Henares
y Desengaño de Zelos. Pues no hay más que hacer, dijo el cura, sino
entregárselos al brazo seglar del ama, y no se me pregunte el porqué, que sería
nunca acabar. Este que viene es el Pastor de Filida. No es ese pastor, dijo el
cura, sino muy discreto cortesano; guárdese como joya preciosa. Este grande que
aquí viene se intitula, dijo el barbero, Tesoro de varias poesías. Como ellas
no fueran tantas, dijo el cura, fueran más estimadas; menester es que este
libro se escarde y limpie de algunas bajezas que entre sus grandezas tiene;
guárdese, porque su autor es amigo mío, y por respeto de otras más heroicas y levantadas
obras que ha escrito. Este es, siguió el barbero, el Cancionero de López
Maldonado. También el autor de ese libro, replicó el cura, es grande amigo mío,
y sus versos en su boca admiran a quien los oye, y tal es la suavidad de la voz
con que los canta, que encanta; algo largo es en las églogas, pero nunca lo
bueno fue mucho, guárdese con los escogidos. Pero ¿qué libro es ese que está
junto a él? La Galatea de Miguel de Cervantes, dijo el barbero. Muchos años ha
que es grande amigo mío ese Cervantes, y sé que es más versado en desdichas que
en versos. Su libro tiene algo de buena invención, propone algo y no concluye
nada. Es menester esperar la segunda parte que promete; quizá con la enmienda
alcanzará del todo la misericordia que ahora se le niega; y entre tanto que
esto se vé, tenedle recluso en vuestra posada, señor compadre. Que me place,
respondió el barbero; y aquí vienen tres todos juntos: la Araucana de don
Alonso de Ercilla; la Austríada de don Juan Rufo, jurado de Córdoba y el
Montserrat de Cristóbal de Virues, poeta valenciano. Todos estos tres libros,
dijo el cura, son los mejores que en verso heroico, en lengua castellana están
escritos, y pueden competir con los más famosos de Italia: guárdense como las
más ricas prendas de poesía que tiene España. Cansóse el cura de ver más
libros, y así a carga cerrada, quiso que todos los demás se quemasen; pero ya
tenía abierto uno el barbero que se llamaba Las lágrimas de Angélica.
Lloráralas yo, dijo el cura en oyendo el nombre, si tal libro hubiera mandado
quemar, porque su autor fue uno de los famosos poetas del mundo, no sólo de
España, y fue felicísimo en la traducción de algunas fábulas de Ovidio.
Capítulo 7: De la segunda salida de nuestro buen caballero D. Quijote
de la Mancha
Estando en esto, comenzó a dar
voces Don Quijote, diciendo: aquí, aquí, valerosos caballeros, aquí es menester
mostrar la fuerza de vuestros valerosos brazos, que los cortesanos llevan lo
mejor del torneo. Por acudir a este ruido y estruendo no se pasó adelante con el
escrutinio de los demás libros que quedaban, y así se cree que fueron al fuego
sin ser vistos ni oídos, la Carolea y León de España, con los Hechos del
emperador, compuestos por don Luis de Avila, que sin duda debían de estar entre
los que quedaban, y quizá, si el cura los viera, no pasaran por tan rigurosa
sentencia. Cuando llegaron a Don Quijote, ya él estaba levantado de la cama, y
proseguía en sus voces y en sus desatinos, dando cuchilladas y reveses a todas
partes, estando tan despierto como si nunca hubiera dormido. Abrazáronse con
él, y por fuerza le volvieron al lecho; y después que hubo sosegado un poco,
volviéndose a hablar con el cura, le dijo: por cierto, señor Arzobispo Turpin,
que es gran mengua de los que nos llamamos doce Pares dejar tan sin más ni más
llevar la victoria de este torneo a los caballeros cortesanos, habiendo
nosotros los aventureros ganado el prez, en los tres días antecedentes. Calle
vuestra merced, señor compadre, dijo el cura, que Dios será servido que la
suerte se mude, y que lo que hoy se pierde se gane mañaa; y atienda vuestra
merced a su salud por ahora, que me parece que debe de estar demasiadamente
cansado, si ya no es que está mal ferido. Ferido no, dijo Don Quijote; pero
molido y quebrantado no hay duda en ello, porque aquel astardo de don Roldán me
ha molido a palos con el tronco de una encina, y todo de envidia, porque ve que
yo solo soy el opuesto de sus valentías; mas no me llamaría yo Reinaldos de
Montalbán, si en levantándome de este lecho no me lo pagare, a pesar de todos
sus encantamientos; y por ahora tráigame de yantar, que sé que es lo que más me
hará al caso, y quédese lo del vengarme a mi cargo. Hiciéronlo así, diéronle de
comer, y quedóse otra vez dormido, y ellos admirados de su locura. Aquella
noche quemó y abrasó el ama cuantos libros había en el corral y en toda la
casa, y tales debieron de arder, que merecían guardarse en perpetuos archivos;
mas no lo permitió su suerte y la pereza del escrutinador, y así se cumplió el
refrán en ellos, de que pagan a veces justos por pecadores. Uno de los remedios
que el cura y el barbero dieron por entonces para el mal de su amigo, fue que
le murasen y tapiasen el aposento de los libros, porque cuando se levantase no
los hallase (quizá quitando la causa cesaría el efecto), y que dijesen que uun
encantador se los había llevado, y el aposento y todo. Y así fue hecho con
mucha presteza. De allí a dos días se levantó Don Quijote, y lo primero que
hizo fue ir a ver sus libros; y como no hallaba el aposento donde le había dejado,
andaba de una a otra parte buscándole. Llegaba adonde solía tener la puerta, y
tentábala con las manos, y volvía y revolvía los ojos sin decir palabra; pero
al cabo de una buena pieza, preguntó a su ama que hacía qué parte estaba el
aposento de sus libros. El ama, que ya estaba bien advertida de lo que había de
responder, le dijo: ¿qué aposento, o qué anda buscando vuestra merced? Ya no
hay aposento ni libros en esta casa porque todo se lo llevó el mismo diablo. No
era el diablo, replicó la sobrina, sino un encantador que vino sobre una nube
una noche después del día que vuestra merced de aquí se partió, y apeándose de
una sierpe en que venía caballero, entró en el aposento; y no sé lo que hizo
dentro, que a cabo de poca pieza salió volando por el tejado, y dejó la casa
llena de humo; y cuando acordamos a mirar lo que dejaba hecho, no vimos libros
ni aposento alguno; sólo se nos acuerda muy bien a mí y al ama, que al tiempo
de partirse aquel mal viejo, dijo en altas voces, que por enemistad secreta que
tenía al dueño de aquellos libros y aposento, dejaba hecho el daño en aquella
casa que después se vería; dijo también qeu se llamaba el sabio Muñatón.
Fristón diría, dijo Don Quijote. No sé, respondió el ama, si se llamaba Frestón
o Fritón; sólo sé que acabó en ton su nombre. Así es, dijo Don Quijote, que ese
es un sabio encantador, grande enemigo mío, que me tiene ojeriza porque sabe,
por sus artes y letras, que tengo de venir, andando los tiempos, a pelear en
singular batalla con un caballero a quien él favorece, y le tengo de vencer sin
que él lo pueda estorbar, y por esto procura hacerme todos los sinsabores que
puede; y mándole yo, qué mal podrá él contradecir ni evitar lo que por el cielo
está ordenado. ¿Quién duda de eso? dijo la sobrina. Pero ¿quién le mete a
vuestra merced, señor tío, en esas pendencias? ¿No será mejor estarse pacífico
en su casa, y no irse por el mundo a buscar pan de trastrigo, sin considerar
que muchos van por lana y vuelven trasquilados? ¡Oh, sobrina mía, respondió Don
Quijote, y cuán mal que estás en la cuenta! Primero que a mí me trasquilen,
tendré peladas y quitadas las barbas a cuantos imaginaren tocarme en la punta
de un solo cabello. No quisieron las dos replicarle más, porque vieron que se
le encendía la cólera. Es, pues, el caso que él estuvo quince días en casa muy
sosegado, sin dar muestras de querer secundar sus primeros devaneos, en los
cuales días pasó graciosísimos cuentos con sus dos compadres el cura y el
barbero, sobre que él decía que la cosa de que más necesidad tenía el mundo era
de caballeros andantes, y de que en él se resucitase la caballería andantesca.
El cura algunas veces le contradecía y otras concedía, porque si no guardaba
este artificio, no había poder averiguarse con él. En este tiempo solicitó Don
Quijote a un labrador vecino suyo, hombre de bien (si es que ese título se
puede dar al que es pobre), pero de muy poca sal en la mollera. En resolución,
tanto le dijo, tanto le persuadió y prometió, que el pobre villano se determinó
de salir con él y servirle de escudero. Decíale entre otras cosas Don Quijote,
que se dispusiese a ir con él de buena gana, porque tal vez le podía suceder
aventura que ganase en quítame allá esas pajas, alguna ínsula, y le dejase a él
por gobernador de ella. Con estas promesas y otras tales, Sancho Panza (que así
se llamaba el labrador) dejó su mujer e hijos, y asentó por escudero de su
vecino. Dió luego Don Quijote orden en buscar dineros; y vendiendo una cosa, y
empeñando otra, y malbaratándolas todas, allegó una razonable cantidad.
Acomodóse asimismo de una rodela que pidió prestada a un su amigo, y
pertrechando a su rota celada lo mejor que pudo, avisó a su escudero Sancho del
día y la hora que pensaba ponerse en camino, para que él se acomodase de lo que
viese que más le era menester; sobre todo, le encargó que llevase alforjas. El
dijo que sí llevaría, y que asimismo pensaba llevar un asno que tenía muy
bueno, porque él no estaba ducho a andar mucho a pie. En lo del asno reparó un
poco Don Quijote, imaginando si se le acordaba si algún caballero andante había
traido escudero caballero asnalmente; pero nunca le vino alguno a la memoria;
mas con todo esto, determinó que le llevase, con presupuesto de acomodarle de
más honrada caballería en habiendo ocasión para ello, quitándole el caballo al
primer descortés caballero que topase. Proveyóse de camisas y de las demás
cosas que él pudo, conforme al consejo que el ventero le había dado. Todo lo
cual hecho y cumplido, sin despedirse Panza de sus hijos y mujer, ni Don
Quijote de su ama y sobrina, una noche se salieron del lugar sin que persona
los viese, en la cual caminaron tanto, que al amanecer se tuvieron por seguros
de que no los hallarían aunque les buscasen. Iba Sancho Panza sobre su jumento
como un patriarca, con sus alforjas y su bota, y con mucho deseo de verse ya
gobernador de la ínsula que su amo le había prometido. Acertó Don Quijote a
tomar la misma derrota y camino que el que él había antes tomado en su primer
viaje, que fue por el Campo de Montiel, por el cual caminaba con menos
pesadumbre que la vez pasada, porque por ser la hora de lamañana y herirles a
soslayo los rayos del sol, no les fatigaban. Dijo en esto Sancho Panza a su
amo: mire vuestra merced, señor caballero andante, que no se le olvide lo que
de la ínsula me tiene prometido, que yo la sabré gobernar por grande que sea. A
lo cual le respondió Don Quijote: has de saber, amigo Sancho Panza, que fue
costumbre muy usada de los caballeros andantes antiguos hacer gobernadores a
sus escuderos de las ínsulas o reinos que ganaban; y yo tengo determinado de
que por mí no falte tan agradecida usanza; antes pienso aventajarme en ella,
porque ellos algunas veces, y quizá las más, esperaban a que sus escuderos
fuesen viejos, y ya después de hartos de servir, y de llevar malos días y
peores noches, les daban algún título de conde; o por lo menos de marqués de
algún valle o provincia de poco más o menos; pero si tú vives y yo vivo, bien
podría ser que antes de seis días ganase yo tal reino, que tuviese otros a él
adherentes, que viniesen de molde para coronarte por rey de uno de ellos. Y no
lo tengas a mucho, que cosas y casos acontecen a los tales caballeros, por
modos tan nunca vistos ni pensados, que con facilidad te podría dar aún más de
lo que te prometo. De esa manera, respondió Sancho Panza, si yo fuese rey por
algún milagro de los que vuestra merced dice, por lo menos Juana Gutiérrez, mi
oislo, vendría a ser reina y mis hijos infantes. ¿Pues quién lo duda?
respondión Don Quijote. Yo lo dudo, respondió Sancho Panza, porque tengo para
mí que aunque lloviese Dios reinos sobre la tierra, ninguno asentaría bien
sobre la cabeza de Mari Gutiérrez. Sepa, señor, que no vale dos maravedís para
reina; condesa le caerá mejor, y aún Dios y ayuda. Encomiéndalo tú a Dios,
Sancho, respondió Don Quijote, que él le dará lo que más le conventa; pero no
apoques tu ánimo tanto que te vengas a contentar con menos que con ser
adelantado. No haré, señor mío, respondió Sancho, y más teniendo tan principal
amo en vuestra merced, que me sabrá dar todo aquello que me esté bien y yo
pueda llevar.
Capítulo 8: Del buen suceso que el valeroso Don Quijote tuvo en la
espantable y jamás imaginada aventura de los molinos de viento, con otros
sucesos dignos de felice recordación
En esto descubrieron treinta o
cuarenta molinos de viento que hay en aquel campo, y así como Don Quijote los
vió, dijo a su escudero: la ventura va guiando nuestras cosas mejor de lo que
acertáramos a desear; porque ves allí, amigo Sancho Panza, donde se descubren
treinta o poco más desaforados gigantes con quien pienso hacer batalla, y
quitarles a todos las vidas, con cuyos despojos comenzaremos a enriquecer: que
esta es buena guerra, y es gran servicio de Dios quitar tan mala simiente de
sobre la faz de la tierra. ¿Qué gigantes? dijo Sancho Panza. Aquellos que allí
ves, respondió su amo, de los brazos largos, que los suelen tener algunos de
casi dos leguas. Mire vuestra merced, respondió Sancho, que aquellos que allí
se parecen no son gigantes, sino molinos de viento, y lo que en ellos parecen
brazos son las aspas, que volteadas del viento hacen andar la piedra del
molino. Bien parece, respondió Don Quijote, que no estás cursado en esto de las
aventuras; ellos son gigantes, y si tienes miedo quítate de ahí, y ponte en
oración en el espacio que yo voy a entrar con ellos en fiera y desigual
batalla. Y diciendo esto, dio de espuelas a su caballo Rocinante, sin atender a
las voces que su escudero Sancho le daba, advirtiéndole que sin duda alguna
eran molinos de viento, y no gigantes aquellos que iba a acometer. Pero él iba
tan puesto en que eran gigantes, que ni oía las voces de su escudero Sancho, ni
echaba de ver, aunque estaba ya bien cerca, lo que eran; antes iba diciendo en
voces altas: non fuyades, cobardes y viles criaturas, que un solo caballero es
el que os acomete. Levantóse en esto un poco de viento y las grandes aspas
comenzaron a moverse, lo cual visto por Don Quijote, dijo: pues aunque mováis
más brazos que los del gigante Briareo, me lo habéis de pagar. Y en diciendo
esto, y encomendándose de todo corazón a su señora Dulcinea, pidiéndole que en
tal trance le socorriese, bien cubierto de su rodela, con la lanza en ristre,
arremetió a todo el galope de Rocinante, y embistió con el primer molino que
estaba delante; y dándole una lanzada en el aspa, la volvió el viento con tanta
furia, que hizo la lanza pedazos, llevándose tras sí al caballo y al caballero,
que fue rodando muy maltrecho por el campo. Acudió Sancho Panza a socorrerle a
todo el correr de su asno, y cuando llegó, halló que no se podía menear, tal
fue el golpe que dio con él Rocinante. ¡Válame Dios! dijo Sancho; ¿no le dije
yo a vuestra merced que mirase bien lo que hacía, que no eran sino molinos de
viento, y no los podía ignorar sino quien llevase otros tales en la cabeza?
Calla, amigo Sancho, respondió Don Quijote, que las cosas de la guerra, más que
otras, están sujetas a continua mudanza, cuanto más que yo pienso, y es así
verdad, que aquel sabio Frestón, que me robó el aposento y los libros, ha
vuelto estos gigantes en molinos por quitarme la gloria de su vencimiento: tal
es la enemistad que me tiene; mas al cabo al cabo han de poder poco sus malas
artes contra la voluntad de mi espada. Dios lo haga como puede, respondió
Sancho Panza. Y ayudándole a levantar, tornó a subir sobre Rocinante, que medio
despaldado estaba; y hablando en la pasada aventura, siguieron el camino del
puerto Lápice, porque allí decía Don Quijote que no era posible dejar de
hallarse muchas y diversas aventuras, por ser lugar muy pasajero; sino que iba
muy pesaroso por haberle faltado la lanza y diciéndoselo a su escudero, dijo:
yo me acuerdo haber leído que un caballero español, llamado Diego Pérez de
Vargas, habiéndosele en una batalla roto la espada, desgajó de una encina un
pesado ramo o tronco, y con él hizo tales cosas aquel día, y machacó tantos
moros, que le quedó por sobrenombre Machuca, y así él, como sus descendientes,
se llamaron desde aquel día en adelante Vargas y Machuca. Hete dicho esto,
porque de la primera encina o roble que se me depare, pienso desgajar otro
tronco tal y bueno como aquel, que me imagino y pienso hacer con él tales
hazañas, que tú te tengas por bien afortunado de haber merecido venir a verlas,
y aser testigo de cosas que apenas podrán ser creídas. A la mano de Dios, dijo
Sancho, yo lo creo todo así como vuestra merced lo dice; pero enderécese un
poco, que parece que va de medio lado, y debe de ser del molimiento de la
caída. Así es la verdad, respondió Don Quijote; y si no me quejo del dolor, es
porque no es dado a los caballeros andantes quejarse de herida alguna, aunque
se le salgan las tripas por ella. Si eso es así, no tengo yo que replicar,
respondió Sancho; pero sabe Dios si yo me holgara que vuestra merced se quejara
cuando alguna cosa le doliera. De mí sé decir, que me he de quejar del más
pequeño dolor que tenga, si ya no se entiende también con los escuderos de los
caballeros andantes eso del no quejarse. No se dejó de reír Don Quijote de la
simplicidad de su escudero; y así le declaró que podía muy bien quejarse, como
y cuando quisiese, sin gana o con ella, que hasta entonces no había leído cosa
en contrario en la orden de caballería. Díjole Sancho que mirase que era hora
de comer. Respondióle su amo que por entonces no le hacía menester; que comiese
él cuando se le antojase. Con esta licencia se acomodó Sancho lo mejor que pudo
sobre su jumento, y sacando de las alforjas lo que en ellas había puesto, iba
caminando y comiendo detrás de su amo muy despacio, y de cuando en cuando
empinaba la bota con tanto gusto, que le pudiera envidiar el más regalado
bodegonero de Málaga. Y en tanto que él iba de aquella manera menudeando
tragos, no se le acordaba de ninguna promesa que su amo le hubiese hecho, ni
tenía por ningún trabajo, sino por mucho descanso, andar buscando las aventuras
por peligrosas que fuesen. En resolución, aquella noche la pasaron entre unos
árboles, y del uno de ellos desgajó Don Quijote un ramo seco, que casi le podía
servir de lanza, y puso en él el hierro que quitó de la que se le había
quebrado. Toda aquella noche no durmió Don Quijote, pensando en su señora
Dulcinea, por acomodarse a lo que había leído en sus libros, cuando los
caballeros pasaban sin dormir muchas noches en las florestas y despoblados,
entretenidos en las memorias de sus señoras. No la pasó así Sancho Panza, que
como tenía el estómago lleno, y no de agua de chicoria, de un sueño se la llevó
toda, y no fueran parte para despertarle, si su amo no le llamara, los rayos
del sol que le daban en el rostro, ni el canto de las aves, que muchas y muy
regocijadamente la venida del nuevo día saludaban. Al levantarse dio un tiento
a la bota, y hallóla algo más flaca que la noche antes, y afligiósele el
corazón por parecerle que no llevaban camino de remediar tan presto su falta.
No quiso desayunarse Don Quijote porque como está dicho, dio en sustentarse de
sabrosas memorias. Tornaron a su comenzado camino del puerto Lápice, y a hora
de las tres del día le descubrieron. Aquí, dijo en viéndole Don Quijote,
podemos, hermano Sancho Panza, meter las manos hasta los codos en esto que
llaman aventuras, mas advierte que, aunque me veas en los mayores peligros del
mundo, no has de poner mano a tu espada para defenderme, si ya no vieres que
los que me ofenden es canalla y gente baja, que en tal caso bien puedes
ayudarme; pero si fueren caballeros, en ninguna manera te es lícito ni
concedido por las leyes de caballería que me ayudes, hasta que seas armado
caballero. Por cierto, señor, respondió Sancho, que vuestra merced será muy
bien obedecido en esto, y más que yo de mío me soy pacífico y enemigo de
meterme en ruidos y pendencias; bien es verdad que en lo que tocare a defender
mi persona no tendré mucha cuenta con esas leyes, pues las divinas y humanas
permiten que cada uno se defienda de quien quisiere agraviarle. No digo yo
menos, respondió Don Quijote; pero en esto de ayudarme contra caballeros, has
de tener a raya tus naturales ímpetus. Digo que sí lo haré, respondió Sancho, y
que guardaré ese precepto tan bien como el día del domingo. Estando en estas razones,
asomaron por el camino dos frailes de la orden de San Benito, caballeros sobre
dos dromedarios, que no eran más pequeñas dos mulas en que venían. Traían sus
anteojos de camino y sus quitasoles. Detrás de ellos venía un coche con cuatro
o cinco de a caballo que les acompañaban, y dos mozos de mulas a pie. Venía en
el coche, como después se supo, una señora vizcaína que ia a Sevilla, donde
estaba su marido que pasaba a las Indias con muy honroso cargo. No venían los
frailes con ella, aunque iban el mismo camino; mas apenas los divisó Don
Quijote, cuando dijo a su escudero: o yo me engaño, o esta ha de ser la más
famosa aventura que se haya visto, porque aquellos bultos negros que allí
parecen, deben ser, y son sin duda, algunos encantadores que llevan hurtada
alguna princesa en aquel coche, y es menester deshacer este tuerto a todo mi
poderío. Peor será esto que los molinos de viento, dijo Sancho. Mire señor, que
aquellos son frailes de San Benito, y el coche debe de ser de alguna gente
pasajera: mire que digo que mire bien lo que hace, no sea el diablo que le
engañe. Ya te he dicho, Sancho, respondió Don Quijote, que sabes poco de
achaques de aventuras: lo que yo digo es verdad, y ahora lo verás. Y diciendo
esto se adelantó, y se puso en la mitad del camino por donde los frailes
venían, y en llegando tan cerca que a él le pareció que le podían oír lo que
dijese, en alta voz dijo: gente endiablada y descomunal, dejad luego al punto
las altas princesas que en ese coche lleváis forzadas, si no, aparejáos a recibir
presta muerte por justo castigo de vuestras malas obras. Detuvieron los frailes
las riendas, y quedaron admirados, así de la figura de Don Quijote, como de sus
razones; a las cuales respondieron: señor caballero, nosotros no somos
endiablados ni descomunales, sino dos religiosos de San Benito, que vamos a
nuestro camino, y no sabemos si en este coche vienen o no ningunas forzadas
princesas. Para conmigo no hay palabras blandas, que ya yo os conozco,
fementida canalla, dijo Don Quijote. Y sin esperar más respuesta, picó a
Rocinante, y la lanza baja arremetió contra el primer fraile con tanta furia y
denuedo, que si el fraile no se dejara caer de la mula, él le hiciera venir al
suelo mal de su grado, y aun mal ferido si no cayera muerto. El segundo religioso,
que vio del modo que trataban a su compañero, puso piernas al castillo de su
buena mula, y comenzó a correr por aquella campaña más ligero que el mismo
viento. Sancho Panza que vio en el suelo al fraile, apeándose ligeramente de su
asno, arremetió a él y le comenzó a quitar los hábitos. Llegaron en esto dos
mozos de los frailes, y preguntáronle que por qué le desnudaba. Respondióles
Sancho que aquello le tocaba a él legítimamente, como despojos de la batalla
que su señor Don Quijote había ganado. Los mozos, que no sabían de burla, ni
entendían aquello de despojos ni batallas, viendo que ya Don Quijote estaba
desviado de allí, hablando con las que en el coche venían, arremetieron con
Sancho, y dieron con él en el suelo; y sin dejarle pelo en las barbas le
molieron a coces y le dejaron tendido en el suelo sin aliento ni sentido: y sin
detenerse un punto, tornó a subir el fraile, todo temeroso y acobardado y sin
color en el rostro y cuando se vio a caballo picó tras su compañero, que un
buen espacio de allí le estaba aguardando, y esperando en qué paraba aquel
sobresalto; y sin querer aguardar el fin de todo aquel comenzado suceso,
siguieron su camino haciéndose más cruces que si llevaran el diablo a las
espaldas. Don Quijote estaba, como se ha dicho, hablando con la señora del
coche, diciéndole: la vuestra fermosura, señora mía, puede facer de su persona
lo que más le viniera en talante, porque ya la soberbia de vuestros robadores
yace por el suelo derribada por este mi fuerte brazo; y porque no penéis por
saber el nombre de vuestro libertador, sabed que yo me llamo Don Quijote de la
Mancha, caballero andante y aventurero, y cautivo de la sin par y hermosa doña
Dulcinea del Toboso; y en pago del beneficio que de mí habéis recibido o quiero
otra cosa sino que volváis al Toboso, y que de mi parte os presentéis ante esta
señora, y le digáis lo que por vuestra libertad he fecho. Todo esto que Don
Quijote decía, escuchaba un escudero de los que el coche acompañaban, que era
vizcaíno; el cual, viendo que no quería dejar pasar el coche adelante, sino que
decía que luego había de dar la vuelta al Toboso, se fue para Don Quijote, y
asiéndole de la lanza le dijo en mala lengua castellana, y peor vizcaína, de
esta manera: anda, caballero, que mal andes; por el Dios que crióme, que si no
dejas coche, así te matas como estás ahí vizcaíno. Entendióle muy bien Don
Quijote, y con mucho sosiego le respondió: si fueras caballero, como no lo
eres, ya yo hubiera castigado tu sandez y atrevimiento, cautiva criatura. A lo
cual replicó el vizcaíno: ¿yo no caballero? juro a Dios tan mientes como
cristiano; si lanza arrojas y espada sacas, el agua cuán presto verás que el
gato llevas; vizcaíno por tierra, hidalgo por mar, hidalgo por el diablo; y
mientes, que mira si otra dices cosa. Ahora lo veredes, dijo Agraves, respondió
Don Quijote; y arrojando la lanza en el suelo, sacó su espada y embrazó su
rodela, y arremetió al vizcaíno con determinación de quitarle la vida. El
vizcaíno, que así le vio venir, aunque quisiera apearse de la mula, que por ser
de las malas de alquiler, no había que fiar en ella, no pudo hacer otra cosa
sino sacar su espada; pero avínole bien que se halló junto al coche, de donde
pudo tomar una almohada que le sirvió de escudo, y luego fueron el uno para el
otro, como si fueran dos mortales enemigos. La demás gente quisiera ponerlos en
paz; mas no pudo, porque decía el vizcaíno en sus mal trabadas razones, que si
no le dejaban acabar su batalla, que él mismo había de matar a su ama y a toda
la gente que se lo estorbase. La señora del coche, admirada y temerosa de lo
que veía, hizo al cochero que se desviase de allí algún poco, y desde lejos se
puso a mirar la rigurosa contienda, en el discurso de la cual dio el vizcaíno
una gran cuchillada a Don Quijote encima de un hombro por encima de la rodela,
que a dársela sin defensa, le abriera hasta la cintura. Don Quijote, que sintió
la pesadumbre de aquel desaforado golpe, dio una gran voz, diciendo: ¡oh señora
de mi alma, Dulcinea, flor de la fermosura, socorred a este vuestro caballero,
que por satisfacer a la vuestra mucha bondad, en este riguroso trance se halla!
El decir esto, y el apretar la espada, y el cubrirse bien de su rodela, y el
arremeter al vizcaíno, todo fue en un tiempo, llevando determinación de
aventurarlo todo a la de un solo golpe. El vizcaíno, que así le vio venir
contra él, bien entendió por su denuedo su coraje, y determinó hacer lo mismo
que Don Quijote: y así le aguardó bien cubierto de su almohada, sin poder
rodear la mula a una ni a otra parte, que ya de puro cansada, y no hecha a
semejantes niñerías, no podía dar un paso. Venía, pues, como se ha dicho, Don
Quijote contra el cauto vizcaíno con la espada en alto, con determinación de
abrirle por medio, y el vizcaíno le aguardaba asimismo, levantada la espada y
aforrado con su almohada, y todos los circunstantes estaban temerosos y
colgados de lo que había de suceder de aquellos tamaños golpes con que se
amenazaban, y la señora del coche y las demás criadas suyas estaban haciendo
mil votos y ofrecimientos a todas las imágenes y casas de devoción de España,
porque Dios librase a su escudero y a ellas de aquel tan grande peligro en que
se hallaban. Pero está el daño de todo esto, que en este punto y término deja
el autor de esta historia esta batalla, disculpándose que no halló más escrito
destas hazañas de Don Quijote, de las que deja referidas. Bien es verdad que el
segundo autor de esta obra no quiso creer que tan curiosa historia estuviese
entregada a las leyes del olvido, ni que hubiesen sido tan poco curiosos los
ingenios de la Mancha que no tuviesen en sus archivos o en sus escritorios
algunos papeles que de este famoso caballero tratasen; y así, con esta
imaginación, no se desesperó de hallar el fin de esta apacible historia, el
cual, siéndole el cielo favorable, le halló del modo que se contará en el
siguiente capítulo.
Capítulo 9: Donde se concluye y da fin a la estupenda batalla que el
gallardo vizcaíno y el valiente manchego tuvieron
Dejamos en el anterior
capítulo al valeroso vizcaíno y al famoso Don Quijote con las espadas altas y
desnudas, en guisa de descargar dos furibundos fendientes, tales que si en
lleno se acertaban, por lo menos se dividirían y henderían de arriba abajo, y
abrirían como una granada, y que en aquel punto tan dudoso paró y quedó
destroncada tan sabrosa historia, sin que nos diese noticia su autor dónde se
podría hallar lo que de ella faltaba. Causóme esto mucha pesadumbre, porque el
gusto de haber leido tan poco, se volvía en disgustos de pensar el mal camino
que se ofrecía para hallar lo mucho que a mi parecer faltaba de tan sabroso
cuento. Parecióme cosa imposible y fuera de toda buena costumbre, que a tan
buen caballero le hubiese faltado algún sabio que tomara a cargo en escribir
sus nunca vistas hazañas; cosa que no faltó a ninguno de los caballeros
andantes, de los que dicen las gentes que van a sus aventuras: porque cada uno
de ellos tenía uno o dos sabios como de molde, que no solamente escribían sus
hechos, sino que pintaban sus más mínimos pensamientos y niñerías por más
escondidas que fuesen; y no había de ser tan desdichado tan buen caballero, que
le faltase a él lo que sobró a Platir y a otros semejantes. Y así no podía
inclinarme a creer que tan gallarda historia hubiese quedado manca y
estropeada, y echada la culpa a la malignidad del tiempo, devorador y
consumidor de todas las cosas, el cual o la tenía oculta o consumida. Por otra
parte, me parecía que pues entre sus libros se habían hallado tan modernos como
Desengaño de celos, y Ninfas y pastores de Henares, que tambíen su historia
debía de ser moderna, y que ya que no estuviese escrita, estaría en la memoria
de la gente de su aldea y de las a ellas circunvecinas. Esta imaginación me
traía confuso y deseoso de saber real y verdaderamente toda la vida y milagros
de nuestro famoso español Don Quijote de la Mancha, luz y espejo de la
caballería manchega, y el primero que en nuestra edad y en estos tan
calamitosos tiempos se puso al trabajo y ejercicio de las andantes armas, y el
de desfacer agravios, socorrer viudas, amparar doncellas, de aquellas que
andaban con sus azotes y palafrenes, y con toda su virginidad a cuestas, de
monte en monte y de valle en valle; que si no era que algún follón, o algún
villano de hacha y capellina, o algún descomunal gigante las forzaba, doncella
hubo en los pasados tiempos que al cabo de ochenta años, que en todos ellos no
durmió un día debajo de tejado, se fue tan entera a la sepultura como la madre
que la había parido. Digo, pues, que por estos y otros muchos respetos es digno
nuestro gallardo Don Quijote de continuas y memorables alabanzas, y aun a mí no
se me deben negar, por el trabajo y diligencia que puse en buscar el fin de
esta agradable historia; aunque bien sé que si el cielo, el caso y la fortuna
no me ayudaran, el mundo quedara falto y sin el pasatiempo y gusto, que bien
casi dos horas podrá tener el que con atención la leyere. Pasó, pues, el
hallarla en esta manera: estando yo un día en el Alcaná de Toledo, llegó un
muchacho a vender unos cartapacios y papeles viejos a un sedero; y como soy
aficionado a leer, aunque sean los papeles rotos de las calles, llevado de esta
mi natural inclinación tomé un cartapacio de los que el muchacho vendía; vile
con caracteres que conocí ser arábigos, y puesto que, aunque los conocía, no los
sabía leer, anduve mirando si parecía por allí algún morisco aljamiado que los
leyese; y no fue muy dificultoso hallar intérprete semejante, pues aunque le
buscara de otra mejor y más antigua lengua le hallara. En fin, la suerte me
deparó uno, que diciéndole mi deseo, y poniéndole el libro en las manos le
abrió por medio, y leyendo un poco en él se comenzó a reír: preguntéle que de
qué se reía, y respondióme que de una cosa que tenía aquel libro escrita en la
margen por anotación. Díjele que me la dijese, y él sin dejar la risa dijo:
está, como he dicho, aquí en el margen escrito esto: esta Dulcinea del Toboso,
tantas veces, en esta historia referida, dicen que tuvo la mejor mano para
salar puercos que otra mujer de toda la Mancha. Cuando yo oí decir Dulcinea del
Toboso, quedé atónito y suspenso, porque luego se me representó que aquellos
cartapacios conteían la historia de Don Quijote. con esta imaginación le di
priesa que leyese el principio; y haciéndolo así, volviendo de improviso el
arábigo en castellano, dijo que decía: Historia de Don Quijote de la Mancha,
escrita por Cide Hamete Benengeli, historiador arábigo. Mucha discreción fue
menester para disimular el contento que recibí cuando llegó a mis oídos el
título del libro; y salteándosele al sedero, compré al muchacho todos los
papeles y cartapacios por medio real, que si él tuviera discreción, y supiera
que yo los deseaba, bien se pudiera prometer y llevar más de seis reales de la
compra. Apartéme luego con el morisco por el claustro de la iglesia mayor, y
roguéle me volviese aquellos cartapacios, todos los que trataban de Don
Quijote, en lengua castellana, sin quitarles ni añadirles nada, ofreciéndole la
paga que él quisiese. Contentóse con dos arrobas de pasas y dos fanegas de
trigo, y prometió de traducirlos bien y fielmente, y con mucha brevedad, pero
yo, por facilitar más el negocio y por no dejar de la mano tan buen hallazgo,
le traje a mi casa, donde en poco más de mes y medio la tradujo toda del mismo
modo que aquí se refiere. Estaba en el primer cartapacio pintada muy al natural
la batalla de Don Quijote con el vizcaíno, puestos en la misma postura que la
historia cuenta, levantadas las espadas, el uno cubierto de su rodela, el otro
de la almohada, y la mula del vizcaíno tan al vivo, que estaba mostrando ser de
alquiler a tiro de ballesta. Tenía a los pies el vizcaíno un título que decía:
Don Sancho de Azpeitia que sin duda debía de ser su nombre, y a los pies de
Rocinante estaba otro, que decía: Don Quijote: estaba Rocinante
maravillosamente pintado, tan largo y tendido, tan atenuado y flaco, con tanto
espinazo, tan hético confirmado, que mostraba bien al descubierto con cuánta
advertencia y propiedad se le había puesto el nombre de Rocinante. Junto a él
estaba Sancho Panza, que teía del cabestro a su asno, a los pies del cual
estaba otro rótulo, que decía: Sancho Zancas; y debía de ser que tenía, a lo
que mostraba la pintura, la barriga grande, el talle corto, y las zancas
largas, y por esto se le debió de poner nombre de Panza y Zancas, que con estos
dos sobrenombres se le llama algunas veces la historia. Otras algunas
menudencias había que advertir; pero todas son de poca importancia y que no
hacen al caso a la verdadera relación de la historia, que ninguna es mala como
sea verdadera. Si a esta se le puede poner alguna objeción acerca de su verdad,
no podrá ser otra sino haber sido su autor arábigo, siendo muy propio de los de
aquella nación ser mentirosos aunque por ser tan nuestros enemigos, antes se
puede entender haber quedado falto en ella que demasiado: y así me parece a mí,
pues cuando pudiera y debiera extender la pluma en las alabanzas de tan buen
caballero, parece que de industria las pasa en silencio; cosa mal hecha y peor
pensada, habiendo y debiendo ser los historiadores puntuales, verdaderos y no
nada apasionados, y que ni el interés ni el miedo, el rencor ni la afición, no
les haga torcer del camino de la verdad, cuya madre es la historia, émula del
tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo
presente, advertencia de lo porvenir. En esta sé que se hallará todo lo que se
acertare a desear en la más apacible; y si algo bueno en ella faltare, para mí
tengo que fue por culpa del galgo de su autor, antes que por falta del sujeto.
En fin, su segunda parte siguiendo la traducción, continuaba de esta manera:
puestas y levantadas en alto las cortadoras espadas de los dos valerosos y
enojados combatientes, no parecía sino que estaban amenazando al cielo, a la
tierra y al abismo: tal era el denuedo y continente que tenían. Y el primero
que fue a descargar el golpe fue el colérico vizcaíno, el cual fue dado con
tanta fuerza y tanta furia, que a no volvérsele la espada en el camino, aquel
solo golpe fuera bastante para dar fin a su rigurosa contienda, y a todas las
aventuras de nuestro caballero; mas la buena suerte, que para mayores cosas le
tenía guardado, torció la espada de su contrario, de modo que aunque le acertó
en el hombro izquierdo, no le hizo otro daño qeu desarmarle todo aquel lado,
llevándole de camino gran parte de la celada con la mitad de la oreja, que todo
ello con espantosa ruina vino al suelo, dejándole muy maltrecho. ¡Válame Dios,
y quién será aquel que buenamente pueda contar ahora la rabia que entró en el
corazón de nuestro manchego, viéndose parar de aquella manera! No se diga más,
sino que fue de manera que se alzó de nuevo en los estribos, y apretando más la
espada en las dos manos, con tal furia descargó sobre el vizcaíno, acertándole
de lleno sobre la almohada y sobre la cabeza, que sin ser parte tan buena
defensa, como si cayera sobre él una montaña, comenzó a echar sangre por las
narices, y por la boca, y por los oídos, y a dar muestras de caer de la mula
abajo, de donde cayera sin duda, si no se abrazara con el cuello; pero con todo
eso sacó los pies de los estribos, y luego soltó los brazos, y la mula
espantada del terrible golpe dio a correr por el campo, y a pocos corcovos dio
con su dueño en tierra. Estábaselo con mucho sosiego mirando Don Quijote, y
como lo vio caer, saltó de su caballo y con mucha ligereza se llegó a él, y
poniéndole la punta de la espada en los ojos, le dijo que se rindiese; si no,
que le cortaría la cabeza. Estaba el vizcaíno tan turbado que no podía
responder palabra, y él lo pasara mal, según estaba ciego Don Quijote, si las
señoras del coche, que hasta entonces con gran desmayo habían mirado la
pendencia, no fueran adonde estaba y le pidieran con mucho encarecimiento les
hiciera tan grande merced y favor de perdonar la vida a aquel su escudero; a lo
cual Don Quijote respondió con mucho entono y gravedad: por cierto, fermosas
señoras, yo soy muy contento de hacer lo que me pedís; mas ha de ser con una
condición y concerto, y es que este caballero ma ha de prometer de ir al lugar
del Toboso, y presentarse de mi parte ante la sin par doña Dulcinea, para que
ella haga de él lo que más fuere de su voluntad. Las temerosas y desconsoladas
señoras, sin entrar en cuenta de lo que Don Quijote pedía, y sin preguntar
quién Dulcinea fuese, le prometieron que el escudero haría todo aquello que de
su parte le fuese mandado: pues en fe de esa palabra, yo no le haré más daño,
puesto que me lo tenía bien merecido.
Capítulo 10: De los graciosos razonamientos que pasaron entre D.
Quijote y Sancho Panza su escudero
Ya en este tiempo se había
levantado Sancho Panza algo maltratado de los mozos de los frailes, y había
estado atento a la batalla de su señor Don Quijote, y rogaba a Dios en su
corazón fuese servido de darle victoria y que en ella ganase alguna ínsula de
donde le hiciese gobernador, como se lo había prometido. Viendo, pues, ya
acabada la pendencia, y que su amo volvía a subir sobre Rocinante, llegó a
tenerle el estribo, y antes que subiese se hincó de rodillas delante de él, y
asiéndole de la mano, se la besó y le dijo: sea vuestra merced servido, señor
Don Quijote mío, de darme el gobierno de la ínsula que en esta rigurosa
pendencia se ha ganado, que por grande que sea, yo me siento con fuerzas de
saberla gobernar tal y tan bien como otro que haya gobernado ínsulas en el mundo.
A lo cual respondió Don Quijote: advertid, hermano Sancho, que esta aventura, y
las a estas semejantes, no son aventuras de ínsulas, sino de encrucijadas, en
las cuales no se gana otra cosa que sacar rota la cabeza, o una oreja menos;
tened paciencia, que aventuras se ofrecerán, donde no solamente os pueda hacer
gobernador, sino más adelante. Agradecióselo mucho Sancho, y besándole otra vez
la mano y la falda de la loriga, le ayudó a subir sobre Rocinante, y él subió
sobre su asno, y comenzó a seguir a su señor, que a paso tirado, sin despedirse
ni hablar más con las del coche, se entró por un bosque que allí junto estaba.
Seguíale Sancho a todo trote de su jumento; pero caminaba tanto Rocinante, que,
viéndose quedar atrás, le fue forzoso dar voces a su amo, que se aguardase.
Hízolo así Don Quijote, teniendo las riendas a Rocinante hasta que llegase su
cansado escudero, el cual en llegando le dijo: paréceme, señor, que sería
acertado irnos a retraer a alguna iglesia, que, según quedó maltrecho aquel con
quien combatisteis, no será mucho que den noticia del caso a la Santa
Hermandad, y nos prendan; y a fe que si lo hacen, que primero que salgamos de
la cárcel, que nos ha de sudar el hopo. Calla, dijo Don Quijote. ¿Y dónde has
visto tú o leído jamás que caballero andante haya sido puesto ante la justicia,
por más homicidios que haya cometido? Yo no sé nada de omecillos, respondió
Sancho, ni en mi vida le caté a ninguno; sólo sé que la Santa Hermandad tiene
que ver con los que pelean en el campo, y en esotro no me entremeto. Pues no
tengas pena, amigo, respondió Don Quijote, que yo te sacaré de las manos de los
caldeos, cuanto más de las de la Hermandad. Pero dime por tu vida: ¿has tú
visto más valeroso caballero que yo en todo lo descubierto de la tierra? ¿Has
leído en historias otro que tenga ni haya tenido más brío en acometer, más
aliento en el perseverar, más destreza en el herir, ni más maña en el derribar?
La verdad sea, respondió Sancho, que yo no he leído ninguna historia jamás,
porque ni sé leer ni escribir; mas lo que osaré apostar es que más atrevido amo
que vuestra merced yo no le he servido en todos los días de mi vida, y quiera
Dios que estos atrevimientos no se paguen donde tengo dicho. Lo que le ruego a
vuestra merced es que se cure, que se le va mucha sangre de esa oreja, que aquí
traigo hilas y un poco de ungüento blanco en las alforjas. Todo esto fuera bien
escusado, respondió Don Quijote, si a mí se me acordara de hacer una redoma del
bálsamo de Fierabrás, que con sólo una gota se ahorraran tiempo y medicinas.
¿Qué redoma y qué bálsamo es ese? dijo Sancho Panza. De un bálsamo, respondió
Don Quijote, de quien tengo la receta en la memoria, con el cual no hay que
tener temor a la muerte, ni hay que pensar morir de ferida alguna; y así,
cuando yo le haga y te le dé, no tienes más que hacer sino que cuando vieres
que en alguna batalla me han partido por medio del cuerpo, como muchas veces
suele acontecer, bonitamente la parte del cuerpo que hubiere caído en el suelo,
y con mucha sutileza, antes que la sangre se hiele, la pondrás sobre la otra
mitad que quedare en la silla, advirtiendo de encajallo igualmente y al justo.
Luego me darás a beber solos dos tragos del bálsamo que he dicho, y verásme
quedar más sano que una manzana. Si eso hay, dijo Panza, yo renuncio desde aquí
el gobierno de la prometida ínsula, y no quiero otra cosa en pago de mis muchos
y buenos servicios, sino que vuestra merced me djé la receta de ese estremado
licor, que para mí tengo que valdrá la onza donde quiera más de dos reales, y
no he menester yo más para pasar esta vida honrada y descansadamente; pero es
de saber ahora si tiene mucha costa el hacella. Con menos de tres reales se
pueden hacer tres azumbres, respondió Don Quijote. ¡Pecador de mí! replicó
Sancho. ¿Pues a qué aguarda vuestra merced a hacelle y a enseñármele? Calla,
amigo, respondió Don Quijote, que mayores secretos pienso enseñarte, y mayores
mercedes hacerte; y por ahora curémonos, que la oreja me duele más de lo que yo
quisiera. Sacó Sancho de las alforjas hilas y ungüento; mas cuando Don Quijote
llegó a ver rota su celada, pensó perder el juicio, y puesta la mano en la
espada y alzando los ojos al cielo, dijo: yo hago juramento al criador de todas
las cosas, y a los santos cuatro Evangelios, donde más largamente están
escritos, de hacer la vida que hizo el grande marqués de Mantua, cuando juró de
vengar la muerte de su sobrino Baldovinos, que fue de no comer pan a manteles,
ni con su mujer folgar, y otras cosas, que, aunque de ellas no me acuerdo, las
doy aquí por espresadas, hasta tomar entera venganza del que tal desaguisado me
fizo. Oyendo esto Sancho, le dijo: advierta vuestra merced, señor Don Quijote,
que si el caballero cumplió lo que se le dejó ordenado de irse a presentar ante
mi señora Dulcinea del Toboso, ya habrá cumplido con lo que debía, y no merece
otra pena si no comete nuevo delito. Has hablado y apuntado muy bien, repondió
Don Quijote; y así anulo el juramento en lo que toca a tomar de él nueva
venganza; pero hágole y confírmole de nuevo de hacer la vida que he dicho,
hasta tanto que quite por fuerza otra celada tal y tan buena como esta a algún
caballero; y no pienses, Sancho, que así, a humo de pajas, hago esto, que bien
tengo a quien imitar en ello, que esto mismo pasó al pie de la letra sobre el
yelmo del Mambrino, que tan caro le costó a Sacripante. Que dé al diablo
vuestra merced tales juramentos, señor mío, replicó Sancho, que son muy en daño
de la salud y muy en perjuicio de la conciencia. Si no, dígame ahora si acaso
en muchos días no topamos hombre armado con celada, ¿qué hemos de hacer? ¿Hase
de cumplir el juramento a despecho de tantos inconvenientes e incomodidades,
como será el dormir vestido, y el no dormir en poblado, y otras mil penitencias
que contenía el juramento de aquel loco viejo del marqués de Mantua, que
vuestra merced quiere revalidar ahora? Mire vuestra merced bien que por todos
estos caminos no andan hombres armados sino arrieros y carreteros, que no sólo
no traen celadas, pero quizá no las han oído nombrar en todos los días de su
vida. Engañaste en eso, dijo Don Quijote, porque no habremos estado dos horas
por estas encrucijadas, cuando veamos más armados que los que vinieron sobre
Albraca a la conquista de Angélica la Bella. Alto, pues; sea así, dijo Sancho y
a Dios prazga que nos suceda bien, y que se llegue ya el tiempo de ganar esa
ínsula, que tan cara me cuesta, y muérame yo luego. Ya te he dicho, Sancho, que
no te dé eso cuidado alguno, que cuando faltare ínsula, ahí está el reino de
Dinamarca, o el de Sobradisa, que te vendrán como anillo al dedo, y más que,
por ser en tierra firme, te debes de alegrar. Pero dejemos esto para su tiempo,
y mira si traes algo en esas alforjas que comamos, porque vamos luego en busca
de algún castillo donde alojemos esta noche, y hagamos el bálsamo que te he
dicho, porque yo te voto a Dios que me va doliendo mucho la oreja. Aquí trayo
una cebolla y un poco de queso, y no sé cuántos mendrugos de pan, dijo Sancho;
pero no son manjares que pertenecen a tan valiente caballero como vuestra merced.
Que mal lo entiendes, respondió Don Quijote: hágote saber, Sancho, que es honra
de los caballeros andantes no comer en un mes, y ya que coman, sea de aquello
que hallaren más a mano: y esto se te hiciera cierto, si hubieras leído tantas
historias como yo, que aunque han sido muchas, en todas ellas no he hallado
hecha relación de que los caballeros andantes comiesen, si no era acaso, y en
algunos suntuosos banquetes que les hacían, y los demás días se los pasaban en
flores. Y aunque se deja entender que no podían pasar sin comer y sin hacer
todos los otros menesteres naturales, porque en efecto eran hombres como
nosotros, has de entender también que, andando lo más del tiempo de su vida por
las florestas y despoblados, y sin cocinero, que su más ordinaria comida sería
de viandas rústicas, tales como las que tú ahora me ofreces: así que, Sancho
amigo, no te congoje lo que a mí me da gusto, ni quieras tú hacer mundo nuevo,
ni sacar la caballería andante de sus quicios. Perdóneme vuestra merced, dijo
Sancho, que como yo no sé leer ni escribir, como otra vez he dicho, no sé ni he
caído en las reglas de la profesión caballeresca; y de aquí adelante yo
proveeré las alforjas de todo género de fruta seca para vuestra merced, que es
caballero, y para mí las proveeré, pues no lo soy, de otras cosas volátiles y
de más sustancia. No digo yo, Sancho, replicó Don Quijote, que sea forzoso a
los caballeros andantes no comer otra cosa que esas frutas que dices; sino que
su más ordinario sustento debía ser de ellas, y de algunas yerbas que hallaban
en los campos, que ellos conocían, y yo también conozco. Virtud es, respondió
Sancho, conocer esas yerbas, que según yo me voy imaginando, algún día será
menester usar de ese conocimiento. Y sacando en esto lo que dijo que traía, comieron
los dos en buena paz y compañía; pero deseosos de buscar donde alojar aquella
noche, acabaron con mucha brevedad su pobre y seca comida. Subieron luego a
caballo, y diéronse priesa por llegar a poblado, antes que anocheciese; pero
faltóles el sol y la esperanza de alcanzar lo que deseaban junto a unas chozas
de unos cabreros, y así determinaron de pasar allí la noche que cuanto fue de
pesadumbre para Sancho no llegar a poblado, fue de contento para su amo
dormirla al cielo descubierto, por parecerle que cada vez que esto le sucedía
era hacer un acto posesivo que facilitaba la prueba de su caballería.
Capítulo 11: De lo que sucedió a Don Quijote con unos cabreros
Fue recogido de los cabreros
con buen ánimo, y habiendo Sancho lo mejor que pudo acomodado a Rocinante y a
su jumento, se fue tras el olor que despedían de sí ciertos tasajos de cabra
que hirviendo al fuego en un caldero estaban; y aunque él quisiera en aquel
mismo punto ver si estaban en sazón de trasladarlos del caldero al estómago, lo
dejó de hacer porque los cabreros los quitaron del fuego, y tendiendo por el
suelo unas pieles de ovejas, aderezaron con mucha priesa su rústica mesa, y
convidaron a los dos, con muestras de muy buena voluntad, con lo que tenían.
Sentáronse a la redonda de las pieles seis de ellos, que eran los que en la
majada había, habiendo primero con groseras ceremonias rogado a Don Quijote que
se sentase sobre un dornajo que vuelto al revés le pusieron. Sentóse Don
Quijote, y quedábase Sancho en pie para servirle la copa, que era hecha de
cuerno. Viéndole en pie su amo, le dijo: porque veas, Sancho, el bien que en sí
encierra la andante caballería, y cuán a pique están los que en cualquiera
ministerio de ella se ejercitan, de venir brevemente a ser honrados y estimados
del mundo, quiero que aquí a mi lado, y en compañía de esta buena gente, te
sientes, y que seas una misma cosa conmigo que soy tu amo y natural señor, que
comas en mi plato y bebas por donde yo bebiere; porque de la caballería andante
se puede decir lo mismo que del amor que se dice, que todas las cosas iguala.
¡Gran merced! dijo Sancho; pero sé decir a vuestra merced, que como yo tuviese
bien de comer, tan bien y mejor me lo comería en pie y a mis solas, como
sentado a par de un emperador. Y aún si va a decir verdad, mucho mejor me sabe
lo que como en mi rincón sin melindres sin respetos, aunque sea pan y cebolla,
que los gallipavos de otras mesas, donde me sea forzoso mascar despacio, beber
poco, limpiarme a menudo, no estornudar ni toser si me viene gana, ni hacer
otras cosas que la soledad y la libertad traen consigo. Así que, señor mío,
estas honras que vuestra merced quiere darme, por ser ministro y adherente de
la caballería andante, como lo soy siendo escudero de vuestra merced,
conviértalas en otras cosas que me sean de más cómodo y provecho; que estas,
aunque las doy por bien recibidas, las renuncio para desde aquí al fin del
mundo. Con todo eso, te has de sentar, porque a quien se humilla Dios le
ensalza. Y asiéndole por el brazo, le forzó a que junto a él se sentase. No
entendían los cabreros aquella jerigonza de escuderos y de caballeros andantes,
y no hacían otra cosa que comer y callar y mirar a sus huéspedes, que con mucho
donaire y gana embaulaban tasajo como puño. Acabado el servicio de carne,
tendieron sobre las zaleas gran cantidad de bellotas avellanadas, y juntamente
pusieron un medio queso, más duro que si fuera hecho de argamasa. No estaba en
esto ocioso el cuerno, porque andaba a la redonda tan a menudo, ya lleno, ya
vacío, como arcaduz de noria, que con facilidad vació un zaque de dos que
estaban de manifiesto. Después que Don Quijote hubo bien satisfecho su
estómago, tomó un puño de bellotas en la mano, y mirándolas atentamente, soltó
la voz a semejantes razones: ¡Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien
los antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en
esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa
sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban etas
dos palabras de tuyo y mío! Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes;
a nadie le era necesario, para alcanzar su ordinario sustento, tomar otro
trabajo que alzar la mano, y alcanzarle de las robustas encinas, que
liberalmente les estaban convidando con su dulce y sazonado ruto. Las claras
fuentes y corrientes ríos, en magnífica abundancia, sabrosas y transparentes
aguas les ofrecían. En las quiebras de las peñas y en lo hueco de los árboles
formaban su república las solícitas y discretas abejas, ofreciendo a cualquiera
mano sin interés alguno la fértil cosecha de su dulcísimo trabajo. Los
valientes alcornoques despedían de sí, sin otro artificio que el de su
cortesía, sus anchas y livianas cortezas, con que se comenzaron a cubrir las
casas sobre rústicas estacas, sustentadas no más que para defensa de las
inclemencias del cielo. Todo era paz entonces, todo amistad, todo concordia:
aún no se había atrevido la pesada reja del corvo arado a abrir ni visitar las
entrañas piadosas de nuestra primera madre, que ella sin ser forzada, ofrecía
por todas partes de su fértil y espacioso seno lo que pudiese hartar, sustentar
y deleitar a los hijos que entonces la poseían. Entonces sí que andaban las
simples y hermosas zagalejas de valle en valle, y de otero en otero, en trenza
y en cabello, sin más vestidos de aquellos que eran menester para cubrir
honestamente lo que la honestidad quiere y ha querido siempre que se cubra; y
no eran sus adornos de los que ahora se usan, a quien la púrpura de Tiro y la
por tantos modos martirizada seda encarecen, sino de algunas hojas de verdes
lampazos y hiedra entretejidas, con lo que quizá iban tan pomposas y
compuestas, como van ahora nuestras cortesanas con las raras y peregrinas
invenciones que la curiosidad ociosa les ha mostrado. Entonces se decoraban los
conceptos amorosos del alma simple y sencillamente, del mismo modo y manera que
ella los concebía, sin buscar artificioso rodeo de palabras para encarecerlos.
No habían la fraude, el engaño ni la malicia mezcládose con la verdad y la
llaneza. La justicia se estaba en sus propios términos, sin que la osasen
turbar ni ofender los del favor y los del interés, que tanto ahora la
menoscaban, turban y persiguen. La ley del encaje aún no se había sentado en el
entendimiento del juez, porque entonces no había qué juzgar ni quién fuese
juzgado. Las doncellas y la honestidad andaban, como tengo dicho, por donde
quiera, solas y señoras, sin temor que la ajena desenvoltura y lascivo intento
las menoscabasen, y su perdición nacía de su gusto y propia voluntad. Y ahora
en estos nuestros detestables siglos no está segura ninguna, aunque la oculte y
cierre otro nuevo laberinto como el de Creta; porque allí por los resquicios o
por el aire, con el celo de la maldita solicitud, se les entra la amorosa
pestilencia, y les hace dar con todo su recogimiento al traste. Para cuya
seguridad, andando más los tiempos y creciendo más la malicia, se instituyó la
orden de los caballeros andantes, para defender las doncellas, amparar las
viudas y socorrer a los huérfanos y a los menesterosos. De esta orden soy yo,
hermanos cabreros, aquien agradezco el agasajo y buen acogimiento que hacéis a
mí y a mi escudero; que aunque por ley natural están todos los que viven
obligados a favorecer a los caballeros andantes, todavía por saber que, sin
saber vosotros esta obligación, me acogísteis y regalásteis, es razón que con
la voluntad a mí posible os agradezca la vuestra. Toda esta larga arenga (que
se pudiera muy bien excusar) dijo nuestro caballero, porque las bellotas que le
dieron le trujeron a la memoria la edad dorada, y antojósele hacer aquel inútil
razonamiento a los cabreros, que, sin respondelle palabra, embobados y
suspensos le estuvieron escuchando. Sancho asimismo callaba, y comía bellotas y
visitaba muy amenudo el segundo zaque, que porque se enfriase el vino lo tenían
colgado de un alcornoque. Más tardó en hablar Don Quijote que en acabar la
cena, al fin de la cual uno de los cabreros dijo: para que con más veras pueda
vuestra merced decir, señor caballero andante, que le agasajamos con pronta y
buena voluntad, queremos darle solaz y contento con hacer que cante un
compañero nuestro, que no tardará mucho en estar aquí, el cual es un zagal muy
entendido y muy enamorado, y que sobre todo sabe leer y escribir, y es músico
de un rabel, que no hay más que desear. Apenas había el cabrero acabado de
decir esto, cuando llegó a sus oídos el son del rabel y de allí a poco llegó el
que le tañía, que era un mozo de hasta veintidós años, de muy buena gracia.
Preguntáronle sus compañeros si había cenado, y respondiendo que sí, el que
había hecho los ofrecimientos le dijo: de esa manera, Antonio, bien podrás
hacernos placer de cantar un poco, porque vea este señor huésped que tenemos,
que también por los montes y selvas hay quien sepa de música. Hémosle dicho tus
buenas habilidades, y deseamos que las muestres y nos saques verdaderos; y así
te ruego por tu vida que te sientes y cantes el romance de tus amores, que te
compuso el beneficiado tu tío, que en el pueblo ha parecido muy bien. Que me
place, dijo el mozo; y sin hacerse más de rogar, se sentó en el tronco de una
desmochada encina, y templando su rabel, de allí a poco, con muy buena gracia,
comenzó a cantar, diciendo de esta manera:
ANTONIO
Yo sé, Olalla, que
me adoras,
puesto que no me lo has dicho
ni aún con los ojos siquiera,
mudas lenguas de amoríos.
Porque sé
que eres sabida,
en que me quieres me afirmo,
que nunca fue desdichado
amor que fue conocido.
Bien es verdad que
tal vez,
Olalla, me has
dado indicio
que tienes de bronce el alma,
y el blanco pecho de risco.
Más allá, entre sus reproches
y
honestísimos desvíos
tal vez la esperanza muestra
la orilla de su vestido.
Abalánzase al señuelo
mi fe que nunca ha
podido
ni menguar por no
llamado
ni crecer por escogido.
Si el amor es cortesía,
de
la que tienes colijo
que al fin de mis esperanzas
ha de ser cual imagino.
Y si son servicios
parte
de hacer un pecho
benigno,
algunos de los que he hecho
fortalecen mi partido.
Porque, si has
mirado en ello,
más de una vez habrás visto
que me he vestido en los lunes
lo que me honraba el domingo.
Como el amor y la gala
andan un mismo camino,
en todo tiempo a tus ojos
quise mostrarme polido.
Dejo el bailar por
tu causa,
ni
las músicas te pinto,
que has escuchado a deshoras
y al canto del
gallo primo.
No cuento las alabanzas
que de tu belleza he dicho,
que, aunque verdaderas, hacen
ser yo de algunas mal quisto.
Teresa del Berrocal,
yo alabándote, me dijo:
Tal piensa que adora un ángel,
y viene a adorar a un jimio.
Merced
a los mucho dijes
y a los cabellos postizos,
y
a hipócritas hermosuras
que engañan al amor mismo.
Desmentíla, y enojóse,
volvió por ella su primo,
desafióme, y ya sabes,
lo que yo hice y él hizo.
No te quiero yo a montón,
ni te pretendo y te sirvo
por
lo de barraganía,
que más bueno es mi designio.
Coyundas tiene la iglesia,
que son lazadas de sirgo,
pon tu cuello en la gamella,
verás cómo pongo yo el mío.
Donde no, desde aquí juro
por el santo más bendito,
de no salir destas tierras
sino para capuchino.
Con
esto dio el cabrero fin a su canto, y aunque Don Quijote le rogó que algo más
cantase, no lo consintió Sancho Panza, porque estaba más para dormir que para
oír canciones. Y así dijo a su amo: bien puede vuestra merced acomodarse desde
luego a donde ha de pasar esta noche, que el trabajo de estos buenos hombres
tienen todo el día no permite que pasen las noches cantando. Ya te entiendo,
Sancho, respondió Don Quijote, que bien se me trasluce que las visitas del
zaque piden más recompensa de sueño que de música. A todos nos sabe bien,
bendito sea Dios, respondió Sancho. No lo lo niego, replicó Don Quijote; pero
acomódate tú donde quisieres, que los de mi profesión mejor parecen velando que
durmiendo; pero con todo eso sería bien, Sancho, que me vuelvas a curar esta
oreja, que me va doliendo más de lo que es menester. Hizo Sancho lo que se le mandaba;
y viendo uno de los cabreros la herida, le dijo que no tuviese pena, que él
pondría remedio con que fácilmente se sanase; y tomando algunas hojas de
romero, de mucho que por allí había, las mascó y las mezcló con un poco de sal,
y aplicándoselas a la oreja, se las vendó muy bien, asegurándole que no había
menester otra medicina. Y así fue la verdad.
Capítulo
12: De lo que contó un cabrero a los que estaban con Don Quijote
Estando
en esto llegó otro mozo de los que les traían de la aldea el bastimento, y
dijo: ¿sabéis lo que pasa en el lugar, compañeros? ¿cómo lo podemos saber?
respondió uno de ellos. Pues sabed, prosiguió el mozo, que murió esta mañana
aquel famoso pastor estudiante llamado Grisóstomo, y se murmura que ha muerto
de amores de aquella endiablada moza de la aldea, la hija de Guillermo el rico,
aquella que se anda en hábito de pastora por esos andurriales. Por Marcela
dirás, dijo uno. Por esa digo, respondió el cabrero; y es lo bueno, que mandó
en su testamento que le enterrasen en el campo como si fuera moro, y que sea al
pie de la peña donde está la fuente del alcornoque, porque según es fama (y él
dicen que lo dijo) aquel lugar es adonde él la vio la vez primera. Y también
mandó otras cosas tales, que los abades del pueblo dicen que no se han de
cumplir ni es bien que se cumplan, porque parecen de gentiles. A todo lo cual
responde aquel gran su amigo Ambrosio el estudiante, que también se vistió de
pastor con él, que se ha de cumplir todo sin faltar nada como lo dejó mandado
Grisóstomo, y sobre esto anda el pueblo alborotado, mas a lo que se dice, en
fin se hará lo que Ambrosio y todos los pastores sus amigos quieren, y mañana
le vienen a enterrar con gran pompa adonde tengo dicho; y tengo para mí que ha
de ser cosa muy de ver, a lo menos yo no dejaré de ir a verla, si supiese no
volver mañana al lugar. Todos haremos lo mismo, respondieron los cabreros, y
echaremos suertes a quien ha de quedar a guardar las cabras de todos. Bien
dices Pedro, dijo uno de ellos, aunque no será menester usar de esa diligencia,
que yo me quedaré por todos; y no lo atribuyas a virtud y a poca curiosidad
mía, sino a que no me deja andar el garrancho que el otro día me pasó este pie.
Con todo esto, te lo agradecemos, respondió Pedro. Y Don Quijote rogó a Pedro le
dijese qué muerto era aquel y qué pastora aquella. A lo cual Pedro respondió,
que lo que sabía era que el muerto era un hijodalgo rico, vecino de un lugar
que estaba en aquellas sierras, el cual había sido estudiante muchos años en
Salamanca, al cabo de los cuales había vuelto a su lugar con opinión de muy
sabio y muy leído. Principalmente decían que sabía la ciencia de las estrellas,
y de lo que pasaban allá en el cielo el sol y la luna, porque puntualmente nos
decía el cris del sol y de la luna. Eclipse se llama, amigo, que no cris, el
escurecerse esos dos luminares mayores, dijo Don Quijote. Mas Pedro, no
reparando en niñerías, prosiguió su cuento, diciendo: asimesmo adivinaba cuando
había de ser el año abundante o estil. Estéril queréis decir, amigo, dijo Don
Quijote. Estéril, o estil, respondió Pedro, todo se sale allá. Y digo que, con
esto que decía, se hicieron su padre y sus amigos que le daban crédito muy
ricos, porque hacían lo que él les aconsejaba, diciéndoles: sembrad este año
cebada, no trigo; en este podéis sembrar garbanzos, y no cebada; el que viene
será de guilla de aceite; los tres siguientes no se cogerá gota. Esa ciencia se
llama Astrología, dijo Don Quijote. No sé yo cómo se llama, replicó Pedro, mas
sé que todo esto sabía y aún más. Finalmente no pasaron muchos meses después
que vino de Salamanca, cuando un día remaneció vestido de pastor con su cayado
y pellico, habiéndose quitado los hábitos largos que como escolar traía, y
juntamente se vistió con él de pastor otro su grande amigo llamado Ambrosio,
que había sido su compañero en los estudios. Olvidábaseme decir cómo Grisóstomo
el difunto fue grande hombre de componer coplas, tanto que él hacía los
villancicos para la noche del Nacimiento del Señor, y los autos para el día de
Dios, que los representaban los mozos de nuestro pueblo, y todos decían que
eran por el cabo. Cuando los del lugar vieron tan de improviso vestidos de
pastores a los dos escolares, quedaron admirados y no podían adivinar la causa
que les había movido a hacer tan extraña mudanza. Ya en este tiempo era muerto
el padre de nuestro Grisóstomo, y él quedó heredado en mucha cantidad de
hacienda, ansí en muebles como en raíces, y en no pequeña cantidad de ganado
mayor y menor, y en gran cantidad de dineros: de todo lo cual quedó el mozo
señor desoluto; y en verdad que todo lo merecía, que era muy buen compañero y
caritativo y amigo de los buenos, y tenía una cara como una bendición. Después
se vino a entender que el haberse mudado de traje no había sido por otra cosa
que por andarse por estos despoblados en pos de aquella pastora Marcela que
nuestro zagal nombró denantes, de la cual se había enamorado el difunto de
Grisóstomo. Y quiéroos decir ahora, porque es bien que lo sepáis, quén es esta
rapaza; quizá y aun sin quizá no habréis oído semejante cosa en todos los días
de vuestra vida, aunque viváis más años que sarna. Decid Sarra, replicó Don
Quijote, no pudiendo sufrir el trocar de los vocablos del cabrero. Harto vive
la sarna, respondió Pedro; y si es, señor, que me habéis de andar zaheriendo a
cada paso los vocablos, no acabaremos en un año. Perdonad, amigo, dijo Don
Quijote, que por haber tanta diferencia de sarna a Sarra os lo dije; pero vos
respondísteis muy bien, porque vive más sarna que Sarra, y proseguid vuestra historia,
que no os replicaré más en nada. Digo, pues, señor de mi alma, dijo el cabrero,
que en nuestra aldea hubo un labrador aún más rico que el padre de Grisóstomo,
el cual se llamaba Guillermo, y al cual dio Dios, amén de las muchas y grandes
riquezas, una hija, de cuyo parto murió su madre, que fue la más honrada mujer
que hubo en todos estos contornos; no parece sino que ahora la veo con aquella
cara, que del un cabo tenía el sol y del otro la luna, y sobre todo hacendosa y
amiga de los pobres, por lo que creo que debe de estar su ánima a la hora de
hora gozando de Dios en el otro mundo. De pesar de la muerte de tan buena mujer
murió su marido Guillermo, dejando a su hija Marcela muchacha y rica en poder
de un tío suyo, sacerdote, y beneficiado en nuestro lugar. Creció la niña con
tanta belleza, que nos hacía acordar de la de su madre, que la tuvo muy grande,
y con todo esto se juzgaba que le había de pasar la de la hija; y así fue, que
cuando llegó a edad de catorce a quince años, nadie la miraba que no bendecía a
Dios, que tan hermosa la había criado, y los más quedaban enamorados y perdidos
por ella. Guardábala su tío con mucho recato y con mucho encerramiento, pero
con todo esto, la fama de su mucha hermosura se extendió de manera, que así por
ella, como por sus muchas riquezas, no solamente de los de nuestro pueblo, sino
de los de muchas leguas a la redonda, y de los mejores de ellos, era rogado,
solicitado e importunado su tío se la diese por mujer. Mas él, que a las
derechas es buen cristiano, aunque quisiera casarla luego, así como la vía de
edad, no quiso hacerlo sin su consentimiento, sin tener ojo a la ganancia y
granjería que le ofrecía el tener la hacienda de la moza, dilatando su
casamiento. Y a fe que se dijo esto en más de un corrillo en el pueblo en
alabanza del buen sacerdote. Que quiero que sepa, señor andante, que en estos
lugares cortos de todo se trata y de todo se murmura; y tened para vos, como yo
tengo para mí, que debe de ser demasiadamente bueno el clérigo que obliga a sus
feligreses a que digan bien dél, especialmente en las aldeas. Así es la verdad,
dijo Don Quijote, y proseguid adelante, que el cuento es muy bueno, y vos, buen
Pedro, le contáis con mucha gracia. La del Señor no me falte, que es la que
hace al caso. Y en lo demás, sabréis que aunque el tío proponía a la sobrina, y
le decía las calidades de cada uno, en particular de los muchos que por mujer
la pedían, rogándole que se casase y escogiese a su gusto, jamás ella respondió
otra cosa sino que por entonces no quería casarse, y que por ser tan muchacha
no se sentía hábil para poder llevar la carga del matrimonio. Con estas que
daba al parecer justas excusas, dejaba el tío de importunarla, y esperaba que
entrase algo más en edad y ella supiese escoger compañía a su gusto. Porque
decía él, y decía muy bien, que no habían de dar los padres a sus hijos estado
contra su voluntad. Pero hételo aquí, cuando no me cato, que remanece un día la
melindrosa Marcela hecha pastora; y sin ser parte su tío ni todos los del
pueblo que se lo desaconsejaban, dio en irse al campo con las demás zagalas del
lugar, y dio en guardar su mesmo ganado. Y así como ella salió en público, y su
hermosura se vio al descubierto, no os sabré buenamente decir cuántos ricos
mancebos, hidalgos y labradores han tomado el traje de Grisóstomo, y la andan
requebrando por estos campos. Uno de los cuales, como ya está dicho, fue
nuestro difunto, del cual decían que la dejaba de querer y la adoraba. Y no se
piense que porque Marcela se puso en aquella libertad y vida tan suelta, y de
tan poco o de ningún recogimiento, que por eso ha dado indicio, ni por semejas,
que venga en menoscabo de su honestidad y recato; antes es tanta y tal la
vigilancia con que mira por su honra, que de cuantos la sirven y solicitan
ninguno se ha alabado, ni con verdad se podrá alabar, que le haya dado alguna
pequeña esperanza de alcanzar su deseo. Que puesto que no huye ni es esquiva de
la compañía y conversación de los pastores, y los trata cortés y amigablemente,
en llegando a descubrirle su intención cualquiera dellos, aunque sea tan justa
y santa como la del matrimonio, los arroja de sí como con un trabuco. Y con
esta manera de condición hace más daño en esta tierra que por si ella entrara
la pestilencia, porque su afabilidad y hermosura atraen los corazones de los
que la tratan a servirla y a amarla; pero su desdén y desengaño los conduce a
términos de desesperarse, y así no saben qué decirle sino llamarla a voces
cruel y desagradecida, con otros títulos a este semejantes, que bien la calidad
de su condición manifiestan; y si aquí estuviéredes, señores, algún día,
veríades resonar estas sierras y estos valles con los lamentos de los
desengañados que la siguen. No está muy lejos de aquí un sitio donde hay casi
dos docenas de altas hayas, y no hay ninguna que en su lisa corteza no tenga
grabado y escrito el nombre de Marcela, y encima de alguna una corona grabada
en el mesmo árbol, como si más claramente dijera su amante que Marcela la lleva
y la merece de toda la hermosura humana. Aquí suspira un pastor, allí se queja
otro, acullá se oyen amorosas canciones, acá desesperadas endechas. Cual hay
que pasa todas las horas de la noche sentado al pie de alguna encina o peñasco,
y allí, sin plegar los llorosos ojos, embebecido y trasportado en sus pensamientos,
le halla el sol a la mañana; y cual hay que sin dar vado ni tregua a sus
suspiros, en mitad del ardor de la más enfadosa siesta del verano tendido sobre
la ardiente arena, envía sus quejas al piadoso cielo; y deste y de aquel, y de
aquellos y destos, libre y desenfadadamente triunfa la hermosa Marcela. Y todos
los que la conocemos estamos esperando en qué ha de parar su altivez, y quién
ha de ser el dichoso que ha de venir a domeñar condición tan terrible, y gozar
de hermosura tan extremada. Por ser todo lo que he contado tan averiguada
verdad, me doy a entender que también lo es la que nuestro zagal dijo que se
decía de la causa de la muerte de Grisóstomo. Y así os aconsejo, señor, que no
dejéis de hallaros mañana a su entierro, que será muy de ver, porque Grisóstomo
tiene muchos amigos, y no está deste lugar a aquel donde manda enterrarse media
legua. En cuidado me lo tengo, dijo Don Quijote, y agradézcoos el gusto que me
habéis dado con la narración de tan sabroso cuento. ¡Oh! replicó el cabero. Aun
no sé yo la mitad de los casos sucedidos a los amantes de Marcela; mas podría
ser que mañana topásemos en el camino algún pastor que nos lo dijese; y por
ahora bien será que os vais a dormir debajo de techado, porque el sereno os
podría dañar la herida, puesto que es tal la medicina que se os ha puesto, que
no hay que temer de contrario accidente. Sancho Panza que ya daba al diablo el
tanto hablar del cabrero, solicitó por su parte que su amo se entrase a dormir
en la choza de Pedro. Hízolo así y todo lo más de la noche se la pasó en
memorias de su señora Dulcinea, a imitación de los amantes de Marcela. Sancho
Panza se acomodó entre Rocinante y su jumento, y durmió, no como enamorado
desfavorecido, sino como hombre molido a coces.
Capítulo 13: Donde se da fin al cuento de
la pastora Marcela, con otros sucesos
Mas
apenas comenzó a descubrirse el día por los balcones del Oriente, cuando los
cinco de los seis cabreros se levantaron y fueron a despertar a Don Quijote, y
a decille si estaba todavía con propósito de ir a ver el famoso entierro de
Grisóstomo, y que ellos le harían compañía. Don Quijote, que otra cosa no
deseaba, se levantó y mandó a Sancho que ensillase y enalbardase al momento, lo
cual él hizo con mucha diligencia, y con la misma se pusieron luego todos en
camino. Y no hubieron andado un cuarto de legua, cuando al cruzar de una senda
vieron venir hacia ellos hasta seis pastores vestidos con pellicos negros, y
coronadas las cabezas con guirnaldas de ciprés y de amarga adelfa. Traía cada
uno un grueso bastón de acebo en la mano; venían con ellos asimismo dos
gentiles hombres de a caballo tan bien aderezados de camino, con otros tres
mozos de a pie que los acompañaban. En llegándose a juntar se saludaron
cortésmente, y preguntándose los unos a los otros dónde iban, supieron que
todos se encaminaban al lugar del entierro, y así comenzaron a caminar todos
juntos. Uno de los de a caballo, hablando con su compañero le dijo: - Paréceme,
señor Vivaldo, que habemos de dar por bien empleada la tardanza que hiciéremos
en ver este famoso entierro que no podrá dejar de ser famoso, según estos
pastores nos han contado extrañezas, así del muerto pastor como de la pastora
homicida. Así me lo parece a mí, respondió Vivaldo, y no digo yo hacer tardanza
de un día, pero de cuatro la hiciera a trueco de verle. Preguntóles Don Quijote
qué era lo que habían oído de Marcela y de Grisóstomo. El caminante dijo que
aquella madrugada habían encontrado con aquellos pastores, y que por haberles
visto en aquel tan triste traje les habían preguntado la ocasión por que iban
de aquella manera; que uno dellos se lo contó, contando las eztrañezas y
hermosura de una pastora llamada Marcela, y los amores de muchos que la
recuestaban, con la muerte de aquel Grisóstomo a cuyo entierro iban.
Finalmente, él contó lo que Pedro a Don Quijote había contado. Cesó esta
plática y comenzóse otra, preguntando el que se llamaba Vivaldo a Don Quijote,
qué era la ocasión que le movía a andar armado de aquella manera por tierra tan
pacífica. A lo cual respondió Don Quijote: - La profesión de mi ejercicio no
consiente ni permite que yo ande de otra manera; el buen paso, el regalo y el
reposo allá se inventaron para los blandos cortesanos; mas el trabajo, la
inquietud y las armas sólo se inventaron e hicieron para aquellos que el mundo
llama caballeros andantes, de los cuales yo, aunque indigno, soy el menor de
todos. Apenas oyeron esto, cuando todos le tuvieron por loco, y por averiguarlo
más y ver qué género de locura era el suyo, le tornó a preguntar Vivaldo qué
quería decir caballeros andantes. - ¿No han vuestras mercedes leído, respondió
Don Quijote, los anales e historias de Inglaterra, donde se tratan las famosas
fazañas del rey Arturo, que continuamente en nuestro romance castellano
llamamos el rey Artús, de quien es tradición antigua y común en todo aquel
reino de la Gran Bretaña, que este rey no murió, sino que por arte de
encantamiento se convirtió en cuervo, y que andando los tiempos ha de volver a
reinar y a cobrar su reino y cetro; a cuya causa no se probará que desde aquel
tiempo a este haya ningún inglés muerto cuervo alguno? Pues en tiempo de este
buen rey fue instituida aquella famosa orden de caballería de los caballeros de
la Tabla Redonda, y pasaron sin faltar un punto los amores que allí se cuentan
de Don lanzarote del Lago con la reina Ginebra, siend medianera dellos y
sabidora aquella tan honrada duaña Quitañona, de donde nació aquel famoso
romance, y tan decantado en nuestra España de:
Nunca
fuera caballero
de damas tan bien servido,
como lo fue Lanzarote
cuando de Bretaña vino;
con
aquel progreso tan dulce y tan suave de sus amorosos y fuertes fechos. Pues
desde entonces, de mano en mano fue aquella orden de caballería extendiéndose y
dilatándose por muchas y diversas partes del mundo; y en ella fueron famosos y
conocidos por sus fechos el valiente Amadís de Gaula con todos sus hijos y
nietos hasta la quinta generación, y el valeroso Felixmarte de Hircania, y el
nunca como se debe alabado Tirante el Blanco, y casi que en nuestros días vimos
y comunicamos y oímos al invencible y valeroso caballero don Belianís de
Grecia. Esto, pues, señores, es ser caballero andante, y la que he dicho es la
orden de su caballería, en la cual, como otra vez he dicho, yo, aunque pecador,
he hecho profesión, y lo mismo que profesaron los caballeros referidos, profeso
yo; y así me voy por estas soledades y despoblados buscando las aventuras, con
ánimo deliberado de ofrecer mi brazo y mi persona a la más peligrosa que la
suerte me depare, en ayuda de los flacos y menesterosos. Por estas razones que
dijo, acabaron de enterarse los caminantes que era Don Quijote falto de juicio,
y del género de locura que señoreaba, de lo cual recibieron la misma admiración
que recibían todos aquellos qeu de nuevo venían en conocimiento della. Y
Vivaldo, que era persona muy discreta y de alegre condición, por pasar sin
pesadumbre el poco camino qeu decían que les faltaba a llegar a la sierra del
entierro, quiso darle ocasión a que pasase más adelante con sus disparates. Y
así le dijo: paréceme, señor caballero andante, que vuestra merced ha profesado
una de las más estrechas profesiones que hay en la tierra, y tengo para mí que
aún la de los frailes cartujos no es tan estrecha. Tan estrecha bien podía ser,
respondió nuestro Don Quijote; pero tan necesaria en el mundo, no estoy en dos
dedos de ponello en duda. Porque si va a decir verdad, no hace menos el soldado
que pone en ejecución lo que su capitán le manda, que el mismo capitán que se
lo ordena. Quiero decir, que los religiosos con toda paz y sosiego piden al
cielo el bien de la tierra; pero los soldados y cablleros ponemos en ejecución
lo que ellos piden, defendiéndola con el valor de nuestros brazos y filos de
nuestras espadas; no debajo de cubierta, sino al cielo abierto, puesto por
blanco de los insufribles rayos del sol en el verano, y de los erizados hielos
del invierno. Así que somos ministros de Dios en la tierra, y brazos por quien
se ejecuta en ello su justicia. Y como las cosas de la guerra, y las a ellas
tocantes y concernientes no se pueden poner en ejecución sino sudando, afanando
y trabajando excesivamente, síguese que aquellos que la profesan tienen sin
duda mayor trabajo que aquellos que en sosegada paz y reposo están rogando a
Dios favorezca a los que poco pueden. No quiero yo decir, ni me pasa por
pensamiento, que es tan buen estado el de caballero andante como el de
encerrado religioso; sólo quiero inferir, por lo que yo padezco, que sin duda
es más trabajoso y aporreado, y más hambriento y sediento, miserable, roto y
piojoso, porque no hay duda sino que los caballeros andantes pasados pasaron
mucha mala ventura en el discurso de su vida. Y si algunos subieron a ser
emperadores por el valor de su brazo, a fe que les costó buen porqué de su sangre
y de su sudor; y que así a los que tal grado subieron les faltaran encantadores
y sabios que los ayudaran, que ellos quedarán bien defraudados de sus deseos y
bien engañados de sus esperanzas. De ese parecer estoy yo, replicó el
caminante; pero una cosa entre otras muchas, me parece muy mal de los
caballeros andantes, y es que cuando se ven en ocasión de acometer una grande y
peligrosa aventura, en que se ve manifiesto peligro de perder la vida, nunca en
aquel instante de acometella se acuerdan de encomendarse a Dios, como cada
cristiano está obligado a hacer en peligros semejantes; antes se encomiendan a
sus damas con tanta gana y devoción, como si ellas fueran su Dio: cosa que me
parece que huele algo a gentilidad. Señor, respondió Don Quijote, eso no puede
ser menos en ninguna manera, y caería en mal caso el caballero andante que otra
cosa hiciese; que ya está en uso y costumbre en la caballería andantesca que el
caballero andante, que al acometer algún gran fecho de armas tuvise su señora
delante, vuelva a ella los ojos blanda y amorosamente, como que le pide con
ellos le favorezca y ampare en el dudoso trance que acomete; y aun si nadie le
oye, está obligado a decir algunas palabras
entre
dientes, en que de todo corazón se le encomiende, y desto tenemos innumerables
ejemplos en las historias. Y no se ha de entender por esto que han de dejar de
encomendarse a Dios, que tiempo y lugar les queda para hacello en el discurso
de la obra. Con todo eso, replicó el caminante, me queda un escrúpulo, y es que
muchas veces he leído que se traban palabras entre dos andantes caballeros, y
de una en otra se les viene a encender la cólera, y a volver los caballos, y a
tomar una buena pieza del campo, y luego sin más ni más, a todo el correr
dellos se vuelven a encontrar, y en mitad de la corrida se encomiendan a sus
damas; y lo que suele suceder del encuentro es que el uno cae por las ancas del
caballo pasado con lalanza del contrario de parte a parte, y al otro le aviene
también que a no tenerse a las crines del suyo no pudiera dejar de venir al
suelo; y no sé yo cómo el muerto tuvo lugar para encomendarse a Dios en el
discurso de esta tan celebrada obra; mejor fuera que las palabras que en la
carrera gastó encomendándose a su dama, las gastara en lo que debía, y estaba
obligado como cristiano; cuanto más que yo tengo para mí que no todos los
caballeros andantes tienen damas a quien encomendarse, porque no todos son
enamorados. Eso no puede ser, respondió Don Quijote: digo que no puede ser que
haya caballero andante sin dama, porque tan propio y tan natural les es a los
tales ser enamorados como al cielo tener estrellas, y a buen seguro que no se
haya visto historia donde se halle caballero andante sin amores, y por el mismo
caso que estuviese sin ellos, no sería tenido por legítimo caballero, sino por
bastardo, y que entró en la fortaleza de la caballería dicha, no por la puerta,
sino por las bardas, como salteador y ladrón. Como todo eso dijo el caminante,
me parece, si mal no me acuerdo, haber leído que don Galaor, hermano del
valeroso Amadís de Gaula, nunca tuvo dama señalada a quien pudiese
encomendarse, y con todo esto no fue tenido en menos, y fue un muy valiente y
famoso caballero. A lo cual respondió nuestro Don Quijote: Señor, una
golondrina sola no hace verano; cuanto más que yo sé que de secreto estaba ese
caballero muy bien enamorado; fuera de aquello de querer a todas bien, cuantas
bien le parecían, era condición natural a quien no podía ir a la mano. Pero en
resolución, averiguado está muy bien que él tenía una sola a quien le había
hecho señora de su voluntad; a la cual se encomendabaq muy a menudo y muy
secretamente, porque se preció de secreto caballero. Luego si es de esencia que
todo caballero andante haya de ser enamorado, dijo el caminante, bien se puede
creer que vuestra merced lo es, pues de la profesión, y si es que vuestra
merced no se precia de ser tan secreto como Don Galaor, con las veras que
puedo, le suplico, en nombre de toda esta compañía y en el mío, nos diga el
nombre, patria, calidad y hermosura de su dama, que ella se tendrá por dichosa
de que todo el mundo sepa que es querida y servida de un tal caballero como
vuestra merced parece. Aquí dio un gran suspiro Don Quijote y dijo: yo no podré
afirmar si la dulce mi enemiga gusta o no de que el mundo sepa que yo la sirvo;
sólo sé decir, respondiendo a lo que con tanto comedimiento se me pide, que su
nombre es Dulcinea, su patria el Toboso, un lugar de la Mancha; su calidad por
lo menos ha de ser princesa, pues es reina y señora mía; su hermosura
sobrehumana, pues en ella se vienen a hacer verdaderos todos los imposibles y
quiméricos atributos de belleza qeu los poetas dan a sus damas; que sus
cabellos son oro, su frente campos elíseos, sus cejas arcos del cielo, sus ojos
soles, sus mejillas rosas, sus labios corales, perlas sus dientes, alabastro su
cuello, mármol su pecho, marfil sus manos, su blacura nieve; y las partes que a
la vista humana encubrió la honestidad son tales, según yo pienso y entiendo,
que sola la discreta consideración puede encarecerlas y no compararlas. El
linaje, prosapia y alcurnia querríamos saber, replicó Vivaldo. A lo cual
respondión Don Quijote: no es de los antiguos Curcios, Gayos y Cipiones
romanos, ni de los modernos Colonas y Ursinos, ni de los Moncadas y Requesens
de Cataluña, ni menos de los Rebellas y Villenovas de Valencia, y Palafoxes
Nuzas, Rocabertis, Corellas, Lunas, Alagones, Urreas, Foces y Gurreas de
Aragón; Cerdas, Manriques, Mendozas y Guzmanes de Castilla; Alencastros, Pallas
y Meneses de Portugal; pero es de los del Toboso de la Mancha, linaje, aunque
moderno, tal que puede dar generoso principio a las más ilustres
familias
de los venideros siglos; y no se me replique en esto, si no fuere con las
condiciones que puso Cerbino al pie del trofeo de las armas de Orlando, que
decía:
Nadie
las mueva
que estar no pueda
con Roldán a prueba.
Aunque
el mío es de los Cachopines de Laredo, respondió el caminante, no le osaré yo
poner con el del Toboso de la Mancha puesto que, para decir verdad, semejante
apellido hasta ahora no ha llegado a mis oídos. Como ese no habrá llegado,
replicó Don Quijote. Con gran atención iban escuchando todos los demás la
plática de los dos, y aun hasta los mismos cabreros y pastores conocieron la
demasiada falta de juicio de nuestro Don Quijote. Sancho Panza pensaba que
cuanto su amo decía era verdad, sabiendo él quién era, habiéndole conocido
desde su nacimiento; y en lo que dudaba algo era en creer aquello de la linda
Dulcinea del Toboso, porque nunca tal nombre ni tal princesa había llegado
jamás a su noticia, aunque vivía tan cerca del Toboso. En estas pláticas iban
cuando vieron que por la quiebra que dos altas montañas hacían, bajaban hasta
veinte pastores, todos con pellicos de negra lana vestidos, y coronados con
guirnaldas que, a lo que después pareció, eran cual de tejo y cual de ciprés.
Entre seis dellos traían unas andas, cubiertas de mucha diversidad de flores y
de ramos. Lo cual, visto por uno de los cabreros, dijo: aquellos que allí
vienen son los que traen el cuerpo de Grisóstomo, y el pie de aquella montaña
es el lugar donde él mandó que le enterrasen. Por eso se dieron priesa a
llegar, y fue a tiempo que ya los que venían habían puesto las andas en el
suelo, y cuatro dellos con agudos picos, estaban cavando la sepultura a un lado
de una dura peña. Recibiéronse los unos y los otros cortésmente, y luego, Don
Quijote, y los que con él venían, se pusieron a mirar las andas, y en ellas
vieron cubierto de flores un cuerpo muerto, y vestido como pastor, de edad al
parecer de treinta años; y aunque muerto, mostraba que vivo había sido de
rostro hermoso y de disposición gallarda. Alrededor dél tenía en las mismas
andas algunos libros y muchos papeles abiertos y cerrados; y así los que estos
miraban como los que abrían la sepultura, y todos los demás que allí había,
guardaban un maravilloso silencio, hasta que uno de los que al muerto trujeron
dijo a otro: mirad bien, Ambrosio, si es este el lugar que Grisóstomo dijo, ya
que queréis que tan puntualmente se cumpla lo que dejó mandado en su
testamento. Esto es, repondió Ambrosio, que muchas veces en él me contó mi
desdichado amigo la historia de su desventura. Allí me dijo él que vio la vez
primera a aquella enemiga mortal del linaje humano, y allí fue también donde la
primera vez le declaró su pensamiento tan honesto como enamorado, y allí fue la
última vez donde Marcela le acabó de desengañar y desdeñar; de suerte que puso
fin a la tragedia de su miserable vida y aquí, en memoria de tantas desdichas,
quiso él que le depositasen en las entrañas del eterno olvido. Y volviéndose a
Don Quijote y a los caminantes, prosiguió diciendo: ese cuerpo, señores, que
con piadosos ojos estáis mirando, fue depositario de un alma en quien el cielo
puso infinita parte de sus riquezas. Ese es el cuerpo de Grisóstomo, que fue
único en el ingenio, sólo en la cortesía, extremo en la gentileza, fénix en la
amistad, magnífico sin tasa, grave sin presunción, alegre sin bajeza, y
finalmente, primero en todo lo que es ser bueno, y sin segundo en todo lo que
fue sr desdichado. Quiso bien, fue aborrecido; adoró, fue desdeñado; rogó a una
fiera, importunó a un mármol, corrió tras el viento, dio voces a la soledad,
sirvió a la ingratitud, de quien alcanzó por premio ser despojo de la muerte en
la mitad de la carrera de su vida, a la cual dio fin una pastora, a quien él
procuraba eternizar para que viviera en la memoria de las gentes, cual lo
pudieran mostrar bien estos papeles que estáis mirando, si él no me hubiera
mandado que los entregara al fuego en habiendo entregado su cuerpo a la tierra.
De mayor rigor y crueldad usaréis vos con ellos, dijo Vivaldo, que su mismo
dueño, pues no es justo ni
acertado
que se cumpla la voluntad de quien lo ordena y afuera de todo razonable
discurso; y no le tuviera bueno Augusto César, si consintiera que se pusiera en
ejecución lo que el divino Mantuano dejó en su testamento mandado. Así que,
señor Ambrosio, ya que deis el cuerpo de vuestro amigo a la tierra, no queráis
dar sus escritos al olvido; que si él ordenó como agraviado, no es bien que vos
cumpláis como indiscreto, antes haced, dando la vida a estos papeles, que la
tenga siempre la crueldad de Marcela, para que sirva de ejemplo en los tiempos
que están por venir a los vivientes, para que se aparten y huyan de caer en
semejantes despeñaderos; que ya sé yo y los que aquí venimos la historia deste
vuestro enamorado y desesperado amigo, y sabemos la amistad vuestra y la
ocasión de su muerte, y lo que dejó mandado al acabar de la vida: de la cual
lamentable historia se puede sacar cuanta haya sido la crueldad de Marcela, el
amor de Grisóstomo, la fe de la amistad vuestra, con el paradero que tienen los
que a rienda suelta corren por la senda que el desvariado amor delante de los
ojos les pone. Anoche supimos la muerte de Grisóstomo, y que en este lugar
había de ser enterrado, y así de curiosidad y de lástima dejamos nuestro
derecho viaje, y acordamos de venir a ver con los ojos lo que tanto nos había
lastimado en oíllo; y en pago desta lástima y del deseo que en nosotros nació
de remedialla si pudiéramos, os rogamos, oh discreto Ambrosio, a lo menos yo os
lo suplico de mi parte, que dejando de abrasar estos papeles, me dejéis llevar
algunos dellos. Y sin aguardar que el pastor respondiese, alargó la mano y tomó
algunos de los que más cerca estaban. Viendo lo cual Ambrosio, dijo: por
cortesía consentiré que os quedéis, señor, con los que ya habéis tomado; pero
pensar que dejaré de quemar los que quedan es pensamiento vano. Vivaldo, que
deseaba ver lo que los papeles decían, abrió luego el uno dellos, y vio que
tenía por título: Canción desesperada. Oyólo Ambrosio y dijo: ese es el último
papel que escribió el desdichado y porque veáis, señor, en el término que le
tenían sus desventuras, leedle de modo que seáis oído, ue bien os dará lugar a
ello el que se tardare en abrir la sepultura. Eso haré yo de muy buena gana,
dijo Vivaldo. Y como todos los circunstantes tenían el mismo deseo, se pusieron
a la redonda, y él, leyendo en voz clara, vio que así decía:
Capítulo 14: Donde se ponen los versos
desesperados del difunto pastor, con otros no esperados sucesos
CANCION
DE GRISOSTOMO
Ya que quieres, cruel, que
se publique
de lengua en
lengua, y de una en otra gente,
del áspero rigor tuyo la fuerza,
Haré que el mismo infierno
comunique
al triste pecho mío un son
doliente,
con que el uso común de
mi voz tuerza.
Y al par de mi deseo que se
esfuerza
a decir mi dolor y tus hazañas,
de la espantable voz irá el acento,
y en él mezclados por mayor
tormento
pedazos de las míseras entrañas.
Escucha, pues, y presta atento
oído
no al concertado son, sino al ruido
que de lo hondo de mi amargo
pecho,
llevado de un forzoso desvarío,
por gusto mío sale y tu despecho.
El rugir del león, del lobo fiero
el temeroso aullido, el silbo
horrendo
de escamosa serpiente, el
espantable
Bbaladro de algún
monstruo, el agorero
graznar de la corneja, y el
estruendo
del viento contrastado
en mar inestable:
Del ya vencido toro el implacable
bramido, y de la viuda tortolilla
el sensible arrullar, el triste
canto
del enviudado buho, con el llanto
de toda la infernal negra
cuadrilla,
Salgan con la doliente ánima
fuera,
mezclados en un son de tal manera
que se confundan los
sentidos todos,
pues la pena cruel que en mí
se halla
para contarla pide nuevos modos.
De tanta confusión, no las arenas
del padre Tajo oirán los
tristes ecos,
ni del famoso Betis las olivas:
que allí se esparcirán
mis duras penas
en altos riscos y en
profundos huecos,
con muerta lengua y
con palabras vivas;
O ya en oscuros valles o en
esquivas
playas desnudas de
contrato humano,
o adonde el sol
jamás mostró su lumbre,
o entre la venenosa
muchedumbre,
de fieras que alimenta el
Nislo llano:
Que puestos en los páramos
desiertos
los ecos roncos de mi mal
inciertos
suenen con tu rigor tan sin
segundo,
por privilegio de mis cortos hados
serán llevados por el ancho
mundo.
Mata un desdén, aterrada
paciencia
o verdadera o falsa una sospecha;
mata los celos con rigor tan
fuerte;
Desconcierta la vida larga
ausencia;
contra un temor de
olvido no aprovecha
firme esperanza de dichosa
suerte.
En todo hay cierta,
inevitable muerte;
mas yo, ¡milagro nunca visto! vivo
celoso, ausente, desdeñado y
cierto
de las sospechas que me
tienen muerto:
y en el olvido en quien mi
fuego avivo.
Y entre tantos
tormentos, nunca alcanza
mi vista a ver en sombra
a la esperanza;
ni yo desesperado la procuro,
antes por extremarme en mi
querella,
estar sin ella eternamente juro.
¿Puédese por ventura en un instante
esperar y temer, o es bien
hacello,
siendo las causas
del temor más ciertas?
¿Tengo, si el duro celo
está delante,
de cerrar estos ojos, si he de
vello
por mil heridas en el alma
abiertas?
¿Quién no abrirá de
par en par las puertas
a la desconfianza, cuando mira
descubierto el desdén, y
las sospechas
¡Oh amarga conversión!
verdades hechas,
y la limpia verdad vuelta
en mentira?
¡Oh en el reino de amor
fieros tiranos
celos! ponedme
un hierro en estas manos.
Dam, desdén, una torcida soga.
¡Mas ay de mí! que con cruel victoria
vuestra memoria el
sufrimiento ahoga.
Yo muero, en fin,
y porque nunca espere,
buen suceso en la muerte ni en la
vida,
pertinaz estaré en mi fantasía:
Diré que va acertado el
que bien quiere
y que es más libre el alma
más rendida
a
la de amor antigua tiranía.
Diré que la enemiga siempre mía,
hermosa el alma como el
cuerpo tiene,
y que su olvido de mi culpa nace,
y que en fe de los males que
nos hace
amor su imperio en justa
paz mantiene.
Y con esta opinión y un duro lazo,
acelerando el miserable plazo
a que me han conducido sus
desdenes,
ofreceré a los vientos cuerpo y
alma
sin lauro o palma de futuros
bienes.
Tú, que con tantas sinrazones muestras
la razón que me fuerza a que la haga
a
la cansada vida que aborrezco;
pues ya ves que te da
notorias muestras
esta del corazón profunda llaga,
de cómo alegre a tu rigor me ofrezco;
Si por dicha conoces que merezco
que el cielo claro de tus bellos ojos
en mi muerte se turbe, no lo hagas,
que no quiero que en nada
satisfagas
al darte de mi alma los despojos.
Antes con risa en la ocasión
funesta
descubre que el fin mío fue tu
fiesta.
Mas gran simpleza es avisarte
desto,
pues sé que está tu gloria conocida
en que mi vida llegue al fin
tan presto.
Venga, es tiempo ya, del
hondo abismo
tántalo con su sed, Sísifo venga
con el peso terrible de su canto.
Ticio traiga un buitre, y asimismo
con su rueda Egión no se detenga,
ni las hermanas que trabajan tanto.
Y todos juntos su mortal quebranto
traslaen en mi pecho, y en voz baja
(si y a un desesperado son debidas)
canten obsequias tristes,
doloridas,
al cuerpo a quien se niegue aun
la mortaja.
Y el portero infernal de
los tres rostros,
con otras mil quimeras y mil
mostruos
lleven en doloroso contrapunto,
que otra pompa mejor no me
parece
que la merece un amador difunto.
Canción desesperada, no te
quejes
cuando mi triste compañía dejes;
antes, pues, que la causa do
naciste
con mi desdicha aumenta su
ventura,
aun en la sepultura no estés
triste.
Bien les pareció a los que
escuchado habían la canción de Grisóstomo, puesto, que
el que la leyó dijo que no le
parecía que conformaba con la relación que él había
oído del recato y bondad de
Marcela, porque en ella se quejaba Grisóstomo de
celos, sospechas y de
ausencia, todo en perjuicio del buen créditto y buena fama de
Marcela, a lo cual respondió
Ambrosio, como aquel que sabía bien los más
escondidos pensamientos de su
amigo; para que, señor, os satisfagáis desa duda, es bien que sepáis que cuando
este desdichado escribió esta canción estaba ausente de Marcela, de quien se
había ausentado por su voluntad, por ver si usaba con él la ausencia de sus
ordinarios fueros; y como al enamorado ausente no hay cosa que no lo fatigue,
ni temor que no le dé alcance, así le fatigaban a Grisóstomo los celos
imaginados y las sospechas temidas como si fueran verdaderas; y con esto queda
en su punto la verdad que la fama pregona de la bondad de Marcela; la cual
fuera de ser cruel y un poco arrogante, y un mucho desdeñosa, la misma envidia
ni debe ni puede ponerle falta alguna. Así es la verdad, respondió Vivaldo; y
queriendo leer otro papel de loos que había reservado del fuego, lo estorbó una
maravillosa visión (que tal parecía ella) que improvisamente se les ofreció a
los ojos, y fue que, por cima de la peña donde se cavaba la sepultura, pareció
la pastora Marcela tan hermosa, que pasaba a su fama en hermosura. Los que
hasta entonces no la habían visto la miraban con admiración y silencio, y los
que ya estaban acostumbrados a verla no quedaron menos suspensos que los que
nunca la habían visto. Mas apenas la hubo visto Ambrosio, cuando con muestras
de ánimo indignado, le dijo: ¿vienes a ver por ventura, oh fiero basilisco
destas montañas, si con tu presencia vierten sangre las heridas deste miserable
a quien tu crueldad quitó la vida; o vienes a ufanarte en las crueles hazañas
de tu condición, o a ver desde esa altura, como otro despiadado Nero, el incendio
de su abrasada Roma, o a pisar arrogante este desdichado cadáver, como la
ingrata hija al de su padre Tarquino? Dinos presto a lo que vienes, o qué es
aquello de que más gustas, que por saber yo que los pensamientos de Grisóstomo
jamás dejaron de obedecerte en vida, haré que, aun él muerto, te obedezcan los
de todos aquellos que se llamaron sus amigos.
No vengo, oh Ambrosio, a
ninguna cosa de las que has dicho, respondió Marcela, sino a volver por mí
misma, y a dar a entender cuán fuera de razón van todos aquellos que de sus
penas y de la muerte de Grisóstomo me culpan. Y así ruego a todos los que aquí
estáis me estéis atentos, que no será menester mucho tiempo ni gastar muchas
palabras para persuadir una verdad a los discretos. Hízome el cielo, según
vosotros decís, hermosa, y de tal manera, que sin ser poderosos a otra cosa, a
que me améis os mueve mi hermosura, y por el amor que me mostráis decís y aun
queréis que esté yo obligada a amaros. Yo conozco con el natural entendimiento
que Dios me ha dado, que todo lo hermoso es amable; mas no alcanzo que por
razón de eser amado, esté obligado lo que es amado por hermoso a amar a quien
le ama; y más que podría acontecer que el amador de lo hermoso fuese feo, y
siendo lo feo digno de ser aborrecido, cae muy mal el decir quiérote por
hermosa, hazme de amar aunque sea feo. Pero puesto caso que corran igualmente
las hermosuras, no por eso han de correr iguales los deseos, que no todas las
hermosuras enamoran, que algunas alegran la vista y no rinden la voluntad; que
si todas las bellezas enamorasen y rindiesen, sería un andar las voluntades
confusas y descaminadas sin saber en cuál habían de parar, porque siendo
infinitos los sujetos hermosos, infinitos habían de ser los deseos; y según yo
he oído decir, el verdadero amor no se divide, y ha de ser voluntario y no
forzoso. Siendo esto así, como yo creo que lo es, ¿por qué queréis que rinda mi
voluntad por fuerza, obligada no más de que decís que me queréis bien? Sino,
decidme: si como el cielo me hizo hermosa me hiciera fea, ¿fuera justo que me
quejara de vosotros porque no me amábades? Cuanto más que habéis de considerar
que yo no escogí la hermosura que tengo, que tal cual es, el cielo me la dio de
gracia sin yo pedirla ni escogella; y así como la víbora no merece ser culpada
por la ponzoña que tiene, puesto que con ella mata, por habérsela dado
naturaleza, tampoco yo merrezco ser reprendida por ser hermosa; que la
hermosura en la mujer honesta es como el fuego apartado, o como la espada
aguda, que ni él quema, ni ella corta a quien a ellos no se acerca. La honra y
las virtudes son adornos del alma, sin las cuales el cuerpo, aunque lo sea, no
debe parecer hermoso; pues si la honestidad es una de las virtudes que al
cuerpo y alma más adornan y hermosean, ¿por qué la ha
de perder la que es amada por
hermosa, por corresponder a la intención de aquél que por solo su gusto con
todas sus fuerzas e industrias procura que la pierda? Yo nací libre, y para
poder libre escogí la soledad de los campos; los árboles destas montañas son mi
compañía, las claras aguas destos arroyos mis espejos; con los árboles y con
las aguas comunico mis pensamientos y hermosura. Fuego soy apartado, y espada
puesta lejos. A los que he enamorado con la vista he desengañado con las
palabras; y si los deseos se sustentan con esperanzas, no habiendo yo dado
alguna a Grisóstomo, ni a otro alguno, el fin de ninguno dellos, bien se puede
decir que no es obra mía que antes le mató su porfía que mi crueldad; y si me
hace cargo que eran honestos sus pensamientos, y que por esto estaba obligada a
corresponder a ellos, digo que cuando en ese mismo lugar donde ahora se cava su
sepultura me descubrió la bondad de su intención, le dije yo que la mía era
vivir en perpetua soledad, y de que sola la tierra gozase el fruto de mi
recogimiento y los despojos de mi hermosura; y si él con todo este desengaño
quiso porfiar contra la esperanza y navegar contra el viento, ¿qué mucho que se
anegase en la mitad del golfo de su desatino? Si yo le entretuviera, fuera
falsa; si le contentara, hiciera contra mi mejor intención y prosupuesto.
Porfió desengañado, desesperó sin ser aborrecido: mirad ahora si será razón que
de su pena se me dé a mí la culpa. Quéjese el engañado, desespérese aquél a
quien le faltaron las prometidas esperanzas, confiese el qeu yo llamare,
ufánese el qeu yo admitiere; pero no me llame cruel ni homicida aquel a quien
yo no prometo, engaño, llamo, ni admito. El cielo aun hasta ahora no ha querido
que yo llame por destino, y el pensar que tengo que amar por elección es
excusado. Este general desengaño sirva a cada uno de los que me solicitan de su
particular provecho, y entiéndase de aquí adelante, que si alguno por mí
muriere, no muere de celoso ni desdichado, porque a quien a nadie quiere, a
ninguno debe dar celos, que los desengaños no se han de tomar en cuenta de
desdenes. El que me llama fiera y basilisco, déjeme como cosa perjudicial y
mala: el que me llama ingrata, no me sirva; el que desconocida, no me conozca;
quien cruel, no me siga; que esta fiera, este basilisco, esta ingrata, esta
cruel y esta desconocida, ni los buscará, servirá, conocerá, ni seguirá, en
ninguna manera. Que si a Grisóstomo mató su impaciencia y arrojado deseo, ¿por
qué se ha de culpar mi honesto proceder y recato? Si yo conservo mi limpieza
con la compañía de los árboles, ¿por qué ha de querer que la pierda, el que
quiera que la tenga, con los hombres¿ Yo, como sabéis, tengo riquezas propias,
y no codicio las ajenas: tengo libre condición, y no gusto de sujetarme; ni
quiero ni aborrezco a nadie; no engaño a este, ni solicito a aquel, ni me burlo
con uno, ni me entretengo con el otro. La conversación honesta de las zagalas
destas aldeas, y el cuidado de mis cabras me entretiene; tienen mis deseos por
término estas montañas, y si de aquí salen, es a contemplar la hermosura del
cielo, pasos con que camina el alma, a su morada primera.
Y en diciendo esto, sin querer
oír respuesta alguna, volvió las espaldas y se entró por lo más cerrado de un
monte que allí cerca estaba, dejando admirados, tanto de su discreción como de
su hermosura, a todos los que allí estaban.
Y algunos dieron muestras (de
aquellos que de la poderosa flecha de los rayos de sus bellos ojos estaban
heridos) de quererla seguir, sin aprovecharse del manifiesto desengaño que
habían oído. Lo cual visto por Don Quijote, pareciéndole qeu allí venía bien
usar de su caballería socorriendo a las doncellas menesterosas, puesta la mano
en el puño de su espada, en altas e inteligibles voces, dijo: ninguna persona,
de cualquier estado y condición que sea, se atreva a seguir a la hermosa
Marcela, so pena de caer en la furiosa indignación mía. Ella ha mostrado con
claras razones la poca o ninguna culpa que ha tenido en la muerte de
Grisóstomo, y cuán ajena vive de condescender con los deseos de ninguno de sus
amantes, a cuya causa es justo qeu en lugar de ser seguida y perseguida, sea
honrada y estimada de todos los buenos del mundo, pues muestra que en él ella
es sola la que con tan honesta intención vive. O ya que fuese por las amenazas
de Don Quijote, o porque
Ambrosio les dijo que
concluyesen con lo que a su buen amigo debían, ninguno de los pastores se movió
ni apartó de allí, hasta que, acabada la sepultura, y abrasados los papeles de
Grisóstomo, pusieron su cuerpo en ella, no sin muchas lágrimas de los
circunstantes. Cerraron la sepultura con una gruesa peña, en tanto que se
acababa una losa que, según Ambrosio dijo, pensaba mandar hacer un epitafio,
que había de decir de esta manera:
Yace aquí de un
amador
el mísero cuerpo helado,
que fue pastor de ganado,
perdido por desamor.
Murió a manos del
rigor
de una esquiva hermosa
ingrata,
con quien su imperio dilata
la
tiranía de amor.
Luego esparcieron por encima
de la sepultura muchas flores y ramos, y dando todos el pésame a su amigo
Ambrosio se despidieron dél. Lo mismo hicieron Vivaldo y su compañero, y Don
Quijote se despidió de sus huéspedes y de los caminantes, los cuales le rogaron
se viniese con ellos a Sevilla, por ser lugar tan acomodado a hallar aventuras
que en cada calle y tras cada esquina se ofrecen más que en otro alguno. Don
Quijote les agradeció el aviso y el ánimo que mostraban de hacerle merced, y
dijo que por entonces no quería ni debía ir a sevilla, hasta que hubiese
despojado todas aquellas sierras de ladrones malandrines, de quien era fama que
todas estaban llenas. Viendo su buena determinación, no quisieron los
caminantes importunarles más, sino tornándose a despedir de nuevo, le dejaron y
prosiguieron su camino, en el cual no les faltó de qué tratar, así de la
historia de Marcela y Grisóstomo, como de las locuras de Don Quijote; el cual
determinó de ir a buscar a la pastora Marcela, y ofrecerle todo lo que él podía
en su servicio. Mas no le avino como él pensaba, según se cuenta en el discurso
desta verdadera historia.
Capítulo 15: Donde se cuenta la desgraciada aventura que se topó Don
Quijote en topar con unos desalmados yangüeses
Cuanta el sabio Cide Hamete
Benengeli, que así como Don Quijote se despidió de sus huéspedes y de todos los
que se hallaron al entierro del pastor Grisóstomo, él y su escudero se entraron
por el mismo bosque donde vieron que se había entrado la pastora Marcela, y
habiendo andado más de dos horas por él, buscándola por todas partes sin poder
hallarla, vinieron a parar a un prado lleno de fresca yerba, junto del cual
corría un arroyo apacible y fresco, tanto que convidó y forzó a pasar allí las
horas de la siesta, que rigurosamente comenzaba ya a entrar. Apeáronse Don
Quijote y Sancho, y dejando al jumento y a Rocinante a sus anchuras pacer de la
mucha yerba que allí había, dieron saco a las alforjas, y sin ceremonia alguna,
en buena paz y compañía, amo y mozo comieron lo que en ellas hallaron. No se
había curado Sancho de echar sueltas a Rocinante, seguro de que le conocía por
tan manso y tan poco rijoso que todas las yeguas de la dehesa de Córdoba no le
hicieran tomar mal siniestro. Ordenó, pues, la suerte y el diablo, que no todas
veces duerme, que andaban por aquel valle paciendo una manada de jacas
galicianas de unos arrieros yangüeses, de los cuales es costumbre sestear con
su recua en lugares y sitios de yerba y agua; y aquel donde acertó a hallarse
Don Quijote era muy a propósito de los yangüeses. Sucedió, pues, que a
Rocinante le vino en deseo de refocilarse con las señoras jacas, y saliendo,
así como las olió, de su natural paso y costumbre, sin pedir licencia a su
dueño, tomó un trotillo algo pacadillo, y se fue a comunicar su necesidad con
ellas; mas ellas, que a lo que pareció, debían de tener más gana de pacer que
de él, recibiéronle con las herraduras y con los dientes, de tal manera que a
poco espacio se le rompieron las cinchas, y quedó sin silla en pelota; pero lo
que él debió más de sentir fue que viendo los arrieros la fuerza que a sus
yeguas se les hacía, acudieron con estacas, y tantos palos le dieron, que le
derribaron mal parado en el suelo. Ya en esto Don Quijote y Sancho, que la
paliza de Rocinante habían visto, llegaban hijadeando, y dijo Don Quijote a
Sancho: A lo que veo, amigo Sancho, estos no son caballeros, sino gente soez y
de baja ralea; dígolo, porque bien me puedes ayudar a tomar la debida venganza
del agravio que delante de nuestros ojos se le ha hecho a Rocinante. ¿Qué
diablos de venganza hemos de tomar, respondió Sancho, si estos son más de
veinte, y nosotros no más de dos, y aun quizá no somos sino uno y medio? Yo valgo
por ciento, respondió Don Quijote. Y sin hacer más discursos, echó mano a su
espada y arremetió a los yangüeses, y lo mismo hizo Sancho Panza, incitado y
movido del ejemplo de su amo; y a las primeras dio Don Quijote una cuchillada a
uno que le abrió un sayo de cuero de que venía vestido con gran parte de la
espalda. Los yangüeses que se vieron maltratar de aquellos dos hombres solos,
siendo ellos tantos, acudieron a sus estacas; y cogiendo a los dos en medio,
comenzaron a menudear sobre ellos con grande ahínco y vehemencia; verdad es que
el segundo toque dieron con Sancho en el suelo, y lo mismo le avino a Don
Quijote, sin que le valiese su destreza y buen ánimo; quiso su ventura que
viniese a caer a los pies de Rocinante, que aún no se había levantado: donde se
echa de ver la furia con que machacan estacas puestas en manos rústicas y
enojadas. Viendo, pues, los yangüeses el mal recado que habían hecho, con la
mayor presteza que pudieron cargaron su recua y siguieron su camino, dejando a
los dos aventureros de mala traza y de peor talante. El primero que se resintió
fue Sancho Panza, y hallándose junto a su señor, con voz enferma y lastimada
dijo: Señor Don Quijote, ¡ah, Señor Don Quijote! ¿Qué quieres, Sancho hermano?
respondió Don Quijote con el mismo tono afeminado y doliente que Sancho.
Querría, si fuese posible, respondió Sancho Panza, que vuestra merced me diese
dos tragos de aquella bebida del feo Blas, si es que la tiene vuestra merced
ahí a mano; quizá será de provecho para los quebrantamientos de huesos, como lo
es para las feridas. Pues a tenerla yo aquí, desgraciado yo, ¿qué nos faltaba?
respondió Don Quijote. Mas yo te juro, Sancho Panza, a fe de caballero andante,
que antes que pasasen dos días, si la fortuna no ordena otra cosa, la tengo de
tener en mi poder, o mal me han de andar las manos. ¿Pues en cuántos le parece
a vuestra merced que podremos mover los pies? replicó Sancho Panza. De mí sé
decir, dijo el molido caballero Don Quijote, que no sabré poner término a esos
días; mas yo no tengo la culpa de todo, que no había de poner mano a la espada
contra hombres que no fuesen armados caballeros como yo; y así creo que en pena
de haber pasado las leyes de la caallería ha permitido el dios de las batallas
que se me diese este castigo; por lo cual, hermano Sancho, conviene que estés
advertido en esto que ahora te diré, porque importa mucho a la salud de
entrambos; y es que, cuando veas que semejante canalla nos hace algún agravio,
no aguardes a que yo ponga mano a la espada para ellos, porque no lo haré en
ninguna manera, sino pon tú mano a tu espada y castígalos muy a tu sabor, que
si en su ayuda y defensa acudieren caballeros, yo te sabré defender y
ofendellos con todo mi poder, que ya habrás visto por mil señales y
experiencias hasta dónde se extiende el valor de este mi fuerte brazo. Tal
quedó de arrogante el pobre señor con el vencimiento del valiente vizcaíno. Mas
no le pareció tan bien a Sancho Panza el aviso de su amo, que dejase de
responder, diciendo: Señor, yo soy hombre pacífico, manso, sosegado, y sé
disimular cualquiera injuria, porque tengo mujer e hijos que sustentar y criar;
así que séale a vuestra merced también de aviso, pues no puede ser mandato, que
en ninguna manera pondré mano a la espada, ni contra villano, ni contra
caballero, y que desde aquí para delante de Dedios perdono cuantos agravios me
han hecho y han de hacer, ora me los haya hecho o haga, o haya de hacer persona
alta o baja, rico o pobre, hidalgo o pechero, sin exceptuar estado ni condición
alguna. Lo cual oído por su amo, le respondió: Quisiera tener aliento para
poder hablar un poco descansado, y que el dolor que tengo en esta costilla se
apacara tanto cuanto, para darte a entender, Panza, en el error en que estás.
Ven acá, pecador: si el viento de la fortuna, hasta ahora tan contrario, en
nuestro favor se vuelve, llenándonos las velas del deseo para que seguramente y
sin contraste alguno tomemos puerto en alguna de las ínsulas que te tengo
prometida, ¿qué sería de ti si, ganándola yo, te hiciese señor della? Pues lo vendrás
a imposibilitar por no ser caballero, ni quererlo ser, ni tener valor ni
intención de vengar tus injurias y defender tu señoría; porque has de saber que
en los reinos y provincias nuevamente conquistados, nunca están tan quietos los
ánimos de sus naturales, ni tan de parte del nuevo señor, que no se tenga temor
de que han de hacer alguna novedad para alterar de nuevo las cosas y volver
como dicen, a probar ventura; y así es menester que el nuevo posesor tenga
entendimiento para saber gobernar, y valor para ofender y defenderse en
cualquier acontecimiento. En este que ahora nos ha acontecido, respondió
Sancho, quisiera yo tener este entendimiento y ese valor que vuestra merced
dice; mas yo le juro a fe de pobre hombre, que más estoy para bizma que para
pláticas. Mire vuestra merced si se puede levantar y ayudaremos a Rocinante,
aunque no lo merece, porque él fue la causa principal de todo este molimiento;
jamás tal creí de Rocinante, que le tenía por persona casta y tan pacífica como
yo. En fin, bien dicen que es menester mucho tiempo para venir a conocer las
personas, y que no hay cosa segura en esta vida. ¿Quién dijera que tras de
aquellas tan grandes cuchilladas como vuestra merced dio a aquel desdichado
andante, había de venir por la posta y en seguimiento suyo esta tan grande
tempestad de palos que ha descargado sobre nuestras espaldas? Aun las tuyas,
Sancho, replicó Don Quijote, deben de estar hechas a semejantes nublados; pero
las mías, criadas entre sinabafas y holandas, claro está que sentirán más el
dolor de esta desgracia; y si no fuese porque imagino, qué digo imagino; sé muy
cierto que todas estas incomodidades son muy anejas al ejercicio de las armas,
aquí me dejaría morir de puro enojo. A esto replicó el escudero: Señor, ya que
estas desgracias son de la cosecha de la caballería, dígame vuestra merced si
suceden muy a menudo, o si tienen sus tiempos limitados en que acaecen; porque
me parece a mí que a dos cosechas quedaremos inútiles para la tercera, si Dios
por su infinita misericordia no nos socorre. Sábete, amigo Sancho, respondió
Don Quijote, que la vida de los caballeros andantes está sujeta a mil peligros
y desventuras, y ni más ni menos está en potencia propincua de ser los
caballeros andantes reyes y emperadores, como lo ha mostrado la experiencia en
muchos y diversos caballeros de cuyas historias yo tengo entera noticia. Y
pudiérate contar ahora, si el dolor me diera lugar, de algunos que sólo por el
valor de su brazo han subido a los altos grados que he contado, y estos mismos
se vieron antes y después en diversas calamidades y miserias, porque el
valeroso Amadís de Gaula se vió en poder de su mortal enemigo Arcaláus el
encantador, de quien se tiene por averiguado que le dio, teniéndole preso, más
de doscientos azotes con las riendas de su caballo, atado a una columna de un
patio; y aun hay un autor secreto y de no poco crédito que dice, que habiendo
cogido al caballero del Febo con una cierta trampa que se le hundió debajo de
los pies en un cierto castillo, al caer se halló en una honda sima debajo de la
tierra, atado de pies y manos, y allí le echaron una destas que llaman
melecinas de agua de nieve y arena, de lo que llegó muy al cabo, y si no fuera
socorrido en aquella gran cuita de un sabio grande amigo suyo, lo pasara muy
mal el pobre caballero...
Capítulo 16: De lo que le sucedió al ingenioso hidalgo en la venta que
él imaginaba ser castillo.
El ventero que vió a Don
Quijote atravesado en el asno, preguntó a Sancho qué mal traía. Sancho le
respondió que no era nada, sino que había dado una caída de una peña abajo, y
que tenía algo brumadas las costillas. Tenía el ventero por mujer a una, no de
la condición que suelen tener las de semejante trato, porque naturalmente era
caritativa y se dolía de las calamidades de sus prójimos, y así acudió luego a
curar a Don Quijote, e hizo que una hija suya doncella, muchacha y de muy buen
parecer, la ayudase a curar a su huésped. Servía a la venta asimismo una moza
asturiana, ancha de cara, llana de cogote, de nariz roma, del un ojo tuerta, y
del otro no muy sana: verdad es que la gallardía del cuerpo suplía las demás
faltas; no tenía siete palmos de los pies a la cabeza, y las espaldas, que
algún tanto le cargaban, la hacían mirar al suelo más de lo que ella quisiera.
Esta gentil moza, pues, ayudó a la doncella, y las dos hicieron una muy mala
cama a Don Quijote en un caramanchón, que otros tiempos daba manifiestos
indicios que había servido de pajar muchos años, en el cual también alojaba un
arriero que tenía su cama hecha un poco más allá de la de nuestro Don Quijote,
y aunque era de las enjalmas y mantas de sus machos, hacía mucha ventaja a la
de Don Quijote, que sólo contenía cuatro mal lisas tablas sobre dos no muy
iguales bancos, y un colchón que en lo sutil parecía colcha, lleno de bodoques,
que a no mostrar que eran de lana por algunas roturas, al tiento en la dureza
semejaban de guijarro, y dos sábanas hechas de cuero de adarga, y una frazada
cuyos hilos, si se quisieran contar, no se perdiera uno solo en la cuenta. En
esta maldita cama se acostó Don Quijote; luego la ventera y su hija le
emplastaron de arriba a abajo, alumbrándoles Maritornes, que así se llamaba la
asturiana, y como al bizmalle viese la ventera tan acardenalado a partes a Don
Quijote, dijo que aquellos más parecían golpes que caída. No fueron golpes,
dijo Sancho, sino que la peña tenía muchos picos y tropezones, y que que cada
uno había hecho su cardenal. Y también le dijo: Haga vuestra merced, señora, de
manera que queden algunas estopas, que no faltará quien las haya menester, que
también me duelen a mí un poco los lomos. ¿De esa manera, respondió la ventera,
también debísteis vos de caer? No caí, dijo Sancho Panza, sino que de el
sobresalto que tomé de ver caer a mi amo, de tal manera me duele a mí el
cuerpo, que me parece que me han dado mil palos. Bien podría ser eso, dijo la
doncella, que a mí me ha acontecido muchas veces soñar que caía de una torre
abajo y que nunca acababa de llegar al suelo y cuando despertaba del sueño
hallarme tan molida y quebrantada como si verdaderamente hubiera caído. Ahí
está el toque, señora, respondió Sancho Panza, que yo sin soñar nada, sino
estando más despierto que ahora estoy, me hallo con pocos menos cardenales que
mi señor Don Quijote. ¿Cómo se llama este caballero? preguntó la asturiana
Maritornes. Don Quijote de la Mancha, respondió Sancho Panza, y es caballero
aventurero y de los mejores y más fuertes que de luengos tiempos acá se han
visto en el mundo. ¿Qué es caballero aventurero? replicó la moza. ¿Tan nueva
sois en el mundo que no lo sabeis vos? respondió Sancho Panza: Pues sabed,
hermana mía, que caballero aventurero es una cosa que en dos palabras se ve
apaleado y emperador; hoy está la más desdichada criatura del mundo y la más
menesterosa, y mañana tendrá dos o tres coronas de reinos que dar a su
escudero. Pues ¿cómo vos, siendo de este tan buen señor, dijo la ventera, no
tenéis a lo que parece siquiera algun condado? Aún es temprano, respondió
Sancho, porque no ha sino un mes que andamos buscando las aventuras, y hasta ahora
no hemos topado con ninguna que lo sea, y tal vez hay que se busca una cosa y
se halla otra; verdad es que si mi señor Don Quijote sana de esta herida o
caída, y yo quedo contrecho della, no trocaría mis esperanzas con el mejor
título de España.
Todas estas pláticas estaba
escuchando muy atento Don Quijote, y sentándose en el lecho como pudo, tomando
de la mano a la ventera, le dijo: Creedme, fermosa señora, que os podeis llamar
venturosa por haber alojado en este vuestro castillo a mi persona, que es tal,
que si no la alabo es por lo que suele decirse, que la alabanza propia
envilece, pero mi escudero os dirá quien soy; sólo os digo que tendré
eternamente escrito en mi memoria el servicio que me habedes fecho para
agradecéroslo mientras la vida me durase; y pluguiera a los altos cielos que el
amor no me tuviera tan rendido y tan sujeto a sus leyes, y los ojos de aquella
hermosa ingrata que digo entre mis dientes, que los de esta fermosa doncella
fueran señores de mi libertad. Confusas estaban la ventera y su hija, y la
buena de Maritornes, oyendo las razones del andante caballero, que así las
entendían como si hablara en griego; aunque bien alcanzaron que todas se
encaminaban a ofrecimientos y requiebros: y como no usadas a semejante
lenguaje, mirábanle y admirábanse, y parecíales otro hombre de los que se
usaban; y agradeciéndoles con venteriles razones sus ofrecimientos, le dejaron,
y la asturiana Maritornes curó a Sancho, que no menos lo había menester que su
amo. Había el arriero concertado con ella que aquella noche se refocilarían
juntos, y ella le había dado su palabra de que en estando sosegados los
huéspedes, y durmiendo sus amos, le iría a buscar y satisfacerle el gusto en
cuanto le mandase. Y cuéntase de esta buena moza, que jamás dió semejantes palabras
que no las cumpliese, aunque las diese en un monte y sin testigo alguno, porque
presumía muy de hidalga, y no tenía por afrenta estar en aquel ejercicio de
servir en la venta; porque decía ella que desgracias y malos sucesos la habían
traído a aquel estado. El duro, estrecho, apocado y fementido lecho de Don
Quijote estaba primero en mitad de aquel estrellado establo; y luego junto a él
hizo el suyo Sancho, que sólo contenía una estera de enea y una manta, que
antes mostraba ser de angeo tundido que de lana; sucedía a estos dos lechos el
del arriero, fabricado, como se ha dicho de las enjalmas y de todo el adorno de
los dos mejores mulos que traía, aunque eran doce, lucios, muy gordos y
famosos, porque era uno de los ricos arrieros de Arévalo, según lo dice el
autor de esta historia, que de este arriero hace particular mención, porque le
conocía muy bien, y aún quieren decir que era algo pariente suyo. Fuera de que
Cide Hamete Benengeli fue historiador muy curioso y puntual en todas cosas, y
échase bien de ver, pues las que quedan referidas con ser tan mínimas y tan
raras, no las quiso pasar en silencio, de donde podrán tomar ejemplo los
historiadores graves que nos cuentan las acciones tan corta y sucintamente, que
apenas nos llegan a los labios, dejándose en el tintero, ya por descuído, por
malicia o ignorancia, lo más sustancial de la obra. Bien haya mil veces el
autor de "Tablante", de "Ricamonte", y aquel del otro libro
donde se cuentan los hechos del "Conde Tomillas", ¡y con qué
puntualidad lo describen todo! Digo, pues, que después de haber visitado el
arriero a su recua y dádole el segundo pienso, se tendió en sus enjalmas y se
dió a esperar a su puntualísima Maritornes. Ya estaba Sancho bizmado y
acostado, y aunque procuraba dormir no lo consentía el dolor de sus costillas;
y Don Quijote con el dolor de las suyas tenía los ojos abiertos como liebre.
Toda la venta estaba en silencio, y en toda ella no había otra luz que la daba
una lámpara, que colgada en medio del portal ardía. Esta maravillosa quietud, y
los pensamientos que siempre nuestro caballero traía de los sucesos que a cada
paso se cuentan en los libros, autores de su desgracia, le trujo a la
imaginación una de las extrañas locuras que buenamente imaginarse pueden; y fue
que el se imaginó haber llegado a un famoso castillo (que, como se ha dicho,
castillos eran a su parecer todas las ventas donde alojaba), y que la hija del
ventero lo era del señor del castillo, la cual, vencida de su gentileza, se
había enamorado d teniendo toda esta quimera, que él se había fabricado, por
firme y valedera, se comenzó a acuitar y a pensar en el peligroso trance en que
su honestidad se había de ver, y propuso en su corazón de no cometer alevosía a
su señora Dulcinea del Toboso, aunque la misma reina Ginebra con su dama
Quintañona se le pusiesen delante. Pensando, pues, en estos disparates, se
llegó el tiempo y la hora (que para él fue menguada) de la venida de la
asturiana, la cual, en camisa y descalza, cogidos los cabellos en una albanega
de fustan, con tácitos y atentados pasos, entró en el aposento donde los tres
alojaban en busca del arriero; pero apenas llegó a la puerta cuando Don Quijote
la sintió, y sentándose en la cama a pesar de sus bizmas, y con dolor de sus
costillas, tendió los brazos para recibir a su fermosa doncella la asturiana,
que toda recogida y callando iba con las manos adelante buscando a su querido.
Topó con los brazos de Don Quijote, el cual la asió fuertemente de una muñeca,
y tirándola hacia sí, sin que ella osase hablar palabra, la hizo sentar sobre
la cama, tentóle la camisa y ella era de arpillera, a él le pareció ser de
finísimo y delgado cendal. Traía en las muñecas unas cuentas de vidrio; pero a
él le dieron vislumbres de preciosas piedras orientales; los cabellos que en alguna
manera tiraban a crines, él los marcó por hebras de lucidísimo oro de Arabia,
cuyo resplandor al del mismo sol oscurecía; y el aliento que, sin duda alguna
olía a ensalada fiambre y trasnochada, a él pareció que arrojaba de su boca un
olor suave y aromático; y finalmente, él la pintó en su imaginación de la misma
traza y modo que lo había leído en sus libros de la otra princesa que vino a
ver al mal ferido caballero vencido de sus amores, con todos los adornos que
aquí van puestos; y era tanta la ceguedad del pobre hidalgo, que el tacto, ni
el aliento, ni otras cosas que traía en sí la buena doncella, no le
desengañaban, las cuales pudieran hacer vomitar a otro que no fuera arriero;
antes le parecía que tenía en sus brazos a la diosa de la hermosura; y teniéndola
bien asida, con voz amorosa y baja le comenzó a decir: Quisiera hallarme en
términos, fermosa y alta señora, de poder pagar tamaña merced como la que con
la vista de vuestra gran fermosura me habedes fecho; pero ha querido la
fortuna, que no se cansa de perseguir a los buenos, ponerme en este lecho,
donde yago tan molido y quebrantado, que aunque de mi voluntad quisiera
satisfacer a la vuestra, fuera imposible; y más que se añade a esta
imposibilidad otra mayor, que es la prometida fe que tengo dada a la sin par
Dulcinea del Toboso, única señora de mis más escondidos pensamientos; que si
ésto no hubiera de por medio, no fuera yo tan sándio caballero que dejara pasar
en blanco la venturosa ocasión en que vuestra gran bondad me ha puesto.
Maritornes estaba congojadísima y trasudando de verse tan asida de Don Quijote,
y sin entender, ni estar atenta a las razones que le decía, procuraba sin
hablar palabra desasirse. El bueno del arriero, a quien tenían despiertos sus
malos deseos, desde el punto que entró su coima por la puerta, la sintió,
estuvo atentamente escuchando todo lo que Don Quijote decía, y celoso de que la
asturiana le hubiese faltado a la palabra por otro, se fué llegando más al
lecho de Don Quijote, y estúvose quedo hasta ver en que paraban aquellas
razones que él no podía entender; pero como vió que la moza forcejeaba por
desasirse, y Don Quijote trabajaba por tenerla, pareciéndole mal la burla,
enarboló el brazo en alto, y descargó tan terrible puñada sobre las estrechas
quijadas del enamorado caballero, que le bañó toda la boca en sangre, y no
contento con esto se le subió encima de las costillas, y con los piés más que
de trote se las paseó todas de cabo a cabo. El lecho, que era un poco endeble y
de no firmes fundamentos, no pudiendo sufrir la añadidura del arriero, dió
consigo en el suelo, a cuyo gran ruido despertó el ventero, y luego imaginó que
debían de ser pendencias de Maritornes, porque habiéndola llamado a voces no
respondía. Con esta sospecha se levantó, y encendiendo un candil, se fué hacia
donde había sentido la pelea. La moza, viendo que su amo venía, y que era de
condición terrible, toda medrosica y alborotada se acogió a la cama de Sancho
Panza, que aún dormía, y allí se acurrucó y se hizo un e él y prometido que
aquella noche a furto de sus padres vendría a yacer con él una buena pieza; y ovillo. El ventero entró diciendo: ¿Adónde
estas puta? A buen seguro que son tus cosas éstas. En esto despertó Sancho, y
sintiéndo aquel bulto casi encima de sí, pensó que tenía la pesadilla, y
comenzó a dar puñadas a una y otra parte, y entre otras alcanzó con no sé
cuántas a Maritornes, la cual, sentida del dolor, echando a rodar la
honestidad, dio el retorno a Sancho con tantas, que a su despecho le quitó el
sueño; el cual, viéndose tratar de aquella manera y sin saber de quién,
alzándose como pudo, se abrazó con Maritornes, y comenzaron entre los dos la
más reñida y graciosa escaramuza del mundo. Viendo, pues, el arriero a la
lumbre del candil del ventero cual andaba su dama, dejando a Don Quijote,
acudió a dalle el socorro necesario. Lo mismo hizo el ventero; pero con
intención diferente, porque fue a castigar a la moza, creyendo sin duda que
ella sola era la ocasión de toda aquella armonía. Y así como suele decirse, el
gato al rato, el rato a la cuerda, la cuerda al palo, daba el arriero a Sancho,
Sancho a la moza, la moza a él, el ventero a la moza y todos menudeaban con
tanta priesa, que no daban punto de reposo; y fue lo bueno que al ventero se le
apagó el candil, y como quedaron a oscuras, dábanse tan sin compasión todos a
bulto, que a do quiera que ponían la mano no dejaban cosa sana. Alojaba acaso
aquella noche en la venta un cuadrillero de los que llaman de la Santa
Hermandad vieja de Toledo, el cual, oyendo asimismo el extraño estruendo de la
pelea, asió de su media vara y de la caja de lata de sus títulos, y entró a
oscuras en el aposento diciendo: Téngase a la justicia, téngase a la Santa
Hermandad. Y el primero con quién topó fué con el apuñeado de Don Quijote, que
estaba en su derribado lecho, tendido boca arriba, sin sentido alguno; y
echándole, a tiento, mano a las barbas, no cesaba de decir: Favor a la
justicia... Pero viendo que el que tenía asido no se bullía ni se meneaba, se
dió a entender que estaba muerto, y que los que allí dentro estaban eran sus
matadores, y con esta sospecha reforzó la voz, diciendo: Ciérrese la puerta de
la venta, miren que no se vaya nadie, que han muerto aquí a un hombre. Esta voz
sobresaltó a todos, y cada cual dejó la pendencia en el grado que le tomó la
voz. Retiróse el ventero a su aposento, el arriero a sus enjalmas, la moza a su
rancho; sólo los desventurados Don Quijote y Sancho no se pudieron mover de
donde estaban. Soltó en esto el cuadrillero la barba de Don Quijote, y salió a
buscar luz para buscar y prender los delincuentes; mas no la halló, porque el
ventero de industria había muerto la lámpara cuando se retiró a su estancia, y
fuele preciso acudir a la chimenea, donde con mucho trabajo y tiempo encendió
el cuadrillero otro candil.
Capítulo 17: Donde se prosiguen los innumerables trabajos que el bravo
Don Quijote y su buen escudero Sancho Panza pasaron en la venta, que por su mal
pensó que era castillo
Había ya vuelto en este tiempo
de su parasismo Don Quijote, y con el mismo tono de voz que el día antes había
llamado a su escudero cuando estaba tendido en el val de las estacas, le
comenzó a llamar diciendo: ¿Sancho amigo, duermes? ¿Duermes, amigo Sancho? Qué
tengo de dormir, pesia a mí, respondió Sancho lleno de pesadumbre y de despecho,
que no parece sino que todos los diablos han andado conmigo esta noche.
Puédeslo creer así sin duda, respondió Don Quijote, porque o yo sé poco, o este
castillo es encantado, porque has de saber... mas esto que ahora quiero
decirte, hasme de jurar que lo tendras secreto hasta después de mi muerte. Sí
juro, respondió Sancho. Dígolo, respondió Don Quijote, porque soy enemigo de
que se quite la honra a nadie. Digo que sí juro, tornó a decir Sancho, que lo
callaré hasta después de los días de vuestra merced, y plega a Dios que lo
pueda descubrir mañana. ¿Tan malas obras te hago, Sancho, respondió Don
Quijote, que me querrías ver muerto con tanta brevedad? No es por eso,
respondió Sancho, sino que soy enemigo de guardar mucho las cosas, y no querría
que se me pudriesen de guardadas. Sea por lo que fuere, dijo Don Quijote, que
más fío de tu amor y de tu cortesía; y así has de saber que esta noche me ha
sucedido una de las más extrañas aventuras que yo sabré encarecer, y por
contártela en breve, sabrás que poco ha que a mí vino la hija del señor de este
castillo, que es la más apuesta y fermosa doncella que en gran parte de la
tierra se puede hallar. ¡Qué te podría decir del adorno de su persona! ¡Qué de
su gallardo entendimiento! ¡Qué de otras cosas ocultas, que por guardar la fe
que debo a mi señora Dulcinea del Toboso, dejaré pasar intactas y en silencio!
Sólo te quiero decir, que envidioso el cielo de tanto bien como la ventura me
había puesto en las manos, o quizá (y esto es lo más cierto) que, como tengo dicho,
es encantado este castillo, al tiempo que yo estaba con ella en dulcísimos y
amorososímos coloquios, sin que yo la viese, ni supiese por dónde venía, vino
una mano pegada a algún brazo de algún descomunal gigante, y asentándome una
puñada en las quijadas, tal que las tengo todas bañadas en sangre, y después me
molió de tal suerte, que estoy peor que ayer cuando los arrieros por demasías
de Rocinante nos hicieron el agravio que sabes; por donde conjeturo: que el
tesoro de la fermosura de esta doncella le debe de guardar algún encantado
moro, y no debe de ser para mí. Ni para mí tampoco, respondió Sancho, porque
más de cuatrocientos moros me han aporreado de manera que el molimiento de las
estacas fue tortas y pan pintado; pero dígame, señor, ¿cómo llama a esta buena
y rara aventura, habiendo quedado de ella cual quedamos? Aún vuestra merced
menos mal, pues tuvo en sus manos aquella incomparable fermosura que ha dicho;
pero yo ¿qué tuve sino los mayores porrazos que pienso recibir en toda mi vida?
Desdichado de mí y de la madre que me parió, que no soy caballero andante ni lo
pienso ser jamás, y de todas las malandanzas me cabe la mayor parte. ¿Luego
también estás tú aporreado? respondió Don Quijote. ¿No le he dicho que sí, pese
a mi linaje? dijo Sancho. No tengas penas, amigo, dijo Don Quijote, que yo haré
ahora el bálsamo precioso, con que sanaremos en un abrir y cerrar de ojos.
Acabó en esto de encender el candil el cuadrillero, y entró a ver el que
pensaba que era muerto, y así como le vió entrar Sancho, viéndole venir en
camisa y con su paño a la cabeza y candil en la mano y con una muy mala cara,
preguntó a su amo: Señor, ¿si será este a dicha el moro encantado que nos
vuelve a castigar si se dejó algo en el tintero? No puede ser el moro,
respondió Don Quijote, porque los encantados no se dejan ver de nadie. Si no se
dejan ver, déjanse sentir, dijo Sancho; si no díganlo mis espaldas. También lo
podrían decir las mías, respondió Don Quijote; pero no es bastante indicio eso
para creer que éste que se ve sea el encantado moro. Llegó el cuadrillero, y
como los halló hablando en tan sosegada conversación quedó suspenso. Bien es
verdad que Don Quijote se estaba boca arriba sin poderse menear de puro molido
y emplastado. Llegóse a él el cuadrillero y díjole: Pues ¿cómo va buen hombre?
Hablara yo más bien criado, respondió Don Quijote, si fuera que vos; ¿úsase en
esta tierra hablar desa suerte a los caballeros andantes, majadero? El
cuadrillero que se vio tratar tan mal de un hombre de tan mal parecer, no lo
pudo sufrir, y alzando el candil con todo su aceite dió a Don Quijote con él en
la cabeza, de suerte que le dejó muy bien descalabrado; y como todo quedó a
oscuras, salióse luego, y Sancho Panza dijo: Sin duda, señor, que este es el
moro encantado, y debe de guardar el tesoro para otros, y para nosotros sólo
guarda las puñadas y los candilazos. Así es, respondió Don Quijote, y no hay
que hacer caso destas cosas de encantamientos, ni para qué tomar cólera ni
enojo con ellas, que como son invisibles y fantásticas, no hallaremos de quién
vengarnos, aunque más lo procuremos.Levántate, Sancho, si puedes, y llama al
alcaide desta fortaleza, y procura que se me dé un poco de aceite, vino, sal y
romero, para hacer el salutífero bálsamo, que en verdad que creo que lo he bien
menester ahora, porque se me va mucha sangre de la herida que esta fantasma me
ha dado. Levantóse Sancho con harto dolor de sus huesos, y fué a oscuras donde
estaba el ventero, y encontrándose con el cuadrillero, que estaba escuchando en
qué paraba su enemigo, le dijo: Señor, quien quiera que seais, hacednos merced
y beneficio de darnos un poco de romero, aceite, sal y vino, que es menester
para curar uno de los mejores caballeros andantes que hay en la tierra, el cual
yace en aquella cama mal ferido por las manos del encantado moro que está en
esta venta. Cuando el cuadrillero tal oyó, túvole por hombre falto de seso; y
porque ya comenzaba a amanecer, abrió la puerta de la venta, y llamando al
ventero, le dijo lo que aquel buen hombre quería. El ventero le proveyó de
cuanto quiso, y Sancho se lo llevó a Don Quijote, que estaba con las manos en
la cabeza quejándose del dolor del candilazo, que no le había hecho más mal que
levantarle dos chichones algo crecidos, y lo que él pensaba que era sangre, no
era sino sudor que sudaba con la congoja de la pasada tormenta. En resolución,
él tomó sus simples, de los cuales hizo un compuesto mezclándolos todos y
cociéndolos un buen espacio hasta que le pareció que estaban en su punto. Pidió
luego alguna redoma para echallo, y como no la hubo en la venta, se resolvió de
ponello en una alcuza o aceitera de hoja de lata, de quien el ventero le hizo
grata donación; y luego dijo sobre la alcuza más de ochenta Pater Noster y
otras tantas Ave Marías, Salves y Credos, y cada palabra acompañaba una cruz a
modo de bendición; a todo lo cual se hallaron presentes Sancho, el ventero y el
cuadrillero, que ya el arriero sosegadamente andaba entendiendo en el beneficio
de sus machos. Hecho esto, quisó él mismo hacer luego la experiencia de la
virtud de aquel precioso bálsamo que él se imaginaba; y así se bebió de lo que
no pudo caber en la alcuza, y quedaba en la olla donde se había cocido casi
media azumbre, y apenas lo acabó de beber cuando comenzó a vomitar de manera
que no le quedó cosa en el estómago, y con las ansias y agitación del vómito le
dió un sudor copiosísimo, por lo cual mandó que lo arropasen y le dejasen solo.
Hiciéronlo así, y quedóse dormido más de tres horas, al cabo de las cuales
despertó, y se sintió aliviadísimo del cuerpo, y en tal manera mejor de su
quebrantamiento, que se tuvo por sano, y verdaderamente creyó que había
acertado con el bálsamo de Fierabrás, y que con aquel remedio podía acometer
desde allí adelante sin temor alguno cualesquiera
riñas, batallas y pendencias,
por peligrosas que fuesen. Sancho Panza, que también tuvo a milagro la mejoría
de su amo, le rogó que le diese a él lo que quedaba en la olla, que no era poca
cantidad. Concedióselo Don Quijote, y él tomándola a dos manos con buena fe y
mejor talante, se la echó a pechos, y se envasó bien poco menos que su amo. Es,
pues, el caso que el estómago del pobre Sancho no debía de ser tan delicado
como el de su amo, y así primero que vomitase le dieron tantas ansias y bascas
con tantos trasudores y desmayos, que él pensó bien y verdaderamente que era
llegada su última hora, y viéndose tan afligido y acongojado, maldecía el
bálsamo y el ladrón que se lo había dado. Viéndole así Don Quijote le dijo: Yo
creo, Sancho, que todo este mal te viene de no ser armado caballero, porque
tengo para mí que este licor no debe de aprovechar a los que no lo son. Si eso
sabía vuestra merced, replicó Sancho, mal haya yo y toda mi parentela, ¿para
qué consintió que lo gustase?
En esto hizo su operación el
brevaje, y comenzó el pobre escudero a desaguarse por entrambas canales con
tanta priesa que la estera de enea, sobre quien se había vuelto a echar, ni la
manta de angeo con que se cubría fueron más de provecho; sudaba y trasudaba con
tales parasismos y accidentes, que no solamente él, sino todos pensaban que se
le acababa la vida. Duróle esta borrasca y mala andanza casi dos horas, al cabo
de las cuales no quedó como su amo, sino tan molido y quebrantado que no se
podía tener; pero Don Quijote, que, como se ha dicho, se sintió aliviado y
sano, quiso partirse luego a buscar aventuras, pareciéndole que todo el tiempo
que allí se tardaba era quitársele al mundo y a los en él menesterosos de su
favor y amparo, y más con la seguridad y confianza que llevaba en su bálsamo; y
así forzado deste deseo, él mismo ensilló a Rocinante, y enalbardó al jumento
de su escudero, a quién también ayudó a vestir y subir en el asno; púsose luego
a caballo, y llegánose a un rincón de la venta, y asió de un lanzón que allí
estaba para que le sirviese de lanza.
Estábanle mirando todos cuanto
había en la venta, que pasaban de más de veinte personas; mirábale también la
hija del ventero; y él también no quitaba los ojos della, y de cuando en cuando
arrojaba un suspiro, que parecía que le arrancaba de lo profundo de sus
entrañas, y todos pensaban que debía de ser del dolor que sentía en las
costillas, a lo menos pensábanlo aquellos que la noche antes le habían visto
bizmar. Ya que estuvieron los dos a caballo, puesto a la puerta de la venta llamó
al ventero, y con voz muy reposada y grave le dijo: Muchas y muy grandes son
las mercedes, señor alcaide, que en este vuestro castillo he recibido, y quedó
obligadísimo a agradecéroslas todos los días de mi vida; si os las puedo pagar
en haceros vengado de algún soberbio que os haya fecho algún agravio, sabed que
mi oficio no es otro sino valer a los que poco pueden, vengar a los que reciben
tuertos, y castigar alevosías; recorred vuestra memoria, y si hallais alguna
cosa de este jaez que encomendarme, no hay sino decilla, que yo os prometo por
la orden de caballería que recibí, de faceros satisfecho y pagado a toda
vuestra voluntad.
El ventero le respondió con el
mismo sosiego: Señor caballero, yo no tengo necesidad de que vuestra merced me
vengue ningún agravio, porque yo sé tomar la venganza que me parece cuando se
me hacen; sólo he menester que vuestra merced me pague el gasto que ha hecho
esta noche en la venta, así de la paja y cebada de sus dos bestias, como de la
cena y camas. ¿Luego venta es ésta? replicó Don Quijote. Y muy honrada,
respondió el ventero. Engañado he vivido hasta aquí, respondió Don Quijote, que
en verdad que pensé que era castillo, y no malo, pero, pues es así que no es
castillo sino venta, lo que se podrá hacer por ahora es que perdoneis por la
paga, que yo no puedo contravenir a la orden de los caballeros andantes, de los
cuales sé cierto (sin que hasta ahora haya leído cosa en contrario) que jamás
pagaron posada, ni otra cosa en venta donde estuviesen, porque se les debe de fuero
y de derecho cualquier buen acogimiento que se les hiciere, en pago del
insufrible trabajo que padecen buscando las aventuras de noche y de día, en
invierno y en verano, a pie y
a caballo, con sed y con hambre, con calor y con frío, sujetos a todas las
inclemencias del cielo, y a todos los incómodos de la tierra.
Poco tengo yo que ver con eso,
respondió el ventero: Págueseme a mí lo que se me debe, y dejémonos de cuentos
ni de caballerías, que yo no tengo cuenta con otra cosa que con cobrar mi hacienda.
Vos sois un sandio y mal hostelero, respondió Don Quijote. Y poniendo piernas a
Rocinante, y terciando su lanzón, se salió de la venta sin que nadie le
detuviese; y él, sin mirar si le seguía su escudero, se alongó un buen trecho.
El ventero, que le vio ir, y que no le pagaba, acudió a cobrar de Sancho Panza,
el cual dijo, que pues su señor no había querido pagar, que tampoco él pagaría,
porque siendo él escudero de caballero andante como era, la misma regla y razón
corría por él como por su amo en no pagar cosa alguna en los mesones y ventas.
Amohinóse mucho desto el ventero, y amenazóle que si no le pagaba, lo cobraría
de modo que le pesase. A lo cual Sancho respondió, que por la ley de caballería
que su amo había recibido, no pagaría un solo cornado aunque le costase la
vida, porque no había de perder por él la buena y antigua usanza de los
caballeros andantes, ni se habían de quejar de los escuderos de los tales que
estaban por venir al mundo, reprochándole el quebrantamiento de tan justo
fuero.
Quiso la mala suerte del
desdichado Sancho, que entre la gente que estaba en la venta se hallasen cuatro
perailes de Segovia, tres agujeros del potro de Córdoba, y dos vecinos de la
heria de Sevilla, gente alegre, bien intencionada, maleante y juguetona; los
cuales casi como instigados y movidos de un mismo espíritu, se llegaron a
Sancho, y apeándole del asno, uno dellos entró por la manta de la cama del
huésped, y echándole en ella alzaron los ojos y vieron que el techo era algo
más bajo de lo que habían menester para su obra y determinaron salirse al
corral, que tenía por límite el cielo, y allí puesto Sancho en mitad de la
manta, comenzaron a levantarla en alto y a holgarse con él como un perro por
carnastolendas. Las voces que el mísero manteado daba fueron tantas, que
llegaron a los oídos de su amo, el cual, deteniéndose a escuchar atentamente,
creyó que alguna nueva aventura le venía, hasta que claramente conoció que el
que gritaba era su escudero, y volviendo las riendas, con un penado golpe llegó
a la venta, y hallándola cerrada, la rodeó por ver si hallaba por donde entrar;
pero no hubo entrado a las paredes del corral, que no eran muy altas, cuando
vió el mal juego que se le hacía a su escudero.
Vióle bajar y subir por el
aire con tanta gracia y presteza, que si la cólera le dejara, tengo para mí que
se riera. Probó a subir desde el caballo a las bardas; pero estaba tan molido y
quebrantado, que aún apearse no pudo, y así desde encima del caballo comenzó a
decir tantos denuestos y baldones a los que a Sancho manteaban, que no es
posible acertar a escribillos; mas no por esto cesaban ellos de su risa y de su
obra, ni el volador Sancho dejaba sus quejas, mezcladas ya con amenazas, ya con
ruegos; mas todo aprovechaba poco, ni aprovechó hasta que de puro cansados le
dejaron. Trajéronle allí su asno, y subiéronle encima, le arroparon con su
gabán, y la compasiva de Maritornes, viéndole tan fatigado, le pareció ser bien
socorrelle con un jarro de agua, y así se le trujo del pozo por ser más fría.
Tomóle Sancho, y llevándole a la boca, se paró a las voces que su amo le daba,
diciendo: Hijo Sancho, no bebas agua, hijo, no la bebas que te matará; ves,
aquí tengo el santísimo bálsamo, y enseñábale la alcuza del brevaje, que con
dos gotas que de él bebas sanarás sin duda.
A estas voces volvió Sancho
los ojos como de través, y dijo con otras mayores: ¿Por dicha hásele olvidado a
vuestra merced como yo no soy caballero, o quiere que acabe de vomitar las
entrañas que me quedaron de anoche? Guárdese su licor con todos los diablos, y
déjeme a mí; y el acabar de decir ésto y el comenzar a beber todo fue uno; más
como al primer trago vió que era agua, no quiso pasar adelante, y rogó a
Maritornes que se le trujese de vino; y así lo hizo ella de muy
buena voluntad, y lo pagó de
su mismo dinero, porque en efecto se dice de ella que, aunque estaba en aquel
trato, tenía unas sombras y lejos de cristiana. Así como bebió Sancho, dió de
los carcaños a su asno, y abriéndole la puerta de la venta de par en par, se
salió della muy contento de no haber pagado nada, y de haber salido con su
intención, aunque había sido a costa de sus acostumbrados fiadores, que eran
sus espaldas. Verdad es que el ventero se quedó con sus alforjas en pago de lo
que se le debía; más Sancho no las echo menos, según salió turbado. Quiso el
ventero atrancar bien la puerta así como le vio fuera; mas no lo consintieron
los manteadores, que era gente que, aunque Don Quijote fuera verdaderamente de
los caballeros andantes de la Tabla Redonda, no le estimaran en dos ardites.
Capítulo 18: Donde se cuentan las razones que pasó Sancho Panza con su
señor Don Quijote con otras aventuras dignas de ser contadas.
Llegó Sancho a su amo marchito
y desmayado, tanto que no podía arrear a su jumento. Cuando así le vió Don
Quijote, le dijo: Ahora acabo de creer, Sancho bueno, que aquel castillo o
venta es encantado sin duda, porque aquellos que tan atrozmente tomaron
pasatiempo contigo, ¿qué podían ser sino fantasmas y gente del otro mundo? Y
confirmo ésto, por haber visto que cuando estuve por las bardas del corral
mirando los actos de tu triste tragedia, no me fue posible subir por ellas, ni
menos pude apearme de Rocinante, porque me debían de tener encantado; que te
juro por la fe de quien soy, que si pudiera subir o apearme, que yo te hubiera
vengado de manera que aquellos follones y malandrines se acordaran de la burla
para siempre, aunque en ello supiera contravenir a las leyes de caballería, que
como ya muchas veces te he dicho, no consienten que caballero ponga mano contra
quien no lo sea, si no fuere en defensa de su propia vida y persona en caso de
urgente y gran necesidad.
También me vengara yo si
pudiera, dijo Sancho, fuera o no fuera armado caballero; pero no pude, aunque
tengo para mí que aquellos que se holgaron conmigo no eran fantasmas ni hombres
encantados, como vuestra merced dice, sino hombres de carne y de hueso como
nosotros y todos, según los oí nombrar cuando me volteaban, tenían sus nombres,
que el uno se llamaba Pedro Martínez, y el otro Tenorio Hernández, y el ventero
oí que se llamaba Juan Palomeque el Zurdo; así que, señor, el no poder saltar
las bardas del corral, ni apearse del caballo, en él estuvo que en
encantamientos; y lo que yo saco en limpio de todo ésto, es que estas aventuras
que andamos buscando, al cabo al cabo nos han de traer a tantas desventuras,
que no sepamos cuál es nuestro pie derecho; y lo que sería mejor y más
acertado, según mi poco entendimiento, fuera el volvernos a nuestro lugar,
ahora que es tiempo de la siega, y de entender en la hacienda, dejándonos de
andar de ceca en meca y de zoca en colodra como dicen.
¡Qué poco sabes, Sancho,
respondió Don Quijote, de achaque de caballería: calla y ten paciencia, que día
vendrá donde veas por vista de ojos cuán honrosa cosa es andar en este oficio.
Sino dime: ¿qué mayor contento puede haber en el mundo, o qué gusto puede
igualarse al de vencer una batalla, y al de triunfar de su enemigo? Ninguno,
sin duda alguna. Así debe de ser, respondió Sancho, puesto que yo no lo sé;
sólo sé que después que somos caballeros andantes, o vuestra merced lo es (que
yo no hay para qué me cuenten en tan honroso número) jamás hemos vencido
batalla alguna, si no fue la del vizcaíno, y aún de aquella salió vuestra
merced con media oreja y media celada menos; que después acá todo ha sido palos
y más palos, puñadas y más puñadas, llevando yo de ventaja el manteamiento, y
haberme sucedido por personas encantadas, de quien no puedo vengarme, para
saber hasta dónde llega el gusto del vencimiento del enemigo, como vuestra
merced dice.
Esa es la pena que yo tengo, y
la que tú debes tener, Sancho, respondió Don Quijote; pero de aquí en adelante
yo procuraré haber a las manos alguna espada hecha con tal maestría, que al que
la trujere consigo no le puedan hacer ningún género de encantamientos; y aún
podría ser que me deparase la ventura aquella de Amadís, cuando se llamaba el
"Caballero de la Ardiente Espada", que fue una de las mejores espadas
que tuvo caballero en el mundo; porque, fuera de que tenía la virtud dicha,
cortaba como una navaja, y no había armadura, por fuerte y encantada que fuese,
que se le parase delante. Yo soy tan venturoso, dijo Sancho,
que cuando eso fuese, y
vuestra merced viniese a hallar semejante espada, sólo vendría a servir y
aprovechar a los armados caballeros como el bálsamo, y a los escuderos que se
los papen duelos. No temas eso, Sancho, dijo Don Quijote, que mejor lo hará el
cielo contigo.
En estos coloquios iban Don
Quijote y su escudero, cuando vio Don Quijote que por el camino que iban venía
hacia ellos una grande y espesa polvareda, y en viéndola se volvió a Sancho, y
le dijo: Este es el día, oh Sancho, en el cual se ha de ver el bien que me
tiene guardado mi suerte; este es el día, digo, en que se ha de mostrar tanto
como en otro alguno el valor de mi brazo, y en que tengo de hacer obras que
queden escritas en el libro de la fama por todos los venideros siglos. ¿Ves
aquella polvareda que allí se levanta, Sancho? Pues toda es cuajada de un
copiosísimo ejército que de diversas e innumerables gentes compuesto, por allí
viene marchando. A esa cuenta, dos deben de ser, dijo Sancho, porque desta
parte contraria se levanta asimesmo otra semejante polvareda. Volvió a mirarla
Don Quijote, y vió que así era la verdad; y alegrándose sobremanera, pensó sin
duda alguna que eran dos ejércitos que venían a embestirse y a encontrarse en
mitad de aquella espaciosa llanura, porque tenía a todas horas y momentos llena
la fantasía de aquellas batallas, encantamientos, sucesos, desatinos, amores,
desafíos, que en los libros de caballería se cuentan; y todo cuanto hablaba,
pensaba o hacía, era encaminado a cosas semejantes, y a la polvareda que había
visto la levantaban dos grandes manadas de ovejas y carneros, que por el mismo
camino de dos diferentes partes venían, las cuales con el polvo no se echaron
de ver hasta que llegaron cerca; y con tanto ahínco afirmaba Don Quijote que
eran ejército, que Sancho le vino a creer, y a decirle: Señor, ¿pues qué hemos
de hacer nosotros? ¿Qué? dijo Don Quijote. Favorecer y ayudar a los
menesterosos y desvalidos; y has de saber, Sancho, que este que viene por
nuestra frente lo conduce y guía el gran emperador Alifanfaron, señor de la
grande isla Trapobana; este otro, que a mis espaldas marcha, es el de su
enemigo el rey de los Garamantas, Pentapolin del arremangado brazo, porque
siempre entra en las batallas con el brazo derecho desnudo.
Pues ¿por qué se quieren tan
mal estos dos señores? preguntó Sancho. Quiérense mal, respondió Don Quijote,
porque este Alifanfaron es un furibundo pagano, y está enamorado de la hija de
Pentapolin, que es una muy hermosa y además agraciada señora, y es cristiana, y
su padre no se la quiere entregar al rey pagano si no deja primero la ley de su
falso profeta Mahoma, y se vuelve a la suya. Para mis barbas, dijo Sancho, si
no hace muy bien Pentapolin, y que le tengo de ayudar en cuanto pudiere. En eso
harás lo que debes, Sancho, dijo Don Quijote, porque para entrar en batallas
semejantes no requiere ser armado caballero. Bien se me alcanza eso, respondió
Sancho; pero ¿dónde pondremos a este asno, que estemos ciertos de hallarle
después de pasada la refriega, porque al entrar en ella en semejante caballería
no creo que está en uso hasta ahora? Así es verdad, dijo Don Quijote; lo que
puedes hacer dél es dejarle a sus aventuras, ahora se pierda o no, porque serán
tanto los caballos que tendremos después que salgamos vencedores, que aún corre
peligro Rocinante no le trueque por otro; pero estáme atento y mira, que te
quiero dar cuenta de los caballeros más principales que en estos dos ejércitos
vienen, y para que mejor los veas y los notes, retirémonos a aquel altillo que
allí se hace, de donde se deben descubrir los dos ejércitos.
Hiciéronlo así y pusiéronse
sobre una loma, desde la cual se veían bien las dos manadas que a Don Quijote
se le hicieron ejército, si las nubes del polvo que levantaban no les turbara y
cegara la vista; pero con todo esto, viendo en su imaginación lo que no veía ni
había, con voz levantada comenzó a decir: Aquel caballero que allí ves de las
armas jaldes, que trae en el escudo un león coronado rendido a los pies de una
doncella, es el valeroso Laurcalco, señor de la Puente de Plata. El otro de las
armas de las flores de oro, que trae en el escudo tres coronas de plata en
campo azul, es el temido Micocolembo, gran duque de Quirocia. El otro
de los miembros gigantes que
está a su derecha mano, es el nunca medroso Brandabarbaran de Boliche, señor de
las tres Arabias, que viene armado de aquel cuero de serpiente, y tiene por
escudo una puerta, que según es fama, es una de las del templo que derribó
Sanson cuando con su muerte se vengó de sus enemigos. Pero vuelve los ojos a
estotra parte, y verás delante y en la frente de estotro ejército al siempre
vencedor y jamás vencido Timonel de Carcajona, príncipe de la Nueva Vizcaya,
que viene armado con las armas partidas a cuarteles azules, verdes, blancos y
amarillos, y trae en el escudo un gato de oro en campo leonado con una letra
que dice "Miau", que es el principio del nombre de su dama, que según
se dice es la sin par Miaulina, hija del duque de Alfeñiquen del Algarbe. El
otro, que carga y oprime los lomos de aquella poderosa alfana, que trae las
armas como nieve blancas, y el escudo blanco y sin empresa alguna, es un caballero
novel, de nación francés, llamado Pierres Papin, señor de las baronías de
Utrique. El otro, que bate las hijadas con los herrados carcaños a aquella
pintada y lijera cebra, y trae las armas de los veros azules, es el poderoso
duque de Nervia, Espartafilardo del Bosque, que trae por empresa en el escudo
una esparraguera con una letra en castellano, que dice así: "Rastrea mi
suerte".
Y desta manera fue nombrando
muchos caballeros del uno y del otro escuadrón que él se imaginaba, y a todos
les dio sus armas, colores, empresas y motes de improviso, llevado de la
imaginación de su nunca vista locura, y sin parar prosiguió diciendo: A este
escuadrón frontero forman y hacen gentes de diversas naciones; aquí están los
que beben las dulces aguas del famoso Janto, los montuosos que pisan los
masilíscos campos, los que criban el finísimo y menudo oro en la felice Arabia,
los que gozan las famosas y frescas riberas del claro Termodonte, los que
sangran por muchas y diversas vías al dorado Pactolo, los mumidas dudosos en
sus promesas, los persas en arcos y flechas famosos, los partos, los medos, que
pelean huyendo, los árabes de mudables casas, los citas tan crueles como
blancos, los etíopes de horadados labios, y otras infinitas naciones cuyos
rostros conozco y veo, aunque de los nombres no me acuerdo. En estotro
escuadrón vienen los que beben las corrientes cristalinas del olivífero Betis,
los que tersan y pulen con el licor del siempre rico y dorado Tajo, los que
gozan las provechosas aguas del divino Genil, los que pisan los tartesios
campos de pastos abundantes, los que se alegran en elíseos jerezanos prados,
los manchegos ricos y coronados de rubias espigas, los de hierro vestidos,
reliquias antiguas de la sangre goda, los que en Pisuerga se bañan, famoso por
la mansedumbre de su corriente, los que su ganado apacientan en las extendidas
dehesas del tortuoso Guadiana, celebrado por su escondido curso, los que
tiemblan con el frío del silboso Pirineo y con los blancos copos del levantado
Apenino; finalmente, cuantos toda la Europa en sí contiene y encierrra.
¡Válame Dios, y cuántas
provincias dijo, cuántas naciones nombró, dándole a cada una con maravillosa
presteza los atributos que le pertenecían, todo absorto y empapado en lo que
había leído en sus libros mentirosos! Estaba Sancho Panza colgado de sus
palabras sin hablar ninguna, y de cuando en cuando volvía la cabeza a ver si
veía los caballeros y gigantes que su amo nombraba, y como no descubría a
ninguno le dijo: Señor, encomiendo al diablo, si hombre, ni gigante, ni
caballero de cuantos vuestra merced dice parece por todo esto, a lo menos yo no
los veo; quizá todo esto debe ser encantamiento como las fantasmas de anoche.
¿Cómo dices eso? respondió Don
Quijote, ¿no oyes el relinchar de los caballos, el tocar de los clarines, el
ruido de los atambores? No oigo otra cosa, respondió Sancho, sino balidos de
ovejas y carneros, y así era la verdad, porque ya llegaban cerca los dos
rebaños. El miedo que tienes, dijo Don Quijote, te hace, Sancho, que ni veas ni
oigas a derechas, porque uno de los efectos del miedo es turbar los sentidos, y
hacer que las cosas no parezcan lo que son; y si es que tanto temes, retírate a
una parte y déjame solo, que solo basto a dar la victoria a la parte a quien yo
diere mi ayuda. Y diciendo ésto puso las espuelas a Rocinante, y puesta la
lanza en el ristre bajó de la costezuela como un rayo. Diole voces Sancho,
diciéndole: Vuélvase vuestra merced, señor Don Quijote, que voto a Dios que son
carneros y ovejas las que va a embestir: vuélvase, desdichado del padre que me
engendró: ¡qué locura es ésta! Mire que no hay gigante ni caballero alguno, ni
gatos, ni armas, ni escudos partidos ni enteros, ni veros azules ni
endiablados. ¿Qué es lo que hace? Pecador soy yo a Dios. Ni por esas volvió Don
Quijote, antes en altas voces iba diciendo: Ea, caballeros, los que seguís y
militais debajo de las banderas del poderoso emperador Pentapolin del
arremangado brazo, seguidme todos, vereis cuán facilmente le doy venganza de su
enemigo Alifanfaron de la Trapobana.
Esto diciendo, se entró por medio del
escuadrón de las ovejas, y comenzó de alanceallas con tanto con coraje y
denuedo, como si de veras alanceara a sus mortales enemigos. Los pastores y
ganaderos que con la manada venían, dábanle voces que no hiciese aquello; pero
viendo que no aprovechaban, desciñéronse las ondas, y comenzaron a saludarle
los oídos con piedras como el puño. Don Quijote no se curaba de las piedras;
antes discurriendo a todas partes, decía: ¿A dónde estás, soberbio Alifanfaron?
Vente a mí, que un caballero solo soy, que desea de solo a solo probar tus
fuerzas y quitarte la vida en pena de la que das al valeroso Pentapolin
Garamanta.
Llegó en ésto una peladilla de
arroyo, y dándole en un lado, le sepultó dos costillas en el cuerpo. Viéndose
tan maltrecho, creyó sin duda que estaba muerto o mal ferido, y acordándose de
su licor, sacó su alcuza, y púsosela a la boca, y comenzó a echar licor en el
estomago; más antes que acabase de envasar lo que a él le parecía que era
bastante llegó otra almendra, y dióle en la mano y en la alcuza tan de lleno,
que se la hizo pedazos, llevándole de camino tres o cuatro dientes y muelas de
la boca, y machucándole malamente dos dedos de la mano.
Tal fue el golpe primero, y
tal el segundo, que le fue forzoso al pobre caballero dar consigo del caballo
abajo. Llegáronse a él los pastores, y creyendo que le habían muerto, y así con
mucha priesa recogieron su ganado, y cargaron de las reses muertas, que pasaban
de siete, y sin averiguar otra cosa se fueron. Estábase todo este tiempo Sancho
sobre la cuesta, mirando las locuras que su amo hacía, y arrancábase las
barbas, maldiciendo la hora y el punto en que la fortuna se le había dado a
conocer. Viéndole, pues, caído en el suelo, y que ya los pastores se habían
ido, bajó de la cuesta y llegóse a él, y hallándole de muy mal arte, aunque no
había perdido el sentido, y díjole: ¿No le decía yo, señor Don Quijote, que se
volviese, que los que iba a acometer no eran ejércitos, sino manadas de
carneros?
Como éso puede desaparecer y
contrahacer aquel ladrón del sabio mi enemigo, respondió Don Quijote: sábete,
Sancho, que es muy facil cosa a los tales hacernos parecer lo que quieren, y
este maligno que me persigue, envidioso de la gloria que vío que yo había de
alcanzar desta batalla, ha vuelto los escuadrones de enemigos en manadas de
ovejas. Si no haz una cosa, Sancho, por mi vida, porque te desengañes y veas
ser verdad lo que te digo: sube en tu asno y síguelos bonitamente, y verás
cómo, en alejándose de aquí algún poco, se vuelven en su ser primero, y dejando
de ser carneros, son hombres hechos y derechos, como te los pinté primero, pero
no vayas ahora, que he menester tu favor y ayuda; llégate a mí, y mira cuántas
muelas y dientes me faltan, que me parece que no me ha quedado ninguno en la
boca.
Llegóse Sancho tan cerca, que
casi le metía los ojos en la boca, y fue a tiempo que ya había obrado el
bálsamo en el estómago de Don Quijote, y al tiempo que Sancho llegó a mirarle
la boca, arrojó de sí, más recio que una escopeta, cuanto dentro tenía, y le
dió con todo ello en las barbas del compasivo escudero. ¡Santa María! dijo
Sancho. ¿Y qué es ésto que me ha sucedido? Sin duda este pecador está herido de
muerte, pues vomita sangre por la boca. Pero reparando un poco más en ello,
echó de ver en la color, sabor y olor, que no era sangre, sino el bálsamo de la
alcuza que él le había visto beber; y fué tanto el asco que tomó, que
revolviéndosele el estómago, vomitó las tripas sobre su mismo señor, y quedaron
entrambos como de perlas. Acudió Sancho a su asno para sacar de las alforjas
con qué limpiarse y con qué curar a su amo, y como no las halló, estuvo a punto
de perder el juicio; maldíjose de nuevo; y propuso en su corazón de dejar a su
amo y volverse a su tierra, aunque perdiese el salario de lo servido y las
esperanzas del gobierno de la prometida ínsula.
Levántose en esto Don Quijote,
y puesta la mano izquierda en la boca, porque no se le acabasen de salir los
dientes, asió con la otra las riendas de Rocinante, que nunca se había movido
de junto a su amo (tal era de leal y bien acondicionado), y fuese a donde su
escudero estaba, de pechos sobre su asno, con la mano en la mejilla en guisa de
hombre pensativo, además, y viéndole Don Quijote de aquella manera, con
muestras de tanta tristeza, le dijo: Sábete, Sancho, que no es un hombre más
que otro si no hace más que otro: todas esta borrascas que nos suceden son
señales de que presto ha de serenar el tiempo, y han de sucedernos bien las
cosas, porque no es posible que el mal ni el bien sean durables, y de aquí se sigue
que, habiendo durado mucho el mal, el bien está ya cerca, así que no debes
congojarte por las desgracias que a mí me suceden, pues a ti no te cabe parte
de ellas. ¿Cómo no? respondió Sancho; ¿por ventura el que ayer mantearon era
otro que el hijo de mi padre? ¿y las alforjas que hoy me faltan son de otro que
del mismo? ¿Qué, te faltan las alforjas, Sancho? dijo Don Quijote. Sí que me
faltan, respondió Sancho. ¿De ese modo, no tenemos que comer hoy? replicó Don
Quijote. Eso fuera, respondió Sancho, cuando faltaran por estos prados las
yerbas que vuestra merced dice que conoce, con que suelen suplir semejantes
faltas los tan mal aventurados caballeros andantes, como vuestra merced es.
Con todo eso, respondió Don
Quijote, tomara yo más aina un cuartel de pan, o una hogaza y dos cabezas de
sardinas arenques, que cuantas yerbas describe Dioscórides, aunque fuera el
ilustrado doctor Laguna; más con todo ésto, sube en tu jumento, Sancho el
bueno, y vente tras mí, que Dios, que es proveedor de todas las cosas, no nos
ha de faltar, y más andando tan en su servicio como andamos, pues no falta a
los mosquitos del aire, ni a los gusanillos de la tierra, ni a los renacuajos
del agua, y es tan piadoso, que hace salir su sol sobre los buenos y malos, y
llueve sobre los injustos y justos. Más bueno era vuestra merced, dijo Sancho,
para predicador que para caballero andante. De todo sabían y han de saber los
caballeros andantes, Sancho, dijo Don Quijote, porque caballero andante hubo en
los pasados siglos, que así se paraba a hacer un sermón o plática en un camino
real, como si fuera graduado por la universidad de París, de donde se infiere,
que nunca la lanza embotó la pluma, ni la pluma la lanza. Ahora bien, sea así
como vuestra merced dice, respondió Sancho; vamos ahora de aquí y procuremos
donde alojar esta noche, y quiera Dios que sea en parte donde no haya mantas,
ni manteadores, ni fantasmas, ni moros encantados, que si los hay, daré al
diablo el hato y el garabato.
Pídeselo tú a Dios, dijo Don
Quijote, guía tú por donde quisieres, que esta vez quiero dejar a tu elección
el alojarnos; pero dame acá la mano, y atiéntame con el dedo, y mira bien
cuántos dientes y muelas me faltan deste lado derecho de la quijada alta, que
allí siento el dolor. Metió Sancho los dedos, y estándole atentándo le dijo:
¿Cuántas muelas solía vuestra merced tener en esta parte? Cuatro, respondió Don
Quijote, fuera de la cordal todas enteras y muy sanas. Mire vuestra merced bien
lo que dice, señor, respondió Sancho. Digo cuatro, si no eran cinco, respondió
Don Quijote, porque en toda mi vida me han sacado diente ni muela de la boca,
ni se me ha caído, ni comido de neguijon, ni de reuma alguna. Pues en esta
parte de abajo, dijo Sancho, no tiene vuestra merced más de dos muelas y media,
ni ninguna, que toda está rasa como la palma de la mano.
¡Sin ventura yo! dijo Don
Quijote, oyendo las tristes nuevas que su escudero le daba, qué más quisiera
que me hubieran derribado un brazo, como no fuera el de la espada; porque te hago
saber, Sancho, que la boca sin muelas es como el molino sin piedra, y en mucho
más se ha de estimar un diente que un diamante; más a todo esto estamos sujetos
los que profesamos la estrecha orden de la caballería. Sube, amigo, y guía, que
yo te seguiré al paso que quisieres. Hízolo así Sancho, y encaminose hacia
donde le pareció que podía hallar acogimiento, sin salir del camino real, que
por allí iba muy seguido. Yéndose, pues, poco a poco, porque el dolor de las
quijadas de Don Quijote no le dejaba sosegar, ni atender a darse priesa, quiso
Sancho entretenelle y divertirle diciéndole alguna cosa, y entre otras que le
dijo, fue lo que se dirá en el siguiente capítulo.
Capítulo 19: De las discretas razones que Sancho pasaba con su amo, y
de la aventura que le sucedió con un cuerpo muerto, con otros acontecimientos
famosos.
Paréceme, señor mío, que todas
estas desventuras que estos días nos han sucedido, sin duda alguna han sido
pena del pecado cometido por vuestra merced contra la orden de caballería, no
habiendo cumplido el juramento que hizo de no comer pan a manteles ni con la
reina folgar, con todo aquello que a esto se sigue y vuestra merced juró de
cumplir, hasta quitar aquel almete de Malandrino, o como se llama el moro, que
no me acuerdo bien. Tienes mucha razón, Sancho, dijo Don Quijote; mas para
decirte verdad, ello se me había pasado de la memoria y también puedes tener
por cierto que por la culpa de no habérmelo tú acordado en tiempo, te sucedió
aquello de la manta; pero yo haré la enmienda, que modos hay de composición en
la orden de la caballería para todo. ¿Pues juré yo algo por dicha? respondió
Sancho. No importa que no hayas jurado, dijo Don Quijote; basta que yo entiendo
que de participantes no estás muy seguro, y por sí o por no, no será malo
proveernos de remedio. Pues si ello es así, dijo Sancho, mire vuestra merced,
no se le torne a olvidar ésto como lo del juramento; quizá les volverá la gana
a los fantasmas de solazarse otra vez conmigo, y aún con vuestra merced, si le
ven tan pertinaz.
En éstas y otras pláticas les
tomó la noche en mitad del camino, sin tener ni descubrir donde aquella noche
se recogiesen, y lo que no había de bueno en ello, era que perecían de hambre,
que con la falta de las alforjas les faltó toda la despensa y matalotaje; y
para acabar de confirmar esta desgracia, les una aventura, que sin artificio
alguno verdaderamente lo parecía, y fue que la noche cerró con alguna
oscuridad; pero con todo esto caminaban, creyendo Sancho que, pues aquel camino
era real, a una o dos leguas de buena razón hallaría en él alguna venta. Yendo,
pues, desta manera, la noche oscura, el escudero hambriento, y el amo con ganas
de comer, vieron que por el mismo camino que iban venían hacia ellos gran
multitud de lumbres, que no parecían sino estrellas que se movían.
Pasmóse Sancho en viéndolas, y
Don Quijote no las tuvo todas consigo: tiró el uno del cabestro a su asno, y el
otro de las riendas a su rocino, y estuvieron quedos mirando atentamente lo que
podía ser aquello, y vieron que las lumbres se iban acercando a ellos, y
mientras más se llegaban, mayores parecían, a cuya vista Sancho comenzó a
temblar como un azogado, y los cabellos de la cabeza se le erizaron a Don Quijote,
el cual, animándose un poco, dijo: Esta sin duda, Sancho, debe de ser
grandísima y peligrosísima aventura, donde será necesario que yo muestre todo
mi valor y esfuerzo. ¡Desdichado de mí! respondió Sancho. Si acaso esta
aventura fuese de fantasmas como me lo va pareciendo, ¿adónde habrá costillas
que la sufran? Por más fantasmas que sean, dijo Don Quijote, no consentiré yo
que te toquen en el pelo de la ropa, que si la otra vez se burlaron contigo,
fue porque no pude saltar las paredes del corral, pero ahora estamos en campo
raso, donde podré yo como quisiera esgrimir mi espada. Y si le encantan y
entomecen como la otra vez lo hicieron, dijo Sancho, ¿qué aprovechará estar en
campo abierto o no? Con todo eso, replicó Don Quijote, te ruego Sancho, que tengas
buen ánimo, que la experiencia te dará a entender el que yo tengo. Sí tendré,
si a Dios place, respondió Sancho, y apartándose los dos a un lado del camino,
tornaron a mirar atentamente lo que aquello de aquellas lumbres que caminaban
podía ser, y de allí a muy poco descubrieron muchos encamisados, cuya
temerosa visión de todo punto
remató el ánimo de Sancho Panza, el cual comenzó a dar diente con diente como
quien tiene frío de cuartana; y creció más el batir y dentellear cuando
distintamente vieron lo que era, porque descubrieron hasta veinte encamisados,
todos a caballo, con sus hachas encendidas en las manos, detrás de los cuales
venía una litera cubierta de luto, a la cual seguían otros seis de a caballo
enlutados hasta los piés de las mulas, que bien vieron que no eran caballos en
el sosiego con que caminaban; iban los encamisados murmurando entre sí con una
voz baja y compasiva.
Esta extraña visión a tales
horas y en despoblado bien bastaba para poner miedo en el corazón de Sancho, y
aún en el de su amo, y así fuera en cuanto a Don Quijote, que ya Sancho había
dado al través con todo su esfuerzo: lo contrario le avino a su amo, al cual en
aquel punto se le representó en su imaginación al vivo que aquella era una de
las aventuras de sus libros; figurósele que la litera eran andas donde debían
de ir algún mal ferido o muerto caballero, cuya venganza a él solo estaba
reservada, y sin hacer otro discurso enristró su lanzón, púsose bien en la
silla, y con el gentil brío y continente se puso en la mitad del camino por
donde los encaminados forzosamente habían de pasar, y cuando los vio cerca,
alzó la voz y dijo: Deteneos, caballeros, quien quiera que seais, y dadme
cuenta de quién sois, de dónde venís, a dónde vais, qué es lo que en aquellas
andas lleváis, que, según las muestras, o vosotros habeis fecho, o vos han
fecho algún desaguisado, y conviene y es menester que yo lo sepa, o bien para
castigaros del mal que ficisteis, o bien para vengaros del tuerto que vos
ficieron. Vamos de priesa, respondió uno de los encamisados, y está la venta
lejos y no nos podemos detener a dar tanta cuenta como pedís. Y picando la mula
pasó adelante. Sintióse desta respuesta grandemente Don Quijote, y trabando a
la mula del freno dijo: Deteneos y sed más bien criado, y dadme cuenta de lo
que os he preguntado; si no, conmigo sois todos en batalla.
Era la mula asombradiza, y al
tomarla del freno se espantó de manera que alzándose en sus pies dió con su
dueño por las ancas en el suelo. Un mozo que iba a pie, viendo caer al
encamisado, comenzó a denostar a Don Quijote, el cual, ya encolerizado sin
esperar más, enristrando su lanzón arremetió a uno de los enlutados, y mal ferido
dio con él en tierra, y revolviéndose por los demás, era cosa de ver con la
presteza que los acometía y desbarataba, que no parecía sino que en aquel
instante le habían nacido alas a Rocinante, según andaba de ligero y orgulloso.
Todos los encamisados eran gente medrosa y sin armas, y así con facilidad en un
momento dejaron la refriega, y comenzaron a correr por aquel campo con las
hachas encendidas, que no parecían sino a los de las máscaras, que en noche de
regocijo y fiesta corren. Los enlutados, asimismo revueltos y envueltos en sus
faldamentas y lobas, no se podían mover; así que muy a su salvo Don Quijote los
apaleó a todos, y les hizo dejar su sitio mal de su grado, porque todos
pensaron que aquel no era hombre, sino diablo del infierno, que les salía a
quitar el cuerpo muerto que en la litera llevaban.
Todo lo miraba Sancho admirado
del ardimiento de su señor, y decía entre sí: Sin duda este mi amo es tan
valiente y esforzado como él dice. Estaba un hacha ardiendo en el suelo junto
al primero que derribó la mula, a cuya luz le pudo ver Don Quijote, y
llegándose a él le puso la punta del lanzón en el rostro, diciéndole que se
rindiese, si no que le mataría: a lo cual respondió el caído: Harto rendido
estoy, pues no me puedo mover, que tengo una pierna quebrada; suplico a vuestra
merced, si es caballero cristiano, que no me mate, que cometerá un gran
sacrilegio, que soy licenciado y tengo las primeras órdenes. ¿Pues quién
diablos os ha traído aquí, dijo Don Quijote, siendo hombre de iglesia? ¿Quién,
señor? replicó él caído. Mi desventura. Pues otra mayor os amenaza, dijo Don
Quijote, si no me satisfaceis a todo cuanto primero os pregunte. Con facilidad
será vuestra merced satisfecho, respondió el licenciado; y así sabrá vuestra
merced, que denantes dije que yo era licenciado, no soy sino bachiller, y
llámome Alonso López; soy natural de Alcovendas, vengo de la ciudad de Baeza
con otros once sacerdotes, que son los que huyeron con las hachas, vamos a la
ciudad de Segovia, acompañando un cuerpo muerto que va en aquella litera, que
es de un caballero que murió en Baeza, donde fue depositado, y ahora como digo,
llevábamos sus huesos a su sepultura, que está en Segovia, de donde era
natural.
¿Y quién le mató? preguntó Don
Quijote. Dios, por medio de unas calenturas pestilentes que le dieron,
respondió el bachiller. Desa suerte, dijo Don Quijote, quitado me ha nuestro
Señor del trabajo que había de tomar en vengar su muerte, si otro alguno le
hubiera muerto: pero habiéndole muerto quien le mató, no hay sino callar y
encoger los hombros, porque lo mismo hiciera si a mí mismo me matara; y quiero
que sepa vuestra reverencia, que soy un caballero de la Mancha, llamado Don
Quijote, y es mi oficio y ejercicio andar por el mundo enderazano tuertos y
desfaciendo agravios. No sé cómo puede ser eso de enderezar tuertos, dijo el
bachiller; pues a mí de derecho me habeis vuelto tuerto, dejándome una pierna
quebrada, la cual no se verá derecha en todos los días de mi vida, y el agravio
que en mí habeis deshecho ha sido dejarme agraviado de manera que me quedaré
agraviado para siempre, y harta desventura ha sido topar con vos, que vais
buscando aventuras. No todas las cosas, respondió Don Quijote, suceden de un
mismo modo: el daño estuvo, señor bachiller Alonso López, en venir como
veníades de noche, vestidos con aquellas sobrepellices, con las hachas
encendidas, rezando, cubiertos de luto, que propiamente semejábades cosa mala y
del otro mundo, y así yo no puedo dejar de cumplir con mi obligación
acometiéndoos, y os acomeitera aunque verdaderamente supiera que erades los
mismos Satanases del infierno, que para tales os juzgué y tuve siempre. Ya que
así lo ha querido mi suerte, dijo el bachiller, suplicó a vuestra merced, señor
caballero andante, que tan mala andanza me ha dado, me ayude a salir de debajo
desta mula, que me tiene tomada una pierna entre el estribo y la silla. Hablará
yo para mañana, dijo Don Quijote; ¿y hasta cuándo aguardábades a decirme
vuestro afán? Dió luego voces a Sancho Panza que viniese; pero él no se curó de
venir, porque andaba ocupado desvalijando una acémila de repuesto que traían
aquellos buenos señores bien bastecida de cosa de comer.
Hizo Sancho costal de su gabán
y recogiendo además todo lo que pudo y cupo en el talego de la acémila, cargo
su jumento, y luego acudió a las voces de su amo y ayudó a sacar al señor
bachiller de la opresión de la mula, y poniéndole encima della, le dio el
hacha, y Don Quijote le dijo que siguiese la derrota de sus compañeros, a quien
de su parte pidiese perdón del agravio, que no había sido en su mano dejar de
haberles hecho. Dijóle también Sancho: Si acaso quisieren saber esos señores
quién ha sido el valeroso que tales los puso, dígales vuestra merced que es el
famoso Don Quijote de la Mancha, que por otro nombre se llama el "Caballero
de la Triste Figura". Con esto se fue el bachiller, y Don Quijote preguntó
a Sancho, que qué le había movido a llamarle el "Caballero de la Triste
Figura", más entonces que nunca. Yo se lo diré, respondió Sancho, porque
le estado mirando un rato a luz de aquella hacha que llevaba aquel mal andante,
y verdaderamente tiene vuestra merced la más mala figura de poco acá que jamás
he visto; y débelo de haber causado o ya el cansancio deste combate, o ya la
falta de muelas o dientes.
No es eso, respondió Don
Quijote, sino el sabio a cuyo cargo debe de estar el escribir la historia de
mis hazañas, le habrá parecido que será bien que yo tome algún nombre
apelativo, como lo tomaban los caballeros pasados: cuál se llamaba "el de
la Ardiente Espada", cuál "el del Unicornio", aquel "el de
las Doncellas", aqueste "el del ave Fénix", el otro "el
Caballero del Grifo", estotro "el de la Muerte", y por estos
nombres e insignias eran conocidos por la toda la redondez de la tierra; y así
digo que el sabio ya dicho te habrá puesto en la lengua y en el pensamiento
ahora que me llamase el "Caballero de la Triste Figura", como pienso
llamarme desde hoy en adelante, y para que mejor me cuadre tal nombre,
determino de hacer pintar, cuando haya lugar, en mi escudo una muy triste
figura. No hay para qué, señor, querer gastar tiempo y dineros en hacer esta
figura, dijo Sancho, sino lo que se ha de hacer es que vuestra merced descubra
la suya, y dé rostro a los que le miraren, que sin más ni más, y sin otra
imagen ni escudo, le llamarán "el de la Triste Figura", y créame que
le digo la verdad, porque le prometo a vuestra merced, señor (y esto sea dicho
en burlas), que le hace tan mala cara la hambre y la falta de las muelas, que,
como ya tengo dicho, se podrá muy bien excusar la triste pintura. Rióse Don
Quijote del donaire de Sancho; pero con todo propuso de llamarse de aquel
nombre en pudiendo pintar su escudo o rodela como había imaginado.
Olvidábaseme de decir, dijo al
marcharse el bachiller a Don Quijote, que advierta a vuestra merced que queda
descomulgado por haber puesto las manos violentamente en cosa sagrada, justa
ilud: sit quis suadente diabolo, etc. No entiendo este latín, respondió Don
Quijote: más yo sé bien que no puse las manos, sino este lanzón; cuanto más,
que yo no pensé que ofendía a sacerdotes, ni a cosas de la Iglesia, a quien
respeto y adoro como católico y fiel cristiano que soy, sino a fantasmas y
vestiglos del otro mundo; y cuando eso así fuese, en la memoria tengo lo que le
pasó al CId Rui Diaz cuando quebró la silla del embajador de aquel rey delante
de su santidad el Papa, por lo cual le descomulgó, y anduvo aquel día el buen
Rodrigo de Vivar como muy honrado y valiente caballero.
En oyendo ésto el bachiller se
fue, como queda dicho, sin replicarle palabra. Quisiera Don Quijote mirar si el
cuerpo que venía en la litera eran huesos o no; pero no lo consintió Sancho,
diciendole: Señor, vuestra merced ha acabado esta peligrosa aventura lo más a
su salvo de todas las que yo he visto; esta gente, aunque vencida y
desbaratada, podría ser que cayese en la cuenta de que los venció sólo una
persona, y corridos y avergonzados desto volviesen a rehacerse y a buscarnos, y
nos diesen muy bien en que entender. El jumento está como viene, la montaña
cerca, la hambre carga, no hay que hacer sino retirarnos con gentil compás de
piés, y como dicen, váyase el muerto a la sepultura y el vivo a la hogaza. Y
antecogiendo a su asno, rogó a su señor que le siguiese, el cual, pareciéndole
que Sancho tenía razón, sin volverle a replicar le siguió. Y a poco trecho que
caminaban por entre dos montañuelas, se hallaron en un espacioso y escondido
valle, donde se apearon, y Sancho alivió el jumento; y tendidos sobre la verde
yerba, con la salsa de su hambre almorzaron, comieron, merendaron y cenaron a
un mismo punto, satisfaciendo sus estómagos con más de una fiambrera que los
señores clérigos del difunto (que pocas veces se dejan mal pasar) en la acémila
de su repuesto traían; más sucedióle otra desgracia, que Sancho tuvo por la
peor de todas, y fue que no tenían vino que beber, ni agua que llegar a la boca
y acosados de la sed dijo Sancho, viendo que el prado donde estaban estaba
colmado de verde y menuda yerba, lo que se dirá en el siguiente capítulo.
Capítulo 20: De la jamás vista ni oída aventura que con más poco
peligro fue acabado de famoso caballero en el mundo, como la acabó el valeroso
D. Quijote de la Mancha
No es posible, señor mío, sino
que estas yerbas dan testimonio de que por aquí cerca debe de estar alguna
fuente o arroyo que humedece, y así será bien que vayamos un poco más adelante,
que ya toparemos donde podamos mitigar esta terrible sed que nos fatiga, que
sin duda causa mayor pena que la hambre. Parecióle bien el consejo a Don
Quijote, y tomando de la rienda a Rocinante, y Sancho del cabestro a su asno
después de haber puesto sobre él los relieves que de la cena quedaron,
comenzaron a caminar sobre el prado arriba a tiento, porque la oscuridad de la
noche no les dejaba ver cosa alguna; mas no hubieron andado doscientos pasos,
cuando llegó a sus oídos un gran ruido de agua, como que de algunos grandes y
levantados riscos se despeñaba. Alegróles el ruido en gran manera, y parándose
a escuchar hacia qué parte sonaba, oyeron a deshora otro estruendo que les aguó
el contento del agua, especialmente a Sancho que naturalmente era medroso y de
poco ánimo: digo que oyeron que daban unos golpes a compás, con un cierto
crujir de hierros y cadenas, que acompañados del furioso estruendo del agua,
pusieron pavor a cualquier otro corazón que no fuera el de Don Quijote.
Era la noche, como se ha
dicho, oscura, y ellos acertaron a estar entre unos árboles altos, cuyas hojas,
movidas del blando viento, hacían un temeroso y manso ruido; de manera que la
soledad, el sitio, la oscuridad, el ruido de la agua con susurro de las hojas,
todo causaba horror y espanto, y más cuando vieron que ni los golpes cesaban,
ni el viento dormía, ni la mañana llegaba, añadiéndose a todo esto el ignorar
el lugar donde se hallaban; pero Don Quijote, acompañado de su intrépido
corazón, saltó sobre Rocinante, y embrazando su rodela, terció su lanzón y
dijo: Sancho amigo, has de saber que yo nací, por querer del cielo, en nuestra
edad de hierro, para resucitar en ella la de oro o la dorada, como suele
llamarse; yo soy aquel para quien están guardados los peligros, las grandes
hazañas, los valerosos hechos; yo soy, digo otra vez, quien ha de resucitar los
de la Tabla Redonda, los doce de Francia y los nueve de la Fama, y el que ha de
poner en olvido los Platires, los Tablantes, los Olivante y Tirantes, Febos y
Belianises, con toda la caterva de los famosos caballeros andantes del pasado
tiempo, haciendo en este en que me hallo tales grandezas, estrañezas y fechos
de armas, que escurezcan las más claras que ellos ficieron. Bien notas,
escudero fiel y leal, las tinieblas desta noche, su extraño silencio, el sordo
y confuso estruendo destos árboles, el temeroso ruido de aquella agua en cuya
busca venimos, que parece que se despeña y derrumba desde los altos montes de
la luna, y aquel incesante golpear que nos hiere y lastima los oídos; las
cuales cosas todas juntas, y cada una por sí, son bastantes a infundir miedo,
temor y espanto en el pecho del mismo Marte, cuanto más en aquel que no está
acostumbrado a semejantes acontecimientos y aventuras; pues todo esto que yo te
pinto son incentivos y despertadores de mi ánimo, que ya hace que el corazón me
reviente en el pecho con el deseo que tiene de acometer esta aventura, por más
dificultosa que se muestra; así que aprieta un poco las cinchas a Rocinante y
quédate a Dios, y espérame aquí hasta tres días no más, en los cuales, si no
volviere, puedes tú volverte a nuestra aldea, y desde allí por hacerme merced y
buena obra, irás al Toboso, donde dirás a la incomparable señora mía Dulcinea,
que su cautivo caballero murió por acometer cosas que le hiciesen digno de
poder llamarse suyo.
Cuando Sancho oyó las palabras
de su amo, comenzó a llorar con la mayor ternura del mundo, y a decirle: Señor,
yo no sé porque quiere vuestra merced acometer esta tan tenebrosa aventura;
ahora es de noche, aquí no nos ve nadie, bien podemos torcer el camino y
desviarnos del peligro, aunque no bebamos en tres días; y pues no hay quien nos
vea, menos habrá quien nos note de cobardes: cuanto más que yo he oído muchas
veces predicar al cura de nuestro lugar, que vuestra merced muy bien conoce,
que quien busca el peligro perece en él: así que no es bien tentar a Dios
acometiendo tan desaforado hecho, donde no se puede escapar sino por milagro; y
basta lo que ha hecho el cielo con vuestra merced en librarle de ser manteado
como yo lo fui, y en sacarle vencedor, libre y salvo entre tantos enemigos como
acompañaban al difunto; y cuando todo esto no mueva ni ablande ese duro
corazón, muévale el pensar que apenas se habrá vuestra merced apartado de aquí,
cuando yo de miedo dé mi ánima a quien quisiera llevarla. Yo salí de mi tierra,
y dejé hijos y mujer por venir a servir a vuestra merced, creyendo valer más, y
no menos; pero como la codicia rompe el saco, a mí me ha rasgado mis
esperanzas, pues cuando más vivas las tenía de alcanzar aquella negra y
malhadada ínsula que tantas veces vuestra merced me ha prometido, veo que en
pago y trueco della me quiere ahora dejar en un lugar tan apartado del trato
humano: por un solo Dios, señor mío, que non se me faga tal desaguisado; y ya
que del todo no quiera vuestra merced desistir de acometer este fecho, dilátelo
a lo menos hasta la mañana, que a lo que a mí me muestra la ciencia que aprendí
cuando era pastor, no debe de haber desde aquí al alba tres horas, porque la boca
de la bocina está encima de la cabeza, y hace la medianoche en la línea del
brazo izquierdo.
¿Cómo puedes tú, Sancho, dijo
Don Quijote, ver donde hace esa línea, ni dónde está esa boca o ese colodrillo
que dices, si hace la noche tan oscura que no parece en todo el cielo estrella
alguna? Así es, dijo Sancho; pero tiene el miedo muchos ojos, y ve las cosas
debajo de tierra, cuanto más encima en el cielo, puesto que por buen discurso,
bien se puede entender que hay poco de aquí al día. Falte lo que faltare,
respondió Don Quijote, que no se ha de decir por mí ahora, ni en ningún tiempo,
que lágrimas y ruegos me apartaron de hacer lo que debía a estilo de caballero;
y así te ruego, Sancho, que calles, que Dios que me ha puesto en corazón de
acometer ahora esta tan no vista y tan hermosa aventura, tendrá cuidado de
mirar por mi salud, y de consolar tu tristeza; lo que has de hacer es apretar
bien las cinchas a Rocinante y quedarte aquí, que yo daré la vuelta presto, o
vivo o muerto.
Viendo, pues, Sancho, la
última resolución de su amo, y cuán poco valían con él sus lágrimas, consejos y
ruegos, determinó de aprovecharse de su industria, y hacerle esperar hasta el
día si pudiese; y así, cuando apretaba las cinchas al caballo, bonitamente y
sin ser sentido, ató con el cabestro de su asno ambos piés a Rocinante, de
manera que cuando Don Quijote se quiso partir no pudo, porque el caballo no se
podía mover sino a saltos. Viendo Sancho Panza el buen suceso de su embuste,
dijo: Ea, señor, que el cielo conmovido de mis lágrimas y plegarias ha ordenado
que no se pueda mover Rocinante; y si vos quereis porfiar y espolear y dale,
será enojar a la fortuna y dar coces, como dicen, contra el aguijón.
Desesperábase con esto DOn Quijote, y por más que ponía las piernas al caballo,
no le podía mover; y sin caer en la cuenta de la ligadura, tuvo por bien de
sosegarse, y esperar a que amaneciese, o a que Rocinante se menease, creyendo
sin duda que aquello venía de otra parte que de la industria de Sancho, y así
le dijo: Pues así es, Sancho, que Rocinante no puede moverse, yo soy contento
de esperar a que ría el alba, aunque yo llore lo que ella tardare en venir. No
hay que llorar, respondió Sancho, que yo entretendré a vuestra merced contando
cuentos desde aquí al día, si ya no es que se quiere apear, y echarse a dormir
un poco sobre la verde yerba, a uso de caballeros andantes, para hallarse más
descansado cuando llegue el día a punto de acometer esta tan desemejable
aventura que le espera.
¿A qué llamas apear, o a qué
dormir? dijo Don Quijote. ¿Soy yo por ventura de aquellos caballeros que toman
reposo en los peligros? Duerme tú que naciste para dormir, o haz lo que
quisieres, que yo haré lo que viere que más viene con mi pretensión. No se
enoje vuestra merced, señor mío, respondió Sancho, que no lo dije por tanto. Y
llegándose a él, puso la una mano en el arzón delantero y la otra en el otro,
de modo que quedó abrazado con el muslo izquierdo de su amo, sin osarse apartar
del un dedo; tal era el miedo que tenía a los golpes, que todavía
alternativamente sonaban. Díjole Don Quijote que contase algún cuento para
entretenerle, como se lo había prometido, a lo que Sancho dijo que sí hiciera
si le dejara el temor de lo que oía: Pero con todo eso yo me esforzaré a decir
una historia, que si la acierto a contar y no me van a la mano, es la mejor de
las historias, y estéme vuestra merced atento, que ya comienzo.
Erase que se era, el bien que
viniera para todos sea, y el mal para quien lo fuere a buscar; y advierta
vuestra merced, señor mío, que el principio que los antiguos dieron a sus
consejas no fue así como quiera, que fue una sentencia de Caton Zonzorino
romano, que dice: "y el mal para quien lo fuere a buscar", que viene
aquí como anillo al dedo, para que vuestra merced se esté quedo, y no vaya a
buscar el mal a ninguna parte, sino que nos volvamos por otro camino, pues
nadie nos fuerza a que sigamos este donde tantos miedos nos sobresaltan. Sigue
tu cuento, Sancho, dijo Don Quijote, y del camino que hemos de seguir déjame a
mí el cuidado.
Digo, pues, prosiguió Sancho,
que en un lugar de Extremadura había un pastor cabrerizo, quiero decir, que
guardaba cabras, el cual pastor o cabrerizo, como digo de mi cuento, se llamaba
Lope Ruiz, y este Lope Ruiz andaba enamorado de una pastora que se llamaba
Torralva, la cual pastora llamda Torralva era hija de un ganadero rico, y este
ganadero rico... Si desa manera cuentas tu cuento, Sancho, dijo Don Quijote,
repitiendo dos veces lo que vas diciendo, no acabarás en dos días; dílo
seguidamente y cuéntalo como hombre de entendimiento, y si no, no digas nada.
De la misma manera que yo lo cuento, respondió Sancho, se cuentan en mi tierra
todas las consejas, y yo no sé contarlo de otra, ni es bien que vuestra merced
me pida que haga usos nuevos. Di como quisieres, respondió Don Quijote, que
pues la suerte quiere que no pueda dejar de escucharte, prosigue.
Así que, señor mío de mi
ánima, prosiguió Sancho, que como ya tengo dicho, este pastor andaba enamorado
de Torralva la pastora, que era una moza rolliza, zahareña, y tiraba algo a
hombruna, porque tenía unos pocos bigotes, que parece que ahora la veo. ¿Luego
conocístela tú? dijo Don Quijote. No la conocí yo, respondió Sancho, pero quien
me contó este cuento me dijo que era tan cierto y verdadero, que podía bien
cuando lo contase a otro afirmar y jurar que lo había visto todo: así que yendo
días y viniendo días, el diablo, que no duerme y que todo lo añasca, hizo de
manera que el amor que el pastor tenía a la pastora se volviese en homecillo y
mala voluntad; y la causa fue, según malas lenguas, una cierta cantidad de
celillos que ella le dió, tales que pasaban de la raya y llegaban a lo vedado;
y fue tanto lo que el pastor la aborreció de allí adelante, que por no verla se
quiso ausentar de aquella tierra, e irse donde sus ojos no la viesen jamás. La
Torralva que se vio desdeñada del Lope, luego le quiso bien, más que nunca le
había querido. Esa es natural condición de mujeres, dijo Don Quijote, desdeñar
a quien las quiere, y amar a quien las aborrece: pasa adelante, Sancho.
Sucedió, dijo Sancho, que le
pastor puso por obra su determinación, y antecogiendo sus cabras, se encaminó
por los campos de Extremadura para pasarse a los reinos de Portugal: la
Torralva, que lo supo, fue tras él, y seguíale a pie y descalza desde lejos con
un bordón en la mano y con unas alforjas al cuello, donde llevaba, según es
fama, un pedazo de espejo y otro de un peine, y no sé qué botecillo de mudas
para la cara; más llevase lo que llevase, que yo no me quiero meter ahora en
averiguallo, sólo diré que dicen que el pastor llegó con su ganado a pasar el
río Guadiana, y en aquella sazón iba crecido y casi fuera de madre, y por la
parte que llegó no había barca ni barco, ni quien le pasase a él ni a su ganado
de la otra parte, de lo que se congojó mucho, porque veía que la Torralva venía
ya muy cerca, y le había de dar mucha pesadumbre con sus ruegos y lágrimas, mas
tanto anduvo mirando, que vio un pescador que tenía junto a sí un barco tan
pequeño, que solamente podían caber en él una persona y una cabra, y con todo
esto le habló y concertó con él que le pasase a él y a trescientas cabras que
llevaba. Entró el pescador en el barco y pasó una cabra, volvió y pasó otra,
tornó a volver y tornó a pasar otra: tenga vuestra merced cuenta con las cabras
que el pescador va pasando, porque si se pierde una de la memoria se acabará el
cuento, y no será posible contar más palabra dél: sigo, pues, y digo, que el
desembarcadero de la otra parte estaba lleno de cieno y resbaloso, y tardaba el
pescador mucho tiempo en ir y volver: con todo esto volvió por otra cabra, y
otra y otra.
Haz cuenta que las pasó todas,
dijo Don Quijote; no andes yendo y viniendo desa manera, que no acabarás de
pasarlas en un año. ¿Cuántas han pasado hasta ahora? dijo Sancho. ¿Yo qué
diablos sé? respondió Don Quijote. He ahí lo que yo dije que tuviese buena
cuenta; pues por Dios que se ha acabado el cuento, que no hay pasar adelante.
¿Cómo puede ser eso? respondió Don Quijote. ¿Tan de esencia de la historia es
saber las cabras que han pasado por extenso, que si se yerra una del número no
puedes seguir adelante con la historia? No, señor, en ninguna manera, respondió
Sancho, porque así como yo pregunté a vuestra merced que me dijese cuántas
cabras habían pasado, y me respondió que no sabía, en aquel mismo instante se
me fue a mí de la memoria cuanto me quedaba por decir, y a fe que era de mucha
virtud y contento. ¿De modo, dijo Don Quijote, que ya la historia es acabada?
Tan acabada es como mi madre, dijo Sancho.
Dígote de verdad, respondió
Don Quijote, que tú has contado una de las más nuevas consejas, cuento o
historia que nadie pudo pensar en el mundo, y que tal modo de contarla, ni
dejarla, jamás se podrá ver ni habrá visto en toda la vida, aunque no esperaba
yo otra cosa de tu buen discurso; mas no me maravillo, pues quizá estos golpes,
que no cesan, te deben tener turbado el entendimiento. Todo puede ser,
respondió Sancho; más yo sé que en lo de mi cuento no hay más que decir, que
allí se acaba do comienza el yerro de la cuenta del pasaje de las cabras. Acabe
norabuena donde quisiere, dijo Don Quijote, y veamos si se puede mover
Rocinante.
Tornóle a mover las piernas, y
él tornó a dar saltos y a estarse quedo: tanto estaba de bien atado. En esto
parece ser, o que el frío de la mañana que ya venía, o que Sancho hubiese
cenado algunas cosas lenitivas, o que fuese una cosa natural (que es lo que más
se debe creer) a él le vino en voluntad y deseo de hacer lo que otro no podía hacer
por él; mas era tanto el miedo que había entrado en su corazón, que no osaba
apartarse un negro de uña de su amo; pues pensar de no hacer lo que tenía gana,
tampoco era posible, y así lo que hizo por bien de paz fue soltar la mano
derecha, que tenía asida al arzón trasero, con lo cual bonitamente y sin rumor
alguno se soltó la lazada corrediza con que los calzones se sostenían sin ayuda
de otra alguna, y en quitándosela dieron luego abajo, y se le quedaron como
grillos. Tras esto alzó la camisa lo mejor que pudo, y echó al aire entrambas
posaderas, que no eran muy pequeñas. Hecho esto (que él pensó que era lo más
que tenía que hacer para salir de aquel terible aprieto y angustia) le
sobrevino otra mayor, que fue que le pareció, que no podía mudarse sin hacer
estrépito y ruido, y comenzó a apretar los dientes y a encoger los hombros,
recogiendo en sí el aliento todo cuanto podía; pero con todas estas diligencias
fué tan desdichado, que al cabo
vino a hacer un poco de ruido,
bien diferente de aquel que a él le ponía tanto miedo. Oyólo Don Quijote, y
dijo: ¿Qué rumor es ése, Sancho? No sé, señor, respondió él. Alguna cosa nueva
debe ser, que las aventuras y desventuras nunca comienzan por poco.
Tornó otra vez a probar ventura, y sucedióle
tan bien, que sin más ruido y alboroto que el pasado, se halló libre de la
carga que tanta pesadumbre le había dado; más como Don Quijote tenía el sentido
del olfato tan vivo como el de los oídos, y Sancho estaba tan junto y cosido
con él, que casi por línea recta subían los vapores hacia arriba, no se pudo
excusar de que algunos no se llegasen a sus narices, y apenas hubieron llegado,
cuando él fue al socorro apretándolas entre los dos dedos, y con tono algo
gangoso, dijo: Paréceme, Sancho, que tienes mucho miedo. Sí tengo, respondió
Sancho: ¿más en que lo echa de ver vuestra merced ahora más que nunca? En que
ahora más que nunca hueles, y no a ámbar, respondió Don Quijote.
Bien podrá ser, dijo Sancho; más
yo no tengo la culpa, sino vuestra merced, que me trae a deshoras y por estos
no acostumbrados pasos. Retírate tres o cuatro allá, amigo, dijo Don Quijote, todo
esto sin quitarse los dedos de las narices; y desde aquí adelante ten más en
cuenta con tu persona, y con lo que debes a la mía, que la mucha conversación
que tengo contigo ha engendrado este menosprecio. Apostaré, replicó Sancho, que
piensa vuestra merced que yo he hecho de mi persona alguna cosa que no deba.
Peor es meneallo, amigo Sancho, respondió Don Quijote.
En estos coloquios y otros
semejantes pasaron la noche amo y mozo; más viendo Sancho que a más andar se
venía la mañana, con mucho tiento desligó a Rocinante y se ató los calzones.
Como Rocinante se vio libre,
aunque él de suyo no era nada brioso, parece que se resintió y comenzó a dar
manotadas, porque corbetas, con perdón suyo, no las sabía hacer. Viendo, pues,
Don Quijote que ya Rocinante se movía, lo tuvo a buena señal, y creyó que lo
era de que acometiese aquella temerosa aventura. Acabó en esto de descubrirse
el alba, y de parecer distintamente las cosas, y vio Don Quijote que estaba
entre unos árboles altos, que eran castaños, que hacen la sombra muy oscura,
sintió también que el golpear no cesaba, pero no vio quién lo podía causar, y
así, sin más detenerse, hizo sentir las espuelas a Rocinante, y tornando a
despedirse de Sancho, le mandó que allí le aguardase tres días a lo más largo,
como ya otra vez se lo había dicho, y que si al cabo dellos no hubiese vuelto,
tuviese por cierto que Dios había sido servido de que en aquella peligrosa
aventura se le acabasen sus días.
Tornóle a referir el recado y
embajada que había de llevar de su parte a su señora Dulcinea, y que en lo que
tocaba a la paga de sus servicios no tuviese pena, porque él había dejado hecho
su testamento antes de que saliera de su lugar, donde se hallaría gratificado
de todo lo tocante a su salario, rata por cantidad del tiempo que hubiese
servido; pero que si DIos le sacaba de aquel peligro sano y salvo y sin cautela,
se podía tener por muy más que cierta la prometida ínsula.
De nuevo tornó a llorar
Sancho, oyendo de nuevo las lastimeras razones de su buen señor, y determinó de
no dejarle hasta el último trance y fin de aquel negocio.
Destas lágrimas y determinación
tan honrada de Sancho Panza saca el autor desta historia que debía de ser bien
nacido, y por lo menos cristiano viejo: cuyo sentimiento enterneció algo a su
amo, pero no tanto que mostrase flaqueza alguna, antes, disimulando lo mejor
que pudo, comenzó a caminar hacia la parte por donde le pareció que el ruido
del agua y del golpear venía.
Seguíale Sancho a pie,
llevando, como tenía de costumbre, del cabestro a su jumento, perpetuo
compañero de sus prósperas y adversas fortunas; y habiendo andado una buena
pieza por entre aquellos castaños y árboles sombríos, dieron en un pradillo que
al pie de unas altas peñas se hacía, de las cuales se precipitaba un grandísimo
golpe de agua.
Al pie de las peñas estaban
unas casas mal hechas, que más parecían ruinas de edificios que casas, de entre
las cuales advirtieron que salía el ruido y estruendo de aquel golpear, que aún
no cesaba. Alborotóse Rocinante con el estruendo del agua y de los golpes, y
sosegándole Don Quijote, se fue llegándole poco a poco a las casas; encomendóse
de todo corazón a su señora, suplicándole que en aquella temerosa jornada y
empresa le favoreciese, y de camino se encomendaba también a Dios que no le
olvidase. No se le quitaba Sancho del lado, el cual alargaba cuanto podía el cuello
y la vista por entre las piernas de Rocinante, por ver si vería ya lo que tan
suspenso y medroso le tenía.
Otros cien pasos serían los
que anduvieron, cuando al doblar de una punta pareció descubierta y patente la
misma causa, sin que pudiese ser otra, de aquel horrísono y para ellos
espantable ruido, que tan suspensos y medrosos toda la noche les había tenido;
y eran (si no lo has, ¡oh lector! por pesadumbre y enojo) seis mazos de batán
que con sus alternativos golpes aquel estruendo formaban.
Cuando Don Quijote vió lo que
era, enmudeció y pasmóse de arriba abajo. Miróle Sancho, y vió que tenía la
cabeza inclinada sobre el pecho con muestras de estar corrido.
Miró también Don Quijote a
Sancho, y vióle que tenía los carrillos hinchados, y la boca llena de risa, con
evidentes señales de querer reventar con ella, y no pudo su melancolía tanto
con él, que a la vista de Sancho pudiese dejar de reirse, y como vió Sancho que
su amo había comenzado, soltó la presa de manera que tuvo necesidad de
apretarse las hijadas con los puños por no reventar riendo. Cuatro veces
sosegó, y otras tantas volvió a su risa con el mismo ímpetu que primero, de lo
cual ya se daba al diablo Don Quijote, y más cuando le oyó decir como por modo
de fisga: Has de saber, ¡oh Sancho amigo! que yo no nací por querer del cielo
en esta nuestra edad del hierro para resucitar en ella la dorada o de oro; yo
soy aquel para quien están guardados los peligros, las hazañas grandes, los
valerosos fechos. Y por aquí fue repitiendo todas o las más razones que Don
Quijote dijo la vez primera que oyeron los temerosos golpes.
Viendo, pues, Don Quijote que
Sancho hacía burla dél, se corrió y enojo en tanta manera, que alzó el lanzón y
le asentó dos palos, tales que si como los recibió en las espaldas los recibiera
en la cabeza, quedara libre de pagarle el salario, si no fuera a sus herederos.
Viendo Sancho que sacaba tan
malas veras de sus burlas, con temor de que su amo no pasase adelante en ellas,
con mucha humildad le dijo: Sosiéguese vuestra merced, que por Dios que me
burlo. Pues ¿por qué os burlais? No me burlo yo, respondió Don Quijote. Venid
acá señor alegre: ¿paréceos a vos que como si estos fueron mazos de batán
fueran otra peligrosa aventura, no había yo mostrado el ánimo que convenía para
emprendella y acaballa? ¿Estoy yo obligado a dicha, siendo como soy caballero,
a conocer y distinguir los sones, y saber cuáles son los de los batanes o no? Y
más que podría ser, como es verdad, que no los he visto en mi vida, como vos
los habréis visto, como villano ruin que sois, criado y nacido entre ellos; si
no, haced vos que estos seis mazos se vuelvan en seis jayanes, y
Echádmelos a las barbas uno a
uno, o todos juntos, y cuando yo no diere con todos patas arriba, haced de mí
la burla que quisiéredes.
No haya más, señor mío, replicó
Sancho, que yo confieso que he andado algo risueño en demasía; pero dígame
vuestra merced, ahora que estamos en paz, así Dios le saque de todas las
aventuras que le sucedieren tan sano y salvo como le ha sacado desta: ¿no ha
sido cosa de reír, y lo es de contar, el gran miedo que hemos tenido? A lo
menos el que yo tuve, que de vuestra merced ya yo sé que no lo conoce, ni sabe
que es temor ni espanto.
No niego yo, respondió Don
Quijote, que lo que nos ha sucedido no sea cosa digna de risa; pero no es digna
de contarse, que no son todas las personas tan discretas que sepan poner en su
punto las cosas.
A lo menos, respondió Sancho,
supo vuestra merced poner en su punto el lanzón, apuntándome a la cabeza y
dándome en las espaldas: gracias a Dios y a la diligencia que puse en ladearme;
pero vaya que todo saldrá en la colada, que yo he oído decir: ese te quiere
bien, que te hace llorar; y más, que suelen los principales señores tras una
mala palabra que dicen a un criado darle luego las calzas, aunque no sé lo que
suelen dar tras haberle dado de palos, si ya no es que los caballeros andantes
dan tras palos ínsulas o reinos en tierra firme.
Tal podría correr el dado,
dijo Don Quijote, que todo lo que dices viniese a ser verdad, y perdona lo
pasado, pues eres discreto y sabes que los primeros movimientos no son en manos
del hombre, y está advertido de aquí en adelante en una cosa, para que te
abstengas y reportes en el hablar demasiado conmigo, que en cuántos libros de
caballerías he leído, que son infinitos, jamás he hallado que ningún escudero
hablase tanto con su señor como tú con el tuyo, y en verdad que lo tengo a gran
falta tuya y mía: tuya, en que me estimas en poco; mía, en que no me dejo
estimar en más: sí que Galadin, escudero de Amadís de Gaula, conde, fue de la
Insula firme, y se le dél que siempre hablaba a su señor con la gorra en la
mano, inclinada la cabeza y doblado el cuerpo more turquesco. Pues ¿qué diremos
de Gasabal, escudero de don Galaor, que fue tan callado, que para declararnos
la excelencia de su maravilloso silencio, sólo una vez se nombra su nombre en
toda aquella tan grande como maravillosa historia? De todo lo que he dicho has
de inferir, Sancho, que es menester hacer diferencia de amo a mozo, de señor a
criado, y de caballero a escudero; así que desde hoy en adelante nos hemos de
tratar con más respeto, sin darnos cordelejo, porque de cualquiera manera que
yo me enoje con vos ha de ser mal para el cántaro. Las mercedes y beneficios
que yo os he prometido llegarán a su tiempo, y si no llegaren, el salario a lo
menos no se ha de perder, como ya os he dicho. Está bien cuanto vuestra merced
dice, dijo Sancho; pero yo querría saber (por si acaso no llegase el tiempo de
las mercedes, y fuese necesario acudir al de los salarios) cuánto ganaba un
escudero de un caballero andante en aquellos tiempos, y si se concertaba por
meses o por días, como peones de albañil.
No creo yo, respondió Don
Quijote, que jamás los tales escuderos estuvieron a salario, sino a merced; y
si yo ahora te le he señalado a ti en el testamento cerrado que dejé en mi
casa, fue por lo que podía suceder, que aún no sé cómo prueba en estos tan
calamitosos tiempos nuestros de la caballería, y no querría que por pocas cosas
penase mi ánima en el otro mundo; porque quiero que sepas, Sancho, que en él no
hay estado más peligroso que el de los aventureros. Así es verdad, dijo Sancho,
pues sólo el ruido de los mazos de un batán pudo alborotar y desasosegar el
corazón de un tan valeroso andante aventurero como es vuestra merced; más bien
puede estar seguro que de aquí adelante no despliegue mis labios para hacer
donaire de las cosas de
vuestra merced, si no fuere para honrarle como a mi amo y señor natural.
Desa manera, replicó Don
Quijote, vivirás sobre la haz de la tierra, porque después de a los padres, a los
amos se ha de respetar como si lo fuesen.
Que trata de la alta aventura y rica ganancia
del
yelmo de Mambrino, con otras cosas
sucedidas a
nuestro invencible caballero
CAPITULO XXI
En esto, comenzó a llover un poco, y
quisiera Sancho que se entraran en el molino de los batanes; mas habíales
cobrado tal aborrecimiento don Quijote por la pasada burla, que en ninguna
manera quiso entrar dentro; y así, torciendo el camino a la derecha mano,
dieron en otro como el que habían llevado el día de antes. De allí a poco
descubrió don Quijote un hombre a caballo, que traía en la cabeza una cosa que
relumbraba como si fuera de oro, y aun él apenas le hubo visto, cuando se
volvió a Sancho y le dijo:
-Paréceme, Sancho, que no hay refrán
que no sea verdadero, porque todos son sentencias sacadas de la mesma
experiencia, madre de las ciencias todas, especialmente aquel que dice: «Donde
una puerta se cierra, otra se abre.» Dígolo, porque si anoche nos cerró la
ventura la puerta de la que buscábamos, engañándonos con los batanes, ahora nos
abre de par en par otra, para otra mejor y más cierta aventura, que si yo no
acertare a entrar por ella, mía será la culpa, sin que la pueda dar a la poca
noticia de batanes ni a la oscuridad de la noche; digo esto, porque, si no me
engaño, hacia nosotros viene uno que trae en su cabeza puesto el yelmo de
Mambrino, sobre que yo hice el juramento que sabes.
-Mire vuestra merced bien lo que
dice, y mejor lo que hace -dijo Sancho-; que no querría que fuesen otros
batanes que nos acabasen de batanar y aporrear el sentido.
-Válate al diablo por hombre -replicó
don Quijote-; ¿qué va de yelmo o batanes?
-No sé nada -respondió Sancho-; mas,
a fe que si yo pudiera hablar tanto como solía, que quizá diera tales razones,
que vuestra merced viera que se engañaba en lo que dice.
-¿Cómo me puedo engañar en lo que
digo, traidor escrupuloso? -dijo don Quijote-; dime, ¿no ves aquel caballero
que hacia nosotros viene, sobre un caballo rucio rodado, que trae puesto en la
cabeza un yelmo de oro?
-Lo que veo y columbro -respondió
Sancho- no es sino un hombre sobre un asno, pardo como el mío, que trae sobre
la cabeza una cosa que relumbra.
-Pues ése es el yelmo de Mambrino
-dijo don Quijote-. Apártate a una parte y déjame con él a solas; verás cuán
sin hablar palabra, por ahorrar del tiempo, concluyo esta aventura, y queda por
mío el yelmo que tanto he deseado.
-Yo me tengo en cuidado el apartarme
-replicó Sancho-; mas quiera Dios, torno a decir, que orégano sea y no batanes.
-Ya os he dicho, hermano, que no me
mentéis, ni por pienso, más eso de lds batanes -dijo don Quijote-; que
voto..., y no digo más, que os batanee el alma.
Calló Sancho, con temor que su amo no
cumpliese el voto, que le había echado redondo como una bola.
Es, pues, el caso que el yelmo, y el
caballo y caballero que don Quijote veía, era esto: que en aquel contorno había
dos lugares, el uno tan pequeño, que ni tenía botica ni barbero, y el otro, que
estaba junto a él, sí; y así, el barbero del mayor servía al menor, en el cual
tuvo necesidad un enfermo de sangrarse, y otro de hacerse la barba, para lo
cual venía el barbero y traía una bacía de azófar; y quiso la suerte que, al
tiempo que venía, comenzó a llover, y porque no se le manchase el sombrero, que
debía de ser nuevo, se puso la bacía sobre la cabeza; y, como estaba limpia,
desde media legua relumbraba. Venía sobre un asno pardo, como Sancho dijo, y
ésta fue la ocasión que a don Quijote lepareció
caballo rucio rodado, y caballero, y yelmo de oro; que todas las cosas que veía
con mucha
76
Don
Quijote de la Mancha
Parte I
Miguel de Cevantes
facilidad las acomodaba a sus desvariadas caballerías y
malandantes pensamientos; y cuando él vio que el pobre caballero llegaba cerca,
sin ponerse con él en razones, a todo correr de Rocinante le enristró con el
lanzón bajo, llevando intención de pasarle de parte a parte; más cuando a él
llegaba, sin detener la furia de su carrera, le dijo:
-Defiéndete, cautiva criatura, o
entrégame de tu voluntad lo que con tanta razón se me debe.
El barbero, que, tan sin pensarlo ni
temerlo, vio venir aquella fantasma sobre sí, no tuvo otro remedio, para poder
guardarse del golpe de la lanza, si no fue el dejarse caer del asno abajo; y no
hubo tocado al suelo, cuando se levantó más ligero que un gamo y comenzó a
correr por aquel llano, que no le alcanzara el viento. Dejóse la bacía en el
suelo, con la cual se contentó don Quijote, y dijo que el pagano había andado
discreto, y que había imitado al castor, el cual viéndose acosado de los
cazadores, se taraza y corta con los dientes aquello por lo que él, por
distinto natural, sabe que es perseguido. Mandó a Sancho que alzase el yelmo,
el cual, tomándole en las manos, dijo:
-Por Dios que la bacía es buena, y
que vale un real de a ocho como un maravedí.
Y dándosela a su amo, se la puso
luego en la cabeza, rodeándola a una parte y a otra, buscándole el encaje; y
como no se le hallaba, dijo:
-Sin duda que el pagano, a cuya
medida se forjó primero esta famosa celada, debía de tener grandísima cabeza, y
lo peor dello es que le falta la mitad.
Cuando Sancho oyó llamar a la bacía celada, no pudo tener
la risa; más vínosele a las mientes la cólera de su amo, y calló en la mitad de
ella.
-¿De qué te ríes, Sancho? -dijo don
Quijote.
-Ríome -respondió él- de considerar
la gran cabeza que tenía el pagano dueño deste almete, que no semeja sino una
bacía de barbero pintiparada.
-¿Sabes qué imagino, Sancho? Que esta
famosa pieza deste encantado yelmo, por algún extraño accidente debió de venir
a manos de quien no supo conocer ni estimar su valor, y, sin saber lo que hacía,
viéndola de oro purísimo, debió de fundir la otra mitad para aprovecharse del
precio, y de la otra mitad hizo ésta, que parece bacía de barbero, como tú
dices. Pero, sea lo que fuere, que para mí que la conozco no hace al caso su
transmutación; que yo la aderezaré en el primer lugar donde haya herrero, y de
suerte que no le haga ventaja, ni aun le llegue, la que hizo y forjó el dios de
las herrerías para el dios de las batallas; y en este entretanto la traeré como
pudiere, que más vale algo que no nada; cuanto más que bien será bastante para
defenderme de alguna pedrada.
--Eso será -dijo Sancho- si no se
tira con honda, como se tiraron en la pelea de los dos ejércitos, cuando le
santiguaron a vuestra merced las muelas y le rompieron el alcuza donde venía
aquel benditísimo brebaje que me hizo vomitar las asaduras.
-No me da mucha pena el haberle
perdido; que ya sabes tú, Sancho -dijo don Quijote-, que yo tengo la receta en
la memoria.
-También la tengo yo -respondió
Sancho-; pero si yo le hiciere ni le probare más en mi vida, aquí sea mi hora;
cuanto más, que no pienso ponerme en ocasión de haberle menester, porque pienso
guardarme con todos mis cinco sentidos de ser ferido ni de ferir a nadie. De lo
de ser otra vez, manteado, no digo nada, que semejantes desgracias mal se
pueden prevenir, y si vienen, no hay que hacer otra cosa sino encoger los
hombros, detener el aliento, cerrar los ojos y dejarse i.~ por donde la suerte
y la manta nos llevare.
-Mal cristiano eres, Sancho --dijo,
oyendo esto, don Quijote-, porque nunca olvidas la injuria que una vez te han
hecho; pues sábete que es de pechos nobles y generosos no hacer caso de
niñerías. ¿Qué pie sacaste cojo, qué costilla quebrada, qué cabeza rota, para
que no se te olvide aquella burla? Que, bien apurada la cosa, burla fue y
pasatiempo; que, a no entenderlo yo ansí, ya yo hubiera vuelto allá, y hubiera
hecho en tu venganza más daño que el que hicieron los griegos por la robada
Elena, la cual, si fuera en este tiempo, o mi Dulcinea fuera en aquél, pudiera
estar segura que no tuviera tanta
fama de hermosa como tiene.
Y aquí dio un sospiro, y le puso en
las nubes. Y dijo Sancho:
-Por burlas, pues la vengaza no puede
pasar en veras; pero yo sé de qué calidad fueron las veras y las burlas, y sé
también que no se me caerán de la memoria, como nunca se quitarán de las
espaldas. Pero, dejando esto aparte, dígame vuestra merced qué haremos deste caballo
rucio rodado que parece asno pardo, que dejó aquí desamparado aquel Martirio
que vuestra merced derribó; que, según él puso los pies en polvorosa y cogió
las de Villadiego, no lleva pergenio de volver por él jamás; y ¡para mis
barbas, si no es bueno el rucio!
-Nunca yo acostumbro --dijo don
Quijote- despojar a los que venzo, ni es uso de caballería quitarles los
caballos y dejarlos a pie, si ya no fuese que el vencedor hubiese perdido en la
pendencia el suyo; que, en tal caso, lícito es tornar el del vencido, como
ganarlo en guerra lícita; así que, Sancho, deja ese caballo o asno, o lo que tú
quisieres que sea; que como su dueño nos vea alongados de aquí, volverá por él.
77
Don
Quijote de la Mancha
Parte I
Miguel de Cevantes
-Dios sabe si quisiera llevarle
-replicó Sancho-, o, por lo menos, trocalle con este mío, que no me parece tan
bueno; verdaderamente que son estrechas las leyes de caballería, pues no se
extienden a dejar trocar un asno por otro; y querría saber si podría trocar los
aparejos siquiera.
- En eso no estoy muy cierto
-respondió don Quijote-; y en caso de duda, hasta estar mejor informado, digo
que los trueques, si es que tienes dellos necesidad extrema.
-Tan extrema es -respondió Sancho-,
que si fueran para mí misma persona no los hubiera menester más.
Y luego, habilitado con aquella
licencia, hizo mutatio caparum, y puso su jumento a las mil lindezas,
dejándole mejorado en tercio y quinto.
Hecho esto, almorzaron de las sobras
del real que del acémila despojaron, bebieron del agua del arroyo de los
batanes, sin volver la cara a mirallos, tal era el aborrecimiento que les
tenían por el ruedo en que les habían puesto.
Cortada la cólera y aun la
malenconía, subieron a caballo, y sin tomar determinado camino (por ser muy de
caballeros andantes el no tomar ninguno cierto), se pusieron a caminar por
donde la voluntad de Rocinante quiso, que se llevaba tras sí la de su amo, y
aun la del asno, que siempre le seguía por dondequiera que guiaba, en buen amor
y compañía. Con todo esto, volvieron al camino real, y siguieron por él a la
ventura, sin otro designio alguno.
Yendo, pues así caminando, dijo
Sancho a su atrio:
-Señor, quiere vuestra merced darme
licencia que departa un poco con él? Que después que me puso aquel áspero
mandamiento del silencio, se me han podrido más de cuatro cosas en, el
estómago, y una sola que ahora tengo en el pico de la lengua no querría que se
malograse.
-Dila -dijo don Quijote-, y sé breve
en tus razonamientos; que ninguno hay gustoso si es largo.
-Digo, pues, señor -respondió
Sancho-, que de algunos días a esta parte he considerado cuán poco se gana y
granjea de andar buscando estas aventuras que vuestra merced busca por estos
desiertos y encrucijadas de caminos, donde, ya que se venzan y acaben las más peligrosas,
no hay quien las vea ni sepa, y así, se han de quedar en perpetuo silencio y en
perjuicio de la intención de vuestra merced y de lo que ellas merecen. Y así,
me parece que sería mejor, salvo el mejor parecer de vuestra merced, que nos
fuésemos a servir a algún emperador o a otro príncipe grande que renga alguna
guerra, en cuyo servicio vuestra merced muestre el valor de su persona, sus
grandes fuerzas y mayor entendimiento; que, visto esto del señor a quien
sirviéremos, por fuerza nos ha de remunerar a cada cual según sus méritos, y
allí no faltará quien ponga en escrito las hazañas de vuestra merced, para perpetua
memoria. De las mías no digo nada, pues no han de salir de los límites
escuderiles; aunque sé decir que, si se usa en la caballería escribir hazañas
de escuderos, que no pienso que se han de quedar las mías entre renglones.
-No dices mal, Sancho -respondió don
Quijote-; mas, antes que se llegue a ese término, es menester andar por el
mundo como en aprobación, buscando las aventuras, para que, acabando algunas,
se cobre nombre y fama tal, que cuando se fuere a la corte de algún monarca, ya
sea el caballero conocido por su obras; y que, apenas le hayan visto entrar los
muchachos por la puerta de la ciudad, cuando todos le sigan y rodeen, dando
voces, diciendo: «Éste es el caballero del Sol, o de la Sierpe, o de otra
insignia alguna, debajo de la cual hubiere acabado grandes hazañas. Este es
-dirán- el que venció en singular batalla al gigantazo Brocabruno de la Gran
Fuerza; el que desencantó al Gran
Mameluco de Persia del largo encantamento en que había
estado casi novecientos años.» Así que, de mano en mano, irán pregonando tus
hechos; y luego, al alboroto de los muchachos y de la demás gente, se parará a
las fenestras de su real palacio el rey de aquel reino, y así como vea al
caballero, conociéndole por las armas o por la empresa del escudo, forzosamente
ha de decir: «¡Ea, sus! ¡Salgan mis caballeros, cuantos en mi corte están, a
recebir a la flor de la caballería que allí viene»; a cuyo mandamiento saldrán
todos, y él llegará hasta la mitad de la escalera, y le abrazará estrechísimamente,
y le dará paz besándole en el rostro, y luego le llevará por la mano al
aposento de la señora reina, adonde el caballero la hallará con la infanta, su
hija, que ha de ser una de las más fermosas y acabadas doncellas que en gran
parte de lo descubierto de la tierra a duras penas se pueda hallar. Sucederá
tras esto, luego en continente, que ella ponga los ojos en el caballero, y él
en los della, y cada uno parezca al otro cosa más divina que humana, v, sin
saber cómo ni cómo no, han de quedar presos y enlazados en la intricable red
amorosa, y con gran cuita en sus corazones, por no saber cómo se han de fablar
para descubrir sus arisias y sentimientos. Desde allí le llevarán, sin duda, a
algún cuarto del palacio, ricamente aderezado, donde habiéndole quitado las
armas, fe traerán un rico manto de escarlata con que se cubra; y si bien
pareció armado, tan bien y mejor ha de parecer en farseto. Venida la noche,
cenará con el rey, reina e infanta, donde nunca quitará los ojos della,
mirándola a furto de los circunstantes, y ella hará lo mesmo y con la merma
sagacidad, porque, como tengo dicho, es muy discreta doncella. Levantarse han
las tablas, y entrará a deshora por la puerta de la sala un feo y pequeño
enano, con una fermosa dueña que, entre dos gigantes, detrás del enano, viene
con cierta aventura hecha por un antiquísimo sabio, que el que la acabare será
tenido
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Don
Quijote de la Mancha
Parte I
Miguel de Cevantes
por el mejor caballero del mundo. Mandará luego el rey que
todos los que están presentes la pruebe, y ninguno le dará fin y cima sino el
caballero huésped, en mucho pro de su fama, de lo cual quedará contentísima la
infanta, y se tendrá por contenta y pagada, además, por haber puesto y colocado
sus pensamientos en tan alta parte. Y lo bueno es que este rey, o príncipe, o
lo que es, tiene una muy reñida guerra con otro tan poderoso como él, y el
caballero huésped le pide, al cabo de algunos días que ha estado en su corte,
licencia para ir a servirle en aquella guerra dicha. Darásela el rey de muy
buen talante, y el caballero le besará cortésmente las manos por la merced que
le face; y aquella noche se despedirá de su señora la infanta por las rejas de
un jardín, que cae en el aposento donde ella duerme, por las cuales ya otras
muchas veces la había fablado, siendo medianera y sabidora de todo una doncella
de quien la infanta mucho se fiaba. Sospirará él, desmayaráse ella, traerá agua
la doncella, acuitaráse mucho, porque viene la mañana, y no querría que fuesen
descubiertos, por la honra de su señora; finalmente, la infanta volverá en sí,
y dará su blancas manos por la reja al caballero, el cual se las besará mil y
mil veces, y se las bañará en lágrimas; quedará concertado entre los dos del
modo que se han de hacer saber sus buenos o malos sucesos, y rogárale la
princesa que se detenga lo menos que pudiere; prometérselo a él con muchos
juramentos; tórnale a besar las manos, y despídese con tanto sentimiento, que estará
poco por acabar la vida. Vase desde allí a su aposento, échase sobre su lecho,
no puede dormir del dolor de la partida, madruga muy de mañana, vase a despedir
del rey y de la reina y de la infanta; dícenle, habiéndose despedido de los
dos, que la señora infanta está mal dispuesta, y que no puede recebir visita;
piensa el caballero que es de penar de su partida, traspásasele el corazón, y
falta poco de no dar indicio manifiesto de su pena. Está la doncella medianera
delante, halo de notar todo, véselo a decir a su señora, la cual la recebe con
lágrimas, y le dice que una de las mayores penas que tiene es no saber quién
sea su caballero, y si es de linaje de reyes o no; asegúrala la doncella que no
puede caber tanta cortesía, gentileza y valentía como la de su caballero sino
en sujeto real y grave; consuélase con esto la cuitada, y procura consolarse,
por no dar mal indicio de sí a sus padres, y a cabo de dos días sale en
público. Ya se es ido el caballero; pelea en la guerra, vence al enemigo del
rey, gana muchas ciudades, triunfa de muchas batallas, vuelve a la corte, ve a
su señora por donde suele, conciértase que la pida a su padre por mujer, en
pago de sus servicios. No se la quiere dar el rey; porque no sabe quién es;
pero, con todo esto, o robada, o de otra cualquier suerte que sea, la infanta
viene a ser su esposa, y su padre lo viene a tener a gran ventura, porque se
vino a averiguar que el tal caballero es hijo de un valeroso rey de no sé qué
reino, porque creo que no debe de estar en el mapa. Muérese el padre, hereda la
infanta, queda rey el caballero en dos palabras. Aquí entra luego el hacer
mercedes a su escudero y a todos aquellos que le ayudaron asubir a tan alto
estado: casa a su escudero con una doncella de la infanta, que será, sin duda,
la que fue tercera en sus amores, que es hija de un duque muy principal.
-Eso pido, y barras derechas -dijo
Sancho-: a eso me atengo, porque todo, al pie de la letra., ha de suceder por
vuestra merced, llamándose el Caballero de la Triste Figura.
-No lo dudes, Sancho -replicó don
Quijote-, porque del mesmo modo y por los mesmos pasos que esto he contado,
suben y han subido los caballeros andantes a ser reyes y emperadores; sólo
falta agora mirar qué rey de los cristianos o de los paganos tenga guerra y
tenga hija hermosa; pero tiempo habrá para pensar esto, pues, como te tengo
dicho, primero se ha de cobrar fama por otras partes que se acuda a la corte.
También me falta otra cosa: que, puesto caso que se halle rey con guerra y con
hija hermosa, y que yo haya cobrado fama increíble por todo el universo, no sé
yo cómo se podía hallar que yo sea de linaje de reyes, o, por lo menos, primo
segundo de emperador; porque no me querrá el rey dar a su hija por mujer, si no
está primero muy enterado en esto, aunque más lo merezcan mis famosos hechos;
así que, por esta falta, temo perder lo que mi brazo tiene bien merecido. Bien
es verdad que yo soy hijodalgo de solar conocido, de posesión y propiedad, y de
devengar quinientos sueldos, y podría ser que el sabio que escribiese mi
historia deslindase de tal manera mi parentela y decendencia, que me hallase
quinto o sexto nieto de rey. Porque te hago saber, Sancho, que hay dos maneras
de linajes en el mundo: unos que traen y derivan su decendencia de príncipes y
monarcas, a quien poco a poco el tiempo ha deshecho, y han acabado en punta,
como pirámide puesta al revés; otros tuvieron principio de gente baja, y van
subiendo de grado en grado hasta llegar a ser grandes señores. De manera que
está la diferencia en que unos fueron, que ya no son, y otros son, que ya no
fueron, y podría ser yo déstos, que, después de averiguado, hubiese sido mi
principio grande y famoso, con lo cual se debía de contentar el rey mi suegro,
que hubiere de ser. Y cuando no, la infanta me ha de querer de manera que, a
pesar de su padre, aunque claramente sepa que soy hijo de un azacán, me ha de
admitir por señor y por esposo; y si no, aquí entra el roballa y llevalla donde
más gusto me diere, que el tiempo o la muerte ha de acabar el enojo de sus
padres.
-Ahí entra bien también -dijo Sancho-
lo que algunos desalmados dicen: «No pidas de grado lo que puedes tomar por la
fuerza»; aunque mejor cuadra decir: «Más vale salto de mata que ruego de
hombres buenos.» dígolo porque si el señor rey, suegro de vuestra merced, no se
quisiere domeñar a entregalle a mi señora la infanta, no hay sino, como vuestra
merced dice, roballa y trasponel1a; pero
79
Don
Quijote de la Mancha
Parte
I
Miguel de Cevantes
está el daño que en tanto que se hagan las paces y se goce
pacíficamente del reino, el pobre escudero se podrá estar a diente en esto de
las mercedes; si ya no es que la doncella tercera, que ha de ser su mujer, se
sale con la infanta y él pasa con ella su mala ventura, hasta que el cielo
ordene otra cosa; porque bien podrá, creo yo, desde luego dársela su señor por
legítima esposa.
-Eso no hay quien lo quite -dijo don
Quijote.
-Pues como eso sea -respondió
Sancho-, no hay sino encomendarnos a Dios, y dejar correr la suerte por donde
mejor lo encaminare.
-Hágalo Dios -respondió don Quijote-
como yo deseo y tú, Sancho, has menester, y ruin sea quien por ruin se tiene.
-Sea por Dios -dijo Sancho-; que yo
cristiano viejo soy, y para ser conde esto me basta.
-Y aun te sobra -dijo don Quijote-; y
cuando no lo fueras, no hacía nada al caso; porque, siendo yo el rey, bien te
puedo dar nobleza sin que la compres ni me sirvas con nada. Porque en
haciéndote conde, cátate ahí caballero, y digan lo que dijeren; que a buena fe
que te han de llamar señoría, mal que les pese.
-Y ¡montas, que no sabría yo
autorizar el litado! -dijo Sancho.
-Dictado has de decir, que no litado -dijo su amo.
-Sea ansí -respondió Sancho Panza-;
digo que le sabría bien acomodar, porque por vida mía que un tiempo fui muñidor
de una cofradía, y que me asentaba tan bien la ropa de muñidor, que decían
todos que tenía presencia para poder ser prioste de la merma cofradía. Pues
¿qué será cuando me ponga un ropón ducal a cuestas, o me vista de oro y de
perlas a uso de conde extranjero? Para mí tengo que me han de venir a ver de
cien leguas.
-Bien parecerás -dijo don Quijote-,
pero será menester que te rapes las barbas a menudo; que, según las tienes de
espesas, aborrascadas y mal puestas, si no te las rapas a navaja cada dos días,
por lo menos, a tiro de escopeta se echará de ver lo que eres.
-¿Qué hay más -dijo Sancho-, sino
tornar un barbero y tenelle asalariado en casa? Y aun, si fuere menester, le
haré que ande tras mí como caballerizo de grande.
-Pues ¿cómo sabes tú -preguntó don
Quijote- que los grandes llevan detrás de sí a sus caballerizos?
-Yo se lo diré -respondió Sancho-;
los años pasados estuve un mes en la corte, y allí vi que, paseándose un, señor
muy pequeño, que decían que era muy grande, un hombre le seguía a caballo a
todas las vueltas que daba, que no parecía sino que era su rabo. Pregunté que
cómo aquel hombre no se juntaba con el otro, sino que siempre andaba tras del;
respondiéronme que era su caballerizo, y que era uso de grandes llevar tras de
sí a los tales; desde entonces lo sé tan bien, que nunca se me ha olvidado.
-Digo que tienes razón -dijo don
Quijote-, y que así puedes tú llevar a tu barbero; que los usos no vinieron
todos juntos, ni se inventaron a una, y puedes ser tú el primero conde que
lleve tras sí su barbero; y aun es de más confianza el hacer la barba que
ensillar un caballo.
-Quédese eso del barbero a mi cargo
-dijo Sancho-, y al de vuestra merced se quede el procurar venir a ser rey y el
hacerrne conde
-Así será -respondió don Quijote.
Y alzando los ojos, vio lo que se
dirá en el siguiente capítulo.
SIGIENTE PAGINA 80
despojos de la batalla, se fueron cada uno por su parte,
con más cuidado de escaparse de la Hermandad, que temían, que de cargarse de la
cadena e ir a presentarse ante la señora Dulcinea del Toboso.
De la libertad que dio don Quijote a muchos
desdichados que, mal de su grado, los
llevaban donde no
quisieran ir
Cuenta Cide Hamete Benengeli, autor arábigo y manchego, en
esta gravísima, altisonante, mínima, dulce e imaginada historia, que después
que entre el famoso don Quijote de la Mancha y Sancho Panza, su escudero,
pasaron aquellas razones que en el fin del Capítulo veinte y uno quedan
referidas, que don Quijote alzó los ojos y vio que por el camino que llevaba
venían hasta doce hombres a pie, ensartados como cuentas en una gran cadena de
hierro, por los cuellos, y todos con esposas a las manos. Venían asimesmo con
ellos dos hombres de a caballo y dos de a pie.. Los de a caballo, con escopetas
de rueda; y los de a pie con dardos y espadas; y que así como Sancho Panza los
vido, dijo:
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Don
Quijote de la Mancha
Parte I
Miguel de Cevantes
-Ésta es cadena de galeotes, gente
forzada del rey, que va a las galeras.
-¿Cómo gente forzada? -preguntó don Quijote-.
¿Es posible que el rey haga fuerza a ninguna gente?
-No digo eso -respondió Sancho-, sino
que es gente que por sus delitos va condenada a servir al rey en las galeras,
de por fuerza.
-En resolución -replicó don Quijote-,
como quiera que ello sea, esta gente, aunque los llevan, van de por fuerza, y
no de su voluntad.
-Así es -dijo Sancho.
-Pues desea manera -dijo su amo-,
aquí encaja la ejecución de mi oficio: deshacer fuerzas y socorrer y acudir a
los miserables.
-Advierta vuestra merced -dijo Sancho-,
que la justicia, que es el mismo rey, no hace fuerza ni agravio a semejante
gente, sino que los castiga en pena de sus delitos.
Llegó, en esto, la cadena de los galeotes, y don Quijote,
con muy corteses razones, pidió a los que iban en su guarda fuesen servidos de
informarle y decirle la causa o causas por que llevaban aquella gente de
aquella manera.
Una de las guardas de a caballo respondió que eran
galeotes, gente de Su Majestad, que iba a galeras, y que no había más que
decir, ni él tenía más que saber.
-Con todo eso -replicó don Quijote-,
querría saber de cada uno delos en particular la causa de su desgracia.
Añadió a éstas otras tales y tan
comedidas razones para moverlos a que le dijesen lo que deseaba, que la otra
guarda de a caballo le dijo:
-Aunque llevamos aquí el registro y
la fe de las sentencias de cada uno restos malaventurados, no es tiempo éste de
detenernos a sacarlas ni a leerlas; vuestra merced llegue y se lo pregunte a
ellos mismos, que ellos le dirán si quisieren, que sí querrán, porque es gente
que recebe gusto de hacer y decir bellaquerías.
Con esta licencia, que don Quijote se
tomara aunque no se la dieran, se llegó a la cadena, y al primero le preguntó
que por qué pecados iba de tan mala guisa. Él respondió que por enamorado iba de
aquella manera.
-¿Por eso no más? -replicó don
Quijote-. Pues si por enamorados echan a galeras, días ha que pudiera yo estar
bogando en ellas.
-No son los amores como los que
vuestra merced piensa -dijo el galeote-, que los míos fueron que quise tanto a
una canasta de colar, atestada de ropa blanca, que la abracé conmigo tan
fuertemente, que a no quitármela la justicia por fuerza, aún hasta ahora no la
hubiera dejado de mi voluntad. Fue en fragante, no hubo lugar de tormento;
concluyóse la causa, acomodáronme las espaldas con ciento, y por añadidura tres
precisos de gurapas, y acabóse la obra.
-¿Qué son gurapas? -preguntó don
Quijote.
-Gurapas son galeras -respondió el
galeote, el cual era un mozo de hasta edad de veinte y cuatro años, y dijo que
era natural de Piedrahíta.
Lo mismo preguntó don Quijote al
segundo, el cual no respondió palabra, según iba de triste y melancólico; mas
respondió por él el primero, y dijo:
-Éste, señor, va por canario, digo,
por músico y cantor.
-Pues ¿cómo? -repitió don Quijote-.
¿Por músicos y cantores van también a galeras?
-Sí, señor -respondió el galeote-,
que no hay peor cosa que cantar en el ansia.
-Antes he yo oído decir -dijo don
Quijote-, que quien canta, sus males espanta.
-Acá es al revés --dijo el galeote-,
que quien canta una vez, llora toda la vida.
-No lo entiendo -dijo don Quijote.
Más una de las guardas le dijo:
-Señor caballero, cantar en el ansia
se dice entre esta gente non santa confesar en el tormento. A este
pecador le dieron tormento y confesó su delito, que era ser cuatrero, que es
ser ladrón de bestias, v por haber confesado le condenaron por seis año, a
galeras, amén de doscientos azotes, que ya lleva en las espaldas; y va siempre
pensativo y triste, porque los demás ladrones que allá quedan y aquí van le
maltratan y aniquilan y escarnecen, y tienen en poco, porque confesó y no tuvo
ánimo de decir nones;
.porque dicen ellos que tantas letras tiene un no como un
sí, y que harta ventura tiene un delincuente que está en su lengua su vida o su
muerte, y no en la de los testigos y probanzas; y para mí tengo que no van muy
fuera de camino.
-Y yo lo entiendo ansí -respondió don
Quijote.
El cual, pasando al tercero, preguntó
lo que a. los otros; el cual, de presto y con mucho desenfado, respondió y
dijo:
-Yo voy por cinco años a las señoras
gurapas por faltarme diez ducados.
-Yo daré veinte de muy buena gana
-dijo don Quijote--- por libraros desa pesadumbre.
-Eso me parece -respondió el galeote-
como quien tiene dineros en mitad del golfo y se está muriendo de hambre, sin
tener adonde comprar lo que ha menester; dígolo, porque si a su tiempo
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Don
Quijote de la Mancha
Parte I
Miguel de Cevantes
tuviera yo esos veinte ducados que vuestra merced ahora me
ofrece, hubiera untado con ellos la péndola del escribano y avivado el ingenio
del procurador, de manera que hoy me viera en mitad de la plaza de Zoco Dover,
de Toledo, y no en este camino, atraillado como galgo; pero Dios es grande: paciencia,
y basta.
Pasó don Quijote al cuarto, que era
un hombre de venerable rostro, con una barba blanca que le pasaba del pecho; el
cual, oyéndose preguntar la causa por que allí venía, comenzó a llorar y no respondió
palabra; más el quinto condenado le sirvió de lengua, y dijo:
-Este hombre honrado va por cuatro
años a galeras, habiendo paseado las acostumbradas, vestido, en pompa y a
caballo.
-Eso es -dijo Sancho Panza-, a lo que
a mí me parece, haber salido a la, vergüenza.
-Así es -replicó el galeote-; y la
culpa por que le dieron esta pena es por haber sido corredor de oreja, y aun de
todo el cuerpo; en efecto, quiero decir que este caballero va por alcahuete, y
por tener asimismo sus puntas y collar de hechicero.
-A no haberle añadido esas puntas y
collar -dijo don Quijote-, por solamente el alcahuete limpio no merecía él ir a
bogar en las galeras, sino a mandarlas y a ser general delas, porque no es así
como quiera el oficio de alcahuete, que es oficio de discretos y necesarísimo en
la república bien ordenada, y que no le debía ejercer sino gente muy bien
nacida, y aun había de haber veedor y examinador de los tales, como le hay de
los demás oficios, con número deputado y conocido, como corredores de lonja. Y
esta manera se excusarían muchos males que se causan por andar este oficio y
ejercicio entre gente idiota y de poco entendimiento, como son mujercillas de
poco más o menos, pajecillos y trúhanes de pocos años y de poca experiencia,
que a la más necesaria ocasión, y cuando es menester dar una traza que importe,
se les yelan las migas entre la boca y la mano, y no saben cuál es su mano derecha.
Quisiera pasar adelante y dar las razones por que convenía hacer elección de
los que en la república habían de tener tan necesario oficio, pero no es el
lugar acomodado pasa ello: algún día lo diré a quién lo pueda proveer y
remediar. Sólo digo ahora que la pena que me ha causado ver estas blancas canas
y este rostro venerable en tanta fatiga, por alcahuete, me la ha quitado el
adjunto de ser hechicero; aunque bien sé que no hay hechizos en el mundo que puedan
mover y forzar la voluntad, como algunos simples piensan; que es libre nuestro
albedrío, y no hay yerba ni encanto que le fuerce. Lo que suelen hacer algunas
mujercillas simples y algunos embusteros bellacos es algunas mixturas y venenos
con que vuelven locos a los hombres, dando a entender que tienen fuerza para hacer
querer bien, siendo, como digo, cosa imposible forzar la voluntad.
-Así es -dijo el buen viejo-; y, en
verdad, señor, que en lo de hechicero que no tuve culpa; en lo de alcahuete, no
lo pude negar; pero nunca pensé que hacía mal en ello, que toda mi intención
era que todo el mundo se holgase y viviese en paz y quietud, sin pendencias ni
penas; pero no me aprovechó nada este buen deseo para dejar de ir adonde no
espero volver, según me cargan los años y un mal de orina que llevo, que no me
deja reposar un rato.
Y aquí tornó a su llanto como de
primero y tú vole Sancho tanta compasión, que sacó un real de a cuatro del seno
y se lo dio de limosna.
Pasó adelante don Quijote, y preguntó
a otro su delito, el cual respondió con no menos, sino con mucha más gallardía
que el pasado:
-Yo voy aquí porque me burlé
demasiadamente con dos primas hermanas mías, y con otras dos hermanas que no lo
eran mías; finalmente, tanto me burlé con todas, que resultó de la burla crecer
la parentela tan intricadamente, que no hay diablo que la declare. Probóseme
todo, faltó favor, no tuve dineros, víame a pique de perder los tragaderos,
sentenciáronme a galeras por seis años, consentí; castigo es de mi culpa; mozo
soy: dure la vida, que con ella todo se alcanza. Si vuestra merced, señor caballero,
lleva alguna cosa con que socorrer a estos pobretes, Dios se lo pagará en el
cielo, y nosotros tendremos en la tierra cuidado de rogar a Dios en nuestras
oraciones por la vida y salud de vuestra merced, que sea tan larga y tan buena
como su buena presencia merece.
Éste iba en hábito de estudiante, y
dijo una de las guardas que era muy grande hablador y muy gentil latino.
Tras todos éstos venía un hombre de
muy buen parecer, de edad de treinta años, sino que al mirar metía el un ojo en
el otro un poco. Venía diferentemente atado que los demás, porque traía una cadena
al pie, tan grande, que se la liaba por todo el cuerpo, y dos argollas a la
garganta, la una en la cadena, y la otra de las que llaman guarda amigo o pie
de amigo, de la cual descendían dos hierros que llegaban a la cintura, en los
cuales se asían dos esposas, donde llevaba las manos cerradas con un grueso
candado, de manera que ni con las manos podía llegar a la boca, ni podía bajar
la cabeza a llegar a las manos. Preguntó don Quijote que cómo iba aquel hombre
con tantas prisiones más que los otros. Respondióle la guarda porque tenía
aquel solo más delitos que todos los otros juntos, y que era tan atrevido y tan
grande bellaco, que, aunque le llevaban de aquella manera, no iban seguros del,
sino que temían que se les había de huir.
82
Don
Quijote de la Mancha Parte
I
Miguel de Cevantes
-¿Qué delitos puede tener -dijo don
Quijote-, si no han merecido más pena que echarle a las galeras?
-Va por diez años -replicó la
guarda-, que es como muerte cevil; no se quiera saber más sino que este buen
hombre es el famoso Ginés de Pasamente, que por otro nombre llaman Ginesillo de
Parapilla.
-Señor comisario -dijo entonces el
galeote-, váyase poco a poco, y no andemos ahora a deslindar nombres y
sobrenombres. Ginés me llamo y no Ginesillo, y Pasamonte es mi alcurnia y no
Parapilla como viajé dice; y cada uno se dé una vuelta a la redonda, y no hará
poco.
-Hable con menos tono -replicó el
comisario-, señor ladrón de más de la marca, si no quiere que le haga callar,
mal que le pese.
-Bien parece -respondió el galeote-
que va el hombre como Dios es servido; pero algún día sabrá alguno si me llamo
Ginesillo de Parapilla o no.
-Pues ¿no te llaman ansí, embustero?
-dijo la guarda.
-Sí llaman -respondió Ginés-; más yo
haré que no me lo llamen, o me las pelaría donde yo digo entre mis dientes.
Señor caballero, si tiene algo que darnos, dénoslo ya, y vaya con Dios; que ya enfada
con tanto querer saber vidas ajenas; y si la mía quiere saber, sepa que yo soy
Ginés de Pasamonte, cuya vida está escrita por estos pulgares.
-Dice verdad -dijo el comisario-; que
él mesmo ha escrito su historia, que no hay más, y deja empeñado el libro en la
cárcel en docientos reales.
-Y lo pienso quitar -dijo Ginés- si
quedara en docientos ducados.
-¿Tan bueno es? -dijo don Quijote.
-Es tan bueno -respondió Ginés-, que
mal año para Lazarillo de Tormes y para todos cuantos de aquel género se
han escrito o escribieren; lo que le sé decir a viajé es que trata verdades, y
que son verdades tan lindas y tan donosas, que no pueden haber mentiras que se
le igualen.
-¿Y cómo se intitula el libro?
-preguntó don Quijote.
-La vida de Ginés de Pasamonte -respondió el mesmo.
-¿Y está acabado? -preguntó don
Quijote.
-¿Cómo puede estar acabado -respondió
él-, si aún no está acabada mi vida? Lo que está escrito es desde mi nacimiento
hasta el punto que esta última vez me han echado en galeras.
-¿Luego otra vez habéis estado en
ellas? -dijo don Quijote.
-Para servir a Dios y al Rey, otra
vez he estado cuatro años, y ya sé a qué sabe el bizcocho y el corbacho
-respondió Ginés-, y no me pesa mucho de ir a ellas, porque allí tendré lugar
de acabar mi libro, que me quedan muchas cosas que decir, y en las galeras de España
hay más sosiego de aquel que sería menester, aunque no es menester mucho más
para lo que yo tengo de escribir, porque me lo sé de coro.
-Hábil pareces -dijo don Quijote.
-Y desdichado -respondió Ginés-;
porque siempre las desdichas persiguen al buen ingenio.
-Persiguen a los bellacos -dijo el
comisario.
-Ya le he dicho, señor comisario
-respondió Pasamonte-, que se vaya poco a poco; que aquellos señores no le
dieron esa vara para que maltratase a los pobretes que aquí vamos, sino para
que nos guiase y llevase adonde Su Majestad manda; si no, ¡por vida, de..., basta!,
que podría ser que saliesen algún día en la colada las manchas que se hicieron
en la venta; y todo el mundo calle, y viva bien, y hable mejor, y caminemos,
que ya es mucho regodeo éste.
Alzó la vara en alto el comisario
para dar a Pasamonte, en respuesta de sus amenazas; más don Quijote se puso en
medio, y le rogó que no le maltratase, pues no era mucho que quien llevaba tan atadas
las manos tuviese algún tanto suelta la lengua; y volviéndose a todos los de la
cadena, dijo:
-De todo cuanto me habéis dicho,
hermanos carísimos, he sacado en limpio que, aunque os han castigado por
vuestras culpas, las penas que vais a padecer no os dan mucho gusto, y que vais
a ellas muy de mala gana, y muy contra vuestra voluntad; y que podría ser que
el poco ánimo que aquél tuvo en el tormento, la falta de dineros déste, el poco
favor del otro, y finalmente, el torcido juicio del juez, hubiese sido causa de
vuestra perdición, y de no haber salido con la justicia que de vuestra parte
teníades; todo lo cual se me representa a mí ahora en la
memoria, de manera que me está diciendo, persuadiendo y aun forzando, que
muestre con vosotros el efecto para que el Cielo me arrojó al mundo, y me hizo
profesar en él la orden de caballería que profeso, y el voto que en ella hice
de favorecer a los menesterosos y opresos de los mayores, Pero, porque sé que
una de las partes de la prudencia es que lo que se puede hacer por bien no se
haga por mal, quiero rogar a estos señores guardianes y comisario sean servidos
de desataros y dejaros ir en paz; que no faltarán otros que sirvan al rey en mejores
ocasiones, porque me parece duro caso hacer esclavos a los que Dios y
naturaleza hizo libres; cuanto más, señores guardas -añadió don Quijote-, que
estos pobres no han cometido nada contra vosotros; allá se lo haya cada uno con
su pecado; Dios hay en el cielo, que no se descuida de castigar al malo, ni de
premiar al bueno, y no es bien que los hombres honrados sean verdugos de los
otro
Don
Quijote de la Mancha Parte
I
Miguel de Cevantes
hombres, no yéndoles nada en ello. Pido esto con esta
mansedumbre y sosiego, porque tenga, si lo cumplís, algo que agradeceros; y
cuando de grado no lo hagáis, esta lanza y esta espada, con el valor de mi
brazo, harán que lo hagáis por fuerza.
-Donosa majadería -respondió el
comisario-; ¡bueno está el donaire con que ha salido a cabo de rato! ¡Los
forzados del rey quiere que le dejemos, como si tuviéramos autoridad para
soltarlos, o él la tuviera para mandárnoslo! Váyase vuestra merced, señor, norabuena
su camino adelante, y enderécese ese bacín que trae en la cabeza, y no ande
buscando tres pies al gato.
-¡Vos sois el gato, y el rato, y el
bellaco! -respondió don Quijote.
Y, diciendo y haciendo, arremetió con
él tan presto, que, sin que tuviese lugar de ponerse en defensa, dio con él en
el suelo, malherido de una lanzada; y avínole bien, que éste era el de la escopeta.
Las demás guardas quedaron atónitas y suspensas del no esperado acontecimiento;
pero, volviendo sobre sí, pusieron mano a sus espadas los de a caballo, y los
de a pie a sus dardos, y arremetieron a don Quijote, que con mucho sosiego los
aguardaba; y sin duda lo pasara mal, si los galeotes, viendo la ocasión que se
les ofrecía de alcanzar libertad, no la procuraran, procurando romper la cadena
donde venían ensartados. Fue la revuelta de manera que las guardas, ya por
acudir a los galeotes que se desataban, ya por acometer a don Quijote, que los
acometía, no hicieron cosa que fuese de provecho.
Ayudó Sancho, por su parte, a la
soltura de Ginés de Pasamonte, que fue el primero que saltó en la campaña libre
y desembarazado, y arremetiendo al comisario caído, le quitó la espada y la
escopeta, con la cual, apuntando al uno y señalando al otro, sin disparalla jamás,
no quedó guarda en todo el campo, porque se fueron huyendo, así de la escopeta
de Pasamonte como de las muchas pedradas que los ya sueltos galeotes les
tiraban.
Entristeciese mucho Sancho deste suceso,
porque se le representó que los que iban huyendo habían de dar noticia del caso
a la Santa Hermandad, la cual, a campana herida, saldría a buscar los delincuentes,
y así se lo dijo a su amo, y le rogó que luego de allí se partiesen, y se
emboscasen en la sierra que estaba cerca.
-Bien está eso -dijo don Quijote-,
pero yo sé lo que ahora conviene que se haga.
Y llamando a todos los galeotes, que
andaban alborotados y habían despojado al comisario hasta dejarle en cueros, se
le pusieron todos' a la redonda para ver lo que les mandaba, y así les dijo:
-De gente bien nacida es agradecer
los beneficios que receben, y uno de los pecados que más a Dios ofende es la
ingratitud. Dígolo porque ya habéis visto, señores, con manifiesta experiencia,
el que de mí habéis recebido; en pago del cual querría, y es mi voluntad, que,
cargados desea cadena que quité de vuestros cuellos, luego os pongáis en camino
y vais a la ciudad del Toboso, y allí os presentéis ante la señora Dulcinea del
Toboso, y le digáis que su caballero, el de la Triste Figura, se le envía a encomendar,
y le contéis punto por punto todos los que ha tenido esta famosa aventura,
hasta poneros en la deseada libertad; y, hecho esto, os podréis ir donde
quisiéredes a la buena ventura.
Respondió por todos Ginés de
Pasamonte, y dijo:
-Lo que vuestra merced nos manda,
señor y libertador nuestro, es imposible de toda imposibilidad cumplirlo,
porque no podemos ir juntos por los caminos, sino solos y divididos, y cada uno
por su parte, procurando meterse en las entrañas de la tierra, por no ser
hallado de la Santa Hermandad, que, sin duda alguna, ha de salir en nuestra
busca. Lo que vuestra merced puede hacer, y es justo que haga, es mudar ese
servicio y montazgo de la señora Dulcinea del Toboso en alguna cantidad de avemarías
y credos, que nosotros diremos por la intención de vuestra merced, y ésta es
cosa que se podrá cumplir de noche y de día, huyendo o reposando, en paz o en
guerra; pero pensar que hemos de volver ahora a las ollas de Egipto, digo, a
tomar nuestra cadena y a ponernos en camino del Toboso, es pensar que es ahora
de noche, que aún no son las diez del día, y es pedir a nosotros eso como pedir
peras al olmo.
-Pues voto a tal -dijo don Quijote,
ya puesto en cólera-, don hijo de la puta, don Ginesillo de Paropillo, o como
os llaméis, que habéis de ir vos solo, rabo entre piernas, con toda la cadena a
cuestas.
Pasamonte, que no era nada bien
sufrido (estando ya enterado que don Quijote no era muy cuerdo, pues tal
disparate había cometido como el de querer darles libertad), viéndose tratar de
aquella manera, hizo del ojo a los compañeros, y apartándose aparte, comenzaron
a llover tantas piedras sobre don Quijote, que no se daba manos a cubrirse con
la rodela; y el pobre Rocinante no hacía más caso de la espuela que si fuera
hecho de bronce. Sancho se puso tras su asno, y con él se defendía de la nube y
pedrisco que sobre entrambos llovía. No se pudo escudar tan bien don Quijote,
que no le acertasen no sé cuántos guijarros en el cuerpo, con tanta fuerza, que
dieron con él en el suelo; y apenas hubo caído, cuando fue sobre él el
estudiante y le quitó la bacía de la cabeza, y dile con ella tres o cuatro
golpes en las espaldas y otros tantos en la tierra, con que la hizo casi
pedazos; quitáronle una ropilla que traía sobre las armas, y las medias calzas
le querían quitar, si las grebas no lo estorbaran. A Sancho le quitaron el
gabán, y, dejándole en pelota, repartiendo entre sí los demás
84
Don
Quijote de la Mancha Parte
I
Miguel de Cevantes
Solos quedaron jumento y Rocinante, Sancho y don
Quijote. El jumento, cabizbajo y pensativo, sacudiendo de cuando en cuando las
orejas, pensando que aún no había cesado la borrasca de las piedras que le
perseguían los oídos. Rocinante, tendido junto a su amo, que también vino al
suelo de otra pedrada. Sancho, en pelota, y temeroso de la Santa Hermandad. Don
Quijote, mohinísimo de verse tan mal parado por los mismos a quien tanto bien
había hecho.
SEGUIRE EN XXIII
SEGUIRE EN XXIII
De lo que le aconteció al famoso don Quijote
en
Sierra Morena, que fue una de las más
raras
aventuras que en esta verdadera
historia se cuentan
CAPITULO XXIII
Viéndose tan mal parado don Quijote,
dijo a su escudero:
-Siempre, Sancho, lo he oído decir,
que el hacer bien a villanos es echar agua en la mar. Si yo hubiera creído lo
que me dijiste, yo hubiera excusado esta pesadumbre; pero ya está hecho
Paciencia, y escarmentar para desde aquí adelante.
-Así escarmentará vuestra merced
-respondió Sancho- como yo soy turco; pero, pues dice que si me hubiera creído
se hubiera excusado este daño, créame ahora y se excusará otro mayor; porque le
hago saber que con la Santa Hermandad no hay usar de caballerías; que no se le
da a ella por cuantos caballeros andantes hay dos maravedís; y sepa que ya me
parece que sus saetas me zumban por los oídos.
-Naturalmente eres cobarde, Sancho
-dijo don Quijote-; pero porque no digas que soy contumaz, y que jamás hago lo
que me aconsejas, por esta vez quiero tomar tu consejo, y apartarme de la furia
que tanto temes; más ha de ser con una condición: que jamás en vida ni en
muerte has de decir a nadie que yo me retiré y aparté deste peligro de miedo,
sino por complacer a tus ruegos; que si otra cosa dijeres, mentirás en ello, y
desde ahora para entonces, y desde entonces para ahora, te desmiento, y digo
que mientes y mentirás todas las veces que lo pensares o lo dijeres; y no me
repliques más: que en sólo pensar que me aparto y retiro de algún peligro,
especialmente déste, que parece que lleva algún es no es de sombra de miedo,
estoy ya para quedarme, y para aguardar aquí solo, no solamente a la Santa
Hermandad que dices y temes, sino a los hermanos de las doce tribus de Israel,
y a los siete Macabeos, y a Cástor y a Pólux, y aun a todos los hermanos y
hermandades que hay en el mundo.
-Señor -respondió Sancho-, que el
retirar no es huir, ni el esperar es cordura cuando el peligro sobrepuja a la
esperanza, y de sabios es guardarse hoy para mañana, y no aventurarse todo en
un día; y sepa que, aunque zafio y villano, todavía se me alcanza algo desto
que llaman buen gobierno: así que no se arrepienta de haber tomado mi consejo,
sino suba en Rocinante, si puede, o si no, yo le ayudaré, y sígame; que el
caletre me dice que hemos menester ahora más los pies que las manos.
Subió don Quijote sin replicarle más
palabra, y, guiando Sancho sobre su asno, se entraron por una parte de Sierra
Morena que allí junto estaba, llevando Sancho intención de atravesarla toda e
ir a salir al Viso o a Almodóvar del Campo, y esconderse algunos días por
aquellas asperezas por no ser hallados si la Hermandad los buscase. Anímele a
esto haber visto que de la refriega de los galeotes se había escapado libre la
despensa que sobre su asno venía, cosa que la juzgó a milagro, según fue lo que
llevaron y buscaron los galeotes.
Aquella noche llegaron a la mitad de
las entrañas de Sierra Morena, adonde le pareció a Sancho pasar aquella noche y
aun otros algunos días, a lo menos todos aquellos que durase el matalotaje que
llevaba, y así hicieron noche entre dos peñas y entre muchos alcornoques. Pero
la suerte fatal, que, según opinión de los que no tienen lumbre de la verdadera
fe, todo lo guía, guisa y compone a su modo, ordenó que Ginés de Pasamonte, el
famoso embustero y ladrón que de la cadena, por virtud y locura de don Quijote,
se había escapado, llevado del miedo de la Santa Hermandad (de quien con justa
razón temía), acordó de esconderse en aquellas montañas, y llévale su suerte y
su miedo a la mesma parte donde había llevado a don Quijote y a Sancho Panza, a
hora y tiempo que los pudo
85
Don
Quijote de la Mancha
Parte
I
Miguel de Cevantes
conocer, y a punto que los dejó dormir; y como siempre los
malos son desagradecidos, y la necesidad sea ocasión de acudir a lo que se
debe, y el remedio presente venza a lo por venir, Ginés, que no era ni
agradecido ni bien intencionado, acordó de hurtar el asno a Sancho Panza, no
curándose de Rocinante, por ser prenda tan mala para empeñada como para
vendida. Dormía Sancho Panza; hurtóle su jumento, y antes que amaneciese se
halló bien lejos de poder ser hallado. Salió el aurora alegrando la tierra y
entristeciendo a Sancho Panza, porque halló menos su rucio; el cual, viéndose
sin él, comenzó a hacer el más triste y doloroso llanto del mundo, y fue de
manera que. Don Quijote despertó a las voces, y oyó que en ellas decía:
-¡Oh, hijo de mis entrañas, nacido en
mi mesma casa, brinco de mis hijos, regalo de mi mujer, envidia de mis vecinos,
alivio de mis cargas, y, finalmente, sustentador de la mitad de mi persona,
porque con veinte y seis maravedís que ganaba cada día mediaba yo mi despensa!
Don Quijote, que vio el llanto y supo
la causa, consoló a Sancho con las mejores razones que pudo, y le rogó que
tuviese paciencia, prometiéndole de darle una cédula de cambio para que le
diesen tres en su casa, de cinco que había dejado en ella. Consolóse Sancho con
esto, y limpió sus lágrimas, templó sus sollozos, y agradeció a don Quijote la
merced que le hacía; así como don Quijote entró por aquellas montañas, se le
alegró el corazón, pareciéndole aquellos lugares acomodados para las aventuras
que buscaba. Reducían sele a la memoria los maravillosos acaecimientos que en
semejantes soledades y asperezas habían sucedido a caballeros andantes. E iba
pensando en estas cosas, tan embebecido y transportado en ellas, que de ninguna
otra se acordaba, ni Sancho llevaba otro cuidado (después que le pareció que
caminaba por parte segura) sino de satisfacer su estómago con los relieves que
del despojo clerical habían quedado, y así iba tras su amo cargado con todo
aquello que había de llevar el rucio1, sacando de un costal y embaulando en su panza; y no se
le diera por hallar otra ventura, entre tanto que iba de aquella manera, un
ardite.
En esto, alzó los ojos y vio que su
amo estaba parado, procurando con la punta del lanzón alzar no sé qué bulto que
estaba caído en el suelo, por lo cual se dio priesa a llegar a ayudarle si
fuese menester; y cuando llegó fue a tiempo que alzaba con la punta del lanzón
un cojín y una maleta asida a él, medio podridos, o podridos del todo, y
deshechos, más pesaba tanto, que fue necesario que Sancho se apease a tomarlos,
y mandóle su amo que viese lo que en la maleta venía.
Hózalo con mucha presteza Sancho, y,
aunque la maleta venía cerrada con una cadena y su candado, por lo roto y
podrido della vio lo que en ella había, que eran cuatro camisas de delgada holanda,
y otras cosas de lienzo, no menos curiosas que limpias, y en un pañizuelo halló
un buen montoncillo de escudos de oro; y así como los vio, dijo:
-¡Bendito sea todo el cielo, que nos
ha deparado una aventura que sea de provecho!
Y buscando más, halló un librillo de
memoria, ricamente guarnecido; éste le pidió don Quijote, y mandóle que
guardase el dinero y lo tomase para él. Bésale las manos Sancho por la merced,
y, desvalijando a la valija de su lencería, la puso en el costal de la
despensa. Todo lo cual, visto por don Quijote, dijo:
-Paréceme, Sancho, y no es posible
que sea otra cosa, que algún caminante descaminado debió de pasar por esta
tierra, y, salteándole malandrines, le debieron de matar, y le trujeron a
enterrar en esta tan escondida parte.
-No puede ser eso -respondió Sancho-,
porque, si fueran ladrones, no se dejaran aquí este dinero.
-Verdad dices -dijo don Quijote-, y
así, no adivino ni doy en lo que esto pueda ser; más espérate: veremos si en
este librillo de memoria hay alguna cosa escrita por donde podamos rastrear y
venir en conocimiento de lo que deseamos.
1 Las ediciones del año 1605 decían en este lugar; Iba
tras su amo sentado a la mujeriego sobre su jumento. Cervantes había
olvidado que acababa de contar el hurto del rucio, hecho la noche anterior por
Ginés de Pasamonte. El mismo error se repite en otros pasajes, donde se supone
presente el jumento que había desaparecido. Cervantes lo advirtió, y quiso
corregirlo en la tercera edición hecha a su vista el año 1608, pero solo lo
verificó en dos pasajes de los siete en que se había errado. Los pasajes
errados en la primera edición de 1605 están en los folios 109 (allí dos veces),
111, 112, 120, 121 y 122. Los corregidos en la edición de 1608 fueron, uno del
folio 109 y otro del 112.
86
Don
Quijote de la Mancha
Parte I
Miguel de Cevantes
O le falta al Amor conocimiento,
o le sobra crueldad, o no es mi pena
igual a la
ocasión que me condena
al género más
duro de tormento.
Pero si Amor es
dios, es argumento
que nada
ignora, y es razón muy buena
que un dios no sea cruel: pues ¿quién
ordena
el terrible dolor que adoro y siento?
Si digo que
sois vos, Fili, no acierto;
que tanto mal en
tanto bien no cabe,
ni me viene
del cielo esta rüina.
Presto habré de morir, que es lo más
cierto;
que al mal de
quien la causa no se sabe
milagro es
acertar la medicina.
-Por esa trova -dijo Sancho- no se
puede saber nada, si ya no es que por ese hilo que está ahí se saque el ovillo
de todo.
-¿Qué hilo está aquí? -dijo don
Quijote.
-Paréceme -dijo Sancho- que vuestra
merced nombró ahí hilo.
-No dije sino Fili -respondió don
Quijote-, y éste, sin duda, es el nombre de la dama de quien se
queja el autor deste soneto; y a fe que debe de ser
razonable poeta, o yo sé poco del arte.
-Luego ¿también -dijo Sancho- se le
entiende a vuestra merced de trovas?
-Y más de lo que tú piensas
-respondió don Quijote-; y veráslo cuando lleves una carta escrita en verso de
arriba abajo a mi señora Dulcinea del Toboso; porque quiero que sepas, Sancho,
que todos o los más caballeros andantes de la edad pasada eran grandes
trovadores y grandes músicos; que estas dos habilidades, o gracias, por mejor
decir, son anejas a los enamorados andantes; verdad es que las coplas de los
pasados caballeros tienen más de espíritu que de primor.
-Lea más vuestra merced -dijo
Sancho-; que ya hallará algo que nos satisfaga.
Volvió la hoja don Quijote, y dijo:
-Esto es prosa, y parece carta.
-¿Carta misiva, señor? -preguntó
Sancho.
-En el principio no parece sino de
amores -respondió don Quijote.
-Pues lea vuestra merced alto -dijo
Sancho-; que gusto mucho destas cosas de amores.
-Que me place -dijo don Quijote.
Y leyéndola alto, como Sancho se lo había rogado, vio que
decía desta manera:
Tu falsa promesa y mi cierta
desventura me llevan aparte donde antes volverán a tus oídos las nuevas de mí
muerte que las razones de mis quejas. Desechárteme, ¡oh ingrata; por quien
tiene más, no por quien vale más que yo; más si la virtud fuera riqueza que se
estimara, no envidiara yo dichas ajenas, ni llorara desdichas propias. Lo que
levantó tu hermosura han derribado tus obras; por ella entendí que eras ángel,
y por ellas conozco que eres mujer. Quédate en paz, causadora de mi guerra, y
haga el cielo que los engaños de tu esposo estén siempre encubiertos, porque tú
no quedes arrepentida de lo que hiciste y yo no tome venganza de lo que no
deseo.
Acabando de leer la carta, dijo don
Quijote:
-Menos por ésta que por los versos se
puede sacar más de que quien la escribió es algún desdeñado amante.
Y hojeando casi todo el librillo,
halló otros versos y cartas, que algunos pudo leer y otros, no; pero lo que
todos contenían eran quejas, lamentos, desconfianzas, sabores y sinsabores,
favores y desdenes, solenizados los unos y llorados los otros.
En tanto que don Quijote pasaba el libro, pasaba Sancho la
maleta, sin dejar rincón en toda ella ni en el cojín que no buscase,
escudriñase e inquiriese, ni costura que no deshiciese, ni vedija de lana que
no escarmenase, porque no se quedase nada por diligencia ni mal recado; tal
golosina habían despertado en él los hallados escudos, que pasaban de ciento; y
aunque no halló más de lo hallado, dio por bien empleados los vuelos de la
manta, el vomitar del brebaje, las bendiciones de las estacas, las puñadas del
arriero, la falta de las alforjas, el robo del gabán y toda la hambre, sed y
cansancio que había pasado en servicio de su buen señor, pareciéndole que
estaba más qué rebién pagado con la merced recebida de la entrega del hallazgo.
87
Don
Quijote de la Mancha
Parte I
Miguel de Cevantes
Con gran deseo quedó el caballero de
la Triste Figura de saber quién fuese el dueño de la maleta, conjeturando por
el soneto y carta, por el dinero en oro, y por las tan buenas camisas, que
debía de ser de algún principal enamorado, a quien desdenes y malos tratamientos
de su dama debían de haber conducido a algún desesperado término; pero, como
por aquel lugar inhabitable y escabroso no parecía persona alguna de quien
poder informarse, no se curó de más que de pasar adelante, sin llevar otro
camino que aquel que Rocinante quería, que era por donde él podía caminar,
siempre con imaginación que no podía faltar por aquellas malezas alguna extraña
aventura.
Yendo, pues, con este pensamiento,
vio que por cima de una montañuela que delante de los ojos se le ofrecía, iba
saltando un hombre de risco en risco y de mata en mata con extraña ligereza;
figurósele que iba desnudo, la barba negra y espesa, los cabellos muchos y
rebultados, los pies descalzos, y las piernas sin cosa alguna; los muslos
cubrían unos calzones, al parecer, de terciopelo leonado, mas tan hechos
pedazos, que por muchas partes se le descubrían las carnes; traía la cabeza
descubierta, y aunque pasó con la ligereza que se ha dicho, todas estas
menudencias miró y notó el caballero de la Triste Figura; y aunque lo procuró,
no pudo seguille, porque no era dado a la debilidad de Rocinante andar por
aquellas asperezas, y más siendo él de suyo pasicorto y flemático. Luego
imaginó don Quijote que aquél era el dueño del cojín y de la maleta, y propuso
en sí de buscalle, aunque supiese andar un año por aquellas montañas, hasta
hallarle; y así, mandó a Sancho que se apease del asno y atajase por la una
parte de la montaña, que él iría por la otra, y podría ser que topasen; con
esta diligencia, con aquel hombre que con tanta priesa se les había quitado de
delante.
-No podré hacer eso -respondió Sancho
-; porque, en apartándome de vuestra merced, luego es conmigo el miedo, que me
asalta con mil géneros de sobresaltos y visiones; y sírvale esto que digo de aviso,
para que de aquí adelante no me aparte un dedo de su presencia.
-Así será -dijo el de la Triste
Figura-; y yo estoy muy contento de que te quieras valer de mi ánimo, el cual
no te ha de faltar, aunque te falte el ánima del cuerpo; y vente ahora tras mí
poco a poco, o como pudieres, y haz de los ojos lanternas; rodearemos esta
serrezuela: quizá toparemos con aquel hombre que vimos, el cual, sin duda
alguna, no es otro que el dueño de nuestro hallazgo.
A lo que Sancho respondió:
-Harto mejor sería no buscarle,
porque si le hallamos y acaso fuese el dueño del dinero, claro está que lo
tengo de restituir; y así, fuera mejor, sin hacer esta inútil diligencia,
poseerlo yo con buena fe, hasta que, por otra vía menos curiosa y diligente,
pareciera su verdadero señor; y quizá fuera a tiempo que lo hubiera gastado, y
entonces el rey me hacía franco.
-Engáñaste en eso, Sancho -respondió
don Quijote-; que ya que hemos caído en sospecha de quién es el dueño, cuasi
delante, estamos obligados a buscarle y volvérselos; y cuando no le buscásemos,
la vehemente sospecha que tenemos de que él lo sea nos pone ya en tanta culpa
como si lo fuese. Así que, Sancho amigo, no te dé pena el buscalle, por la que
a mí se me quitará si le hallo.
Y así picó a Rocinante, y siguióle
Sancho a pie y cargado, merced a Ginesillo de Pasamonte, y habiendo rodeado
parte de la montaña, hallaron en un arroyo, caída, muerta y medio comida de perros
y picada de grajos, una mula ensillada y enfrenada; todo lo cual confirmó en
ellos más la sospecha de que aquel que huía era el dueño de la mula y del
cojín.
Estándola mirando, oyeron un silbo
como de pastor que guardaba ganado, y a deshora, a su siniestra mano parecieron
una buena cantidad de cabras, y tras ellas, por cima de la montaña, pareció el
cabrero que las guardaba, que era un hombre anciano. Diole voces don Quijote, y
rogóle que bajase donde estaban. Él respondió a gritos que quién les había
traído por aquel lugar, pocas o ningunas veces pisado sino de pies de cabras o
de lobos y otras fieras que por allí andaban. Respondióle Sancho que bajase,
que de todo le darían buena cuenta. Bajo el cabrero, y en llegando a donde don
Quijote estaba, dijo:
-Apostaré que está mirando la mula de
alquiler que está muerta en esa hondonada; pues a buena fe que ha ya seis meses
que está en ese lugar. Díganme: ¿han topado por ahí a su dueño?
-No hemos topado a nadie -respondió
don Quijote-, sino a un cojín y a una maletilla que no lejos deste lugar
hallamos.
-También la hallé yo -respondió el
cabrero-, más nunca la quise alzar ni llegar a ella, temeroso de algún desmán y
de que no me la pidiesen por de hurto; que es el diablo sutil, y debajo de los
pies se levanta allombre cosa donde tropiece y caya, sin saber cómo ni cómo no.
-Eso mismo es lo que yo digo
-respondió Sancho-: que también la hallé yo, y no quise llegar a ella con un
tiro de piedra: allí la dejé, y allí se queda como se estaba; que no quiero
perro con cencerro.
-Decidme, buen hombre -dijo don
Quijote-, ¿sabéis vos quién sea el dueño destas prendas?
-Lo que sabré yo decir -dijo el
cabrero- es que habrá al pie de seis meses, poco más o menos, que llegó a una
majada de pastores, que estará como tres leguas deste lugar, un mancebo de
gentil talle y apostura, caballero sobre esa mesma mula que ahí está muerta, y con
el mesmo cojín y maleta que decís que hallastes y no tocastes. Preguntónos que
cuál parte desta sierra era la más áspera y escondida. Dijímosle que era ésta
donde ahora estamos, y es ansí la verdad, porque si entráis media
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Don
Quijote de la Mancha Parte
I
Miguel de Cevantes
legua más adentro, quizá no acertaréis a salir, y estoy
maravillado de cómo habéis podido llegar aquí, porque no hay camino ni senda
que a este lugar encamine. Digo, pues, que en oyendo nuestra respuesta el
mancebo, volvió las riendas y encaminó hacia el lugar donde le señalamos,
dejándonos a todos contentos de su buen talle, y admirados de su demanda y de
la priesa con que le veíamos caminar y volverse hacia la sierra; y desde
entonces nunca más le vimos, hasta que desde allí a algunos días salió al
camino a uno de nuestros pastores, y, sin decille nada, se llegó a él y le dio muchas
puñadas y coces, y luego se fue a la borrica del hato, y le quitó cuanto pan y
queso en ella traía; y con extraña ligereza, hecho esto, se volvió a emboscar
en la sierra. Como esto supimos algunos cabreros, le anduvimos a buscar casi
dos días por lo más cerrado desta sierra, al cabo de los cuales le hallamos
metido en el hueco de un grueso y valiente alcornoque. Salió a nosotros con
mucha mansedumbre, ya roto el vestido, y el rostro desfigurado y tostado del sol,
de tal suerte, que apenas le conocíamos; sino que los vestidos, aunque rotos,
con la noticia que dellos teníamos, nos dieron aentender que era el que
buscábamos. Saludónos cortésmente, y en pocas y muy buenas razones nos dijo que
no nos maravillásemos de verle andar de aquella suerte, porque así le convenía
para cumplir cierta penitencia que por sus muchos pecados le había sido
impuesta. Rogámosle que nos dijese quién era; más nunca lo pudimos acabar con
él. Pedímosle también que, cuando hubiese menester el sustento, sin el cual no
podía pasar, nos dijese dónde le hallaríamos, porque con mucho amor y cuidado
se lo llevaríamos; y que si esto tampoco fuese de su gusto, que, a lo menos,
saliese a pedirlo, y no a quitarlo, a los pastores. Agradeció nuestro
ofrecimiento, pidió perdón de los asaltos pasados, y ofreció de pedillo de allí
adelante por amor de Dios, sin dar molestia alguna a nadie. En cuanto lo que tocaba
a la estancia de su habitación, dijo que no tenía otra que aquella que la
ocasión le ofrecía donde le tomaba la noche, y acabó su plática con un tan
tierno llanto, que bien fuéramos de piedra los que escuchado le habíamos, si en
él no le acompañáramos, considerándole cómo le habíamos visto la vez primera, y
cuál le veíamos entonces; porque, como tengo dicho, era un muy gentil y
agraciado mancebo, y en sus corteses y concertadas razones mostraba ser bien nacido
y muy cortesana persona. Que, puesto que éramos rústicos los que le
escuchábamos, su gentileza era tanta, que bastaba a darse a conocer a la mesma
rusticidad; y estando en lo mejor de su plática, paró y enmudecióse, clavó los
ojos en el suelo por un buen espacio, en el cual todos estuvimos quedos y
suspensos, esperando en qué había de parar aquel embelesamiento, con no poca
lástima de verlo; porque, por lo que hacía de abrir los ojos, estar fijo
mirando al suelo sin mover pestaña gran rato, y otras veces cerrarlos apretando
los labios y enarcando las cejas, fácilmente conocimos que algún accidente de
locura le había sobrevenido. Más él nos dio a entender presto ser verdad lo que
pensábamos, porque se levantó con gran furia del suelo, donde se había echado,
y arremetió con el primero que halló junto a sí, con tal denuedo y rabia, que
si no se lo quitáramos, le matara a puñadas y bocados; y todo esto hacía, diciendo:
«¡Ah, fementido Fernando! ¡Aquí, aquí me pagarás la sinrazón que me hiciste:
estas manos te sacarán el corazón, donde albergan y tienen manida todas las maldades
juntas, principalmente la fraude y el engaño!»; y a éstas añadía otras razones,
que todas se encaminaban a decir mal de aquel Fernando, y a tacharle de traidor
y fementido. Quitámossele, pues, con no poca pesadumbre, y él, sin decir más
palabra, se apartó de nosotros y se emboscó corriendo por entre estos jarales y
malezas, de modo que nos imposibilitó el seguille; por esto conjeturamos que la
locura le venía a tiempos, y que alguno que se llamaba Fernando le debía de
haber hecho alguna mala obra, tan pesada cuanto lo mostraba el término a que le
había conducido. Todo lo cual se ha confirmado después acá con las veces, que
han sido muchas, que él ha salido al camino, unas a pedir a los pastores le den
de lo que llevan para comer, y otras a quitárselo por fuerza; porque cuando
está con el accidente de la locura, aunque los pastores se lo ofrezcan de buen
grado, no lo admite, sino que lo toma a puñadas; y cuando está en su seso, lo
pide por amor de Dios, cortés y comedidamente, y rinde por ello muchas gracias,
y no con falta de lágrimas. Y en verdad os digo, señores -prosiguió el cabrero-,
que ayer determinamos yo y cuatro zagales, los dos criados y los dos amigos
míos, de buscarle hasta tanto que le hallemos, y, después de hallado, ya por
fuerza, ya por grado, le hemos de llevar a la villa de Almodóvar, que está de aquí
ocho leguas, y allí le curaremos, si es que su mal tiene cura, o sabremos quién
es cuando esté en su seso, y si tiene parientes a quien dar noticia de su
desgracia. Esto es, señores, lo que sabré deciros de lo que me habéis
preguntado; y entended que el dueño de las prendas que hallastes es el mesuro que
vistes pasar con tanta ligereza como desnudez -que ya le había dicho don
Quijote cómo había visto pasar aquel hombre saltando por la sierra.
El cual quedó admirado de lo que el
cabrero había oído, y quedó con más deseo de saber quién era el desdichado
loco, y propuso en sí lo mesmo que ya tenía pensado: de buscalle por toda la
montaña, sin dejar rincón ni cueva en ella que no mirase, hasta hallarle. Pero
hízolo mejor la suerte de lo que él pensaba ni esperaba, porque en aquel mismo
instante pareció por entre una quebrada de una sierra, que salía donde ellos
estaban, el mancebo que buscaba, el cual venía hablando entre sí cosas que no podían
ser entendidas de cerca, cuanto más de lejos. Su traje era cual se ha pintado,
sólo que
89
Don
Quijote de la Mancha
Parte I
Miguel de Cevantes
llegando cerca, vio don Quijote que un coleto hecho
pedazos que sobre sí traía era de ámbar; por donde acabó de entender que
persona que tales hábitos traía no debía de ser de ínfima calidad.
En llegando el mancebo a ellos, les
saludó con una voz desentonada y bronca, pero con mucha cortesía. Don Quijote
le volvió las saludes con no menos comedimiento, y, apeándose de Rocinante, con
gentil continente y donaire, le fije a abrazar, y le tuvo un buen espacio
estrechamente entre sus brazos, como si de luengos tiempos le hubiera conocido.
El otro, a quien podemos llamar el Roto de la Mala Figura (como a
don Quijote el de la Triste), después de haberse dejado abrazar, le
apartó un poco de sí, y, puestas sus manos en los hombros de don Quijote, le estuvo
mirando, como que quería ver si le conocía; no menos admirado quizá de ver la
figura, talle y armas de don Quijote, que don Quijote lo estaba de verle a él.
En resolución, el primero que habló después del abrazamiento fue el Roto, y
dijo lo que se dirá adelante.
Donde se prosigue la aventura de la Sierra
Morena
CAPITULO XXIV
Dice la historia que era grandísima
la atención con que don Quijote escuchaba al astroso caballero de la Sierra, el
cual, prosiguiendo su plática, dijo:
-Por cierto, señor, quienquiera que
seáis, que yo no os conozco, yo os agradezco las muestras y la cortesía que
conmigo habéis usado, y quisiera yo hallarme en términos que con más que la
voluntad pudiera servir la que habéis mostrado tenerme en el buen acogimiento
que me habéis hecho; mas no quiere mi suerte darme otra cosa con que
corresponda a las buenas obras que me hacen que buenos deseos de satisfacerlas.
-Los que yo tengo -respondió don
Quijote- son de serviros; tanto, que tenía determinado de no salir destas
sierras hasta hallaros y saber de vos si al dolor que en la extrañeza de
vuestra vida mostráis tener se podía hallar algún género de remedio; y si fuera
menester buscarle, buscarle con la diligencia posible. Y cuando vuestra
desventura fuera de aquellas que tienen cerradas las puertas a todo género de
consuelo, pensaba ayudaros a llorarla y plañirla como mejor pudiera, que
todavía es consuelo en las desgracias hallar quien se duela dellas. Y si es que
mi buen intento merece ser agradecido con algún género de cortesía, yo os
suplico, señor, por la mucha que veo en vos se encierra, y juntamente os
conjuro por la cosa que en esta vida más habéis amado o amáis, que me digáis
quién sois y la causa que os ha traído a vivir y a morir entre estas soledades
como bruto animal, pues moráis entre ellos tan ajeno de vos mesmo cual lo
muestra vuestro traje y persona. Y juro -añadió don Quijote- por la orden de
caballería que recebí, aunque indigno y pecador, y por la profesión de caballero
andante, que si en esto, señor, me complacéis, de serviros con las veras a que
me obliga el ser quien soy, ora remediando vuestra desgracia, si tiene remedio,
ora ayudándoos a llorarla, como os lo he prometido.
El Caballero del Bosque, que de tal manera
oyó hablar al de la Triste Figura, no hacía sino mirarle, y remirarle, y
tornarle a mirar de arriba abajo; y después que le hubo bien mirado, le dijo:
-Si tienen algo que darme a comer,
por amor de Dios, que me lo den; que, después de haber comido, yo haré todo lo
que se me manda, en agradecimiento de tan buenos deseos como aquí se me han
mostrado.
Luego sacaron, Sancho de su costal y
el cabrero de su zurrón, con que satisfizo el Roto su hambre, comiendo lo que
le dieron corno persona atontada, tan apriesa, que no daba espacio de un bocado
al otro, pues antes los engullía que tragaba; y en tanto que comía, ni él ni
los que le miraban hablaban palabra. Como acabó de comer, les hizo señas que le
siguiesen, como lo hicieron, y él los llevó a un verde pradecillo que a la
vuelta de una peña poco desviada de allí estaba. En llegando a él, se tendió en
el suelo, encima de la yerba, y los demás hicieron lo mesmo, y todo esto sin
que ninguno hablase, hasta que el Roto, después de haberse acomodado en su
asiento, dijo:
-Si gustáis, señores, que os diga en
breves razones la inmensidad de mis desventuras, habéisme de prometer de que
con ninguna pregunta, ni otra cosa, no interromperéis el hilo de mi triste
historia; porque en el punto que lo hagáis, en ése se quedará lo que fuere
contando.
90
Don
Quijote de la Mancha
Parte I
Miguel de Cevantes
Estas razones del Roto trujeron a la
memoria a don Quijote el cuento que le había contado su escudero, cuando no
acertó el número de las cabras que habían pasado el río, y se quedó la historia
pendiente. Pero, volviendo al Roto, prosiguió diciendo:
-Esta prevención que hago es porque
querría pasar brevemente por el cuento de mis desgracias; que el traerlas a la
memoria no me sirve de otra cosa que añadir otras de nuevo, y mientras menos me
preguntáredes, más presto acabaré yo de decillas, puesto que no dejaré por
contar cosa alguna que sea de importancia, para no satisfacer del todo a
vuestro deseo.
Don Quijote se lo prometió en nombre
de los demás, y él, con este seguro, comenzó desta manera:
-Mi nombre es Cardenio; mi patria,
una ciudad de las mejores desta Andalucía; mi linaje, noble; mis padres, ricos;
mi desventura, tanta, que la deben de haber llorado mis padres, y sentido mi
linaje, sin poderla aliviar con su riqueza; que para remediar desdichas del
cielo poco suelen valer los bienes de fortuna. Vivía en esta mesma tierra un
cielo, donde puso el amor toda la gloria que yo acertara a desearme: tal es la
hermosura de Luscinda, doncella tan noble y tan rica como yo, pero de más
ventura y de menos firmeza de la que a mis honrados pensamientos se debía. A
esta Luscinda amé, quise y adoré desde mis tiernos y primeros años, y ella me
quiso a mí con aquella sencillez y buen ánimo que su poca edad permitía. Sabían
nuestros padres nuestros intentos, y no les pesaba dello, porque bien veían que
cuando pasaran adelante no podían tener otro fin que el de casarnos, cosa que casi
la concertaba la igualdad de nuestro linaje y riquezas. Creció la edad, y con
ella el amor de entrambos, que el padre de Luscinda le pareció que por buenos
respetos estaba obligado a negarme la entrada de su casa, casi imitando en esto
a los padres de aquella Tisbe tan decantada de los poetas; y fue esta negación
añadir llama a llama y deseo a deseo; porque, aunque pusieron silencio a las
lenguas, no le pudieron poner a las plumas, las cuales, con más libertad que
las lenguas, suelen dar a entender a quién quieren lo que en el alma está
encerrado; que muchas veces la presencia de la cosa amada turba y enmudece la
intención más determinada y la lengua más atrevida. ¡Ay cielos, y cuántos
billetes la escribí! ¡Cuán regaladas y honestas respuestas tuve! ¡Cuántas
canciones compuse, y cuántos enamorados versos, donde el alma declaraba y
trasladaba sus sentimientos, pintaba sus encendidos deseos, entretenía sus
memorias y recreaba su voluntad! En efecto, viéndome apurado, y que mi alma se
consumía con el deseo de verla, determiné poner por obra y acabar en un punto
lo que me pareció que más convenía para salir con mi deseado y merecido premio,
y fue el pedírsela a su padre por legítima esposa, como lo hice; a lo que él me
respondió que me agradecía la voluntad que mostraba de honrarle y de querer
honrarme con prendas suyas; pero que, siendo mi padre vivo, a él tocaba de
justo derecho hacer aquella demanda; porque si no fuese con mucha voluntad y
gusto suyo, no era Luscinda mujer para tomarse ni darse a hurto.
Yo le agradecí su buen intento,
pareciéndome que llevaba razón en lo que decía, y que mi padre vendría en ello
como yo se lo dijese; y con este intento, luego en aquel mismo instante fui a
decirle a mi padre lo que deseaba; y al tiempo que entré en un aposento donde
estaba, le hallé con una carta abierta en la mano, la cual, antes que yo le
dijese palabra, me la dio y me dijo: «Por esa carta verás,
Cardenio, la voluntad que el duque Ricardo tiene de
hacerte merced.» Este duque Ricardo, como ya vosotros, señores, debéis de
saber, es un grande de España, que tiene su estado en lo mejor desta Andalucía.
Tomé y leí la carta, la cual venía tan encarecida, que a mí mismo me pareció
mal si mi padre dejaba de cumplir lo que en ella se le pedía, que era que me
enviase luego donde él estaba; que quería que fuese compañero, no criado, de su
hijo el mayor, y que él tomaba a cargo el ponerme en estado que correspondiese
a la estimación en que me tenía. Leí la carta y enmudecí leyéndola, y más cuando
oí que mi padre me decía: «De aquí a dos días te partirás, Cardenio, a hacer la
voluntad del duque, y da gracias a Dios que te va abriendo camino por donde
alcances lo que yo sé que mereces.» Añadió a éstas otras razones de padre
consejero. Llegóse el término de mi partida, hablé una noche a Luscinda, díjele
todo lo que pasaba, y lo mesmo hice a su padre, suplicándole se entretuviese
algunos días y dilatase el darla estado hasta que yo viese lo que Ricardo me quería.
Él me lo prometió, y ella me lo confirmó con mil juramentos y mil desmayos.
Vine, en fin, donde el duque Ricardo estaba; fui del tan bien recebido y
tratado, que desde luego comenzó la envidia a hacer su oficio, teniéndomela los
criados antiguos, pareciéndoles que las muestras que el duque daba de hacerme
merced habían de ser en perjuicio suyo; pero el que más se holgó con mi vida
fue un hijo segundo del duque, llamado Fernando, mozo gallardo, gentilhombre,
liberal y enamorado, el cual, en poco tiempo, quiso que fuese tan su amigo, que
daba que decir a todos; y aunque el mayor me quería bien y me hacía merced, no llegó
al extremo con que don Fernando me quería y trataba. Es, pues, el caso que,
como entre los amigos no hay cosa secreta que no se comunique, y la privanza
que yo tenía con don Fernando dejaba de serlo por ser amistad, todos sus
pensamientos me declaraba, especialmente uno enamorado que le traía un poco de
desasosiego. Quería bien a una labradora, vasalla de su padre, y ella los tenía
muy ricos, y era tan hermosa, recatada, discreta y honesta, que nadie que la
conocía se determinaba encuál destas cosas tuviese más excelencia ni más se
aventajase. Estas tan buenas partes de la hermosa labradora redujeron a tal
término los deseos de don Fernando, que se determinó, para poder
91
Don
Quijote Mancha Parte I
Miguel de Cevantes
alcanzarlo y conquistar la entereza de la labradora, darle
palabra de ser su esposo; porque de otra manera era procurar lo imposible. Yo,
obligado de su amistad, con las mejores razones que supe, y con los más vivos
ejemplos que pude, procuré estorbarle y apartarle de tal propósito; pero viendo
que no aprovechaba, determiné de decirle el caso al duque Ricardo, su padre;
más don Fernando, como astuto y discreto, se receló y temió desto, por
parecerle que estaba yo obligado, en vez de buen criado, no tener encubierta
cosa que tan en perjuicio de la honra de mi señor el duque venía; y así, por
divertirme y engañarme, me dijo que no hallaba otro mejor remedio para poder
apartar de la memoria la hermosura que tan sujeto le tenía, que el ausentarse
por algunos meses, y que quería que el ausencia fuese que los dos nos
viniésemos en casa de mi padre, con ocasión que darían al duque que venía a ver
y a feriar unos muy buenos caballos que en mi ciudad había, que es madre de los
mejores del mundo. Apenas le oí yo decir esto, cuando, movido de mi afición,
aunque su determinación no fuera tan buena, la aprobara yo por una de las más
acertadas que se podían imaginar, por ver cuán buena ocasión y coyuntura se me
ofrecía de volver a ver mi Luscinda. Con este pensamiento y deseo, aprobé su
parecer y esforcé su propósito, diciéndole que lo pusiese por obra con la
brevedad posible, porque, en efecto, la ausencia hacía su oficio, a pesar de
los más firmes pensamientos. Ya, cuando él me vino a decir esto, según después
se supo, había gozado a la labradora con título de esposo, y esperaba ocasión
de descubrirse a su salvo, temeroso de lo que el duque, su padre, haría cuando supiese
su disparate. Sucedió, pues, que, como el amor en los mozos, por la mayor
parte, no lo es, sino apetito, el cual, como tiene por último fin el deleite,
en llegando a alcanzarle se acaba, y ha de volver atrás aquello que parecía
amor, porque no puede pasar adelante del término que le puso naturaleza, el
cual término no le puso a lo que es verdadero amor... Quiero decir que, así
como don Fernando gozó a la labradora, se le aplacaron sus deseos y se resfriaron
sus ahíncos; y si primero fingía quererse ausentar por remediarlos, ahora de
veras procuraba irse, por no ponerlos en ejecución. Diole el duque licencia, y
mandóme que le acompañase; venimos a mi ciudad, recebióle mi padre como quien
era, vi yo luego a Luscinda, tornaron a vivir, aunque no habían estado muertos
ni amortiguados, mis deseos, de los cuales di cuenta, por mi mal, a don
Fernando, por parecerme que, en la ley de la mucha amistad que mostraba, no le
debía encubrir nada. Alabéle la hermosura, donaire y discreción de Luscinda, de
tal manera que mis alabanzas movieron en él los deseos de querer ver doncella
de tan buenas partes adornada. Cumplíselos yo, por mi corta suerte,
enseñándosela una noche, a la luz de una vela, por una ventana por donde los
dos solíamos hablarnos; viola en sayo, tal, que todas las bellezas hasta
entonces por él vistas las puso en olvido. Enmudeció, perdió el sentido, quedó
absorto y, finalmente, tan enamorado, cual lo veréis en el discurso del cuento
de mi desventura. Y para encenderle más el deseo, que a mí me celaba, y al
cielo a solas descubría, quiso la fortuna que hallase un día un billete suyo
pidiéndome que la pidiese a su padre por esposa, tan discreto, tan honesto y
tan enamorado, que, en leyéndolo, me dijo que en sola Luscinda se encerraban todas
las gracias de hermosura y de entendimiento que en las demás mujeres del mundo
estaban repartidas. Bien es verdad que quiero confesar ahora que, puesto que yo
veía con cuán justas causas don Fernando a Luscinda alababa, me pesaba de oír
aquellas alabanzas de su boca, y comencé a temer, y con razón a recelarme dél,
porque no se pasaba momento donde no quisiese que tratásemos de Luscinda, y él
movía la plática, aunque la trujese por los cabellos; cosa que despertaba en mí
un no sé qué de celos, no porque yo temiese revés alguno de la bondad y de la
fe de Luscinda; pero, con todo eso, me hacía temer mi suerte lo mesmo que ella
me aseguraba. Procuraba siempre don Fernando leer los papeles que yo a Luscinda
enviaba, y los que ella me respondía, a título que de la discreción de los dos
gustaba mucho. Acaeció, pues, que habiéndome pedido Luscinda un libro de
caballerías en que leer, de quien era ella muy aficionada, que era el de Amadís
de Gaula...
No hubo bien oído don Quijote nombrar
libro de caballerías, cuando dijo:
-Con que me dijera vuestra merced, al
principio de su historia, que su merced de la señora Luscinda era aficionada a
libros de caballerías, no fuera menester otra exageración para darme a entender
la alteza de su entendimiento; porque no le tuviera tan bueno como vos, señor,
le habéis pintado, si careciera del gusto de tan sabrosa leyenda: así que, para
conmigo, no es menester gastar más palabras en declararme su hermosura, valor y
entendimiento, que con sólo haber entendido su afición, la confirmo por la más
hermosa y más discreta mujer del mundo; y quisiera yo, señor, que vuestra
merced le hubiera enviado junto con Amadís de Gaula al bueno de Don
Rugel de Grecia, que yo sé que gustara la señora Luscinda mucho de Daraida
y Garaya, y de las discreciones del pastor Darinel, y de aquellos admirables
versos de sus bucólicas, cantadas y representadas por él con todo donaire,
discreción y desenvoltura. Pero tiempo podrá venir en qué se enmiende esa
falta, y no dura más en hacerse la enmienda de cuanto quiera vuestra merced ser
servido de venirse conmigo a mi aldea; que allí le podré dar más de trescientos
libros, que son el regalo de mi alma y el entretenimiento de mi vida; aunque
tengo para mí que ya no tengo ninguno, merced a la malicia de malos y
envidiosos encantadores. Y perdóneme vuestra merced el haber contravenido a lo
que prometimos de no interrumpir su plática, pues, en oyendo cosas de
caballerías y de caballeros andantes, así es en mi
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Don
Quijote de la Mancha Parte
I
Miguel de Cevantes
mano dejar de hablar en ellos, como lo es en la de los
rayos del sol dejar de calentar, ni humedecer en los de la luna. Así que,
perdón, y proseguir, que es lo que ahora hace más al caso.
En tanto que don Quijote estaba
diciendo lo que queda dicho, se le había caído a Cardenio la cabeza sobre el
pecho, dando muestras de estar profundamente pensativo. Y, puesto que dos veces
le dijo don Quijote que prosiguiese su historia, ni alzaba la cabeza ni
respondía palabra; pero al cabo de un buen espacio la levantó y dijo:
-No se me puede quitar del
pensamiento, ni habrá quien me lo quite en el mundo, ni quien me dé a entender
otra cosa, y sería un majadero el que lo contrario entendiese o creyese, sino
que aquel bellaconazo del maestro Elisabat estaba amancebado con la reina
Madásima.
-Eso no, ¡voto a tal! -respondió con
mucha cólera don Quijote, y arrojóle como tenía de costumbre-; y ésa es una muy
gran malicia, o bellaquería, por mejor decir. La reina Madásima fue muy
principal señora, y no se ha de presumir que tan alta princesa se había de
amancebar con un sacapotras; y quien lo contrario entendiere, miente como muy
gran bellaco; y yo se lo daré a entender, a pie o a caballo, armado o desarmado,
de noche o de día, o como más gusto le diere.
Estábale mirando Cardenio muy
atentamente, al cual ya había venido el accidente de su locura y no estaba para
proseguir su historia; ni tampoco don Quijote se la oyera, según le había
disgustado lo que de Madásima le había oído. ¡Extraño caso; que así volvió por
ella como si verdaderamente fuera su verdadera y natural señora; tal le tenían
sus descomulgados libros! Digo, pues, que, como ya Cardenio estaba loco, y se
oyó tratar de mentís y de bellaco, con otros denuestos semejantes, parecióle
mal la burla, y alzó un guijarro que halló junto a sí, y dio con él en los
pechos tal golpe a don Quijote, que le hizo caer de espaldas. Sancho Panza, que
de tal modo vio parar a su señor, arremetió al loco con el puño cerrado, y el
Roto le recebió de tal suerte, que con una puñada dio con él a sus pies, y
luego se subió sobre él y le brumó las costillas muy a su sabor. El cabrero,
qué le quiso defender, corrió el mesmo peligro; y después que los tuvo a todos
rendidos y molidos, los dejó, y se fue, con gentil sosiego, a emboscarse en la
montaña.
Levantóse Sancho, y, con la rabia que
tenía de verse aporreado tan sin merecerlo, acudió a tomar la venganza del
cabrero, diciéndole que él tenía la culpa de no haberles avisado que a aquel
hombre le tomaba a tiempos la locura; que si esto supieran, hubieran estado sobre
aviso para poderse guardar. Respondió el cabrero que ya lo había dicho, y que
si él no lo había oído, que no era suya la culpa. Replicó Sancho Panza, y tornó
a replicar el cabrero, y fue el fin de las réplicas asirse de las barbas y darse
tales puñadas, que si don Quijote no los pusiera en paz, se hicieran pedazos.
Decía Sancho, asido con el cabrero:
-Déjeme vuestra merced, señor
Caballero de la Triste Figura; que en éste, que es villano como yo y no está
armado caballero, bien puedo a mi salvo satisfacerme del agravio que me ha
hecho, peleando con él mano a mano, como hombre honrado.
-Así es -dijo don Quijote-; pero yo
sé que él no tiene ninguna culpa de lo sucedido.
Con esto los apaciguó, y don Quijote volvió a preguntar al
cabrero si sería posible hallar a
Cardenio, porque quedaba con grandísimo deseo de saber el
fin de su historia. Díjole el cabrero lo que primero había dicho, que era no
saber de cierto su manida; pero que si anduviese mucho por aquellos contornos,
no dejaría de hallarle, o cuerdo o loco.
Que trata de las extrañas cosas que en Sierra
Morena sucedieron al valiente caballero de la
Mancha, y de la imitación que hizo a la
penitencia de Beltenebros
CAPITULO XXV
Despidióse del cabrero don Quijote,
y, subiendo otra vez sobre Rocinante, mandó a Sancho que le siguiese, el cual
lo hizo con su jumento, de muy mala gana. Íbanse poco a poco entrando en lo más
áspero de la montaña, y Sancho iba muerto por razonar con su amo, y deseaba que
él comenzase la plática, por no contravenir a lo que le tenía mandado. Mas no
pudiendo sufrir tanto silencio, le dijo:
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Don
Quijote de la Mancha
Parte I
Miguel de Cevantes
-Señor don Quijote, vuestra merced me
eche su bendición, y me dé licencia, que desde aquí me quiero volver a mi casa,
y a mi mujer, y a mis hijos, con los cuales por lo menos hablaré y departiré
todo lo que quisiere; porque querer vuestra merced que vaya con él por estas
soledades de día y de noche, y que no le hable cuando me diere gusto, es
enterrarme en vida. Si ya quisiera la suerte que los animales hablaran, como
hablaban en tiempo de Guisopete, fuera menos mal, porque departiera yo con mi
jumento lo que me viniera en gana, y con esto pasaré mi mala ventura; que es
recia cosa, y que no se puede llevar en paciencia, andar buscando aventuras
toda la vida, y no hallar sino coces y manteamientos, ladrillazos y puñadas, y
con todo esto, nos hemos de coser la boca, sin osar decir lo que el hombre
tiene en su corazón, como si fuera mudo.
-Ya te entiendo, Sancho -respondió
don Quijote-; tú mueres porque te alce el entredicho que te tengo puesto en la
lengua; dale por alzado, y di lo que quisieres, con condición que no ha de
durar este alzamiento más de en cuanto anduviéramos por estas sierras.
-Sea así -dijo Sancho-; hable yo
ahora, que después Dios sabe lo que será; y comenzando a gozar de ese
salvoconduto, digo que ¿qué le iba a vuestra merced en volver tanto por aquella
reina Magimasa, o como se llama? ¿O qué hacía al caso que aquel abad fuere su
amigo o no? Que si vuestra merced pasara con ello, pues no era su juez, bien
creo yo que el loco pasara adelante con su historia, y se hubieran ahorrado el
golpe del guijarro, y las coces, y aún más de seis torniscones.
-A fe, Sancho -respondió don
Quijote-, que si tú supieras, como yo lo sé, cuán honrada y cuán principal
señora era la reina Madásima, yo sé que dijeras que tuve mucha paciencia, pues
no quebré la boca por donde tales blasfemias salieron. Porque es muy gran
blasfemia decir ni pensar que una reina esté amancebada con un cirujano. La
verdad del cuento es que aquel maestro Elisabat, que el loco dijo, fue un
hombre muy prudente y de muy sanos consejos, y sirvió de ayo y de médico a la
reina; pero pensar que ella era su amiga es disparate digno de muy gran
castigo. Y porque veas que
Cardenio no supo lo que dijo, has de advertir que cuando
lo dijo ya estaba sin juicio.
-Eso digo yo -dijo Sancho-: que no
había para qué hacer cuenta de las palabras de un loco, porque si la buena
suerte no ayudara a vuestra merced, y encaminara el guijarro a la cabeza, como
le encaminó al pecho, buenos quedáramos por haber vuelto por aquella mi señora,
que Dios cohonda. Pues ¡montas que no se librara Cardenio por loco!
-Contra cuerdos y contra locos está
obligado cualquier caballero andante a volver por la honra de las mujeres,
cualesquiera que sean, cuanto más por las reinas de tan alta guisa y pro como
fue la reina Madásima, a quien yo tengo particular afición por sus buenas
partes; porque, fuera de haber sido fermosa, además fue muy prudente y muy
sufrida en sus calamidades, que las tuvo muchas. Y los consejos y compañía del
maestro Elisabat le fue y le fueron de mucho provecho y alivio para poder llevar
sus trabajos con prudencia y paciencia. Y de aquí tomó ocasión el vulgo
ignorante y mal intencionado de decir y pensar que ella era su manceba; y
mienten, digo otra vez, y mentirán otras docientas, todos los que tal pensaren
y dijeren.
-Ni yo lo digo ni lo pienso -respondió
Sancho-; allá se lo hayan, con su pan se lo coman; si fueron amancebados, o no,
a Dios habrán dado la cuenta; de mis viñas vengo, no sé nada; no soy amigo de saber
vidas ajenas; que el que compra y miente, en su bolsa lo siente. Cuanto más,
que desnudo nací, desnudo me hallo: ni pierdo ni gano; más que lo fuesen, ¿qué
me va a mí? Y muchos piensan que hay tocinos y no hay estacas. Más ¿quién puede
poner puertas al campo? Cuanto más, que de Dios dijeron.
--¡Válame Dios -dijo don Quijote-, y
qué de necedades vas, Sancho, ensartando! ¿Qué va de lo que tratamos a los
refranes que enhilas? Por tu vida, Sancho, que calles, y de aquí adelante
entremétete en espolear a tu asno, y deja de hacello en lo que no te importa. Y
entiende con todos tus cinco sentidos que todo cuanto yo he hecho, hago e
hiciere, va muy puesto en razón y muy conforme a las reglas de caballería, que
las sé mejor que cuantos caballeros las profesaron en el mundo.
Señor -respondió Sancho-, ¿y es buena
regla de caballería que andemos perdidos por estas montañas, sin senda ni
camino, buscando a un loco, el cual, después de hallado, quizá le vendrá en voluntad
de acabar lo que dejó comenzado, no de su cuento, sino de la cabeza de vuestra
merced y de mis costillas, acabándonoslas de romper de todo punto?
-Calla, te digo otra vez, Sancho
-dijo don Quijote-; porque te hago saber que no sólo me trae por estas partes
el deseo de hallar al loco, cuanto el que tengo de hacer en ellas una hazaña
con que he de ganar perpetuo nombre y fama en todo lo descubierto de la tierra;
y será tal, que he de echar con ella el sello a todo aquello que puede hacer
perfecto y famoso a un andante caballero.
-¿Y es de muy gran peligro esa
hazaña? -preguntó Sancho Panza.
-No -respondió el de la Triste
Figura-; puesto que de tal manera podía correr el dado, que echásemos azar en
lugar de encuentro; pero todo ha de estar en tu diligencia.
-¿En mi diligencia? -dijo Sancho.
-Sí -dijo don Quijote-; porque si
vuelves presto de adonde pienso enviarte, presto se acabará mi pena, y presto
comenzará mi gloria. Y porque no es bien que te tenga más suspenso, esperando
en lo
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Don
Quijote de la Mancha
Parte I
Miguel de Cevantes
que han de parar mis razones, quiero, Sancho, que sepas
que el famoso Amadís de Gaula fue uno de los más perfectos caballeros andantes;
no he dicho bien fue uno: fue el solo, el primero, el único, el señor de
todos cuantos hubo en su tiempo en el mundo. ¡Mal año y mal mes para don
Belianís y para todos aquellos que dijeren que se le igualó en algo, .porque se
engañan, juro cierto! Digo asimismo que, cuando algún pintor quiere salir
famoso en su arte, procura imitar los originales de los más únicos pintores que
sabe. Y esta mesma regla corre por todos los más oficios o ejercicios de cuenta
que sirven para adorno de las repúblicas. Y así lo ha de hacer y hace el que
quiere alcanzar nombre de prudente y sufrido, imitando a Ulises, en cuya
persona y trabajos nos pinta Homero un retrato vivo de prudencia y de
sufrimiento, como también nos mostró Virgilio, en persona de Eneas, el valor de
un hijo piadoso y la sagacidad de un valiente y entendido capitán, no
pintándolo ni describiéndolos como ellos fueron, sino como habían de ser, para
quedar ejemplo a los venideros hombres de sus virtudes. Desta mesma suerte,
Amadís fue el norte, el lucero, el sol de los valientes y enamorados
caballeros, a quien debemos de imitar todos aquellos que debajo de la bandera
de amor y de la caballería militamos. Siendo, pues, esto así, como lo es, hallo
yo, Sancho amigo, que el caballero andante que más le imitare estará más cerca
de alcanzar la perfección de la caballería. Y una de las cosas en que más este
caballero mostró su prudencia, valor, valentía, sufrimiento, firmeza y amor,
fue cuando se retiró, desdeñado de la señora Oriana, a hacer penitencia en la
Peña Pobre, mudado su nombre en el de Beltenebros, nombre, por cierto,
significativo y propio para la vida que él de su voluntad había escogido. Así, que
me es a mí más fácil imitarle en esto, que no en hender gigantes, descabezar
serpientes, matar endriagos, desbaratar ejércitos, fracasar armadas y deshacer
encantamentos. Y pues estos lugares son tan acomodados para semejantes efectos,
no hay para qué se deje pasar la ocasión, que ahora con tanta comodidad me
ofrece sus guedejas.
-En efecto -dijo Sancho-, ¿qué es lo
que vuestra merced quiere hacer en este tan remoto lugar?
-¿Ya no te he dicho -respondió don
Quijote- que quiero imitara Amadís, haciendo aquí del desesperado, del sandio y
del furioso, por imitar juntamente al valiente don Roldán, cuando halló en una
fuente las señales de que Angélica la Bella había cometido vileza con Medoro,
de cuya pesadumbre se volvió loco, y arrancó los árboles, enturbió las aguas de
las claras fuentes, mató pastores, destruyó ganados, abrasó chozas, derribó
casas, arrastró yeguas y hizo otras cien mil insolencias, dignas de eterno
nombre y escritura? Y; puesto que yo no pienso imitar a Roldán, o Orlando, o
Rotolando, que todos estos tres nombres tenía, parte por parte en todas las
locuras que hizo, dijo y pensó, haré el bosquejo como mejor pudiere en las que
me pareciere ser más esenciales. Y podrá ser que viniese a contentarme con sola
la imitación de Amadís, que sin hacer locuras de daño, sino de lloros y
sentimientos, alcanzó tanta fama como el que más.
-Paréceme a mí -dijo Sancho-, que los
caballeros que lo tal ficieron fueron provocados y tuvieron causa para hacer
esas necedades y penitencias; pero vuestra merced ¿qué causa tiene para volverse
loco? ¿Qué dama le ha desdeñado, o qué señales ha hallado que le den a entender
que la señora Dulcinea del Toboso ha hecho alguna niñería con moro o cristiano?
-Ahí está el punto -respondió don
Quijote-, y ésa la fineza de mi negocio; que volverse loco un caballero andante
con causa, ni grado ni gracias: el toque está desatinar sin ocasión y dar a
entender a mi dama que, si en seco hago esto, ¿qué hiciera en mojado? Cuanto
más, que harta ocasión tengo en la larga ausencia que hecho de la siempre
señora mía Dulcinea del Toboso; que, como ya oíste decir a aquel pastor de
marras, Ambrosio, quien está ausente, todos los males tiene y teme. Así que,
Sancho amigo, no gastes tiempo en aconsejarme que deje tan
rara, tan felice y tan no vista imitación.
Loco soy, loco he de ser hasta tanto que tú vuelvas con la
respuesta de una carta que contigo pienso enviar a mi señora Dulcinea; y si
fuere tal cual a mi fe se le debe, acabarse ha mi sandez y mi penitencia; y si
fuere al contrario, seré loco de veras, y, siéndolo, no sentiré nada. Ansí que,
de cualquiera manera que responda, saldré del conflito y trabajo en que me
dejares, gozando el bien que me trujeres por cuerdo, o no sintiendo el mal que
me aportares por loco. Pero dime, Sancho, ¿traes bien guardado el yelmo de
Mambrino, que ya vi que le alzaste del suelo cuando aquel desagradecido le quiso
hacer pedazos? Pero no pudo; donde se puede echar de ver la fineza de su
temple.
A lo cual respondió Sancho:
-Vive Dios, señor Caballero de la Triste
Figura, que no puedo sufrir ni llevar en paciencia algunas cosas que vuestra
merced dice, y que por ellas vengo a imaginar que todo cuanto me dice de
caballerías, y de alcanzar reinos e imperios, de dar ínsulas, y de hacer otras
mercedes y grandezas, como es uso de caballeros andantes, que todo debe de ser
cosa de viento y mentira, y toda pastraña, o patraña, o como lo llamáremos.
Porque quien oyere decir a vuestra merced que una bacía de barbero es el yelmo
de Mambrino, y que no salga deste error en más de cuatro días, ¿qué ha de
pensar sino que quien tal dice y afirma debe de tener güero el juicio? La bacía
yo la llevo en el costal, toda abollada, y llevóla para enderezarla en mi casa
y hacerme la barba en ella, si Dios me diere tanta gracia, que algún día me vea
con mi mujer e hijos.
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Don
Quijote de la Mancha
Parte I
Miguel de Cevantes
-Mira, Sancho, por el mesmo que
denantes juraste te juro -dijo don Quijote- que tienes el más corto entendimiento
que tiene ni tuvo escudero en el mundo. ¿Que es posible que en cuanto ha que
andas conmigo no has echado de ver que todas las cosas de los caballeros
andantes parecen quimeras, necedades y desatinos, y que son todas hechas al
revés? Y no porque sea ello así, sino porque andan entre nosotros siempre una
caterva de encantadores, que todas nuestras cosas mudan y truecan, y les vuelven
según su gusto, y según tienen la gana de favorecernos o destruirnos; y así,
eso que a ti te parece bacía de barbero, me parece a mí el yelmo de Mambrino, y
a otro le parecerá otra cosa. Y fue rara providencia del sabio que es de mi
parte hacer que parezca bacía a todos lo que real y verdaderamente es yelmo de
Mambrino, a causa que, siendo él de tanta estima, todo el mundo me perseguirá
por quitármele; pero como ven que no es más que un bacín de barbero, no se
curan de procuralle, como se mostró bien en el que quiso rompelle y le dejó en
el suelo sin llevarle; que a fe que si le conociera, que nunca él le dejara.
Guárdale, amigo, que por ahora no le he menester; que antes me tengo de quitar
todas estas armas, y quedar desnudo como cuando nací, si es que me da en voluntad
de seguir en mi penitencia más a Roldán que a Amadís.
Llegaron, en estas pláticas, al pie
de una alta montaña, que, casi como peñón tajado, estaba sola entre otras
muchas que la rodeaban. Corría por su falda un manso arroyuelo, y hacíase por
toda su redondez un prado tan verde y vicioso, que daba contento a los ojos que
le miraban. Había por allí muchos árboles silvestres, y algunas plantas y
flores que hacían el lugar apacible. Este sitio escogió el Caballero de la
Triste Figura para hacer su penitencia; y así, en viéndole, comenzó a decir en
voz alta, como si estuviera sin juicio:
-Éste es el lugar, ¡oh cielos!, que
diputo y escojo para llorar la desventura en que vosotros mesmos me habéis
puesto. Éste es el sitio donde el humor de mis ojos acrecentará las aguas deste
pequeño arroyo, y mis continuos y profundos sospiros moverán a la contina las
hojas destos montaraces árboles, en testimonio y señal de la pena que mi
asendereado corazón padece. ¡Oh vosotros, quienquiera que seáis, rústicos
dioses, que en este inhabitable lugar tenéis vuestra morada, oíd las quejas deste
desdichado amante, a quien una luenga ausencia y unos imaginados celos han
traído a lamentarse entre estas asperezas, y a quejarse de la dura condición de
aquella ingrata y bella, término y fin de toda humana hermosura! ¡Oh vosotras,
napeas y dríadas, que tenéis por costumbre de habitar en las espesuras de los
montes, así los ligeros y lascivos sátiros, de quien sois, aunque en vano, amadas,
no perturben jamás vuestro dulce sosiego, que me ayudéis a lamentar mi
desventura, o a lo menos no os canséis de oílla! ¡Oh Dulcinea del Toboso, día
de mi noche, gloria de mi pena, norte de mis caminos, estrella de m¡ ventura,
así el cielo te la dé buena en cuanto acertares a pedirle, que consideres el
lugar y el estado a que tu ausencia me ha conducido, y que con buen término correspondas
al que a mi fe se le debe! ¡Oh solitarios árboles, que desde hoy en adelante
habéis de hacer compañía a mi soledad, dad indicio con el blando movimiento de
vuestras ramas que no os desagrade mi presencia! ¡Oh tú, escudero mío, agradable
compañero en mis prósperos y adversos sucesos, tome bien en la memoria lo que
aquí me verás hacer, para que lo cuentes y recites a la causa total de todo
ello!
Y diciendo esto, se apeó de
Rocinante, y en un momento le quitó el freno y la silla; y, dándole una palmada
en las ancas, le dijo:
-Libertad te da el que sin ella
queda, ¡oh caballo tan extremado por tus obras cuan desdichado por tu suerte!
Vete por do quisieres, que en la frente llevas escrito que no te igualó en
ligereza el hipogrifo de Astolfo, ni el nombrado Frontino, que tan caro le
costó a Bradamante.
Viendo esto Sancho, dijo:
-Bien haya quien nos quitó ahora del
trabajo de desenalbardar al rucio, que a fe que no faltaran palmadicas que
dalle, ni cosas que decille en su alabanza; pero si él aquí estuviera, no
consintiera yo que nadie le desalbardara, pues no había para qué; que a él no
le tocaban las generales de enamorado ni de desesperado; pues no lo estaba su
amo, que era yo cuando Dios quería. Y en verdad, señor Caballero de la Triste
Figura, que si es que mi partida y su locura de vuestra merced va de veras, que
será bien tornar a ensillar a Rocinante para que supla la falta del rucio,
porque será ahorrar tiempo a mi ida y vuelta; que si la hago a pie, no sé
cuándo llegaré, ni cuándo volveré, porque, en resolución, soy mal caminante.
-Digo, Sancho -respondió don
Quijote-, que sea como tú quisieres, que no me parece mal tu designio; y digo
que de aquí a tres días te partirás, porque quiero que en este tiempo veas lo
que por ella hago y digo, para que se lo digas.
-Pues ¿qué más tengo de ver -dijo
Sancho- que lo que he visto?
-¡Bien estás en el cuento! -respondió
don Quijote-. Ahora me falta rasgar las vestiduras, esparcir las armas, y darme
de calabazadas por estas peñas, con otras cosas deste jaez, que te han de
admirar.
-Por amor de Dios -dijo Sancho-, que
mire vuestra merced cómo se da esas calabazadas; que a tal peña podrá llegar, y
en tal punto, que con la primera se acabase la máquina desta penitencia; y
sería yo de parecer que, ya que a vuestra merced le parece que son aquí
necesarias calabazadas y que no se
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Don
Quijote de la Mancha
Parte I
Miguel de Cevantes
puede hacer esta obra sin ellas, se contentase, pues todo
esto es fingido y cosa contrahecha y de burla, se contentase, digo, con
dárselas en el agua, o en alguna cosa blanda, como algodón; y déjeme a mí el
cargo, que yo diré a mi señora que vuestra merced se las daba en una punta de
peña más dura que la de un diamante.
-Yo agradezco tu buena intención,
amigo Sancho -respondió don Quijote-; más quiérete hacer sabidor de que todas
estas cosas que hago no son de burlas, sino muy de veras, porque de otra manera
sería contravenir a las órdenes de caballería, que nos mandan que no digamos
mentira alguna, pena de relasos, y el hacer una cosa por otra lo mesmo es que
mentir. Ansí que mis calabazadas han de ser verdaderas, firmes y valederas, sin
que lleven nada del sofístico ni del fantástico. Y será necesario que me dejes
algunas hilas para curarme, pues que la ventura quiso que nos faltase el
bálsamo que perdimos.
-Más fue perder el asno -respondió
Sancho-, pues se perdieron en él las hilas y todo; y ruégole a vuestra merced
que no se acuerde más de aquel maldito brebaje, que en sólo oírle mentar se me revuelve
el alma, no que el estómago. Y más le ruego: que haga cuenta que son ya pasados
los tres días que me ha dado de término para ver las locuras que hace, que ya las
doy por vistas y por pasadas en cosa juzgada, y diré maravillas a mi señora; y
escriba la carta y despácheme luego, porque tengo gran deseo de volver a sacar
a vuestra merced deste purgatorio donde le dejo.
-¿Purgatorio le llamas, Sancho? -dijo
don Quijote-. Mejor hicieras de llamarle infierno, y aún peor, si hay otra cosa
que lo sea.
-Quien ha infierno -respondió Sancho-, nula es retencio, según he oído
decir.
-No entiendo qué quiere decir retencio
-dijo don Quijote.
-Retencio es -respondió Sancho- que quien está en el infierno nunca
sale dél, ni puede; lo cual será al revés en vuestra merced, o a mí me andarán
mal los pies, si es que llevo espuelas para avivar a Rocinante; y póngame yo
una por una en el Toboso y delante de mi señora Dulcinea; que yo le diré tales
cosas de las necedades y locuras, que todo es uno, que vuestra merced ha hecho
y queda haciendo, que la venga a poner más blanda que un guante, aunque la
halle más dura que un alcornoque; con cuya respuesta dulce y melificada volveré
por los aires como brujo, y sacaré a vuestra merced deste purgatorio, que
parece infierno y no lo es, pues hay esperanza de salir dél, la cual, como tengo
dicho, no la tienen de salir los que están en el infierno, ni creo que vuestra
merced dirá otra cosa.
-Así es la verdad -dijo el de la
Triste Figura-; pero ¿qué haremos para escribir la carta?
-Y la libranza pollinesca también
-añadió Sancho.
-Todo irá inserto -dijo don Quijote-;
y sería bueno, ya que no hay papel, que la escribiésemos, como hacían los
antiguos, en hojas de árboles o en unas tablitas de cera; aunque tan
dificultoso será hallarse eso ahora como el papel. Mas ya me ha venido a la
memoria dónde será bien, y aun más que bien, escribilla; que es en el librillo
de memoria que fue de Cardenio, y tú tendrás cuidado de hacerla trasladar en
papel, de buena letra, en el primer lugar que hallares, donde haya maestro de
escuela de muchachos, o si no, cualquiera sacristán te la trasladará; y no se
la des a trasladar a ningún escribano, que hacen letra procesada, que no la
entenderá Satanás.
-¿Pues qué se ha de hacer de la
firma? -dijo Sancho.
-Nunca las cartas de Amadís se firman
-respondió don Quijote.
-Está bien -respondió Sancho-; pero
la libranza forzosamente se ha de firmar, y ésa, si se traslada, dirán que la
firma es falsa y quedáreme sin pollinos.
-La libranza irá en el mesmo librillo
firmada; que en viéndola mi sobrina, no pondrá dificultad en cumplilla. Y en lo
que toca a la carta de amores, pondrás por firma: «Vuestro hasta la muerte, el
Caballero de la Triste Figura.» Y hará poco al caso que
vaya de mano ajena, porque, a lo que yo me sé acordar, Dulcinea no sabe
escribir ni leer, y en toda su vida ha visto letra mía ni carta mía, porque mis
amores y los suyos han sido siempre platónicos, sin extenderse a más que a un
honesto mirar. Y aun esto tan de cuando en cuando, que osaré jurar con verdad
que en doce años que ha que la quiero más que a la lumbre destos ojos que han
de comer la tierra, no la he visto cuatro veces, y aun podrá ser que destas
cuatro veces no hubiese ella echado de ver la una que la miraba; tal es el
recato y encerramiento con que su padre, Lorenzo Corchuelo, y su madre, Aldonza
Nogales, la han criado.
-¡Ta, ta! -dijo Sancho-. ¿Que la hija
de Lorenzo Corchuelo es la señora Dulcinea del Toboso, llamada por otro nombre
Aldonza Lorenzo?
-Ésa es -dijo don Quijote-, y es la
que merece ser señora de todo el universo.
-Bien la conozco -dijo Sancho-, y sé
decir que tira tan bien una barra como el más forzudo zagal de todo el pueblo.
¡Vive el Dador, que es moza de chapa, hecha y derecha y de pelo en pecho, y que
puede sacar la barba del lodo a cualquier caballero andante, o por andar, que
la tuviere por señora! ¡Oh hideputa, qué rejo que tiene, y qué voz! Sé decir
que se puso un día encima del campanario del aldea a llamar unos zagales suyos
que andaban en un barbecho de su padre, y aunque estaban de allí más de media
legua, así la oyeron como si estuvieran al pie de la torre; y lo mejor que
tiene es que no es
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Don
Quijote de la Mancha
Parte I
Miguel de Cevantes
nada melindrosa, porque tiene mucho de cortesana: con
todos se burla, y de todo hace mueca y donaire. Ahora digo, señor Caballero de
la Triste Figura, que no solamente puede y debe vuestra merced hacer locuras
por ella, sino que, con justo título, puede desesperarse y ahorcarse, que nadie
habrá que lo sepa que no diga que hizo demasiado de bien, puesto que le lleve
el diablo; y querría ya verme en camino, sólo por vella; que ha muchos días que
no la veo, y debe de estar ya trocada, porque gasta mucho la faz de las mujeres
andar siempre al campo, al sol y al aire. Y confieso a vuestra merced una
verdad, señor don Quijote: que hasta aquí he estado en una grande ignorancia;
que pensaba bien y fielmente que la señora Dulcinea debía de ser alguna
princesa de quien vuestra merced estaba enamorado, o alguna persona tal, que
mereciese los ricos presentes que vuestra merced le ha enviado, así el del
vizcaíno como el de los galeotes, y otros muchos que deben ser, según deben de
ser muchas las victorias que vuestra merced ha ganado y ganó en el tiempo que
yo aún no era su escudero; pero, bien considerado, ¿qué se le ha de dar a la
señora Aldonza Lorenzo, digo, a la señora Dulcinea del Toboso, de que se la
vayan a hincar de rodillas delante della los vencidos que vuestra merced envía
y ha de enviar? Porque podría ser que al tiempo que ellos llegasen estuviese
ella rastrillando lino, o trillando en las eras, y ellos se corriesen de verla,
y ella se riese y enfadase del presente.
-Ya te tengo dicho antes de agora
muchas veces, Sancho -dijo don Quijote-, que eres muy grande hablador, y que,
aunque de ingenio boto, muchas veces despuntas de agudo; mas, para que veas
cuán necio eres tú y cuán discreto soy yo, quiero que me oyas un breve cuento.
Has de saber que una viuda hermosa, moza, libre y rica, y, sobre todo,
desenfadada, se enamoró de un mozo motilón, rollizo y de buen tomo; alcanzólo a
saber su mayor, y un día dijo a la buena viuda, por vía de fraternal
reprensión: «Maravillado estoy, señora, y no sin mucha causa, de que una mujer
tan principal, tan hermosa y tan rica como vuestra merced, se haya enamorado de
un hombre tan soez, tan bajo y tan idiota como fulano, habiendo en esta casa
tantos maestros, tantos presentados y tantos teólogos, en quien vuestra merced
pudiera escoger como entre peras, y decir: "Éste quiero, aquéste no
quiero".» Más ella le respondió con mucho donaire y desenvoltura: «Vuestra
merced, señor mío, está muy engañado, y piensa muy a lo antiguo, si piensa que
yo he escogido mal en fulano, por idiota que le parece; pues para lo que yo le
quiero, tanta filosofa sabe, y más, que Aristóteles.» Así que, Sancho, por lo
que yo quiero a Dulcinea del Toboso, tanto vale como la más alta princesa de la
tierra. Sí, que no todos los poetas que alaban damas, debajo de un nombre que
ellos a su albedrío les ponen, es verdad que las tienen. ¿Piensas tú que las
Amariles, las Filis, las Silvias, las Dianas, las Galateas, las Alidas y otras
tales de que, los libros, los romances, las tiendas de los barberos, los
teatros de las comedias, están llenos, fueron verdaderamente damas de carne y
hueso, y de aquellos que las celebran y celebraron? No, por cierto, sino que
las más se las fingen por dar subjeto a sus versos, y porque los tengan por
enamorados y por hombres que tienen valor para serlo. Y así, bástante a mí
pensar y creer que la buena de Aldonza Lorenzo es hermosa y honesta; y en lo
del linaje importa poco, que no han de ir a hacer la información dél para darle
algún hábito, y yo me hago cuenta que es la más alta princesa del mundo. Porque
has de saber, Sancho, si no lo sabes, que dos cosas solas incitan a amar más
que otras, que son la mucha hermosura y la buena fama, y estas dos cosas se
hallan consumadamente en Dulcinea, porque en ser hermosa ninguna le iguala, y
en la buena fama, pocas le llegan. Y para concluir con todo, yo imagino que
todo lo que digo es así, sin que sobre ni falte nada, y píntola en mi
imaginación como la deseo, así en la belleza como en la principalidad, y ni la
llega Elena, ni la alcanza Lucrecia, ni otra alguna de las famosas mujeres de
las edades pretéritas, griega, bárbara o latina. Y diga cada uno lo que
quisiere; que si por esto fuere reprendido de los ignorantes, no seré castigado
de los rigurosos.
-Digo que en todo tiene vuestra
merced razón -respondió Sancho-, y que soy un asno. Mas no sé yo para qué
nombro asno en mi boca, pues no se ha de mentar la soga en casa del ahorcado;
pero venga la carta, y a Dios, que me mudo.
Sacó el libro de memoria don Quijote,
y, apartándose a una parte, con mucho sosiego comenzó a escribir la carta; y en
acabándola, llamó a Sancho y le dijo que se la quería leer, porque la tomase de
memoria, si acaso se le perdiese por el camino, porque de su desdicha todo se
podía temer. A lo cual respondió Sancho:
-Escríbala vuestra merced dos o tres
veces ahí en el libro, y démele, que yo le llevaré bien guardado; porque pensar
que yo la he de tomar en la memoria es disparate; que la tengo tan mala, que
muchas veces se me olvida cómo me llamo. Pero, con todo eso, dígamela vuestra
merced que holgaré mucho de oílla; que debe de ir como de molde.
-Escucha, que así dice -dijo don
Quijote.
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Don
Quijote de la Mancha
Parte I
Miguel de Cevantes
CARTA DE DON QUIJOTE A DULCINEA DEL
TOBOSO
Soberana y alta señora:
El ferido de punta de ausencia y el
llagado de las telas del corazón, dulcísima Dulcinea del Toboso, te envía la
salud que él no tiene. Si tu fermosura me desprecia, si tu valor no es en mi
pro, si tus desdenes son en mi afincamiento, maguer que yo sea asaz de sufrido,
mal podré sostenerme en esta cuita, que, además de ser serte, es muy duradera.
Mi buen escudero Sancho te dará entera relación, ¡oh bella ingrata, amada
enemiga mía.! del modo que por tu causa quedo: si gustares de acorrerme, tuyo
soy; y si izo, haz lo que te viniere en gusto; que con acabar mi vida habré
satisfecho a tu crueldad y a mi deseo.
Tuyo hasta la muerte,
EL CABALLERO DE LA TRISTE FIGURA
-Por vida de mi padre -dijo Sancho
oyendo la carta-, que es la más alta cosa que jamás he oído. ¡Poesía a mí, y
cómo que le dice vuestra merced ahí todo cuanto quiere, y qué bien que encaja
en la firma El Caballero de la Triste Figura! Digo de verdad que es
vuestra merced el mesmo diablo, y que no hay cosa que no sepa.
-Todo es menester -respondió don
Quijote- para el oficio que yo traigo.
-Ea, pues -dijo Sancho-, ponga
vuestra merced en esotra vuelta la cédula de los tres pollinos, y
fírmela con mucha claridad, porque la conozcan en
viéndola.
-Que me place -dijo don Quijote.
Y habiéndola escrito, se la leyó, que
decía ansí:
Mandará vuestra merced, por esta
primera de pollinos, señora sobrina, dar a Sancho Panza, mi escudero, tres de
los cinco que dejé en casa y están a cargo de vuestra merced Los cuales tres
pollinos se los mando librar y pagar por otros tantos aquí recebidos de
contado, que consta, y con su carta de pago serán bien dados. Fecha en las
entrañas de Sierra Morena a veinte y dos de agosto deste presente año.
-Buena está -dijo Sancho-: fírmela
vuestra merced.
-No es menester firmarla -dijo don
Quijote-, sino solamente poner mi rúbrica, que es lo mesmo que firma, y para
tres asnos, y aun para trescientos, fuera bastante.
-Yo me confío de vuestra merced
-respondió Sancho-; déjeme, iré a ensillar a Rocinante, y aparéjese vuestra
merced a echarme su bendición; que luego pienso partirme, sin ver las sandeces
que vuestra merced ha de hacer, que yo diré que le vi hacer tantas, que no
quiera más.
-Por lo menos, quiero, Sancho, y
porque es menester ansí, quiero, digo, que me veas en cueros, y hacer una o dos
docenas de locuras, que las haré en menos de media hora, porque habiéndolas tu visto
por tus ojos, puedas jurar a tu salvo en las demás que quisieres añadir; y
asegúrote que no dirás tú tantas cuantas yo pienso hacer.
-Por amor de Dios, señor mío, que no
vea yo en cueros a vuestra merced, que me dará mucha lástima y no podré dejar
de llorar; y tengo tal la cabeza, del llanto que anoche hice por el rucio, que
no estoy para meterme en nuevos lloros; y si es que vuestra merced gusta de que
yo vea algunas locuras, hágalas vestido, breves y las que le vinieren más a
cuento. Cuanto más, que para mí no era menester nada deso, y, como ya tengo
dicho, fuera ahorrar el camino de mi vuelta, que ha de ser con las nuevas que
vuestra merced desea y merece. Y si no, aparéjese la señora Dulcinea; que si no
responde como es de razón, voto hago solene a quien puedo que le tengo de sacar
la buena respuesta del estómago a coces y a bofetones. Porque, ¿dónde se ha de
sufrir que un caballero andante, tan famoso como vuestra merced, se vuelva
loco, sin qué ni para qué por una...? No me lo haga decir la señora, porque por
Dios que despotrique y lo eche todo a doce, aunque nunca se venda. ¡Bonico soy
yo para eso! ¡Mal me conoce! ¡Pues a fe que si me conociese, que me ayunase! A
fe, Sancho -dijo don Quijote-, que, a lo que parece, que no estás tú más cuerdo
que yo.
-No estoy tan loco -respondió
Sancho-; más estoy más colérico. Pero, dejando esto aparte, ¿qué es lo que ha
de comer vuestra merced en tanto que yo vuelvo? ¿Ha de salir al camino, como
Cardenio, a quitárselo a los pastores?
-No te dé pena ese cuidado -respondió
don Quijote-, porque, aunque tuviera, no comiera otra cosa que las yerbas y
frutos que este prado y estos árboles me dieren; que la fineza de mi negocio
está en no comer y en hacer otras asperezas equivalentes. A Dios, pues. A esto
dijo Sancho:
-¿Sabe vuestra merced qué temo? Que
no tengo de acertar a volver a este lugar donde agora le dejo, según está de
escondido.
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Don
Quijote de la Mancha
Parte I
Miguel de Cevantes
-Toma bien las señas, que yo
procuraré no apartarme destos contornos -dijo don Quijote-, y aun tendré
cuidado de subirme por estos más altos riscos, por ver si te descubro cuando
vuelvas. Cuanto más, que lo más acertado será, para que no me yerres y te
pierdas, que cortes algunas retamas de las muchas que por aquí hay, y las vayas
poniendo de trecho a trecho hasta salir a lo raso, las cuales te servirán de
mojones y señales para que me halles cuando vuelvas, a imitación del hilo del
laberinto de
Perseo.
Así lo haré -respondió Sancho Panza.
Y cortando algunas, pidió la
bendición a su señor, y, no sin muchas lágrimas de entrambos, se despidió dél.
Y subiendo sobre Rocinante, a quien
don Quijote encomendó mucho, y que mirase por él como por su propia persona, se
puso en camino del llano, esparciendo de trecho en trecho los ramos de la
retama, como su amo se lo había aconsejado; y así se fue, aunque todavía le
importunaba don Quijote que le viese siquiera hacer dos locuras. Mas no hubo
andado cien pasos cuando volvió y dijo:
-Digo, señor, que vuestra merced ha
dicho muy bien que para que pueda jurar sin cargo de conciencia que le he visto
hacer locuras, será bien que vea siquiera una, aunque bien grande la he visto
en la quedada de vuestra merced.
-¿No te lo decía yo? -dijo don
Quijote-; espérate, Sancho, que en un credo las haré.
Y desnudándose con toda priesa los calzones, quedó en
carnes y en pañales, y luego, sin más ni más, dio dos zapatetas en el aire y dos
tumbas la cabeza abajo y los pies en el alto, descubriendo cosas que, por no
verlas otra vez, volvió Sancho la rienda a Rocinante, y se dio por contento y
satisfecho de que podía jurar que su amo quedaba loco. Y así, le dejaremos ir
su camino, hasta la vuelta, que fue breve.
Donde se prosiguen las finezas que de enamorado hizo don Quijote en Sierra
Morena
CAPITULO XXVI
Y volviendo a contar lo que hizo el de la Triste Figura después
que se vio solo, dice la historia que, así como don Quijote acabó de dar las
tumbas o vueltas de medio abajo desnudo y de medio arriba vestido, y que vio
que Sancho se había ido sin querer aguardar a ver más sandeces, se subió sobre
una punta de una alta peña, y allí tornó a pensar lo que otras muchas veces
había pensado sin haberse jamás resuelto en ello; y era que cuál sería mejor y
le estaría más a cuento imitar a Roldán enlas locuras desaforadas que hizo, o
Amadís en las melancólicas; y hablando entre sí mesmo, decía:
-Si Roldán fue tan buen caballero y
tan valiente como todos dicen, ¿qué maravilla, pues, al fin era encantado, y no
le podía matar nadie si no era metiéndole un alfiler de a blanca por la punta
del pie, y él traía siempre los zapatos con siete suelas de hierro? Aunque no
le valieron tretas con Bernardo del Carpio, que se las entendió, y le ahogó
entre los brazos en Roncesvalles. Pero dejando en él lo de la valentía a una
parte, vengarnos a lo de perder el juicio, que es cierto que le perdió por las
señales que halló en la Fortuna y por las nuevas que le dio el pastor de que
Angélica había dormido más de dos siestas con Medoro, un morillo de cabellos
enrizados y paje de Agramante. Y si él entendió que esto era verdad, y que su
dama le había cometido desaguisado, no hizo mucho en volverse loco. Pero yo,
¿cómo puedo imitalle en las locuras, si no le imito en la ocasión dellas?
Porque mi Dulcinea del Toboso osaré yo jurar que no tia visto en todos los días
de su vida moro alguno, ansí como él es, en su mesmo traje, y que se está hoy
como la madre que la parió; y haríale agravio manifiesto sí, imaginando otra
cosa della, me volviese loco de aquel género de locura de Roldán el furioso.
Por otra parte veo que Amadís de Gaula, sin perder el juicio y sin hacer
locuras, alcanzó tanta fama de enamorado como el que más. Porque lo que hizo,
según su historia, no fue más de que, por verse desdeñado de su señora Oriana,
que le había mandado que no pareciese ante su presencia hasta que fuese su
voluntad, de que se retiró a la Peña Pobre en compañía de un ermitaño, y allí
se hartó de llorar y de encomendarse a Dios, hasta que el cielo le acorrió, en
medio de su mayor cuita y necesidad. Y si esto es verdad, como lo es, ¿para qué
quiero yo tomar trabajo agora de desnudarme del todo, ni
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Don
Quijote de la Mancha
Parte I
Miguel de Cevantes
dar pesadumbre a estos árboles, que no me han hecho mal
alguno? Ni tengo para qué enturbiar el agua clara destos arroyos, los cuales me
han de dar de beber cuando tenga gana. Viva la memoria de Amadís, y sea imitado
de don Quijote de la Mancha en todo lo que pudiere; del cual se dirá lo que del
otro se dijo, que si no acabó grandes cosas, murió por acometellas. Y si yo no
soy desechado ni desdeñado de mi Dulcinea, bástame, como ya he dicho, estar
ausente della. Ea, pues, manos a la obra: venid a ni memoria, cosas de Amadís,
y enseñadme por dónde tengo de comenzar a imitaros; mas ya sé que lo más que él
hizo fue rezar y encomendarse a Dios. Pero ¿qué haré de rosario, que no le
tengo?
En esto le vino al pensamiento cómo
le haría, y fue que rasgó una gran tira de las faldas de la camisa, que andaban
colgando, y diole once ñudos, el uno más gordo que los demás, y esto le sirvió
de rosario el tiempo que allí estuvo, donde rezó un millón de avemarías. Y lo
que le fatigaba mucho era no hallar por allí otro ermitaño que le confesase y
con quien consolarse; y así, se entretenía paseándose por el pradecillo,
escribiendo y grabando por las cortesas de los árboles y por la menuda arena
muchos versos, todos acomodados a su tristeza, y algunos en alabanza de
Dulcinea. ¡Más los que se pudieron hallar enteros y que se pudiesen leer
después que a él allí le hallaron, no fueron más que éstos que aquí se siguen.
Árboles, yerbas
y plantas,
que en aqueste sitio estáis,
tan
altos, verdes y tantas,
si de
mi mal no os holgáis,
escuchad mis
quejas santas.
Mi dolor no os alborote,
aunque más terrible sea;
pues, por
pagaros escote,
aquí
lloró don Quijote
ausencias de Dulcinea
del
Toboso.
Es aquí el
lugar adonde
el
amador más leal
de su señora se esconde,
y ha venido a tanto mal
sin saber cómo
o por dónde.
Tráele amor al estricote,
que es de muy
mala ralea;
y así,
hasta henchir un pipote,
aquí lloró don Quijote
ausencias de Dulcinea
del Toboso.
Buscando las
aventuras
por entre las duras peñas,
maldiciendo entrañas duras,
que entre
riscos y entre breñas
halla el triste
desventuras,
hirióle amor con su azote,
no
con su blanda correa;
y en tocándole el cogote,
aquí
lloró don Quijote
ausencias de Dulcinea
del
Toboso.
No causó poca risa en los que
hallaron los versos referidos el añadidura del Toboso al nombre de
Dulcinea, porque imaginaron que debió de imaginar don Quijote que si en
nombrando a Dulcinea no decía también del Toboso, no se podría entender
la copla; y así fue la verdad, como él después confesó.
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Ya puse la pelicula de Don Quijote de la Mancha
ACA CONTINUA
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