lunes, 13 de junio de 2016

DON QUIJOTE DE LA MANCHA (PRIMERA PARTE)



 
Miguel de Cervantes Saavedra La presente edición corresponde a ¿? don Quijote http://www.donquijote.org PRIMERA PARTE CAPÍTULO 1:

Que trata de la condición y ejercicio del famoso hidalgo D. Quijote de la Mancha En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda. El resto della concluían sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas con sus pantuflos de lo mismo, los días de entre semana se honraba con su vellori de lo más fino. Tenía en su casa una ama que pasaba de los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de campo y plaza, que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años, era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro; gran madrugador y amigo de la caza. Quieren decir que tenía el sobrenombre de Quijada o Quesada (que en esto hay alguna diferencia en los autores que deste caso escriben), aunque por conjeturas verosímiles se deja entender que se llama Quijana; pero esto importa poco a nuestro cuento; basta que en la narración del no se salga un punto de la verdad. Es, pues, de saber, que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso (que eran los más del año) se daba a leer libros de caballerías con tanta afición y gusto, que olvidó casi de todo punto el ejercicio de la caza, y aun la administración de su hacienda; y llegó a tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas hanegas de tierra de sembradura, para comprar libros de caballerías en que leer; y así llevó a su casa todos cuantos pudo haber dellos; y de todos ningunos le parecían tan bien como los que compuso el famoso Feliciano de Silva: porque la claridad de su prosa, y aquellas intrincadas razones suyas, le parecían de perlas; y más cuando llegaba a leer aquellos requiebros y cartas de desafío, donde en muchas partes hallaba escrito: la razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura, y también cuando leía: los altos cielos que de vuestra divinidad divinamente con las estrellas se fortifican, y os hacen merecedora del merecimiento que merece la vuestra grandeza. Con estas y semejantes razones perdía el pobre caballero el juicio, y desvelábase por entenderlas, y desentrañarles el sentido, que no se lo sacara, ni las entendiera el mismo Aristóteles, si resucitara para sólo ello. No estaba muy bien con las heridas que don Belianis daba y recibía, porque se imaginaba que por grandes maestros que le hubiesen curado, no dejaría de tener el rostro y todo el cuerpo lleno de cicatrices y señales; pero con todo alababa en su autor aquel acabar su libro con la promesa de aquella inacabable aventura, y muchas veces le vino deseo de tomar la pluma, y darle fin al pie de la letra como allí se promete; y sin duda alguna lo hiciera, y aun saliera con ello, si otros mayores y continuos pensamientos no se lo estorbaran. Tuvo muchas veces competencia con el cura de su lugar (que era hombre docto graduado en Sigüenza), sobre cuál había sido mejor caballero, Palmerín de Inglaterra o Amadís de Gaula; mas maese Nicolás, barbero del mismo pueblo, decía que ninguno llegaba al caballero del Febo, y que si alguno se le podía comparar, era don Galaor, hermano de Amadís de Gaula, porque tenía muy acomodada condición para todo; que no era caballero melindroso, ni tan llorón como su hermano, y que en lo de la valentía no le iba en zaga. En resolución, él se enfrascó tanto en su lectura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio, y así, del poco dormir y del mucho leer, se le secó el cerebro, de manera que vino a perder el juicio. Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros, así de encantamientos, como de pendencias, batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles, y asentósele de tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella máquina de aquellas soñadas invenciones que leía, que para él no había otra historia más cierta en el mundo. Decía él, que el Cid Ruy Díaz había sido muy buen caballero; pero que no tenía que ver con el caballero de la ardiente espada, que de sólo un revés había partido por medio dos fieros y descomunales gigantes. Mejor estaba con Bernardo del Carpio, porque en Roncesvalle había muerto a Roldán el encantado, valiéndose de la industria de Hércules, cuando ahogó a Anteo, el hijo de la Tierra, entre los brazos. Decía mucho bien del gigante Morgante, porque con ser de aquella generación gigantesca, que todos son soberbios y descomedidos, él solo era afable y bien criado; pero sobre todos estaba bien con Reinaldos de Montalbán, y más cuando le veía salir de su castillo y robar cuantos topaba, y cuando en Allende robó aquel ídolo de Mahoma, que era todo de oro, según dice su historia. Diera él, por dar una mano de coces al traidor de Galalón, al ama que tenía y aun a su sobrina de añadidura. En efecto, rematado ya su juicio, vino a dar en el más extraño pensamiento que jamás dio loco en el mundo, y fue que le pareció convenible y necesario, así para el aumento de su honra, como para el servicio de su república, hacerse caballero andante, e irse por todo el mundo con sus armas y caballo a buscar las aventuras, y a ejercitarse en todo aquello que él había leído, que los caballeros andantes se ejercitaban, deshaciendo todo género de agravio, y poniéndose en ocasiones y peligros, donde acabándolos, cobrase eterno nombre y fama. Imaginábase el pobre ya coronado por el valor de su brazo por lo menos del imperio de Trapisonda: y así con estos tan agradables pensamientos, llevado del estraño gusto que en ellos sentía, se dió priesa a poner en efecto lo que deseaba. Y lo primero que hizo, fue limpiar unas armas, que habían sido de sus bisabuelos, que, tomadas de orín y llenas de moho, luengos siglos había que estaban puestas y olvidadas en un rincón. Limpiólas y aderezólas lo mejor que pudo; pero vió que tenían una gran falta, y era que no tenía celada de encaje, sino morrión simple; mas a esto suplió su industria, porque de cartones hizo un modo de media celada, que encajada con el morrión, hacía una apariencia de celada entera. Es verdad que para probar si era fuerte, y podía estar al riesgo de una cuchillada, sacó su espada, y le dió dos golpes, y con el primero y en un punto deshizo lo que había hecho en una semana: y no dejó de parecerle mal la facilidad con que la había hecho pedazos, y por asegurarse de este peligro, lo tornó a hacer de nuevo, poniéndole unas barras de hierro por de dentro de tal manera, que él quedó satisfecho de su fortaleza; y, sin querer hacer nueva experiencia de ella, la diputó y tuvo por celada finísima de encaje. Fue luego a ver a su rocín, y aunque tenía más cuartos que un real, y más tachas que el caballo de Gonela, que tantum pellis, et ossa fuit, le pareció que ni el Bucéfalo de Alejandro, ni Babieca el del Cid con él se igualaban. Cuatro días se le pasaron en imaginar qué nombre le podría: porque, según se decía él a sí mismo, no era razón que caballo de caballero tan famoso, y tan bueno él por sí, estuviese sin nombre conocido; y así procuraba acomodársele, de manera que declarase quien había sido, antes que fuese de caballero andante, y lo que era entones: pues estaba muy puesto en razón, que mudando su señor estado, mudase él también el nombre; y le cobrase famoso y de estruendo, como convenía a la nueva orden y al nuevo ejercicio que ya profesaba: y así después de muchos nombres que formó, borró y quitó, añadió, deshizo y tornó a hacer en su memoria e imaginación, al fin le vino a llamar Rocinante, nombre a su parecer alto, sonoro y significativo de lo que había sido cuando fue rocín, antes de lo que ahora era, que era antes y primero de todos los rocines del mundo. Puesto nombre y tan a su gusto a su caballo, quiso ponérsele a sí mismo, y en este pensamiento, duró otros ocho días, y al cabo se vino a llamar don Quijote, de donde como queda dicho, tomaron ocasión los autores de esta tan verdadera historia, que sin duda se debía llamar Quijada, y no Quesada como otros quisieron decir. Pero acordándose que el valeroso Amadís, no sólo se había contentado con llamarse Amadís a secas, sino que añadió el nombre de su reino y patria, por hacerla famosa, y se llamó Amadís de Gaula, así quiso, como buen caballero, añadir al suyo el nombre de la suya, y llamarse don Quijote de la Mancha, con que a su parecer declaraba muy al vivo su linaje y patria, y la honraba con tomar el sobrenombre della. Limpias, pues, sus armas, hecho del morrión celada, puesto nombre a su rocín, y confirmándose a sí mismo, se dió a entender que no le faltaba otra cosa, sino buscar una dama de quien enamorarse, porque el caballero andante sin amores, era árbol sin hojas y sin fruto, y cuerpo sin alma. Decíase él: si yo por malos de mis pecados, por por mi buena suerte, me encuentro por ahí con algún gigante, como de ordinario les acontece a los caballeros andantes, y le derribo de un encuentro, o le parto por mitad del cuerpo, o finalmente, le venzo y le rindo, ¿no será bien tener a quién enviarle presentado, y que entre y se hinque de rodillas ante mi dulce señora, y diga con voz humilde y rendida: yo señora, soy el gigante Caraculiambro, señor de la ínsula Malindrania, a quien venció en singular batalla el jamás como se debe alabado caballero D. Quijote de la Mancha, el cual me mandó que me presentase ante la vuestra merced, para que la vuestra grandeza disponga de mí a su talante? ¡Oh, cómo se holgó nuestro buen caballero, cuando hubo hecho este discurso, y más cuando halló a quién dar nombre de su dama! Y fue, a lo que se cree, que en un lugar cerca del suyo había una moza labradora de muy buen parecer, de quien él un tiempo anduvo enamorado, aunque según se entiende, ella jamás lo supo ni se dió cata de ello. Llamábase Aldonza Lorenzo, y a esta le pareció ser bien darle título de señora de sus pensamientos; y buscándole nombre que no desdijese mucho del suyo, y que tirase y se encaminase al de princesa y gran señora, vino a llamarla Dulcinea del Toboso, porque era natural del Toboso, nombre a su parecer músico y peregrino y significativo, como todos los demás que a él y a sus cosas había puesto.
Capítulo 2: Que trata de la primera salida que de su tierra hizo el ingenioso D. Quijote Hechas, pues, estas prevenciones, no quiso aguardar más tiempo a poner en efecto su pensamiento, apretándole a ello la falta que él pensaba que hacía en el mundo su tardanza, según eran los agravios que pensaba deshacer, tuertos que enderezar, sinrazones que enmendar, y abusos que mejorar, y deudas que satisfacer; y así, sin dar parte a persona alguna de su intención, y sin que nadie le viese, una mañana, antes del día (que era uno de los calurosos del mes de Julio), se armó de todas sus armas, subió sobre Rocinante, puesta su mal compuesta celada, embrazó su adarga, tomó su lanza, y por la puerta falsa de un corral, salió al campo con grandísimo contento y alborozo de ver con cuánta facilidad había dado principio a su buen deseo. Mas apenas se vió en el campo, cuando le asaltó un pensamiento terrible, y tal, que por poco le hiciera dejar la comenzada empresa: y fue que le vino a la memoria que no era armado caballero, y que, conforme a la ley de caballería, ni podía ni debía tomar armas con ningún caballero; y puesto qeu lo fuera, había de llevar armas blancas, como novel caballero, sin empresa en el escudo, hasta que por su esfuerzo la ganase. Estos pensamientos le hicieron titubear en su propósito; mas pudiendo más su locura que otra razón alguna, propuso de hacerse armar caballero del primero que topase, a imitación de otros muchos que así lo hicieron, según él había leído en los libros que tal le tenían. En lo de las armas blancas pensaba limpiarlas de manera, en teniendo lugar, que lo fuesen más que un armiño: y con esto se quietó y prosiguió su camino, sin llevar otro que el que su caballo quería, creyendo que en aquello consistía la fuerza de las aventuras. Yendo, pues, caminando nuestro flamante aventurero, iba hablando consigo mismo, y diciendo: ¿Quién duda sino que en los venideros tiempos, ciando salga a luz la verdadera historia de mis famosos hechos, que el sabio que los escribiere, no ponga, cuando llegue a contar esta mi primera salida tan de mañana, de esta manera? "Apenas había el rubicundo Apolo tendido por la faz de la ancha y espaciosa tierra las doradas hebras de sus hermosos cabellos, y apenas los pequeños y pintados pajarillos con sus arpadas lenguas habían saludado con dulce y meliflua armonía la venida de la rosada aurora que dejando la blanda cama del celoso marido, por las puertas y balcones del manchego horizonte a los mortales se mostraba, cuando el famoso caballero D. Quijote de la Mancha, dejando las ociosas plumas, subió sobre su famoso caballo Rocinante, y comenzó a caminar por el antiguo y conocido campo de Montiel." (Y era la verdad que por él caminaba) y añadió diciendo: "dichosa edad, y siglo dichoso aquel adonde saldrán a luz las famosas hazañas mías, dignas de entallarse en bronce, esculpirse en mármoles y esculpirse en mármoles y pintarse en tablas para memoria en lo futuro. ¡Oh tú, sabio encantador, quienquiera que seas, a quien ha de tocar el ser coronista de esta peregrina historia! Ruégote que no te olvides de mi buen Rocinante compañero eterno mío en todos mis caminos y carreras." Luego volvía diciendo, como si verdaderamente fuera enamorado: "¡Oh, princesa Dulcinea, señora de este cautivo corazón! Mucho agravio me habedes fecho en despedirme y reprocharme con el riguroso afincamiento de mandarme no parecer ante la vuestra fermosura. Plégaos, señora, de membraros de este vuestro sujeto corazón, que tantas cuitas por vuestro amor padece." Con estos iba ensartando otros disparates, todos al modo de los que sus libros le habían enseñado, imitando en cuanto podía su lenguaje; y con esto caminaba tan despaico, y el sol entraba tan apriesa y con tanto ardor, que fuera bastante a derretirle los sesos, si algunos tuviera. Casi todo aquel día caminó sin acontecerle cosa que de contar fuese, de lo cual se desesperaba, poerque quisiera topar luego, con quien hacer experiencia del valor de su fuerte brazo. Autores hay que dicen que la primera aventura que le avino fue la de Puerto Lápice; otros dicen que la de los molinos de viento; pero lo que yo he podido averiguar en este caso, y lo que he hallado escrito en los anales de la Mancha, es que él anduvo todo aquel día, y al anochecer, su rocín y él se hallaron cansados y muertos de hambre; y que mirando a todas partes, por ver si descubriría algún castillo o alguna majada de pastores donde recogerse, y adonde pudiese remediar su mucha necesidad, vió no lejos del camino por donde iba una venta, que fue como si viera una estrella, que a los portales, si no a los alcázares de su redención, le encaminaba. Dióse priesa a caminar, y llegó a ella a tiempo que anochecía. Estaban acaso a la puerta dos mujeres mozas, de estas que llaman del partido, las cuales iban a Sevilla con unos arrieros, que en la venta aquella noche acertaron a hacer jornada; y como a nuestro aventurero todo cuanto pensaba, veía o imaginaba, le parecía ser hecho y pasar al modo de lo que había leído, luego que vió la venta se le representó que era un castillo con sus cuatro torres y chapiteles de luciente plata, sin faltarle su puente levadizo y honda cava, con todos aquellos adherentes que semejantes castillos se pintan. Fuese llegando a la venta (que a él le parecía castillo), y a poco trecho de ella detuvo las riendas a Rocinante, esperando que algún enano se pusiese entre las almenas a dar señal con alguna trompeta de que llegaba caballero al castillo; pero como vió que se tardaban, y que Rocinante se daba priesa por llegar a la caballeriza, se llegó a la puerta de la venta, y vió a las dos distraídas mozas que allí estaban, que a él le parecieron dos hermosas doncellas, o dos graciosas damas, que delante de la puerta del castillo se estaban solazando. En esto sucedió acaso que un porquero, que andaba recogiendo de unos rastrojos una manada de puercos (que sin perdón así se llaman), tocó un cuerno, a cuya señal ellos se recogen, y al instante se le representó a D. Quijote lo que deseaba, que era que algún enano hacía señal de su venida, y así con extraño contento llegó a la venta y a las damas, las cuales, como vieron venir un hombre de aquella suerte armado, y con lanza y adarga, llenas de miedo se iban a entrar en la venta; pero Don Quijote, coligiendo por su huida su miedo, alzándose la visera de papelón y descubriendo su seco y polvoso rostro, con gentil talante y voz reposada les dijo: non fuyan las vuestras mercedes, nin teman desaguisado alguno, ca a la órden de caballería que profeso non toca ni atañe facerle a ninguno, cuanto más a tan altas doncellas, como vuestras presencias demuestran. Mirábanle las mozas y andaban con los ojos buscándole el rostro que la mala visera le encubría; mas como se oyeron llamar doncellas, cosa tan fuera de su profesión, no pudieron tener la risa, y fue de manera, que Don Quijote vino a correrse y a decirles: Bien parece la mesura en las fermosas, y es mucha sandez además la risa que de leve causa procede; pero non vos lo digo porque os acuitedes ni mostredes mal talante, que el mío non es de al que de serviros. El lenguaje no entendido de las señoras, y el mal talle de nuestro caballero, acrecentaba en ellas la risa y en él el enojo; y pasara muy adelante, si a aquel punto no saliera el ventero, hombre que por ser muy gordo era muy pacífico, el cual, viendo aquella figura contrahecha, armada de armas tan desiguales, como eran la brida, lanza, adarga y coselete, no estuvo en nada en acompañar a las doncellas en las muestras de su contento; mas, en efecto, temiendo la máquina de tantos pertrechos, determinó de hablarle comedidamente, y así le dijo: si vuestra merced, señor caballero, busca posada, amén del lecho (porque en esta venta no hay ninguno), todo lo demás se hallará en ella en mucha abundancia. Viendo Don Quijote la humildad del alcaide de la fortaleza (que tal le pareció a él el ventero y la venta), respondió: para mí, señor castellano, cualquiera cosa basta, porque mis arreos son las armas, mi descanso el pelear, etc. Pensó el huésped que el haberle llamado castellano había sido por haberle parecido de los senos de Castilla, aunque él era andaluz y de los de la playa de Sanlúcar, no menos ladrón que Caco, ni menos maleante que estudiante o paje. Y así le respondió: según eso, las camas de vuestra merced serán duras peñas, y su dormir siempre velar; y siendo así, bien se puede apear con seguridad de hallar en esta choza ocasión y ocasiones para no dormir en todo un año, cuanto más en una noche. Y diciendo esto, fue a tener del estribo a D. Quijote, el cual se apeó con mucha dificultad y trabajo, como aquel que en todo aquel día no se había desayunado. Dijo luego al huésped que le tuviese mucho cuidad de su caballo, porque era la mejor pieza que comía pan en el mundo. Miróle el ventero, y no le pareció tan bueno como Don Quijote decía, ni aun la mitad; y acomodándole en la caballeriza, volvió a ver lo que su huésped mandaba; al cual estaban desarmando las doncellas (que ya se habían reconciliado con él), las cuales, aunque le habían quitado el peto y el espaldar, jamás supieron ni pudieron desencajarle la gola, ni quitarle la contrahecha celada, que traía atada con unas cintas verdes, y era menester cortarlas, por no poderse queitar los nudos; mas él no lo quiso consentir en ninguna manera; y así se quedó toda aquella noche con la celada puesta, que era la más graciosa y extraña figura que se pudiera pensar; y al desarmarle (como él se imaginaba que aquellas traídas y llevadas que le desarmaban, eran algunas principales señoras y damas de aquel castillo), les dijo con mucho donaire: Nunca fuera caballero de damas tan bien servido, como fuera D. Quijote cuando de su aldea vino; doncellas curaban dél, princesas de su Rocino. O Rocinante, que este es el nombre, señoras mías, de mi caballo, y Don Quijote de la Mancha el mío; que puesto que no quisiera descubrirme fasta que las fazañas fechas en vuestro servicio y pro me descubrieran, la fuerza de acomodar al propósito presente este romance viejo de Lanzarote, ha sido causa que sepáis mi nombre antes de toda sazón; pero tiempo vendrá en que las vuestras señorías me manden, y yo obedezca, y el valor de mi brazo descubra el deseo que tengo de serviros. Las mozas, que no estaban hechas a oír semejantes retóricas, no respondían palabra; sólo le preguntaron si quería comer alguna cosa. Cualquiera yantaría yo, respondió D. Quijote, porque a lo que entiendo me haría mucho al caso. A dicha acertó a ser viernes aquél día, y no había en toda la venta sino unas raciones de un pescado, que en Castilla llaman abadejo, y en Andalucía bacalao, y en otras partes curadillo, y en otras truchuela. Preguntáronle si por ventura comería su merced truchuela, que no había otro pescado que darle a comer. Como haya muchas truchuelas, respondió D. Quijote, podrán servir de una trueba; porque eso se me da que me den ocho reales en sencillos, que una pieza de a ocho. Cuanto más, que podría ser que fuesen estas truchuelas como la ternera, que es mejor que la vaca, y el cabrito que el cabrón. Pero sea lo que fuere, venga luego, que el trabajo y peso de las armas no se puede llevar sin el gobierno de las tripas. Pusiéronle la mesa a la puerta de la venta por el fresco, y trájole el huésped una porción de mal remojado, y peor cocido bacalao, y un pan tan negro y mugriento como sus armas. Pero era materia de grande risa verle comer, porque como tenía puesta la celada y alzada la visera, no podía poner nada en la boca con sus manos, si otro no se lo daba y ponía; y así una de aquellas señoras sería de este menester; mas el darle de beber no fue posible, ni lo fuera si el ventero no horadara una caña, y puesto el un cabo en la boca, por el otro, le iba echando el vino. Y todo esto lo recibía en paciencia, a trueco de no romper las cintas de la celada. Estando en esto, llegó acaso a la venta un castrador de puercos, y así como llegó sonó su silbato de cañas cuatro o cinco veces, con lo cual acabó de confirmar Don Quijote que estaba en algún famoso castillo, y que le servían con música, y que el abadejo eran truchas, el pan candeal, y las rameras damas, y el ventero castellano del castillo; y con esto daba por bien empleada su determinación y salida. Mas lo que más le fatigaba era el no verse armado caballero, por parecerle que no se podría poner legítimamente en aventura alguna sin recibir la órden de caballería.
Capítulo 3: Donde se cuenta la graciosa manera que tuvo D. Quijote en armarse caballero Y así, fatigado de este pensamiento, abrevió su venteril y limitada cena, la cual acabada llamó al ventero, y encerrándose con él en la caballeriza, se hincó de rodillas ante él, diciéndole, no me levantaré jamás de donde estoy, valeroso caballero, fasta que la vuestra cortesía, me otorgue un don que pedirle quiero, el cual redundará en alabanza vuestra y en pro del género humano. El ventero que vió a su huésped a sus pies, y oyó semejantes razones, estaba confuso mirándole, sin saber qué hacerse ni decirle, y porfiaba con él que se levantase; y jamás quiso, hasta que le hubo de decir que él le otorgaba el don que le pedía. No esperaba yo menos de la gran magnificencia vuestra, señor mío, respondió D. Quijote; y así os digo que el don que os he pedido, y de vuestra liberalidad me ha sido otorgado, es que mañana, en aquel día, me habéis de armar caballero, y esta noche en la capilla de este vuestro castillo velaré las armas; y mañana, como tengo dicho, se cumplirá lo que tanto deseo, para poder, como se debe, ir por todas las cuatro partes del mundo buscando las aventuras en pro de los menesterosos, como está a cargo de la caballería y de los caballeros andantes, como yo soy, cuyo deseo a semejantes fazañas es inclinado. El ventero, que como está dicho, era un poco socarrón, y ya tenía algunos barruntos de la falta de juicio de su huésped, acabó de creerlo cuando acabó de oír semejantes razones, y por tener que reír aquella noche, determinó seguirle el humor; así le dijo que andaba muy acertado en lo qeu deseaba y pedía, y que tal prosupuesto era propio y natural de los caballeros tan principales como él parecía, y como su gallarda presencia mostraba, y que él ansimesmo, en los años de su mocedad se había dado a aquel honroso ejercicio, andando por diversas partes del mundo buscando sus aventuras, sin que hubiese dejado los percheles de Málaga, islas de Riarán, compás de Sevilla, azoguejo de Segovia, la olivera de Valencia, rondilla de Granada, playa de Sanlúcar, potro de Córdoba, y las ventillas de Toledo, y otras diversas partes donde había ejercitado la ligereza de sus pies y sutileza de sus manos, haciendo muchos tuertos, recuestando muchas viudas, deshaciendo algunas doncellas, y engañando a muchos pupilos, y finalmente, dándose a conocer por cuantas audiencias y tribunales hay casi en toda España; y que a lo último se había venido a recoger a aquel su castillo, donde vivía con toda su hacienda y con las ajenas, recogiendo en él a todos los caballeros andantes de cualquiera calidad y condición que fuesen, sólo por la mucha afición que les tenía, y porque partiesen con él de su shaberes en pago de su buen deseo. Díjole también que en aquel su castillo no había capilla alguna donde poder velar las armas, porque estaba derribada para hacerla de nuevo; pero en caso de necesidad él sabía que se podían velar donde quiera, y que aquella noche las podría velar en un patio del castillo; que a la mañana, siendo Dios servido, se harían las debidas ceremonias de manera que él quedase armado caballero, y tan caballero que no pudiese ser más en el mundo. Preguntóle si traía dineros: respondió Don Quijote que no traía blanca, porque él nunca había leído en las historias de los caballeros andantes que ninguno los hubiese traído. A esto dijo el ventero que se engañaba: que puesto caso que en las historias no se escribía, por haberles parecido a los autores de ellas que no era menester escribir una cosa tan clara y tan necesaria de traerse, como eran dineros y camisas limpias, no por eso se había de creer que no los trajeron; y así tuviese por cierto y averiguado que todos los caballeros andantes (de que tantos libros están llenos y atestados) llevaban bien erradas las bolsas por lo que pudiese sucederles, y que asimismo llevaban camisas y una arqueta pequeña llena de ungüentos para curar las heridas que recibían, porque no todas veces en los campos y desiertos, donde se combatían y salían heridos, había quien los curase, si ya no era que tenían algún sabio encantador por amigo que luego los socorría, trayendo por el aire, en alguna nube, alguna doncella o enano con alguna redoma de agua de tal virtud, que en gustando alguna gota de ella, luego al punto quedaban sanos de sus llagas y heridas, como si mal alguno no hubiesen tenido; mas que en tanto que esto no hubiese, tuvieron los pasados caballeros por cosa acertada que sus escuderos fuesen proveídos de dineros y de otras cosas necesarias, como eran hilas y ungüentos para curarse; y cuando sucedía que los tales caballeros no tenían escuderos (que eran pocas y raras veces), ellos mismos lo llevaban todo en unas alforjas muy sutiles, que casi no se parecían a las ancas del caballo, como que era otra cosa de más importancia; porque no siendo por ocasión semejante, esto de llevar alforjas no fue muy admitido entre los caballeros andantes; y por esto le daba por consejo (pues aún se lo podía mandar como a su ahijado, que tan presto lo había de ser), que no caminase de allí adelante sn dineros y sin las prevenciones referidas, y que vería cuán bien se hallaba con ellas cuando menos se pensase. Prometióle don Quijote de hacer lo que se le aconsejaba con toda puntualidad; y así se dió luego orden como velase las armas en un corral grande, que a un lado de la venta estaba, y recogiéndolas Don Quijote todas, las puso sobre una pila que junto a un pozo estaba, y embrazando su adarga, asió de su lanza, y con gentil continente se comenzó a pasear delante de la pila; y cuando comenzó el paseo, comenzaba a cerrar la noche. Contó el ventero a todos cuantos estaban en la venta la locura de su huésped, la vela de las armas y la armazón de caballería que esperaba. Admirándose de tan extraño género de locura, fuéronselo a mirar desde lejos, y vieron que, con sosegado ademán, unas veces se paseaba, otras arrimado a su lanza ponía los ojos en las armas sin quitarlos por un buen espacio de ellas. Acabó de cerrar la noche; pero con tanta claridad de la luna, que podía competir con el que se le prestaba, de manera que cuanto el novel caballero hacía era bien visto de todos. Antojósele en esto a uno de los arrieros que estaban en la venta ir a dar agua a su recua, y fue menester quitar las armas de Don Quijote, que estaban sobre la pila, el cual, viéndole llegar, en voz alta le dijo: ¡Oh tú, quienquiera que seas, atrevido caballero, que llegas a tocar las armas del más valeroso andante que jamás se ciñó espada, mira lo que haces, y no las toques, si no quieres dejar la vida en pago de tu atrevimiento! No se curó el arriero de estas razones (y fuera mejor que se curara, porque fuera curarse en salud); antes, trabando de las correas, las arrojó gran trecho de sí, lo cual visto por Don Quijote, alzó los ojos al cielo, y puesto el pensamiento (a lo que pareció) en su señora Dulcinea, dijo: acorredme, señora mía, en esta primera afrenta que a este vuestro avasallado pecho se le ofrece; no me desfallezca en este primero trance vuestro favor y amparo: y diciendo estas y otras semejantes razones, soltando la adarga, alzó la lanza a dos manos y dió con ella tan gran golpe al arriero en la cabeza, que le derribó en el suelo tan maltrecho, que, si secundara con otro, no tuviera necesidad de maestro que le curara. Hecho esto, recogió sus armas, y tornó a pasearse con el mismo reposo que primero. Desde allí a poco, sin saberse lo que había pasado (porque aún estaba aturdido el arriero), llegó otro con la misma intención de dar agua a sus mulos; y llegando a quitar las armas para desembarazar la pila, sin hablar Don Quijote palabra, y sin pedir favor a nadie, soltó otra vez la adarga, y alzó otra vez la lanza, y sin hacerla pedazos hizo más de tres la cabeza del segundo arriero, porque se la abrió por cuatro. Al ruido acudió toda la gente de la venta, y entre ellos el ventero. Viendo esto Don Quijote, embrazó su adarga, y puesta mano a su espada, dijo: ¡Oh, señora de la fermosura, esfuerzo y vigor del debilitado corazón mío, ahora es tiempo que vuelvas los ojos de tu grandeza a este tu cautivo caballero, que tamaña aventura está atendiendo! Con esto cobró a su parecer tanto ánimo, que si le acometieran todos los arrieros del mundo, no volviera el pie atrás. Los compañeros de los heridos que tales los vieron, comenzaron desde lejos a llover piedras sobre Don Quijote, el cual lo mejor que podía se reparaba con su adarga y no se osaba apartar de la pila por no desamparar las armas. El ventero daba voces que le dejasen, porque ya les había dicho como era loco, y que por loco se libraría, aunque los matase a todos. También Don Quijote las daba mayores, llamándolos de alevosos y traidores, y que el señor del castillo era un follón y mal nacido caballero, pues de tal manera consentía que se tratasen los andantes caballeros, y que si él hubiera recibido la orden de caballería, que él le diera a entender su alevosía; pero de vosotros, soez y baja canalla, no hago caso alguno: tirad, llegad, venid y ofendedme en cuanto pudiéredes, que vosotros veréis el pago que lleváis de vuestra sandez y demasía. Decía esto con tanto brío y denuedo, que infundió un terrible temor en los que le acometían; y así por esto como por las persuasiones del ventero, le dejaron de tirar, y él dejó retirar a los heridos, y tornó a la vela de sus armas con la misma quietud y sosiego que primero. No le parecieron bien al ventero las burlas de su huésped, y determinó abreviar y darle la negra orden de caballería luego, antes que otra desgracia sucediese; y así, llegándose a él se disculpó de la insolencia que aquella gente baja con él había usado, sin que él supiese cosa alguna; pero que bien castigado quedaban de su atrevimiento. Díjole, como ya le había dicho, que en aquel castillo no había capilla, y para lo que restaba de hacer tampoco era necesaria; que todo el toque de quedar armado caballero consistía en la pescozada y en el espaldarazo, según él tenía noticia del ceremonial de la orden, y que aquello en mitad de un campo se podía hacer; y que ya había cumplido con lo que tocaba al elar de las armas, que con solas dos horas de vela se cumplía, cuanto más que él había estado más de cuatro. Todo se lo creyó Don Quijote, y dijo que él estaba allí pronto para obedecerle, y que concluyese con la mayor brevedad que pudiese; porque si fuese otra vez acometido, y se viese armado caballero, no pensaba dejar persona viva en el castillo, excepto aquellas que él le mandase, a quien por su respeto dejaría. Advertido y medroso de esto el castellano, trajo luego un libro donde asentaba la paja y cebada que daba a los arrieros, y con un cabo de vela que le traía un muchacho, y con las dos ya dichas doncellas, se vino a donde Don Quijote estaba, al cual mandó hincar de rodillas, y leyendo en su manual como que decía alguna devota oración, en mitad de la leyenda alzó la mano, y dióle sobre el cuello un buen golpe, y tras él con su misma espada un gentil espaldarazo, siempre murmurando entre dientes como que rezaba. Hecho esto, mandó a una de aquellas damas que le ciñese la espada, la cual lo hizo con mucha desenvoltura y discreción, porque no fue menester poca para no reventar de risa a cada punto de las ceremonias; pero las proezas que ya habían visto del novel caballero les tenía la risa a raya. Al ceñirle la espada dijo la buena señora: Dios haga a vuestra merced muy venturoso caballero, y le dé ventura en lides. Don Quijote le preguntó como se llamaba, porque él supiese de allí adelante a quién quedaba obligado por la merced recibida, porque pensaba darle alguna parte de la honra que alcanzase por el valor de su brazo. Ella respondió con mucha humildad que se llamaba la Tolosa, y que era hija de un remendón, natural de Toledo, que vivía a las tendillas de Sancho Bienaya, y que donde quiera que ella estuviese le serviría y le tendría por señor. Don Quijote le replicó que por su amor le hiciese merced, que de allí en adelante se pusiese don, y se llamase doña Tolosa. Ella se lo prometió; y la otra le calzó la espuela, con la cual le pasó casi el mismo coloquio que con la de la espada. Preguntóle su nombre, y dijo que se llamaba la Molinera, y que era hija de un honrado molinero de Antequera; a la cual también rogó Don Quijote que se pusiese don, y se llamase doña Molinera, ofreciéndole nuevos servicios y mercedes. Hechas, pues, de galope y aprisa las hasta allí nunca vistas ceremonias, no vió la hora Don Quijote de verse a caballo y salir buscando las aventuras; y ensillando luego a Rocinante, subió en él, y abrazando a su huésped, le dijo cosas tan extrañas, agradeciéndole la merced de haberle armado caballero, que no es posible acertar a referirlas. El ventero, por verle ya fuera de la venta, con no menos retóricas, aunque con más breves palabras, respondió a las suyas, y sin pedirle la costa de la posada, le dejó ir a la buena hora.
Capítulo 4: De lo que le sucedió a nuestro caballero cuando salió de la venta La del alba sería cuando Don Quijote salió de la venta, tan contento, tan gallardo, tan alborozado por verse ya armado caballero, que el gozo le reventaba por las cinchas del caballo. Mas viniéndole a la memoria los consejos de su huésped acerca de las prevenciones tan necesarias que había de llevar consigo, en especial la de los dineros y camisas, determinó volver a su casa y acomodarse de todo, y de un escudero, haciendo cuenta de recibir a un labrador vecino suyo, que era pobre y con hijos, pero muy a propósito para el oficio escuderil de la caballería. Con este pensamiento guió a Rocinante hacia su aldea, el cual casi conociendo la querencia, con tanta gana comenzó a caminar, que parecía que no ponía los pies en el suelo. No había andado mucho, cuando le pareció que a su diestra mano, de la espesura de un bosque que allí estaba, salían unas voces delicadas, como de persona que se quejaba; y apenas las hubo oído, cuando dijo: gracias doy al cielo por la merced que me hace, pues tan presto me pone ocasiones delante, donde yo pueda cumplir con lo que debo a mi profesión, y donde pueda coger el fruto de mis buenos deseos: estas voces sin duda son de algún menesteroso o menesterosa, que ha menester mi favor y ayuda: y volviendo las riendas encaminó a Rocinante hacia donde le pareció que las voces salían; y a pocos pasos que entró por el bosque, vió atada una yegua a una encina, y atado en otra un muchacho desnudo de medio cuerpo arriba, de edad de quince años, que era el que las voces daba y no sin causa, porque le estaba dando con una pretina muchos azotes un labrador de buen talle, y cada azote le acompañaba con una reprensión y consejo, porque decía: la lengua queda y los ojos listos. Y el muchacho respondía: no lo haré otra vez, señor mío; por la pasión de Dios, que no lo haré otra vez, y yo prometo de tener de aquí adelante más cuidado con el hato. Y viendo Don Quijote lo que pasaba, con voz airada dijo: descortés caballero, mal parece tomaros con quien defender no se puede; subid sobre vuestro caballo y tomad vuestra lanza, (que también tenía una lanza arrimada a la encina, adonde estaba arrendada la yegua) que yo os haré conocer ser de cobardes lo que estáis haciendo. El labrador, que vió sobre sí aquella figura llena de armas, blandiendo la lanza sobre su rostro, túvose por muerto, y con buenas palabras respondió: señor caballero, este muchacho que estoy castigando es un mi criado, que me sirve de guardar una manada de ovejas que tengo en estos contornos, el cual es tan descuidado que cada día me falta una, y porque castigo su descuido o bellaquería, dice que lo hago de miserable, por no pagarle la soldada que le debo, y en Dios y en mi ánima que miente. ¿Miente, delante de mí, ruin villano? dijo Don Quijote. Por el sol que nos alumbra, que estoy por pasaros de parte a parte con esta lanza: pagadle luego sin más réplica; si no, por el Dios que nos rige, que os concluya y aniquile en este punto: desatadlo luego. El labrador bajó la cabeza, y sin responder palabra desató a su criado, al cual preguntó Don Quijote que cuánto le debía su amo. El dijo que nueve meses, a siete reales cada mes. Hizo la cuenta Don Quijote, y halló que montaban sesenta y tres reales, y díjole al labrador que al momento los desembolsase, si no quería morir por ello. Respondió el medroso villano, que por el paso en que estaba y juramento que había hecho (y aún no había jurado nada), que no eran tantos, porque se le había de descontar y recibir en cuenta tres pares de zapatos que le había dado, y un real de dos sangrías que le habían hecho estando enfermo. Bien está todo eso, replicó Don Quijote; pero quédense los zapatos y las sangrías por los azotes que sin culpa le habéis dado, que si él rompió el cuero de los zapatos que vos pagásteis, vos le habéis rompido el de su cuerpo, y si le sacó el barbero sangre estando enfermo, vos en sanidad se la habéis sacado; así que por esta parte no os debe nada. El daño está, señor caballero, en que no tengo aquí dineros: véngase Andrés conmigo a mi casa, que yo se los pagaré un real sobre otro. ¿Irme yo con él, dijo el muchacho, más? ¡Mal año! No, señor, ni por pienso, porque en viéndose solo me desollará como a un San Bartolomé. No hará tal, replicó Don Quijote; basta que yo se lo mande para que me tenga respeto, y con que él me lo jure por la ley de caballería que ha recibido, le dejaré ir libre y aseguraré la paga. Mire vuestra merced, señor, lo que dice, dijo el muchacho, que este mi amo no es caballero, ni ha recibido orden de caballería alguna, que es Juan Haldudo el rico, vecino del Quintanar. Importa poco eso, respondió Don Quijote, que Haldudos puede haber caballeros, cuanto más que cada uno es hijo de sus obras. Así es verdad, dijo Andrés; pero este mi amo, ¿de qué obras es hijo, pues me niega mi soldada y mi sudor y trabajo? No niego, hermano Andrés, respondió el labrador, y hacedme placer de veniros conmigo, que yo juro, por todas las órdenes de caballerías hay en el mundo, de pagaros, como tengo dicho, un real sobre otro, y aun sahumados. Del sahumerio os hago gracia, dijo Don Quijote, dádselos en reales, que con esto me contento; y mirad que lo cumpláis como lo habéis jurado; si no, por el mismojuramento os juro de volver a buscaros y a castigaros, y que os tengo de hallar aunque os escondáis más que una lagartija. Y si queréis saber quién os manda esto, para quedar con más veras obligado a cumplirlo, sabed que yo soy el valeroso Don Quijote de la Mancha, el desfacedor de agravios y sinrazones; y a Dios quedad, y no se os parta de las mientes lo prometido y jurado, so pena de la pena pronunciada. Y en diciendo esto picó a su Rocinante, y en breve espacio se apartó de ellos. Siguióle el labrador con los ojos, y cuando vió que había traspuesto el bosque y que ya no parecía, volvióse a su criado Andrés y díjole: Venid acá, hijo mío, que os quiero pagar lo que os debo, como aquel desfacedor de agravios me dejó mandado. Eso juro yo, dijo Andrés, y como que andará vuestra merced acertado en cumplir el mandamiento de aquel buen caballero, que mil años viva, que según es de valeroso y de buen jue, vive Roque, que si no me paga, que vuelva y ejecute lo que dijo. También lo juro yo, dijo el labrador; pero por lo mucho que os quiero, quiero acrecentar la deuda por acrecentar la paga. Y asiéndolo del brazo, le tornó a atar a la encina, donde le dió tantos azotes, que le dejó por muerto. Llamad, señor Andrés, ahora, decía el labrador, al desfacedor de agravios, veréis cómo no desface aqueste, aunque creo que no está acabado de hacer, porque me viene gana de desollaros vivo, como vos temíades.<BR< riendo. Y de esta manera deshizo el agravio el valeroso Don Quijote, el cual, contentísimo de lo sucedido, pareciéndole que había dado felicísimo y alto principio a sus caballerías, con gran satisfacción de sí mismo iba caminando hacia su aldea, diciendo a media voz: Bien te puedes llamar dichosas sobre cuantas hoy viven en la tierra, oh sobre las bellas, bella Dulcinea del Toboso, pues te cupo en suerte tener sujeto y rendido a toda tu voluntad y talante a un tan valiente y tan nombrado caballero, como lo es y será Don Quijote de la Mancha, el cual, como todo el mundo sabe, ayer recibió la orden de caballería, y hoy ha desfecho el mayor tuerto y agravio que formó la sinrazón y cometió la crueldad; hoy quitó el látigo de la mano a aquel despiadado enemigo que tan sin ocasión valpuleaba a aquel delicado infante. En esto llegó a un camino que en cuatro se dividía, y luego se le vino a la imaginación las encrucijadas donde los caballeros andantes se ponían a pensar cuál camino de aquellos tomarían; y por imitarlos, estuvo un rato quedo, y al cabo de haberlo muy bien pensado soltó la rienda a Rocinante, dejando a la voluntad del rocín la suya, el cual siguió su primer intento, que fue el irse camino de su caballeriza, y habiendo andado como dos millas, descubrió Don Quijote un gran tropel de gente que, como después se supo, eran unos mercaderes toledanos, que iban a comprar a Murcia. Eran seis, y venían con sus quitasoles, con otros cuatro criados a caballo y tres mozos de mulas a pie. Apenas les divisó Don Quijote, cuando se imaginó ser cosa de nueva aventura, y por imitar en todo, cuanto a él le parecía posible, los pasos que había leído en su s libros, le pareció venir allí de molde uno que pensaba hacer; y así con gentil continente y denuedo se afirmó bien en los estribos, apretó la lanza, llegó la adarga al pecho, y puesto en la mitad del camino estuvo esperando que aquellos caballeros andantes llegasen (que ya él por tales los tenía y juzgaba); y cuando llegaron a trecho que se pudieron ver y oír, levantó Don Quijote la voz, y con ademán arrogante dijo: todo el mundo se tenga, si todo el mundo no confiesa que no hay en el mundo todo doncella más hermosa que la emperatriz de la Mancha, la sin par Dulcinea del Toboso. Paráronse los mercaderes al son de estas razones, y al ver la estraña figura del que las decía, y por la figura y por ellas luego echaron de ver la locura de su dueño, mas quisieron ver despacio en qué paraba aquella confesión que se les pedía; y uno de ellos, que era un poco burlón y muy mucho discreto, le dijo: señor caballero, nosotros no conocemos quién es esa buena señora que decís; mostrádnosla, que si ella fuere de tanta hermosura como significáis, de buena gana y sin apremio alguno confesaremos la verdad que por parte vuestra nos es pedida. Si os la mostrara, replicó Don Quijote, ¿qué hiciérades vosotros en confesar una verdad tan notoria? La importancia está en que sin verla lo habéis de creer, confesar, afirmar, jurar y defender; donde no, conmigo sois en batalla, gente descomunal y soberbia: que ahora vengáis uno a uno, como pide la orden de caballería, ora todos juntos, como es costumbre y mala usanza de los de vuestra ralea, aquí os aguardo y espero, confiado en la razón que de mi parte tengo. Señor caballero, replicó el mercader, suplico a vuestra merced en nombre de todos estos príncipes que aquí estamos, que, porque no carguemos nuestras conciencias, confesando una cosa por nosotros jamás vista ni oída, y más siendo tan en perjuicio de las emperatrices y reinas del Alcarria y Extremadura, que vuestra merced sea servido de mostrarnos algún retrato de esa señora, aunque sea tamaño como un grano de trigo, que por el hilo se sacará el ovillo, y quedaremos con esto satisfechos y seguros, y vuestra merce quedará contento y pagado; y aun creo que estamos ya tan de su parte, que aunque su retrato nos muestre que es turerta de un ojo, y que del otro le mana bermellón y piedra azufre, con todo eso, por complacer a vuestra merced, diremos en su favor todo lo que quisiere. No le mana, canalla infame, respondió Don Quijote encendido en cólera, no le mana, digo, eso que decís, sino ámbar y algalia entre algodones, y no es tuerta ni corcobada, sino más derecha que un huso de Guadarrama; pero vosotros pagaréis la grande blasfemia que habéis dicho contra tamaña beldad, como es la de mi señora. Y en diciendo esto, arremetió con la lanza baja contra el que lo había dicho, con tanta furia y enojo, que si la buena suerte no hiciera que en la mitad del camino tropezara Rocinante, lo pasara mal el atrevido mercader. Cayó Rocinante, y fue rodando su amo una buena pieza por el campo, y queriéndose levantar, jamás pudo: tal embarazo le causaba la lanza, espuelas y celada, con el peso de las antiguas armas. Y entre tanto que pugnaba por levantarse y no podía, estaba diciendo: non fuyáis, gente cobarde, gente cautiva, atended que no por culpa mía, sino de mi caballo, estoy aquí tendido. Un mozo de mulas de los que allí venían, que no debía de ser muy bien intencionado, oyendo decir al pobre caído tantas arrogancias, no lo pudo sufrir sin darle la respuesta en las costillas. Y llegándose a él, tomó la lanza, y después de haberla hecho pedazos, con uno de ellos comenzó a dar a nuestro Don Quijote tantos palos, que a despecho y pesar de sus armas le molió como cibera. Dábanle voces sus amos que no le diese tanto, y que le dejase; pero estaba ya el mozo picado, y no quiso dejar el juego hasta envidar todo el resto de su cólera; y acudiendo por los demás trozos de la lanza, los acabó de deshacer sobre el miserable caído, que con toda aquella tempestad de palos que sobre él lovía, no cerraba la boca, amenazando al cielo y a la tierra y a los malandrines, que tal le parecían. Cansóse el mozo, y los mercaderes siguieron su camino, llevando que contar en todo él del pobre apaleado, el cual, después que se vió solo, tornó a probar si podía levantarse; pero, si no lo pudo hacer cuando sano y bueno, ¿cómo lo haría molido y casi deshecho? Y aún se tenía por dichoso, pareciéndole que aquella era propia desgracia de caballeros andantes, y toda la atribuía a la falta de su caballo; y no era posible levantarse, según tenía abrumado todo el cuerpo.
Capítulo 5: Donde se prosigue la narración de la desgracia de nuestro caballero Viendo, pues, que en efecto no podía menearse, acordó de acogerse a su ordinario remedio, que era pensar en algún paso de sus libros, y trájole su cólera a la memoria aquel de Baldovinos y del marqués de Mantua, cuando Carloto le dejó herido en la montaña... historia sabida de los niños, no ignorada de los mozos, celebrada y aun creída de viejos, y con todo esto no más verdadera que los milagros de Mahoma. Esta, pues, le pareció a él que le venía de molde para el paso en que se hallaba, y así con muestras de grande sentimiento, se comenzó a volcar por la tierra, y a decir con debilitado aliento lo mismo que dicen decía el herido caballero del bosque:
¿Dónde estáis, señora mía,
                                                                 que no te duele mi mal?
                                                                 O no lo sabes, señora,
                                                                 o eres falsa y desleal.

Y de esta manera fue prosiguiendo el romance hasta aquellos versos que dicen:

        Oh noble marquás de Mantua,
                                                                 mi tío y señor Carnal.

Y quiso la suerte que cuando llegó a este verso acertó a pasar por allí un labrador de su mismo lugar, y vecino suyo, que venía de llevar una carga de trigo al molino; el cual, viendo aquel hombre allí tendido, se llegó a él y le preguntó que quién era y qué mal sentía que tan tristemente se quejaba. Don Quijote creyó sin duda que aquel era el marqués de Mantua su tío, y así no le respondió otra cosa sino fue proseguir en su romance, donde le daba cuenta de su desgracia y de los amores del hijo del Emperante con su esposa, todo de la misma manera que el romance lo canta. El labrador estaba admirado oyendo aquellos disparates, y quitándole la visera, que ya estaba hecha pedazos de los palos, le limpió el rostro que lo tenía lleno de polvo; y apenas le hubo limpiado, cuando le conoció y le dijo: señor Quijada (que así se debía de llamar cuando él tenía juicio, y no había pasado de hidalgo sosegado a caballero andante) ¿quién ha puesto a vuestra merced de esta suerte? Pero él, seguía con su romance a cuanto le preguntaba. Viendo esto el buen hombre, lo mejor que pudo le quitó el peto y espaldar, para ver si tenía alguna herida; pero no vió sangre ni señal alguna. Procuró levantarle del suelo, y no con poco trabajo le subió sobre su jumento, por parecerle caballería más sosegada. Recogió las armas hasta las astillas de la lanza, y liólas sobre Rocinante, al cual tomó de la rienda, y del cabestro al asno, y se encaminó hacia su pueblo, bien pensativo de oír los disparates que Don Quijote decía; y no menos iba Don Quijote, que de puro molido y quebrantado no se podía tener sobre el borrico, y de cuando en cuando daba unos suspiro que los ponía en el cielo, de modo que de nuevo obligó a que el labrador le preguntase le dijese qué mal sentía; y no parece sino que el diablo le traía a la memoria los cuentos acomodados a sus sucesos, porque en aquel punto, olvidándose de Baldovinos, se acordó del moro Abindarráez cuando el alcaide de Antequera Rodrigo de Narváez le prendió, y llevó cautivo a su alcaidía. De suerte que cuando el labrador le volvió a preguntar cómo estaba y qué sentía, le respondió las mismas palabras y razones que el cautivo Abencerraje respondía a Rodrigo de Narváez, del mismo modo que él había leído la historia en la Diana de Jorge de Montemayor, donde se escribe; aprovechándose de ella tan de propósito que el labrador se iba dando al diablo de oír tanta máquina de necedades; por donde conoció que su vecino estaba loco, y dábase priesa a llegar al pueblo, por excusar el enfado que Don Quijote le causaba con su larga arenga. Al cabo de lo cual dijo; sepa vuestra merced, señor Don Rodrigo de Narváez, que esta hermosa Jarifa, que he dicho, es ahora la linda Dulcinea del Toboso, por quien yo he hecho, hago y haré los más famosos hechos de caballerías que se han visto, vean, ni verán en el mundo. A esto respondió el labrador: mire vuestra merced, señor, ¡pecador de mí! que yo no soy don Rodrigo de Narváez, ni el marqués de Mantua, sino Pedro Alonso, su vecino; ni vuestra merced es Baldominos, ni Abindarráez, sino el honrado hidalgo del señor Quijada; yo sé quien soy, respondió Don Quijote, y sé que puedo ser, no sólo los que he dicho, sino todos los doce Pares de Francia, y aún todos los nueve de la fama, pues a todas las hazañas que ellos todos juntos y cada uno de por sí hicieron, se aventajarán las mías. En estas pláticas y otras semejantes llegaron al lugar a la hora que anochecía; pero el labrador aguardó a que fuese algo más noche, porque no viesen al molido hidalgo tan mal caballero. Llegada, pues, la hora que le pareció, entró en el pueblo y en casa de Don Quijote, la cual halló toda alborotada, y estaban en ella el cura y el barbero del lugar, que eran grandes amigos de Don Quijote, que estaba diciéndoles su ama a voces: ¿qué le parece a vuestra merced, señor licenciado, Pero Pérez, que así se llamaba el cura, de la desgracia de mi señor? Seis días ha que no parecen él, ni el rocín, ni la adarga, ni la lanza, ni las armas. ¡Desventurada de mí! que me doy a entender, y así es ello la verdad como nací para morir, que estos malditos libros de caballerías que él tiene, y suele leer tan de ordinario, le han vuelto el juicio; que ahora me acuerdo haberle oído decir muchas veces hablando entre sí, que quería hacerse caballero andante, e irse a buscar las aventuras por esos mundos. Encomendados sean a Satanás y a Barrabás tales libros, que así han echado a perder el más delicado entendimiento que había en toda la Mancha. La sobrina decía lo mismo, y aún decía más: sepa, señor maese Nicolás, que este era el nombre del barbero, que muchas veces le aconteció a mi señor tío estarse leyendo en estos desalmados libros de desventuras dos días con sus noches: al cabo de los cuales arrojaba el libro de las manos, y ponía mano a la espada, y andaba a cuchilladas con las paredes; y cuando estaba muy cansado, decía que había muerto a cuatro gigantes como cuatro torres, y el sudor que sudaba del cansancio decía que era sangre de las feridas que había recibido en la batalla; y bebíase luego un gan jarro de agua fría, y quedaba sano y sosegado, diciendo que aquella agua era una preciosísisma bebida que le había traído el sabio Esquife, un grande encantador y amigo suyo. Mas yo me tengo la culpa de todo, que no avisé a vuestras mercedes de los disparates de mi señor tío, para que lo remediaran antes de llegar a lo que ha llegado, y quemaran todos estos descomulgados libros (que tiene muchos), que bien merecen ser abrasados como si fuesen de herejes. Esto digo yo también, dijo el cura, y a fe que no se pase el día de mañana sin que de ellos no se haga auto público, y sean condenados al fuego, porque no den ocasión a quien los leyere de hacer lo que mi buen amigo debe de haber hecho. Todo esto estaban oyendo el labrador y Don Quijote, con que acabó de entender el labrador la enfermedad de su vecino, y así comenzó a decir a voces: abran vuestras mercedes al señor Baldovinos y al señor marqués de Mantua, que viene mal ferido, y al señor moro Abindarráez, que trae cautivo el valeroso Rodrigo de Narváez, alcaide de Antequera. A estas voces salieron todos, y como conocieron los unos a su amigo, las otras a su amo y tío, que aún no se había apeado del jumento, porque no podía, corrieron a abrazarle. El dijo: ténganse todos, que vengo mal ferido por la culpa de mi caballo; llévenme a mi lecho, y llámese si fuere posible, a la sabia Urganda, que cure y cate mis feridas. Mirad en hora mala, dijo a este punto el ama, si me decía a mí bien mi corazón del pie que cojeaba mi señor. Suba vuestra merced en buena hora, que sin que venga esa Urganda le sabremos aquí curar. Malditos, digo, sean otra vez y otras ciento estos libros de caballería que tal han parado a vuestra merced. Lleváronle luego a la cama, y catándole las feridas, no le hallaron ninguna; y él dijo que todo era molimiento, por haber dado una gran caída con Rocinante, su caballo, combatiéndose con diez jayanes, los más desaforados y atrevidos que pudieran fallar en gran parte de la tierra. Ta, Ta, dijo el cura; ¿jayanes hay en la danza? para mí santiguada, que yo los queme mañana antes de que llegue la noche. Hiciéronle a Don Quijote mil preguntas, y a ninguna quiso responder otra cosa, sino que le diesen de comer y le dejasen dormir, que era lo que más le importaba. Hízose así, y el cura se informó muy a la larga del labrador, del modo que había hallado a Don Quijote. El se lo contó todo con los disparates que al hallarle y al traerle había dicho, que fue poner más deseo en el licenciado de hacer lo que el otro día hizo, que fue llevar a su amigo el barbero maese Nicolás, con el cual se vino a casa de Don Quijote.

Capítulo 6: Del donoso y grande escrutinio que el cura y el barbero hicieron en la librería de nuestro ingenioso hidalgo
El cual aún todavía dormía. Pidió las llaves a la sobrina del aposento donde estaban los libros autores del daño, y ella se las dió de muy buena gana. Entraron dentro todos, y el ama con ellos, y hallaron más de cien cuerpos de libros grandes muy bien encuadernados, y otros pequeños; y así como el ama los vió, volvióse a salir del aposento con gran priesa, y tornó luego con una escudilla de agua bendita y un hisopo, y dijo: tome vuestra merced, señor licenciado; rocíe este aposento, no esté aquí algún encantador de los muchos que tienen estos libros, y nos encanten en pena de la que les queremos dar echándolos del mundo. Causó risa al licenciado la simplicidad del ama, y mandó al barbero que le fuese dando de aquellos libros uno a uno, para ver de qué trataban, pues podía ser hallar algunos que no mereciesen castigo de fuego. No, dijo la sobrina, no hay para qué perdonar a ninguno, porque todos han sido los dañadores, mejor será arrojarlos por las ventanas al patio, y hacer un rimero de ellos, y pegarles fuego, y si no, llevarlos al corral, y allí se hará la hoguera, y no ofenderá el humo. Lo mismo dijo el ama: tal era la gana que las dos tenían de la muerte de aquellos inocentes; mas el cura no vino en ello sin primero leer siquiera los títulos. Y el primero que maese Nicolás le dió en las manos, fue los cuatro de Amadís de Gaula, y dijo el cura: parece cosa de misterio esta, porque, según he oído decir, este libro fue el primero de caballerías que se imprimió en España, y todos los demás han tomado principio y origen de este; y así me parece que como a dogmatizador de una secta tan mala, le debemos sin excusa alguna condenar al fuego. No, señor, dijo el barbero, que también he oído decir que es el mejor de todos los libros que de este género se han compuesto, y así, como a único en su arte, se debe perdonar. Así es verdad, dijo el cura, y por esa razón se le otorga la vida por ahora. Veamos ese otro que está junto a él. Es, dijo el barbero, Las sergas de Esplandián, hijo legítimo de Amadís de Gaula. Pues es verdad, dijo el cura, que no le ha de valer al hijo la bondad del padre; tomad, señora am, abrid esa ventana y echadle al corral, y dé principio al montón de la hoguera que se ha de hacer. Hízolo así el ama con mucho contento, y el bueno de Esplandián fue volando al corral, esperando con toda paciencia el fuego que le amenazaba. Adelante, dijo el cura. Este que viene, dijo el barbero, es Amadís de Grecia, y aun todos los de este lado, a lo que creo, son del mismo linaje de Amadís. Pues vayan todos al corral, dijo el cura, que a trueco de quemar a la reina Pintiquiniestra, y al pastor Darinel, y a sus églogas, y a las endiabladas y revueltas razones de su autor, quemara con ellos al padre que me engendró, si anduviera en figura de caballero andante. De ese parecer soy yo, dijo el barbero. Y aun yo, añadió la sobrina. Pues así es, dijo el ama, vengan, y al corral con ellos. Diéronselos, que eran muchos, y ella ahorró la escalera, y dió con ellos por la ventana abajo. ¿Quién es ese tonel? dijo el cura. Este es, respondió el barbero, Don Olicante de Laura. El autor de ese libro, dijo el cura, fue el mismo que compuso a Jardín de Flores, y en verdad que no sepa determinar cuál de los dos libros es más verdadero, o por decir mejor, menos mentiroso; solo sé decir que este irá al corral por disparatado y arrogante. Este que sigue es Florismarte de Hircania, dijo el barbero. ¿Ahí está el señor Florismarte? replicó el cura. Pues a fe que ha de parar presto en el corral a pesar de su extraño nacimiento y soñadas aventuras, que no da lugar a otra cosa la dureza y sequedad de su estilo; al corral con él, y con ese otro, señora ama. Que me place, señor mío, respondió ella... y con mucha alegría ejecutaba lo que era mandado. Este es El caballero Platir, dijo el barbero. Antiguo libro es ese, dijo el cura, y no hallo en él cosa que merezca venia; acompañe a los demás sin réplica... Y así fue hecho. Abrióse otro libro, y vieron que tenía por título El caballero de la Cruz. Por nombre tan santo como este libro tiene, se podía perdonar su ignorancia; mas también se suele decir tras la cruz está el diablo: vaya al fuego. Tomando el barbero otro libro, dijo: Este es Espejo de Caballerías. Ya conozco a su merced, dijo el cura: ahí anda el señor Reinaldos del Montalban con sus amigos y compañeros, más ladrones que Caco, y los doce Pares con el verdadero historiador Turpin; y en verdad que estoy por condenarlos no más que a destierro perpetuo, siquiera porque tienen parte de la invención del famoso Mato Boyardo, de donde también tejió su tela el cristiano poeta Ludovico Ariosto, al cual, si aquí le hallo, ya que habla en otra lengua que la suya, no le guardaré respeto alguno; pero si habla en su idioma, le pondré sobre mi cabeza. Pues yo le tengo en italiano, dijo el barbero, mas no le entiendo. Ni aun fuera bien que vos le entendiérais, respondió el cura; y aquí le perdonáramos al señor capitán, que no le hubiera traído a España, y hecho castellano; que le quitó mucho de su natural valor, y lo mismo harán todos aquellos que los libros de verso quisieren volver en otra lengua, que por mucho cuidado que pongan y habilidad que muestren, jamás llegarán al punto que ellos tienen en su primer nacimiento. Digo, en efecto, que este libro y todos los que se hallaren, que tratan de estas cosas de Francia, se echen y depositen en un pozo seco, hasta que con más acuerdo se vea lo que se ha de hacer de ellos, exceptuando a un Bernardo del Carpio, que anda por ahí, y a otro llamado Roncesvalles, que estos, en llegando a mis manos, han de estar en las del alma, y de ellas en las del fuego, sin remisión alguna. Todo lo confirmó el barbero, y lo tuvo por bien y por cosa muy acertada, por entender que era el cura tan buen cristiano y tan amigo de la verdad, que no diría otra cosa por todas las del mundo. Y abriendo otro libro, vió que era Palmerín de Oliva, y junto a él estaba otro que se llamaba Palmerín de Inglaterra, lo cual, visto por el licenciado, dijo: esa oliva se haga luego rajas y se queme, que aun no queden de ella las cenizas, y esa palma de Inglaterra se guarde y se conserve como cosa única, y se haga para ella otra caja como la que halló Alejandro en los despojos de Darío, que la diputó para guardar en ellas las obras del poeta Homero. Este libro, señor compadre, tiene autoridad por dos cosas: la una porque él por sí es muy bueno, y la otra, porque es fama que le compuso un discreto rey de Portugal. Todas las aventuras del castillo de Miraguarda son bonísimas y de grande artificio, las razones cortesanas y claras que guardan y miran el decoro del que habla, con mucha propiedad y entendimiento. Digo, pues, salvo vuestro buen parecer, señor maese Nicolás, que este y Amadís de Gaula queden libres del fuego, y todos los demás, sin hacer más cala y cata, perezcan. No, señor compadre, replicó el Barbero, que este que aquí tengo es el afamado Don Belianís. Pues ese, replicó el cura, con la segunda y tercera y cuarta parte, tienen necesidad de un poco de ruibarbo para purgar la demasiada cólera suya, y es menester quitarles todo aquello del castillo de la fama, y otras impertinencias de más importancia, para lo cual se les da término ultramarino, y como se enmendaren, así se usará con ellos de misericordia o de justicia; y en tanto tenedlos vos, compadre, en vuestra casa; mas no lo dejéis leer a ninguno. Que me place, respondió el barbero, y sin querer cansarse más en leer libros de caballerías, mandó al ama que tomase todos los grandes, y diese con ellos en el corral. No lo dijo a tonta ni a sorda, sin o a quien tenía más gana de quemarlos que de echar una tela por grande y delgada que fuera; y asiendo casi ocho de una vez, los arrojó por la ventana. Por tomar muchos juntos se le cayó uno a los pies del barbero, que le tomó gana de ver de quién era, y vió que decía: Historia del famoso caballero Tirante el Blanco. Válame Dios dijo el cura, dando una gran voz; ¡que aquí esté Tirante Blanco! Dádmele acá, compadre, que hago cuenta que he hallado en él un tesoro de contento y una mina de pasatiempos. Aquí está don Kirieleison de Montalván, valeroso caballero, y su hermano Tomás de Montalván y el caballero Fonseca, con la batalla que el valiente de Tirante hizo con Alano, y las agudezas de la doncella Placerdemivida, con los amores y embustes de la viuda Reposada, y la señora emperatriz enamorada de Hipólito su escudero. Dígoos verdad, señor compadre, que por su estilo es este el mejor libro del mundo; aquí comen los caballeros, y duermen y mueren en sus camas, y hacen testamento antes de su muerte, con otras cosas de que todos los demás libros de este género carecen. Con todo eso, os digo que merecía el que lo compuso, pues no hizo tantas necedades de industria, que le echaran a galeras por todos los días de su vida. Llevadle a casa y leedle, y veréis que es verdad cuanto de él os he dicho. Así será, respondió el barbero; pero ¿qué haremos de estos pequeños libros que quedan? Estos, dijo el cura, no deben de ser de caballerías, sino de poesía; y abriendo uno, vió que era la Diana, de Jorge de Montemayor, y dijo (creyendo que todos los demás eran del mismo género:) estos no merecen ser quemados como los demás, porque no hacen ni harán el daño que los de caballerías han hecho, que son libros de entretenimiento, sin perjuicio de tercero. ¡Ay, señor!, dijo la sobrina. Bien los puede vuestra merced mandar quemar como a los demás, porque no sería mucho que habiendo sanado mi señor tío de la enfermedad caballeresca, leyendo estos se le antojase de hacerse pastor, y andarse por los bosques y prados cantando y tañendo, y lo que sería peor, hacerse poeta, que, según dicen, es enfermedad incurable y pegadiza. Verdad dice esta doncella, dijo el cura, y será bien, quitarle a nuestro amigo este tropiezo y ocasión de delante. Y pues comenzamos por la Diana de Montemayor, soy de parecer que no se queme, sino que se le quite todo aquello que trata de la sabia Felicia y de la agua encantada, y casi todos los versos mayores, y quédesele en hora buena la prosa y la honra de ser primero en semejantes libros. Este que se sigue, dijo el barbero, es la Diana llamada Segunda del Salmantino; y este otro, que tiene el mismo nombre, cuyo autor es Gil Polo. Pues la del Salmantino, respondió el cura, acompañe y acreciente el número de los condenados al corral, y la de Gil Polo se guarde como si fuera del mismo Apolo; y pase adelante, señor compadre, y démonos priesa, que se va haciendo tarde. Este libro es, dijo el barbero abriendo otro, los diez libros de Fortuna de Amor, compuesto por Antonio de Lofraso, poeta sardo. Por las órdenes que recibí, dijo el cura, que desde que Apolo fue Apolo, y las musas musas, y los poetas poetas, tan gracioso ni tan disparatado libro como ese no se ha compuesto, y que por su camino es el mejor y el más único de cuantos de este género han salido a la luz del mundo; y el que no le ha leído puede hacer cuenta que no ha leído jamás cosa de gusto. Dádmele acá, compadre, que precio más de haberle hallado, que si me dieran una sotana de raja de Florencia. Púsole aparte con grandísimo gusto, y el Barbero prosiguió diciendo: Estos que siguen son el Pastor de Iberia, Ninfas de Henares y Desengaño de Zelos. Pues no hay más que hacer, dijo el cura, sino entregárselos al brazo seglar del ama, y no se me pregunte el porqué, que sería nunca acabar. Este que viene es el Pastor de Filida. No es ese pastor, dijo el cura, sino muy discreto cortesano; guárdese como joya preciosa. Este grande que aquí viene se intitula, dijo el barbero, Tesoro de varias poesías. Como ellas no fueran tantas, dijo el cura, fueran más estimadas; menester es que este libro se escarde y limpie de algunas bajezas que entre sus grandezas tiene; guárdese, porque su autor es amigo mío, y por respeto de otras más heroicas y levantadas obras que ha escrito. Este es, siguió el barbero, el Cancionero de López Maldonado. También el autor de ese libro, replicó el cura, es grande amigo mío, y sus versos en su boca admiran a quien los oye, y tal es la suavidad de la voz con que los canta, que encanta; algo largo es en las églogas, pero nunca lo bueno fue mucho, guárdese con los escogidos. Pero ¿qué libro es ese que está junto a él? La Galatea de Miguel de Cervantes, dijo el barbero. Muchos años ha que es grande amigo mío ese Cervantes, y sé que es más versado en desdichas que en versos. Su libro tiene algo de buena invención, propone algo y no concluye nada. Es menester esperar la segunda parte que promete; quizá con la enmienda alcanzará del todo la misericordia que ahora se le niega; y entre tanto que esto se vé, tenedle recluso en vuestra posada, señor compadre. Que me place, respondió el barbero; y aquí vienen tres todos juntos: la Araucana de don Alonso de Ercilla; la Austríada de don Juan Rufo, jurado de Córdoba y el Montserrat de Cristóbal de Virues, poeta valenciano. Todos estos tres libros, dijo el cura, son los mejores que en verso heroico, en lengua castellana están escritos, y pueden competir con los más famosos de Italia: guárdense como las más ricas prendas de poesía que tiene España. Cansóse el cura de ver más libros, y así a carga cerrada, quiso que todos los demás se quemasen; pero ya tenía abierto uno el barbero que se llamaba Las lágrimas de Angélica. Lloráralas yo, dijo el cura en oyendo el nombre, si tal libro hubiera mandado quemar, porque su autor fue uno de los famosos poetas del mundo, no sólo de España, y fue felicísimo en la traducción de algunas fábulas de Ovidio.

Capítulo 7: De la segunda salida de nuestro buen caballero D. Quijote de la Mancha

Estando en esto, comenzó a dar voces Don Quijote, diciendo: aquí, aquí, valerosos caballeros, aquí es menester mostrar la fuerza de vuestros valerosos brazos, que los cortesanos llevan lo mejor del torneo. Por acudir a este ruido y estruendo no se pasó adelante con el escrutinio de los demás libros que quedaban, y así se cree que fueron al fuego sin ser vistos ni oídos, la Carolea y León de España, con los Hechos del emperador, compuestos por don Luis de Avila, que sin duda debían de estar entre los que quedaban, y quizá, si el cura los viera, no pasaran por tan rigurosa sentencia. Cuando llegaron a Don Quijote, ya él estaba levantado de la cama, y proseguía en sus voces y en sus desatinos, dando cuchilladas y reveses a todas partes, estando tan despierto como si nunca hubiera dormido. Abrazáronse con él, y por fuerza le volvieron al lecho; y después que hubo sosegado un poco, volviéndose a hablar con el cura, le dijo: por cierto, señor Arzobispo Turpin, que es gran mengua de los que nos llamamos doce Pares dejar tan sin más ni más llevar la victoria de este torneo a los caballeros cortesanos, habiendo nosotros los aventureros ganado el prez, en los tres días antecedentes. Calle vuestra merced, señor compadre, dijo el cura, que Dios será servido que la suerte se mude, y que lo que hoy se pierde se gane mañaa; y atienda vuestra merced a su salud por ahora, que me parece que debe de estar demasiadamente cansado, si ya no es que está mal ferido. Ferido no, dijo Don Quijote; pero molido y quebrantado no hay duda en ello, porque aquel astardo de don Roldán me ha molido a palos con el tronco de una encina, y todo de envidia, porque ve que yo solo soy el opuesto de sus valentías; mas no me llamaría yo Reinaldos de Montalbán, si en levantándome de este lecho no me lo pagare, a pesar de todos sus encantamientos; y por ahora tráigame de yantar, que sé que es lo que más me hará al caso, y quédese lo del vengarme a mi cargo. Hiciéronlo así, diéronle de comer, y quedóse otra vez dormido, y ellos admirados de su locura. Aquella noche quemó y abrasó el ama cuantos libros había en el corral y en toda la casa, y tales debieron de arder, que merecían guardarse en perpetuos archivos; mas no lo permitió su suerte y la pereza del escrutinador, y así se cumplió el refrán en ellos, de que pagan a veces justos por pecadores. Uno de los remedios que el cura y el barbero dieron por entonces para el mal de su amigo, fue que le murasen y tapiasen el aposento de los libros, porque cuando se levantase no los hallase (quizá quitando la causa cesaría el efecto), y que dijesen que uun encantador se los había llevado, y el aposento y todo. Y así fue hecho con mucha presteza. De allí a dos días se levantó Don Quijote, y lo primero que hizo fue ir a ver sus libros; y como no hallaba el aposento donde le había dejado, andaba de una a otra parte buscándole. Llegaba adonde solía tener la puerta, y tentábala con las manos, y volvía y revolvía los ojos sin decir palabra; pero al cabo de una buena pieza, preguntó a su ama que hacía qué parte estaba el aposento de sus libros. El ama, que ya estaba bien advertida de lo que había de responder, le dijo: ¿qué aposento, o qué anda buscando vuestra merced? Ya no hay aposento ni libros en esta casa porque todo se lo llevó el mismo diablo. No era el diablo, replicó la sobrina, sino un encantador que vino sobre una nube una noche después del día que vuestra merced de aquí se partió, y apeándose de una sierpe en que venía caballero, entró en el aposento; y no sé lo que hizo dentro, que a cabo de poca pieza salió volando por el tejado, y dejó la casa llena de humo; y cuando acordamos a mirar lo que dejaba hecho, no vimos libros ni aposento alguno; sólo se nos acuerda muy bien a mí y al ama, que al tiempo de partirse aquel mal viejo, dijo en altas voces, que por enemistad secreta que tenía al dueño de aquellos libros y aposento, dejaba hecho el daño en aquella casa que después se vería; dijo también qeu se llamaba el sabio Muñatón. Fristón diría, dijo Don Quijote. No sé, respondió el ama, si se llamaba Frestón o Fritón; sólo sé que acabó en ton su nombre. Así es, dijo Don Quijote, que ese es un sabio encantador, grande enemigo mío, que me tiene ojeriza porque sabe, por sus artes y letras, que tengo de venir, andando los tiempos, a pelear en singular batalla con un caballero a quien él favorece, y le tengo de vencer sin que él lo pueda estorbar, y por esto procura hacerme todos los sinsabores que puede; y mándole yo, qué mal podrá él contradecir ni evitar lo que por el cielo está ordenado. ¿Quién duda de eso? dijo la sobrina. Pero ¿quién le mete a vuestra merced, señor tío, en esas pendencias? ¿No será mejor estarse pacífico en su casa, y no irse por el mundo a buscar pan de trastrigo, sin considerar que muchos van por lana y vuelven trasquilados? ¡Oh, sobrina mía, respondió Don Quijote, y cuán mal que estás en la cuenta! Primero que a mí me trasquilen, tendré peladas y quitadas las barbas a cuantos imaginaren tocarme en la punta de un solo cabello. No quisieron las dos replicarle más, porque vieron que se le encendía la cólera. Es, pues, el caso que él estuvo quince días en casa muy sosegado, sin dar muestras de querer secundar sus primeros devaneos, en los cuales días pasó graciosísimos cuentos con sus dos compadres el cura y el barbero, sobre que él decía que la cosa de que más necesidad tenía el mundo era de caballeros andantes, y de que en él se resucitase la caballería andantesca. El cura algunas veces le contradecía y otras concedía, porque si no guardaba este artificio, no había poder averiguarse con él. En este tiempo solicitó Don Quijote a un labrador vecino suyo, hombre de bien (si es que ese título se puede dar al que es pobre), pero de muy poca sal en la mollera. En resolución, tanto le dijo, tanto le persuadió y prometió, que el pobre villano se determinó de salir con él y servirle de escudero. Decíale entre otras cosas Don Quijote, que se dispusiese a ir con él de buena gana, porque tal vez le podía suceder aventura que ganase en quítame allá esas pajas, alguna ínsula, y le dejase a él por gobernador de ella. Con estas promesas y otras tales, Sancho Panza (que así se llamaba el labrador) dejó su mujer e hijos, y asentó por escudero de su vecino. Dió luego Don Quijote orden en buscar dineros; y vendiendo una cosa, y empeñando otra, y malbaratándolas todas, allegó una razonable cantidad. Acomodóse asimismo de una rodela que pidió prestada a un su amigo, y pertrechando a su rota celada lo mejor que pudo, avisó a su escudero Sancho del día y la hora que pensaba ponerse en camino, para que él se acomodase de lo que viese que más le era menester; sobre todo, le encargó que llevase alforjas. El dijo que sí llevaría, y que asimismo pensaba llevar un asno que tenía muy bueno, porque él no estaba ducho a andar mucho a pie. En lo del asno reparó un poco Don Quijote, imaginando si se le acordaba si algún caballero andante había traido escudero caballero asnalmente; pero nunca le vino alguno a la memoria; mas con todo esto, determinó que le llevase, con presupuesto de acomodarle de más honrada caballería en habiendo ocasión para ello, quitándole el caballo al primer descortés caballero que topase. Proveyóse de camisas y de las demás cosas que él pudo, conforme al consejo que el ventero le había dado. Todo lo cual hecho y cumplido, sin despedirse Panza de sus hijos y mujer, ni Don Quijote de su ama y sobrina, una noche se salieron del lugar sin que persona los viese, en la cual caminaron tanto, que al amanecer se tuvieron por seguros de que no los hallarían aunque les buscasen. Iba Sancho Panza sobre su jumento como un patriarca, con sus alforjas y su bota, y con mucho deseo de verse ya gobernador de la ínsula que su amo le había prometido. Acertó Don Quijote a tomar la misma derrota y camino que el que él había antes tomado en su primer viaje, que fue por el Campo de Montiel, por el cual caminaba con menos pesadumbre que la vez pasada, porque por ser la hora de lamañana y herirles a soslayo los rayos del sol, no les fatigaban. Dijo en esto Sancho Panza a su amo: mire vuestra merced, señor caballero andante, que no se le olvide lo que de la ínsula me tiene prometido, que yo la sabré gobernar por grande que sea. A lo cual le respondió Don Quijote: has de saber, amigo Sancho Panza, que fue costumbre muy usada de los caballeros andantes antiguos hacer gobernadores a sus escuderos de las ínsulas o reinos que ganaban; y yo tengo determinado de que por mí no falte tan agradecida usanza; antes pienso aventajarme en ella, porque ellos algunas veces, y quizá las más, esperaban a que sus escuderos fuesen viejos, y ya después de hartos de servir, y de llevar malos días y peores noches, les daban algún título de conde; o por lo menos de marqués de algún valle o provincia de poco más o menos; pero si tú vives y yo vivo, bien podría ser que antes de seis días ganase yo tal reino, que tuviese otros a él adherentes, que viniesen de molde para coronarte por rey de uno de ellos. Y no lo tengas a mucho, que cosas y casos acontecen a los tales caballeros, por modos tan nunca vistos ni pensados, que con facilidad te podría dar aún más de lo que te prometo. De esa manera, respondió Sancho Panza, si yo fuese rey por algún milagro de los que vuestra merced dice, por lo menos Juana Gutiérrez, mi oislo, vendría a ser reina y mis hijos infantes. ¿Pues quién lo duda? respondión Don Quijote. Yo lo dudo, respondió Sancho Panza, porque tengo para mí que aunque lloviese Dios reinos sobre la tierra, ninguno asentaría bien sobre la cabeza de Mari Gutiérrez. Sepa, señor, que no vale dos maravedís para reina; condesa le caerá mejor, y aún Dios y ayuda. Encomiéndalo tú a Dios, Sancho, respondió Don Quijote, que él le dará lo que más le conventa; pero no apoques tu ánimo tanto que te vengas a contentar con menos que con ser adelantado. No haré, señor mío, respondió Sancho, y más teniendo tan principal amo en vuestra merced, que me sabrá dar todo aquello que me esté bien y yo pueda llevar.

Capítulo 8: Del buen suceso que el valeroso Don Quijote tuvo en la espantable y jamás imaginada aventura de los molinos de viento, con otros sucesos dignos de felice recordación

En esto descubrieron treinta o cuarenta molinos de viento que hay en aquel campo, y así como Don Quijote los vió, dijo a su escudero: la ventura va guiando nuestras cosas mejor de lo que acertáramos a desear; porque ves allí, amigo Sancho Panza, donde se descubren treinta o poco más desaforados gigantes con quien pienso hacer batalla, y quitarles a todos las vidas, con cuyos despojos comenzaremos a enriquecer: que esta es buena guerra, y es gran servicio de Dios quitar tan mala simiente de sobre la faz de la tierra. ¿Qué gigantes? dijo Sancho Panza. Aquellos que allí ves, respondió su amo, de los brazos largos, que los suelen tener algunos de casi dos leguas. Mire vuestra merced, respondió Sancho, que aquellos que allí se parecen no son gigantes, sino molinos de viento, y lo que en ellos parecen brazos son las aspas, que volteadas del viento hacen andar la piedra del molino. Bien parece, respondió Don Quijote, que no estás cursado en esto de las aventuras; ellos son gigantes, y si tienes miedo quítate de ahí, y ponte en oración en el espacio que yo voy a entrar con ellos en fiera y desigual batalla. Y diciendo esto, dio de espuelas a su caballo Rocinante, sin atender a las voces que su escudero Sancho le daba, advirtiéndole que sin duda alguna eran molinos de viento, y no gigantes aquellos que iba a acometer. Pero él iba tan puesto en que eran gigantes, que ni oía las voces de su escudero Sancho, ni echaba de ver, aunque estaba ya bien cerca, lo que eran; antes iba diciendo en voces altas: non fuyades, cobardes y viles criaturas, que un solo caballero es el que os acomete. Levantóse en esto un poco de viento y las grandes aspas comenzaron a moverse, lo cual visto por Don Quijote, dijo: pues aunque mováis más brazos que los del gigante Briareo, me lo habéis de pagar. Y en diciendo esto, y encomendándose de todo corazón a su señora Dulcinea, pidiéndole que en tal trance le socorriese, bien cubierto de su rodela, con la lanza en ristre, arremetió a todo el galope de Rocinante, y embistió con el primer molino que estaba delante; y dándole una lanzada en el aspa, la volvió el viento con tanta furia, que hizo la lanza pedazos, llevándose tras sí al caballo y al caballero, que fue rodando muy maltrecho por el campo. Acudió Sancho Panza a socorrerle a todo el correr de su asno, y cuando llegó, halló que no se podía menear, tal fue el golpe que dio con él Rocinante. ¡Válame Dios! dijo Sancho; ¿no le dije yo a vuestra merced que mirase bien lo que hacía, que no eran sino molinos de viento, y no los podía ignorar sino quien llevase otros tales en la cabeza? Calla, amigo Sancho, respondió Don Quijote, que las cosas de la guerra, más que otras, están sujetas a continua mudanza, cuanto más que yo pienso, y es así verdad, que aquel sabio Frestón, que me robó el aposento y los libros, ha vuelto estos gigantes en molinos por quitarme la gloria de su vencimiento: tal es la enemistad que me tiene; mas al cabo al cabo han de poder poco sus malas artes contra la voluntad de mi espada. Dios lo haga como puede, respondió Sancho Panza. Y ayudándole a levantar, tornó a subir sobre Rocinante, que medio despaldado estaba; y hablando en la pasada aventura, siguieron el camino del puerto Lápice, porque allí decía Don Quijote que no era posible dejar de hallarse muchas y diversas aventuras, por ser lugar muy pasajero; sino que iba muy pesaroso por haberle faltado la lanza y diciéndoselo a su escudero, dijo: yo me acuerdo haber leído que un caballero español, llamado Diego Pérez de Vargas, habiéndosele en una batalla roto la espada, desgajó de una encina un pesado ramo o tronco, y con él hizo tales cosas aquel día, y machacó tantos moros, que le quedó por sobrenombre Machuca, y así él, como sus descendientes, se llamaron desde aquel día en adelante Vargas y Machuca. Hete dicho esto, porque de la primera encina o roble que se me depare, pienso desgajar otro tronco tal y bueno como aquel, que me imagino y pienso hacer con él tales hazañas, que tú te tengas por bien afortunado de haber merecido venir a verlas, y aser testigo de cosas que apenas podrán ser creídas. A la mano de Dios, dijo Sancho, yo lo creo todo así como vuestra merced lo dice; pero enderécese un poco, que parece que va de medio lado, y debe de ser del molimiento de la caída. Así es la verdad, respondió Don Quijote; y si no me quejo del dolor, es porque no es dado a los caballeros andantes quejarse de herida alguna, aunque se le salgan las tripas por ella. Si eso es así, no tengo yo que replicar, respondió Sancho; pero sabe Dios si yo me holgara que vuestra merced se quejara cuando alguna cosa le doliera. De mí sé decir, que me he de quejar del más pequeño dolor que tenga, si ya no se entiende también con los escuderos de los caballeros andantes eso del no quejarse. No se dejó de reír Don Quijote de la simplicidad de su escudero; y así le declaró que podía muy bien quejarse, como y cuando quisiese, sin gana o con ella, que hasta entonces no había leído cosa en contrario en la orden de caballería. Díjole Sancho que mirase que era hora de comer. Respondióle su amo que por entonces no le hacía menester; que comiese él cuando se le antojase. Con esta licencia se acomodó Sancho lo mejor que pudo sobre su jumento, y sacando de las alforjas lo que en ellas había puesto, iba caminando y comiendo detrás de su amo muy despacio, y de cuando en cuando empinaba la bota con tanto gusto, que le pudiera envidiar el más regalado bodegonero de Málaga. Y en tanto que él iba de aquella manera menudeando tragos, no se le acordaba de ninguna promesa que su amo le hubiese hecho, ni tenía por ningún trabajo, sino por mucho descanso, andar buscando las aventuras por peligrosas que fuesen. En resolución, aquella noche la pasaron entre unos árboles, y del uno de ellos desgajó Don Quijote un ramo seco, que casi le podía servir de lanza, y puso en él el hierro que quitó de la que se le había quebrado. Toda aquella noche no durmió Don Quijote, pensando en su señora Dulcinea, por acomodarse a lo que había leído en sus libros, cuando los caballeros pasaban sin dormir muchas noches en las florestas y despoblados, entretenidos en las memorias de sus señoras. No la pasó así Sancho Panza, que como tenía el estómago lleno, y no de agua de chicoria, de un sueño se la llevó toda, y no fueran parte para despertarle, si su amo no le llamara, los rayos del sol que le daban en el rostro, ni el canto de las aves, que muchas y muy regocijadamente la venida del nuevo día saludaban. Al levantarse dio un tiento a la bota, y hallóla algo más flaca que la noche antes, y afligiósele el corazón por parecerle que no llevaban camino de remediar tan presto su falta. No quiso desayunarse Don Quijote porque como está dicho, dio en sustentarse de sabrosas memorias. Tornaron a su comenzado camino del puerto Lápice, y a hora de las tres del día le descubrieron. Aquí, dijo en viéndole Don Quijote, podemos, hermano Sancho Panza, meter las manos hasta los codos en esto que llaman aventuras, mas advierte que, aunque me veas en los mayores peligros del mundo, no has de poner mano a tu espada para defenderme, si ya no vieres que los que me ofenden es canalla y gente baja, que en tal caso bien puedes ayudarme; pero si fueren caballeros, en ninguna manera te es lícito ni concedido por las leyes de caballería que me ayudes, hasta que seas armado caballero. Por cierto, señor, respondió Sancho, que vuestra merced será muy bien obedecido en esto, y más que yo de mío me soy pacífico y enemigo de meterme en ruidos y pendencias; bien es verdad que en lo que tocare a defender mi persona no tendré mucha cuenta con esas leyes, pues las divinas y humanas permiten que cada uno se defienda de quien quisiere agraviarle. No digo yo menos, respondió Don Quijote; pero en esto de ayudarme contra caballeros, has de tener a raya tus naturales ímpetus. Digo que sí lo haré, respondió Sancho, y que guardaré ese precepto tan bien como el día del domingo. Estando en estas razones, asomaron por el camino dos frailes de la orden de San Benito, caballeros sobre dos dromedarios, que no eran más pequeñas dos mulas en que venían. Traían sus anteojos de camino y sus quitasoles. Detrás de ellos venía un coche con cuatro o cinco de a caballo que les acompañaban, y dos mozos de mulas a pie. Venía en el coche, como después se supo, una señora vizcaína que ia a Sevilla, donde estaba su marido que pasaba a las Indias con muy honroso cargo. No venían los frailes con ella, aunque iban el mismo camino; mas apenas los divisó Don Quijote, cuando dijo a su escudero: o yo me engaño, o esta ha de ser la más famosa aventura que se haya visto, porque aquellos bultos negros que allí parecen, deben ser, y son sin duda, algunos encantadores que llevan hurtada alguna princesa en aquel coche, y es menester deshacer este tuerto a todo mi poderío. Peor será esto que los molinos de viento, dijo Sancho. Mire señor, que aquellos son frailes de San Benito, y el coche debe de ser de alguna gente pasajera: mire que digo que mire bien lo que hace, no sea el diablo que le engañe. Ya te he dicho, Sancho, respondió Don Quijote, que sabes poco de achaques de aventuras: lo que yo digo es verdad, y ahora lo verás. Y diciendo esto se adelantó, y se puso en la mitad del camino por donde los frailes venían, y en llegando tan cerca que a él le pareció que le podían oír lo que dijese, en alta voz dijo: gente endiablada y descomunal, dejad luego al punto las altas princesas que en ese coche lleváis forzadas, si no, aparejáos a recibir presta muerte por justo castigo de vuestras malas obras. Detuvieron los frailes las riendas, y quedaron admirados, así de la figura de Don Quijote, como de sus razones; a las cuales respondieron: señor caballero, nosotros no somos endiablados ni descomunales, sino dos religiosos de San Benito, que vamos a nuestro camino, y no sabemos si en este coche vienen o no ningunas forzadas princesas. Para conmigo no hay palabras blandas, que ya yo os conozco, fementida canalla, dijo Don Quijote. Y sin esperar más respuesta, picó a Rocinante, y la lanza baja arremetió contra el primer fraile con tanta furia y denuedo, que si el fraile no se dejara caer de la mula, él le hiciera venir al suelo mal de su grado, y aun mal ferido si no cayera muerto. El segundo religioso, que vio del modo que trataban a su compañero, puso piernas al castillo de su buena mula, y comenzó a correr por aquella campaña más ligero que el mismo viento. Sancho Panza que vio en el suelo al fraile, apeándose ligeramente de su asno, arremetió a él y le comenzó a quitar los hábitos. Llegaron en esto dos mozos de los frailes, y preguntáronle que por qué le desnudaba. Respondióles Sancho que aquello le tocaba a él legítimamente, como despojos de la batalla que su señor Don Quijote había ganado. Los mozos, que no sabían de burla, ni entendían aquello de despojos ni batallas, viendo que ya Don Quijote estaba desviado de allí, hablando con las que en el coche venían, arremetieron con Sancho, y dieron con él en el suelo; y sin dejarle pelo en las barbas le molieron a coces y le dejaron tendido en el suelo sin aliento ni sentido: y sin detenerse un punto, tornó a subir el fraile, todo temeroso y acobardado y sin color en el rostro y cuando se vio a caballo picó tras su compañero, que un buen espacio de allí le estaba aguardando, y esperando en qué paraba aquel sobresalto; y sin querer aguardar el fin de todo aquel comenzado suceso, siguieron su camino haciéndose más cruces que si llevaran el diablo a las espaldas. Don Quijote estaba, como se ha dicho, hablando con la señora del coche, diciéndole: la vuestra fermosura, señora mía, puede facer de su persona lo que más le viniera en talante, porque ya la soberbia de vuestros robadores yace por el suelo derribada por este mi fuerte brazo; y porque no penéis por saber el nombre de vuestro libertador, sabed que yo me llamo Don Quijote de la Mancha, caballero andante y aventurero, y cautivo de la sin par y hermosa doña Dulcinea del Toboso; y en pago del beneficio que de mí habéis recibido o quiero otra cosa sino que volváis al Toboso, y que de mi parte os presentéis ante esta señora, y le digáis lo que por vuestra libertad he fecho. Todo esto que Don Quijote decía, escuchaba un escudero de los que el coche acompañaban, que era vizcaíno; el cual, viendo que no quería dejar pasar el coche adelante, sino que decía que luego había de dar la vuelta al Toboso, se fue para Don Quijote, y asiéndole de la lanza le dijo en mala lengua castellana, y peor vizcaína, de esta manera: anda, caballero, que mal andes; por el Dios que crióme, que si no dejas coche, así te matas como estás ahí vizcaíno. Entendióle muy bien Don Quijote, y con mucho sosiego le respondió: si fueras caballero, como no lo eres, ya yo hubiera castigado tu sandez y atrevimiento, cautiva criatura. A lo cual replicó el vizcaíno: ¿yo no caballero? juro a Dios tan mientes como cristiano; si lanza arrojas y espada sacas, el agua cuán presto verás que el gato llevas; vizcaíno por tierra, hidalgo por mar, hidalgo por el diablo; y mientes, que mira si otra dices cosa. Ahora lo veredes, dijo Agraves, respondió Don Quijote; y arrojando la lanza en el suelo, sacó su espada y embrazó su rodela, y arremetió al vizcaíno con determinación de quitarle la vida. El vizcaíno, que así le vio venir, aunque quisiera apearse de la mula, que por ser de las malas de alquiler, no había que fiar en ella, no pudo hacer otra cosa sino sacar su espada; pero avínole bien que se halló junto al coche, de donde pudo tomar una almohada que le sirvió de escudo, y luego fueron el uno para el otro, como si fueran dos mortales enemigos. La demás gente quisiera ponerlos en paz; mas no pudo, porque decía el vizcaíno en sus mal trabadas razones, que si no le dejaban acabar su batalla, que él mismo había de matar a su ama y a toda la gente que se lo estorbase. La señora del coche, admirada y temerosa de lo que veía, hizo al cochero que se desviase de allí algún poco, y desde lejos se puso a mirar la rigurosa contienda, en el discurso de la cual dio el vizcaíno una gran cuchillada a Don Quijote encima de un hombro por encima de la rodela, que a dársela sin defensa, le abriera hasta la cintura. Don Quijote, que sintió la pesadumbre de aquel desaforado golpe, dio una gran voz, diciendo: ¡oh señora de mi alma, Dulcinea, flor de la fermosura, socorred a este vuestro caballero, que por satisfacer a la vuestra mucha bondad, en este riguroso trance se halla! El decir esto, y el apretar la espada, y el cubrirse bien de su rodela, y el arremeter al vizcaíno, todo fue en un tiempo, llevando determinación de aventurarlo todo a la de un solo golpe. El vizcaíno, que así le vio venir contra él, bien entendió por su denuedo su coraje, y determinó hacer lo mismo que Don Quijote: y así le aguardó bien cubierto de su almohada, sin poder rodear la mula a una ni a otra parte, que ya de puro cansada, y no hecha a semejantes niñerías, no podía dar un paso. Venía, pues, como se ha dicho, Don Quijote contra el cauto vizcaíno con la espada en alto, con determinación de abrirle por medio, y el vizcaíno le aguardaba asimismo, levantada la espada y aforrado con su almohada, y todos los circunstantes estaban temerosos y colgados de lo que había de suceder de aquellos tamaños golpes con que se amenazaban, y la señora del coche y las demás criadas suyas estaban haciendo mil votos y ofrecimientos a todas las imágenes y casas de devoción de España, porque Dios librase a su escudero y a ellas de aquel tan grande peligro en que se hallaban. Pero está el daño de todo esto, que en este punto y término deja el autor de esta historia esta batalla, disculpándose que no halló más escrito destas hazañas de Don Quijote, de las que deja referidas. Bien es verdad que el segundo autor de esta obra no quiso creer que tan curiosa historia estuviese entregada a las leyes del olvido, ni que hubiesen sido tan poco curiosos los ingenios de la Mancha que no tuviesen en sus archivos o en sus escritorios algunos papeles que de este famoso caballero tratasen; y así, con esta imaginación, no se desesperó de hallar el fin de esta apacible historia, el cual, siéndole el cielo favorable, le halló del modo que se contará en el siguiente capítulo.

Capítulo 9: Donde se concluye y da fin a la estupenda batalla que el gallardo vizcaíno y el valiente manchego tuvieron

Dejamos en el anterior capítulo al valeroso vizcaíno y al famoso Don Quijote con las espadas altas y desnudas, en guisa de descargar dos furibundos fendientes, tales que si en lleno se acertaban, por lo menos se dividirían y henderían de arriba abajo, y abrirían como una granada, y que en aquel punto tan dudoso paró y quedó destroncada tan sabrosa historia, sin que nos diese noticia su autor dónde se podría hallar lo que de ella faltaba. Causóme esto mucha pesadumbre, porque el gusto de haber leido tan poco, se volvía en disgustos de pensar el mal camino que se ofrecía para hallar lo mucho que a mi parecer faltaba de tan sabroso cuento. Parecióme cosa imposible y fuera de toda buena costumbre, que a tan buen caballero le hubiese faltado algún sabio que tomara a cargo en escribir sus nunca vistas hazañas; cosa que no faltó a ninguno de los caballeros andantes, de los que dicen las gentes que van a sus aventuras: porque cada uno de ellos tenía uno o dos sabios como de molde, que no solamente escribían sus hechos, sino que pintaban sus más mínimos pensamientos y niñerías por más escondidas que fuesen; y no había de ser tan desdichado tan buen caballero, que le faltase a él lo que sobró a Platir y a otros semejantes. Y así no podía inclinarme a creer que tan gallarda historia hubiese quedado manca y estropeada, y echada la culpa a la malignidad del tiempo, devorador y consumidor de todas las cosas, el cual o la tenía oculta o consumida. Por otra parte, me parecía que pues entre sus libros se habían hallado tan modernos como Desengaño de celos, y Ninfas y pastores de Henares, que tambíen su historia debía de ser moderna, y que ya que no estuviese escrita, estaría en la memoria de la gente de su aldea y de las a ellas circunvecinas. Esta imaginación me traía confuso y deseoso de saber real y verdaderamente toda la vida y milagros de nuestro famoso español Don Quijote de la Mancha, luz y espejo de la caballería manchega, y el primero que en nuestra edad y en estos tan calamitosos tiempos se puso al trabajo y ejercicio de las andantes armas, y el de desfacer agravios, socorrer viudas, amparar doncellas, de aquellas que andaban con sus azotes y palafrenes, y con toda su virginidad a cuestas, de monte en monte y de valle en valle; que si no era que algún follón, o algún villano de hacha y capellina, o algún descomunal gigante las forzaba, doncella hubo en los pasados tiempos que al cabo de ochenta años, que en todos ellos no durmió un día debajo de tejado, se fue tan entera a la sepultura como la madre que la había parido. Digo, pues, que por estos y otros muchos respetos es digno nuestro gallardo Don Quijote de continuas y memorables alabanzas, y aun a mí no se me deben negar, por el trabajo y diligencia que puse en buscar el fin de esta agradable historia; aunque bien sé que si el cielo, el caso y la fortuna no me ayudaran, el mundo quedara falto y sin el pasatiempo y gusto, que bien casi dos horas podrá tener el que con atención la leyere. Pasó, pues, el hallarla en esta manera: estando yo un día en el Alcaná de Toledo, llegó un muchacho a vender unos cartapacios y papeles viejos a un sedero; y como soy aficionado a leer, aunque sean los papeles rotos de las calles, llevado de esta mi natural inclinación tomé un cartapacio de los que el muchacho vendía; vile con caracteres que conocí ser arábigos, y puesto que, aunque los conocía, no los sabía leer, anduve mirando si parecía por allí algún morisco aljamiado que los leyese; y no fue muy dificultoso hallar intérprete semejante, pues aunque le buscara de otra mejor y más antigua lengua le hallara. En fin, la suerte me deparó uno, que diciéndole mi deseo, y poniéndole el libro en las manos le abrió por medio, y leyendo un poco en él se comenzó a reír: preguntéle que de qué se reía, y respondióme que de una cosa que tenía aquel libro escrita en la margen por anotación. Díjele que me la dijese, y él sin dejar la risa dijo: está, como he dicho, aquí en el margen escrito esto: esta Dulcinea del Toboso, tantas veces, en esta historia referida, dicen que tuvo la mejor mano para salar puercos que otra mujer de toda la Mancha. Cuando yo oí decir Dulcinea del Toboso, quedé atónito y suspenso, porque luego se me representó que aquellos cartapacios conteían la historia de Don Quijote. con esta imaginación le di priesa que leyese el principio; y haciéndolo así, volviendo de improviso el arábigo en castellano, dijo que decía: Historia de Don Quijote de la Mancha, escrita por Cide Hamete Benengeli, historiador arábigo. Mucha discreción fue menester para disimular el contento que recibí cuando llegó a mis oídos el título del libro; y salteándosele al sedero, compré al muchacho todos los papeles y cartapacios por medio real, que si él tuviera discreción, y supiera que yo los deseaba, bien se pudiera prometer y llevar más de seis reales de la compra. Apartéme luego con el morisco por el claustro de la iglesia mayor, y roguéle me volviese aquellos cartapacios, todos los que trataban de Don Quijote, en lengua castellana, sin quitarles ni añadirles nada, ofreciéndole la paga que él quisiese. Contentóse con dos arrobas de pasas y dos fanegas de trigo, y prometió de traducirlos bien y fielmente, y con mucha brevedad, pero yo, por facilitar más el negocio y por no dejar de la mano tan buen hallazgo, le traje a mi casa, donde en poco más de mes y medio la tradujo toda del mismo modo que aquí se refiere. Estaba en el primer cartapacio pintada muy al natural la batalla de Don Quijote con el vizcaíno, puestos en la misma postura que la historia cuenta, levantadas las espadas, el uno cubierto de su rodela, el otro de la almohada, y la mula del vizcaíno tan al vivo, que estaba mostrando ser de alquiler a tiro de ballesta. Tenía a los pies el vizcaíno un título que decía: Don Sancho de Azpeitia que sin duda debía de ser su nombre, y a los pies de Rocinante estaba otro, que decía: Don Quijote: estaba Rocinante maravillosamente pintado, tan largo y tendido, tan atenuado y flaco, con tanto espinazo, tan hético confirmado, que mostraba bien al descubierto con cuánta advertencia y propiedad se le había puesto el nombre de Rocinante. Junto a él estaba Sancho Panza, que teía del cabestro a su asno, a los pies del cual estaba otro rótulo, que decía: Sancho Zancas; y debía de ser que tenía, a lo que mostraba la pintura, la barriga grande, el talle corto, y las zancas largas, y por esto se le debió de poner nombre de Panza y Zancas, que con estos dos sobrenombres se le llama algunas veces la historia. Otras algunas menudencias había que advertir; pero todas son de poca importancia y que no hacen al caso a la verdadera relación de la historia, que ninguna es mala como sea verdadera. Si a esta se le puede poner alguna objeción acerca de su verdad, no podrá ser otra sino haber sido su autor arábigo, siendo muy propio de los de aquella nación ser mentirosos aunque por ser tan nuestros enemigos, antes se puede entender haber quedado falto en ella que demasiado: y así me parece a mí, pues cuando pudiera y debiera extender la pluma en las alabanzas de tan buen caballero, parece que de industria las pasa en silencio; cosa mal hecha y peor pensada, habiendo y debiendo ser los historiadores puntuales, verdaderos y no nada apasionados, y que ni el interés ni el miedo, el rencor ni la afición, no les haga torcer del camino de la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo porvenir. En esta sé que se hallará todo lo que se acertare a desear en la más apacible; y si algo bueno en ella faltare, para mí tengo que fue por culpa del galgo de su autor, antes que por falta del sujeto. En fin, su segunda parte siguiendo la traducción, continuaba de esta manera: puestas y levantadas en alto las cortadoras espadas de los dos valerosos y enojados combatientes, no parecía sino que estaban amenazando al cielo, a la tierra y al abismo: tal era el denuedo y continente que tenían. Y el primero que fue a descargar el golpe fue el colérico vizcaíno, el cual fue dado con tanta fuerza y tanta furia, que a no volvérsele la espada en el camino, aquel solo golpe fuera bastante para dar fin a su rigurosa contienda, y a todas las aventuras de nuestro caballero; mas la buena suerte, que para mayores cosas le tenía guardado, torció la espada de su contrario, de modo que aunque le acertó en el hombro izquierdo, no le hizo otro daño qeu desarmarle todo aquel lado, llevándole de camino gran parte de la celada con la mitad de la oreja, que todo ello con espantosa ruina vino al suelo, dejándole muy maltrecho. ¡Válame Dios, y quién será aquel que buenamente pueda contar ahora la rabia que entró en el corazón de nuestro manchego, viéndose parar de aquella manera! No se diga más, sino que fue de manera que se alzó de nuevo en los estribos, y apretando más la espada en las dos manos, con tal furia descargó sobre el vizcaíno, acertándole de lleno sobre la almohada y sobre la cabeza, que sin ser parte tan buena defensa, como si cayera sobre él una montaña, comenzó a echar sangre por las narices, y por la boca, y por los oídos, y a dar muestras de caer de la mula abajo, de donde cayera sin duda, si no se abrazara con el cuello; pero con todo eso sacó los pies de los estribos, y luego soltó los brazos, y la mula espantada del terrible golpe dio a correr por el campo, y a pocos corcovos dio con su dueño en tierra. Estábaselo con mucho sosiego mirando Don Quijote, y como lo vio caer, saltó de su caballo y con mucha ligereza se llegó a él, y poniéndole la punta de la espada en los ojos, le dijo que se rindiese; si no, que le cortaría la cabeza. Estaba el vizcaíno tan turbado que no podía responder palabra, y él lo pasara mal, según estaba ciego Don Quijote, si las señoras del coche, que hasta entonces con gran desmayo habían mirado la pendencia, no fueran adonde estaba y le pidieran con mucho encarecimiento les hiciera tan grande merced y favor de perdonar la vida a aquel su escudero; a lo cual Don Quijote respondió con mucho entono y gravedad: por cierto, fermosas señoras, yo soy muy contento de hacer lo que me pedís; mas ha de ser con una condición y concerto, y es que este caballero ma ha de prometer de ir al lugar del Toboso, y presentarse de mi parte ante la sin par doña Dulcinea, para que ella haga de él lo que más fuere de su voluntad. Las temerosas y desconsoladas señoras, sin entrar en cuenta de lo que Don Quijote pedía, y sin preguntar quién Dulcinea fuese, le prometieron que el escudero haría todo aquello que de su parte le fuese mandado: pues en fe de esa palabra, yo no le haré más daño, puesto que me lo tenía bien merecido.

Capítulo 10: De los graciosos razonamientos que pasaron entre D. Quijote y Sancho Panza su escudero

Ya en este tiempo se había levantado Sancho Panza algo maltratado de los mozos de los frailes, y había estado atento a la batalla de su señor Don Quijote, y rogaba a Dios en su corazón fuese servido de darle victoria y que en ella ganase alguna ínsula de donde le hiciese gobernador, como se lo había prometido. Viendo, pues, ya acabada la pendencia, y que su amo volvía a subir sobre Rocinante, llegó a tenerle el estribo, y antes que subiese se hincó de rodillas delante de él, y asiéndole de la mano, se la besó y le dijo: sea vuestra merced servido, señor Don Quijote mío, de darme el gobierno de la ínsula que en esta rigurosa pendencia se ha ganado, que por grande que sea, yo me siento con fuerzas de saberla gobernar tal y tan bien como otro que haya gobernado ínsulas en el mundo. A lo cual respondió Don Quijote: advertid, hermano Sancho, que esta aventura, y las a estas semejantes, no son aventuras de ínsulas, sino de encrucijadas, en las cuales no se gana otra cosa que sacar rota la cabeza, o una oreja menos; tened paciencia, que aventuras se ofrecerán, donde no solamente os pueda hacer gobernador, sino más adelante. Agradecióselo mucho Sancho, y besándole otra vez la mano y la falda de la loriga, le ayudó a subir sobre Rocinante, y él subió sobre su asno, y comenzó a seguir a su señor, que a paso tirado, sin despedirse ni hablar más con las del coche, se entró por un bosque que allí junto estaba. Seguíale Sancho a todo trote de su jumento; pero caminaba tanto Rocinante, que, viéndose quedar atrás, le fue forzoso dar voces a su amo, que se aguardase. Hízolo así Don Quijote, teniendo las riendas a Rocinante hasta que llegase su cansado escudero, el cual en llegando le dijo: paréceme, señor, que sería acertado irnos a retraer a alguna iglesia, que, según quedó maltrecho aquel con quien combatisteis, no será mucho que den noticia del caso a la Santa Hermandad, y nos prendan; y a fe que si lo hacen, que primero que salgamos de la cárcel, que nos ha de sudar el hopo. Calla, dijo Don Quijote. ¿Y dónde has visto tú o leído jamás que caballero andante haya sido puesto ante la justicia, por más homicidios que haya cometido? Yo no sé nada de omecillos, respondió Sancho, ni en mi vida le caté a ninguno; sólo sé que la Santa Hermandad tiene que ver con los que pelean en el campo, y en esotro no me entremeto. Pues no tengas pena, amigo, respondió Don Quijote, que yo te sacaré de las manos de los caldeos, cuanto más de las de la Hermandad. Pero dime por tu vida: ¿has tú visto más valeroso caballero que yo en todo lo descubierto de la tierra? ¿Has leído en historias otro que tenga ni haya tenido más brío en acometer, más aliento en el perseverar, más destreza en el herir, ni más maña en el derribar? La verdad sea, respondió Sancho, que yo no he leído ninguna historia jamás, porque ni sé leer ni escribir; mas lo que osaré apostar es que más atrevido amo que vuestra merced yo no le he servido en todos los días de mi vida, y quiera Dios que estos atrevimientos no se paguen donde tengo dicho. Lo que le ruego a vuestra merced es que se cure, que se le va mucha sangre de esa oreja, que aquí traigo hilas y un poco de ungüento blanco en las alforjas. Todo esto fuera bien escusado, respondió Don Quijote, si a mí se me acordara de hacer una redoma del bálsamo de Fierabrás, que con sólo una gota se ahorraran tiempo y medicinas. ¿Qué redoma y qué bálsamo es ese? dijo Sancho Panza. De un bálsamo, respondió Don Quijote, de quien tengo la receta en la memoria, con el cual no hay que tener temor a la muerte, ni hay que pensar morir de ferida alguna; y así, cuando yo le haga y te le dé, no tienes más que hacer sino que cuando vieres que en alguna batalla me han partido por medio del cuerpo, como muchas veces suele acontecer, bonitamente la parte del cuerpo que hubiere caído en el suelo, y con mucha sutileza, antes que la sangre se hiele, la pondrás sobre la otra mitad que quedare en la silla, advirtiendo de encajallo igualmente y al justo. Luego me darás a beber solos dos tragos del bálsamo que he dicho, y verásme quedar más sano que una manzana. Si eso hay, dijo Panza, yo renuncio desde aquí el gobierno de la prometida ínsula, y no quiero otra cosa en pago de mis muchos y buenos servicios, sino que vuestra merced me djé la receta de ese estremado licor, que para mí tengo que valdrá la onza donde quiera más de dos reales, y no he menester yo más para pasar esta vida honrada y descansadamente; pero es de saber ahora si tiene mucha costa el hacella. Con menos de tres reales se pueden hacer tres azumbres, respondió Don Quijote. ¡Pecador de mí! replicó Sancho. ¿Pues a qué aguarda vuestra merced a hacelle y a enseñármele? Calla, amigo, respondió Don Quijote, que mayores secretos pienso enseñarte, y mayores mercedes hacerte; y por ahora curémonos, que la oreja me duele más de lo que yo quisiera. Sacó Sancho de las alforjas hilas y ungüento; mas cuando Don Quijote llegó a ver rota su celada, pensó perder el juicio, y puesta la mano en la espada y alzando los ojos al cielo, dijo: yo hago juramento al criador de todas las cosas, y a los santos cuatro Evangelios, donde más largamente están escritos, de hacer la vida que hizo el grande marqués de Mantua, cuando juró de vengar la muerte de su sobrino Baldovinos, que fue de no comer pan a manteles, ni con su mujer folgar, y otras cosas, que, aunque de ellas no me acuerdo, las doy aquí por espresadas, hasta tomar entera venganza del que tal desaguisado me fizo. Oyendo esto Sancho, le dijo: advierta vuestra merced, señor Don Quijote, que si el caballero cumplió lo que se le dejó ordenado de irse a presentar ante mi señora Dulcinea del Toboso, ya habrá cumplido con lo que debía, y no merece otra pena si no comete nuevo delito. Has hablado y apuntado muy bien, repondió Don Quijote; y así anulo el juramento en lo que toca a tomar de él nueva venganza; pero hágole y confírmole de nuevo de hacer la vida que he dicho, hasta tanto que quite por fuerza otra celada tal y tan buena como esta a algún caballero; y no pienses, Sancho, que así, a humo de pajas, hago esto, que bien tengo a quien imitar en ello, que esto mismo pasó al pie de la letra sobre el yelmo del Mambrino, que tan caro le costó a Sacripante. Que dé al diablo vuestra merced tales juramentos, señor mío, replicó Sancho, que son muy en daño de la salud y muy en perjuicio de la conciencia. Si no, dígame ahora si acaso en muchos días no topamos hombre armado con celada, ¿qué hemos de hacer? ¿Hase de cumplir el juramento a despecho de tantos inconvenientes e incomodidades, como será el dormir vestido, y el no dormir en poblado, y otras mil penitencias que contenía el juramento de aquel loco viejo del marqués de Mantua, que vuestra merced quiere revalidar ahora? Mire vuestra merced bien que por todos estos caminos no andan hombres armados sino arrieros y carreteros, que no sólo no traen celadas, pero quizá no las han oído nombrar en todos los días de su vida. Engañaste en eso, dijo Don Quijote, porque no habremos estado dos horas por estas encrucijadas, cuando veamos más armados que los que vinieron sobre Albraca a la conquista de Angélica la Bella. Alto, pues; sea así, dijo Sancho y a Dios prazga que nos suceda bien, y que se llegue ya el tiempo de ganar esa ínsula, que tan cara me cuesta, y muérame yo luego. Ya te he dicho, Sancho, que no te dé eso cuidado alguno, que cuando faltare ínsula, ahí está el reino de Dinamarca, o el de Sobradisa, que te vendrán como anillo al dedo, y más que, por ser en tierra firme, te debes de alegrar. Pero dejemos esto para su tiempo, y mira si traes algo en esas alforjas que comamos, porque vamos luego en busca de algún castillo donde alojemos esta noche, y hagamos el bálsamo que te he dicho, porque yo te voto a Dios que me va doliendo mucho la oreja. Aquí trayo una cebolla y un poco de queso, y no sé cuántos mendrugos de pan, dijo Sancho; pero no son manjares que pertenecen a tan valiente caballero como vuestra merced. Que mal lo entiendes, respondió Don Quijote: hágote saber, Sancho, que es honra de los caballeros andantes no comer en un mes, y ya que coman, sea de aquello que hallaren más a mano: y esto se te hiciera cierto, si hubieras leído tantas historias como yo, que aunque han sido muchas, en todas ellas no he hallado hecha relación de que los caballeros andantes comiesen, si no era acaso, y en algunos suntuosos banquetes que les hacían, y los demás días se los pasaban en flores. Y aunque se deja entender que no podían pasar sin comer y sin hacer todos los otros menesteres naturales, porque en efecto eran hombres como nosotros, has de entender también que, andando lo más del tiempo de su vida por las florestas y despoblados, y sin cocinero, que su más ordinaria comida sería de viandas rústicas, tales como las que tú ahora me ofreces: así que, Sancho amigo, no te congoje lo que a mí me da gusto, ni quieras tú hacer mundo nuevo, ni sacar la caballería andante de sus quicios. Perdóneme vuestra merced, dijo Sancho, que como yo no sé leer ni escribir, como otra vez he dicho, no sé ni he caído en las reglas de la profesión caballeresca; y de aquí adelante yo proveeré las alforjas de todo género de fruta seca para vuestra merced, que es caballero, y para mí las proveeré, pues no lo soy, de otras cosas volátiles y de más sustancia. No digo yo, Sancho, replicó Don Quijote, que sea forzoso a los caballeros andantes no comer otra cosa que esas frutas que dices; sino que su más ordinario sustento debía ser de ellas, y de algunas yerbas que hallaban en los campos, que ellos conocían, y yo también conozco. Virtud es, respondió Sancho, conocer esas yerbas, que según yo me voy imaginando, algún día será menester usar de ese conocimiento. Y sacando en esto lo que dijo que traía, comieron los dos en buena paz y compañía; pero deseosos de buscar donde alojar aquella noche, acabaron con mucha brevedad su pobre y seca comida. Subieron luego a caballo, y diéronse priesa por llegar a poblado, antes que anocheciese; pero faltóles el sol y la esperanza de alcanzar lo que deseaban junto a unas chozas de unos cabreros, y así determinaron de pasar allí la noche que cuanto fue de pesadumbre para Sancho no llegar a poblado, fue de contento para su amo dormirla al cielo descubierto, por parecerle que cada vez que esto le sucedía era hacer un acto posesivo que facilitaba la prueba de su caballería.

Capítulo 11: De lo que sucedió a Don Quijote con unos cabreros

Fue recogido de los cabreros con buen ánimo, y habiendo Sancho lo mejor que pudo acomodado a Rocinante y a su jumento, se fue tras el olor que despedían de sí ciertos tasajos de cabra que hirviendo al fuego en un caldero estaban; y aunque él quisiera en aquel mismo punto ver si estaban en sazón de trasladarlos del caldero al estómago, lo dejó de hacer porque los cabreros los quitaron del fuego, y tendiendo por el suelo unas pieles de ovejas, aderezaron con mucha priesa su rústica mesa, y convidaron a los dos, con muestras de muy buena voluntad, con lo que tenían. Sentáronse a la redonda de las pieles seis de ellos, que eran los que en la majada había, habiendo primero con groseras ceremonias rogado a Don Quijote que se sentase sobre un dornajo que vuelto al revés le pusieron. Sentóse Don Quijote, y quedábase Sancho en pie para servirle la copa, que era hecha de cuerno. Viéndole en pie su amo, le dijo: porque veas, Sancho, el bien que en sí encierra la andante caballería, y cuán a pique están los que en cualquiera ministerio de ella se ejercitan, de venir brevemente a ser honrados y estimados del mundo, quiero que aquí a mi lado, y en compañía de esta buena gente, te sientes, y que seas una misma cosa conmigo que soy tu amo y natural señor, que comas en mi plato y bebas por donde yo bebiere; porque de la caballería andante se puede decir lo mismo que del amor que se dice, que todas las cosas iguala. ¡Gran merced! dijo Sancho; pero sé decir a vuestra merced, que como yo tuviese bien de comer, tan bien y mejor me lo comería en pie y a mis solas, como sentado a par de un emperador. Y aún si va a decir verdad, mucho mejor me sabe lo que como en mi rincón sin melindres sin respetos, aunque sea pan y cebolla, que los gallipavos de otras mesas, donde me sea forzoso mascar despacio, beber poco, limpiarme a menudo, no estornudar ni toser si me viene gana, ni hacer otras cosas que la soledad y la libertad traen consigo. Así que, señor mío, estas honras que vuestra merced quiere darme, por ser ministro y adherente de la caballería andante, como lo soy siendo escudero de vuestra merced, conviértalas en otras cosas que me sean de más cómodo y provecho; que estas, aunque las doy por bien recibidas, las renuncio para desde aquí al fin del mundo. Con todo eso, te has de sentar, porque a quien se humilla Dios le ensalza. Y asiéndole por el brazo, le forzó a que junto a él se sentase. No entendían los cabreros aquella jerigonza de escuderos y de caballeros andantes, y no hacían otra cosa que comer y callar y mirar a sus huéspedes, que con mucho donaire y gana embaulaban tasajo como puño. Acabado el servicio de carne, tendieron sobre las zaleas gran cantidad de bellotas avellanadas, y juntamente pusieron un medio queso, más duro que si fuera hecho de argamasa. No estaba en esto ocioso el cuerno, porque andaba a la redonda tan a menudo, ya lleno, ya vacío, como arcaduz de noria, que con facilidad vació un zaque de dos que estaban de manifiesto. Después que Don Quijote hubo bien satisfecho su estómago, tomó un puño de bellotas en la mano, y mirándolas atentamente, soltó la voz a semejantes razones: ¡Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban etas dos palabras de tuyo y mío! Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes; a nadie le era necesario, para alcanzar su ordinario sustento, tomar otro trabajo que alzar la mano, y alcanzarle de las robustas encinas, que liberalmente les estaban convidando con su dulce y sazonado ruto. Las claras fuentes y corrientes ríos, en magnífica abundancia, sabrosas y transparentes aguas les ofrecían. En las quiebras de las peñas y en lo hueco de los árboles formaban su república las solícitas y discretas abejas, ofreciendo a cualquiera mano sin interés alguno la fértil cosecha de su dulcísimo trabajo. Los valientes alcornoques despedían de sí, sin otro artificio que el de su cortesía, sus anchas y livianas cortezas, con que se comenzaron a cubrir las casas sobre rústicas estacas, sustentadas no más que para defensa de las inclemencias del cielo. Todo era paz entonces, todo amistad, todo concordia: aún no se había atrevido la pesada reja del corvo arado a abrir ni visitar las entrañas piadosas de nuestra primera madre, que ella sin ser forzada, ofrecía por todas partes de su fértil y espacioso seno lo que pudiese hartar, sustentar y deleitar a los hijos que entonces la poseían. Entonces sí que andaban las simples y hermosas zagalejas de valle en valle, y de otero en otero, en trenza y en cabello, sin más vestidos de aquellos que eran menester para cubrir honestamente lo que la honestidad quiere y ha querido siempre que se cubra; y no eran sus adornos de los que ahora se usan, a quien la púrpura de Tiro y la por tantos modos martirizada seda encarecen, sino de algunas hojas de verdes lampazos y hiedra entretejidas, con lo que quizá iban tan pomposas y compuestas, como van ahora nuestras cortesanas con las raras y peregrinas invenciones que la curiosidad ociosa les ha mostrado. Entonces se decoraban los conceptos amorosos del alma simple y sencillamente, del mismo modo y manera que ella los concebía, sin buscar artificioso rodeo de palabras para encarecerlos. No habían la fraude, el engaño ni la malicia mezcládose con la verdad y la llaneza. La justicia se estaba en sus propios términos, sin que la osasen turbar ni ofender los del favor y los del interés, que tanto ahora la menoscaban, turban y persiguen. La ley del encaje aún no se había sentado en el entendimiento del juez, porque entonces no había qué juzgar ni quién fuese juzgado. Las doncellas y la honestidad andaban, como tengo dicho, por donde quiera, solas y señoras, sin temor que la ajena desenvoltura y lascivo intento las menoscabasen, y su perdición nacía de su gusto y propia voluntad. Y ahora en estos nuestros detestables siglos no está segura ninguna, aunque la oculte y cierre otro nuevo laberinto como el de Creta; porque allí por los resquicios o por el aire, con el celo de la maldita solicitud, se les entra la amorosa pestilencia, y les hace dar con todo su recogimiento al traste. Para cuya seguridad, andando más los tiempos y creciendo más la malicia, se instituyó la orden de los caballeros andantes, para defender las doncellas, amparar las viudas y socorrer a los huérfanos y a los menesterosos. De esta orden soy yo, hermanos cabreros, aquien agradezco el agasajo y buen acogimiento que hacéis a mí y a mi escudero; que aunque por ley natural están todos los que viven obligados a favorecer a los caballeros andantes, todavía por saber que, sin saber vosotros esta obligación, me acogísteis y regalásteis, es razón que con la voluntad a mí posible os agradezca la vuestra. Toda esta larga arenga (que se pudiera muy bien excusar) dijo nuestro caballero, porque las bellotas que le dieron le trujeron a la memoria la edad dorada, y antojósele hacer aquel inútil razonamiento a los cabreros, que, sin respondelle palabra, embobados y suspensos le estuvieron escuchando. Sancho asimismo callaba, y comía bellotas y visitaba muy amenudo el segundo zaque, que porque se enfriase el vino lo tenían colgado de un alcornoque. Más tardó en hablar Don Quijote que en acabar la cena, al fin de la cual uno de los cabreros dijo: para que con más veras pueda vuestra merced decir, señor caballero andante, que le agasajamos con pronta y buena voluntad, queremos darle solaz y contento con hacer que cante un compañero nuestro, que no tardará mucho en estar aquí, el cual es un zagal muy entendido y muy enamorado, y que sobre todo sabe leer y escribir, y es músico de un rabel, que no hay más que desear. Apenas había el cabrero acabado de decir esto, cuando llegó a sus oídos el son del rabel y de allí a poco llegó el que le tañía, que era un mozo de hasta veintidós años, de muy buena gracia. Preguntáronle sus compañeros si había cenado, y respondiendo que sí, el que había hecho los ofrecimientos le dijo: de esa manera, Antonio, bien podrás hacernos placer de cantar un poco, porque vea este señor huésped que tenemos, que también por los montes y selvas hay quien sepa de música. Hémosle dicho tus buenas habilidades, y deseamos que las muestres y nos saques verdaderos; y así te ruego por tu vida que te sientes y cantes el romance de tus amores, que te compuso el beneficiado tu tío, que en el pueblo ha parecido muy bien. Que me place, dijo el mozo; y sin hacerse más de rogar, se sentó en el tronco de una desmochada encina, y templando su rabel, de allí a poco, con muy buena gracia, comenzó a cantar, diciendo de esta manera:

ANTONIO

Yo sé, Olalla, que me adoras,
    puesto que no me lo has dicho
                                                               ni aún con los ojos siquiera,
                                                               mudas lenguas de amoríos. 

                                                               Porque sé que eres sabida,
     en que me quieres me afirmo,
                                                                que nunca fue desdichado
                                                                amor que fue conocido.

Bien es verdad que tal vez,
Olalla, me has dado indicio
     que tienes de bronce el alma,
                                                                y el blanco pecho de risco.

   Más allá, entre sus reproches
                                                                y honestísimos desvíos
  tal vez la esperanza muestra
                                                                la orilla de su vestido.

                                                                Abalánzase al señuelo
mi fe que nunca ha podido
ni menguar por no llamado
                                                                ni crecer por escogido.

                                                                Si el amor es cortesía,
                                                                de la que tienes colijo
 que al fin de mis esperanzas
                                                                ha de ser cual imagino.

                                                                Y si son servicios parte
de hacer un pecho benigno,
  algunos de los que he hecho
                                                                fortalecen mi partido.



Porque, si has mirado en ello,
                                                              más de una vez habrás visto
   que me he vestido en los lunes
    lo que me honraba el domingo.

                                                               Como el amor y la gala
                                                               andan un mismo camino,
                                                               en todo tiempo a tus ojos
                                                               quise mostrarme polido.

Dejo el bailar por tu causa,
                                                                 ni las músicas te pinto,
         que has escuchado a deshoras
y al canto del gallo primo.

                                                                  No cuento las alabanzas
   que de tu belleza he dicho,
            que, aunque verdaderas, hacen
      ser yo de algunas mal quisto.

                                                                 Teresa del Berrocal,
                                                                 yo alabándote, me dijo:   
        Tal piensa que adora un ángel,
   y viene a adorar a un jimio.
Merced a los mucho dijes
                                                                 y a los cabellos postizos,
y a hipócritas hermosuras
     que engañan al amor mismo.
                                                                 Desmentíla, y enojóse,
                                                                 volvió por ella su primo,
                                                                 desafióme, y ya sabes,
                                                                 lo que yo hice y él hizo.

  No te quiero yo a montón,
                                                                  ni te pretendo y te sirvo
                                                                  por lo de barraganía,
           que más bueno es mi designio.
 Coyundas tiene la iglesia,
 que son lazadas de sirgo,
      pon tu cuello en la gamella,
         verás cómo pongo yo el mío.

      Donde no, desde aquí juro
    por el santo más bendito,
 de no salir destas tierras
                                                                   sino para capuchino.

Con esto dio el cabrero fin a su canto, y aunque Don Quijote le rogó que algo más cantase, no lo consintió Sancho Panza, porque estaba más para dormir que para oír canciones. Y así dijo a su amo: bien puede vuestra merced acomodarse desde luego a donde ha de pasar esta noche, que el trabajo de estos buenos hombres tienen todo el día no permite que pasen las noches cantando. Ya te entiendo, Sancho, respondió Don Quijote, que bien se me trasluce que las visitas del zaque piden más recompensa de sueño que de música. A todos nos sabe bien, bendito sea Dios, respondió Sancho. No lo lo niego, replicó Don Quijote; pero acomódate tú donde quisieres, que los de mi profesión mejor parecen velando que durmiendo; pero con todo eso sería bien, Sancho, que me vuelvas a curar esta oreja, que me va doliendo más de lo que es menester. Hizo Sancho lo que se le mandaba; y viendo uno de los cabreros la herida, le dijo que no tuviese pena, que él pondría remedio con que fácilmente se sanase; y tomando algunas hojas de romero, de mucho que por allí había, las mascó y las mezcló con un poco de sal, y aplicándoselas a la oreja, se las vendó muy bien, asegurándole que no había menester otra medicina. Y así fue la verdad.

 Capítulo 12: De lo que contó un cabrero a los que estaban con Don Quijote

Estando en esto llegó otro mozo de los que les traían de la aldea el bastimento, y dijo: ¿sabéis lo que pasa en el lugar, compañeros? ¿cómo lo podemos saber? respondió uno de ellos. Pues sabed, prosiguió el mozo, que murió esta mañana aquel famoso pastor estudiante llamado Grisóstomo, y se murmura que ha muerto de amores de aquella endiablada moza de la aldea, la hija de Guillermo el rico, aquella que se anda en hábito de pastora por esos andurriales. Por Marcela dirás, dijo uno. Por esa digo, respondió el cabrero; y es lo bueno, que mandó en su testamento que le enterrasen en el campo como si fuera moro, y que sea al pie de la peña donde está la fuente del alcornoque, porque según es fama (y él dicen que lo dijo) aquel lugar es adonde él la vio la vez primera. Y también mandó otras cosas tales, que los abades del pueblo dicen que no se han de cumplir ni es bien que se cumplan, porque parecen de gentiles. A todo lo cual responde aquel gran su amigo Ambrosio el estudiante, que también se vistió de pastor con él, que se ha de cumplir todo sin faltar nada como lo dejó mandado Grisóstomo, y sobre esto anda el pueblo alborotado, mas a lo que se dice, en fin se hará lo que Ambrosio y todos los pastores sus amigos quieren, y mañana le vienen a enterrar con gran pompa adonde tengo dicho; y tengo para mí que ha de ser cosa muy de ver, a lo menos yo no dejaré de ir a verla, si supiese no volver mañana al lugar. Todos haremos lo mismo, respondieron los cabreros, y echaremos suertes a quien ha de quedar a guardar las cabras de todos. Bien dices Pedro, dijo uno de ellos, aunque no será menester usar de esa diligencia, que yo me quedaré por todos; y no lo atribuyas a virtud y a poca curiosidad mía, sino a que no me deja andar el garrancho que el otro día me pasó este pie. Con todo esto, te lo agradecemos, respondió Pedro. Y Don Quijote rogó a Pedro le dijese qué muerto era aquel y qué pastora aquella. A lo cual Pedro respondió, que lo que sabía era que el muerto era un hijodalgo rico, vecino de un lugar que estaba en aquellas sierras, el cual había sido estudiante muchos años en Salamanca, al cabo de los cuales había vuelto a su lugar con opinión de muy sabio y muy leído. Principalmente decían que sabía la ciencia de las estrellas, y de lo que pasaban allá en el cielo el sol y la luna, porque puntualmente nos decía el cris del sol y de la luna. Eclipse se llama, amigo, que no cris, el escurecerse esos dos luminares mayores, dijo Don Quijote. Mas Pedro, no reparando en niñerías, prosiguió su cuento, diciendo: asimesmo adivinaba cuando había de ser el año abundante o estil. Estéril queréis decir, amigo, dijo Don Quijote. Estéril, o estil, respondió Pedro, todo se sale allá. Y digo que, con esto que decía, se hicieron su padre y sus amigos que le daban crédito muy ricos, porque hacían lo que él les aconsejaba, diciéndoles: sembrad este año cebada, no trigo; en este podéis sembrar garbanzos, y no cebada; el que viene será de guilla de aceite; los tres siguientes no se cogerá gota. Esa ciencia se llama Astrología, dijo Don Quijote. No sé yo cómo se llama, replicó Pedro, mas sé que todo esto sabía y aún más. Finalmente no pasaron muchos meses después que vino de Salamanca, cuando un día remaneció vestido de pastor con su cayado y pellico, habiéndose quitado los hábitos largos que como escolar traía, y juntamente se vistió con él de pastor otro su grande amigo llamado Ambrosio, que había sido su compañero en los estudios. Olvidábaseme decir cómo Grisóstomo el difunto fue grande hombre de componer coplas, tanto que él hacía los villancicos para la noche del Nacimiento del Señor, y los autos para el día de Dios, que los representaban los mozos de nuestro pueblo, y todos decían que eran por el cabo. Cuando los del lugar vieron tan de improviso vestidos de pastores a los dos escolares, quedaron admirados y no podían adivinar la causa que les había movido a hacer tan extraña mudanza. Ya en este tiempo era muerto el padre de nuestro Grisóstomo, y él quedó heredado en mucha cantidad de hacienda, ansí en muebles como en raíces, y en no pequeña cantidad de ganado mayor y menor, y en gran cantidad de dineros: de todo lo cual quedó el mozo señor desoluto; y en verdad que todo lo merecía, que era muy buen compañero y caritativo y amigo de los buenos, y tenía una cara como una bendición. Después se vino a entender que el haberse mudado de traje no había sido por otra cosa que por andarse por estos despoblados en pos de aquella pastora Marcela que nuestro zagal nombró denantes, de la cual se había enamorado el difunto de Grisóstomo. Y quiéroos decir ahora, porque es bien que lo sepáis, quén es esta rapaza; quizá y aun sin quizá no habréis oído semejante cosa en todos los días de vuestra vida, aunque viváis más años que sarna. Decid Sarra, replicó Don Quijote, no pudiendo sufrir el trocar de los vocablos del cabrero. Harto vive la sarna, respondió Pedro; y si es, señor, que me habéis de andar zaheriendo a cada paso los vocablos, no acabaremos en un año. Perdonad, amigo, dijo Don Quijote, que por haber tanta diferencia de sarna a Sarra os lo dije; pero vos respondísteis muy bien, porque vive más sarna que Sarra, y proseguid vuestra historia, que no os replicaré más en nada. Digo, pues, señor de mi alma, dijo el cabrero, que en nuestra aldea hubo un labrador aún más rico que el padre de Grisóstomo, el cual se llamaba Guillermo, y al cual dio Dios, amén de las muchas y grandes riquezas, una hija, de cuyo parto murió su madre, que fue la más honrada mujer que hubo en todos estos contornos; no parece sino que ahora la veo con aquella cara, que del un cabo tenía el sol y del otro la luna, y sobre todo hacendosa y amiga de los pobres, por lo que creo que debe de estar su ánima a la hora de hora gozando de Dios en el otro mundo. De pesar de la muerte de tan buena mujer murió su marido Guillermo, dejando a su hija Marcela muchacha y rica en poder de un tío suyo, sacerdote, y beneficiado en nuestro lugar. Creció la niña con tanta belleza, que nos hacía acordar de la de su madre, que la tuvo muy grande, y con todo esto se juzgaba que le había de pasar la de la hija; y así fue, que cuando llegó a edad de catorce a quince años, nadie la miraba que no bendecía a Dios, que tan hermosa la había criado, y los más quedaban enamorados y perdidos por ella. Guardábala su tío con mucho recato y con mucho encerramiento, pero con todo esto, la fama de su mucha hermosura se extendió de manera, que así por ella, como por sus muchas riquezas, no solamente de los de nuestro pueblo, sino de los de muchas leguas a la redonda, y de los mejores de ellos, era rogado, solicitado e importunado su tío se la diese por mujer. Mas él, que a las derechas es buen cristiano, aunque quisiera casarla luego, así como la vía de edad, no quiso hacerlo sin su consentimiento, sin tener ojo a la ganancia y granjería que le ofrecía el tener la hacienda de la moza, dilatando su casamiento. Y a fe que se dijo esto en más de un corrillo en el pueblo en alabanza del buen sacerdote. Que quiero que sepa, señor andante, que en estos lugares cortos de todo se trata y de todo se murmura; y tened para vos, como yo tengo para mí, que debe de ser demasiadamente bueno el clérigo que obliga a sus feligreses a que digan bien dél, especialmente en las aldeas. Así es la verdad, dijo Don Quijote, y proseguid adelante, que el cuento es muy bueno, y vos, buen Pedro, le contáis con mucha gracia. La del Señor no me falte, que es la que hace al caso. Y en lo demás, sabréis que aunque el tío proponía a la sobrina, y le decía las calidades de cada uno, en particular de los muchos que por mujer la pedían, rogándole que se casase y escogiese a su gusto, jamás ella respondió otra cosa sino que por entonces no quería casarse, y que por ser tan muchacha no se sentía hábil para poder llevar la carga del matrimonio. Con estas que daba al parecer justas excusas, dejaba el tío de importunarla, y esperaba que entrase algo más en edad y ella supiese escoger compañía a su gusto. Porque decía él, y decía muy bien, que no habían de dar los padres a sus hijos estado contra su voluntad. Pero hételo aquí, cuando no me cato, que remanece un día la melindrosa Marcela hecha pastora; y sin ser parte su tío ni todos los del pueblo que se lo desaconsejaban, dio en irse al campo con las demás zagalas del lugar, y dio en guardar su mesmo ganado. Y así como ella salió en público, y su hermosura se vio al descubierto, no os sabré buenamente decir cuántos ricos mancebos, hidalgos y labradores han tomado el traje de Grisóstomo, y la andan requebrando por estos campos. Uno de los cuales, como ya está dicho, fue nuestro difunto, del cual decían que la dejaba de querer y la adoraba. Y no se piense que porque Marcela se puso en aquella libertad y vida tan suelta, y de tan poco o de ningún recogimiento, que por eso ha dado indicio, ni por semejas, que venga en menoscabo de su honestidad y recato; antes es tanta y tal la vigilancia con que mira por su honra, que de cuantos la sirven y solicitan ninguno se ha alabado, ni con verdad se podrá alabar, que le haya dado alguna pequeña esperanza de alcanzar su deseo. Que puesto que no huye ni es esquiva de la compañía y conversación de los pastores, y los trata cortés y amigablemente, en llegando a descubrirle su intención cualquiera dellos, aunque sea tan justa y santa como la del matrimonio, los arroja de sí como con un trabuco. Y con esta manera de condición hace más daño en esta tierra que por si ella entrara la pestilencia, porque su afabilidad y hermosura atraen los corazones de los que la tratan a servirla y a amarla; pero su desdén y desengaño los conduce a términos de desesperarse, y así no saben qué decirle sino llamarla a voces cruel y desagradecida, con otros títulos a este semejantes, que bien la calidad de su condición manifiestan; y si aquí estuviéredes, señores, algún día, veríades resonar estas sierras y estos valles con los lamentos de los desengañados que la siguen. No está muy lejos de aquí un sitio donde hay casi dos docenas de altas hayas, y no hay ninguna que en su lisa corteza no tenga grabado y escrito el nombre de Marcela, y encima de alguna una corona grabada en el mesmo árbol, como si más claramente dijera su amante que Marcela la lleva y la merece de toda la hermosura humana. Aquí suspira un pastor, allí se queja otro, acullá se oyen amorosas canciones, acá desesperadas endechas. Cual hay que pasa todas las horas de la noche sentado al pie de alguna encina o peñasco, y allí, sin plegar los llorosos ojos, embebecido y trasportado en sus pensamientos, le halla el sol a la mañana; y cual hay que sin dar vado ni tregua a sus suspiros, en mitad del ardor de la más enfadosa siesta del verano tendido sobre la ardiente arena, envía sus quejas al piadoso cielo; y deste y de aquel, y de aquellos y destos, libre y desenfadadamente triunfa la hermosa Marcela. Y todos los que la conocemos estamos esperando en qué ha de parar su altivez, y quién ha de ser el dichoso que ha de venir a domeñar condición tan terrible, y gozar de hermosura tan extremada. Por ser todo lo que he contado tan averiguada verdad, me doy a entender que también lo es la que nuestro zagal dijo que se decía de la causa de la muerte de Grisóstomo. Y así os aconsejo, señor, que no dejéis de hallaros mañana a su entierro, que será muy de ver, porque Grisóstomo tiene muchos amigos, y no está deste lugar a aquel donde manda enterrarse media legua. En cuidado me lo tengo, dijo Don Quijote, y agradézcoos el gusto que me habéis dado con la narración de tan sabroso cuento. ¡Oh! replicó el cabero. Aun no sé yo la mitad de los casos sucedidos a los amantes de Marcela; mas podría ser que mañana topásemos en el camino algún pastor que nos lo dijese; y por ahora bien será que os vais a dormir debajo de techado, porque el sereno os podría dañar la herida, puesto que es tal la medicina que se os ha puesto, que no hay que temer de contrario accidente. Sancho Panza que ya daba al diablo el tanto hablar del cabrero, solicitó por su parte que su amo se entrase a dormir en la choza de Pedro. Hízolo así y todo lo más de la noche se la pasó en memorias de su señora Dulcinea, a imitación de los amantes de Marcela. Sancho Panza se acomodó entre Rocinante y su jumento, y durmió, no como enamorado desfavorecido, sino como hombre molido a coces.

Capítulo 13: Donde se da fin al cuento de la pastora Marcela, con otros sucesos

Mas apenas comenzó a descubrirse el día por los balcones del Oriente, cuando los cinco de los seis cabreros se levantaron y fueron a despertar a Don Quijote, y a decille si estaba todavía con propósito de ir a ver el famoso entierro de Grisóstomo, y que ellos le harían compañía. Don Quijote, que otra cosa no deseaba, se levantó y mandó a Sancho que ensillase y enalbardase al momento, lo cual él hizo con mucha diligencia, y con la misma se pusieron luego todos en camino. Y no hubieron andado un cuarto de legua, cuando al cruzar de una senda vieron venir hacia ellos hasta seis pastores vestidos con pellicos negros, y coronadas las cabezas con guirnaldas de ciprés y de amarga adelfa. Traía cada uno un grueso bastón de acebo en la mano; venían con ellos asimismo dos gentiles hombres de a caballo tan bien aderezados de camino, con otros tres mozos de a pie que los acompañaban. En llegándose a juntar se saludaron cortésmente, y preguntándose los unos a los otros dónde iban, supieron que todos se encaminaban al lugar del entierro, y así comenzaron a caminar todos juntos. Uno de los de a caballo, hablando con su compañero le dijo: - Paréceme, señor Vivaldo, que habemos de dar por bien empleada la tardanza que hiciéremos en ver este famoso entierro que no podrá dejar de ser famoso, según estos pastores nos han contado extrañezas, así del muerto pastor como de la pastora homicida. Así me lo parece a mí, respondió Vivaldo, y no digo yo hacer tardanza de un día, pero de cuatro la hiciera a trueco de verle. Preguntóles Don Quijote qué era lo que habían oído de Marcela y de Grisóstomo. El caminante dijo que aquella madrugada habían encontrado con aquellos pastores, y que por haberles visto en aquel tan triste traje les habían preguntado la ocasión por que iban de aquella manera; que uno dellos se lo contó, contando las eztrañezas y hermosura de una pastora llamada Marcela, y los amores de muchos que la recuestaban, con la muerte de aquel Grisóstomo a cuyo entierro iban. Finalmente, él contó lo que Pedro a Don Quijote había contado. Cesó esta plática y comenzóse otra, preguntando el que se llamaba Vivaldo a Don Quijote, qué era la ocasión que le movía a andar armado de aquella manera por tierra tan pacífica. A lo cual respondió Don Quijote: - La profesión de mi ejercicio no consiente ni permite que yo ande de otra manera; el buen paso, el regalo y el reposo allá se inventaron para los blandos cortesanos; mas el trabajo, la inquietud y las armas sólo se inventaron e hicieron para aquellos que el mundo llama caballeros andantes, de los cuales yo, aunque indigno, soy el menor de todos. Apenas oyeron esto, cuando todos le tuvieron por loco, y por averiguarlo más y ver qué género de locura era el suyo, le tornó a preguntar Vivaldo qué quería decir caballeros andantes. - ¿No han vuestras mercedes leído, respondió Don Quijote, los anales e historias de Inglaterra, donde se tratan las famosas fazañas del rey Arturo, que continuamente en nuestro romance castellano llamamos el rey Artús, de quien es tradición antigua y común en todo aquel reino de la Gran Bretaña, que este rey no murió, sino que por arte de encantamiento se convirtió en cuervo, y que andando los tiempos ha de volver a reinar y a cobrar su reino y cetro; a cuya causa no se probará que desde aquel tiempo a este haya ningún inglés muerto cuervo alguno? Pues en tiempo de este buen rey fue instituida aquella famosa orden de caballería de los caballeros de la Tabla Redonda, y pasaron sin faltar un punto los amores que allí se cuentan de Don lanzarote del Lago con la reina Ginebra, siend medianera dellos y sabidora aquella tan honrada duaña Quitañona, de donde nació aquel famoso romance, y tan decantado en nuestra España de:



Nunca fuera caballero
          de damas tan bien servido,
  como lo fue Lanzarote
       cuando de Bretaña vino;

con aquel progreso tan dulce y tan suave de sus amorosos y fuertes fechos. Pues desde entonces, de mano en mano fue aquella orden de caballería extendiéndose y dilatándose por muchas y diversas partes del mundo; y en ella fueron famosos y conocidos por sus fechos el valiente Amadís de Gaula con todos sus hijos y nietos hasta la quinta generación, y el valeroso Felixmarte de Hircania, y el nunca como se debe alabado Tirante el Blanco, y casi que en nuestros días vimos y comunicamos y oímos al invencible y valeroso caballero don Belianís de Grecia. Esto, pues, señores, es ser caballero andante, y la que he dicho es la orden de su caballería, en la cual, como otra vez he dicho, yo, aunque pecador, he hecho profesión, y lo mismo que profesaron los caballeros referidos, profeso yo; y así me voy por estas soledades y despoblados buscando las aventuras, con ánimo deliberado de ofrecer mi brazo y mi persona a la más peligrosa que la suerte me depare, en ayuda de los flacos y menesterosos. Por estas razones que dijo, acabaron de enterarse los caminantes que era Don Quijote falto de juicio, y del género de locura que señoreaba, de lo cual recibieron la misma admiración que recibían todos aquellos qeu de nuevo venían en conocimiento della. Y Vivaldo, que era persona muy discreta y de alegre condición, por pasar sin pesadumbre el poco camino qeu decían que les faltaba a llegar a la sierra del entierro, quiso darle ocasión a que pasase más adelante con sus disparates. Y así le dijo: paréceme, señor caballero andante, que vuestra merced ha profesado una de las más estrechas profesiones que hay en la tierra, y tengo para mí que aún la de los frailes cartujos no es tan estrecha. Tan estrecha bien podía ser, respondió nuestro Don Quijote; pero tan necesaria en el mundo, no estoy en dos dedos de ponello en duda. Porque si va a decir verdad, no hace menos el soldado que pone en ejecución lo que su capitán le manda, que el mismo capitán que se lo ordena. Quiero decir, que los religiosos con toda paz y sosiego piden al cielo el bien de la tierra; pero los soldados y cablleros ponemos en ejecución lo que ellos piden, defendiéndola con el valor de nuestros brazos y filos de nuestras espadas; no debajo de cubierta, sino al cielo abierto, puesto por blanco de los insufribles rayos del sol en el verano, y de los erizados hielos del invierno. Así que somos ministros de Dios en la tierra, y brazos por quien se ejecuta en ello su justicia. Y como las cosas de la guerra, y las a ellas tocantes y concernientes no se pueden poner en ejecución sino sudando, afanando y trabajando excesivamente, síguese que aquellos que la profesan tienen sin duda mayor trabajo que aquellos que en sosegada paz y reposo están rogando a Dios favorezca a los que poco pueden. No quiero yo decir, ni me pasa por pensamiento, que es tan buen estado el de caballero andante como el de encerrado religioso; sólo quiero inferir, por lo que yo padezco, que sin duda es más trabajoso y aporreado, y más hambriento y sediento, miserable, roto y piojoso, porque no hay duda sino que los caballeros andantes pasados pasaron mucha mala ventura en el discurso de su vida. Y si algunos subieron a ser emperadores por el valor de su brazo, a fe que les costó buen porqué de su sangre y de su sudor; y que así a los que tal grado subieron les faltaran encantadores y sabios que los ayudaran, que ellos quedarán bien defraudados de sus deseos y bien engañados de sus esperanzas. De ese parecer estoy yo, replicó el caminante; pero una cosa entre otras muchas, me parece muy mal de los caballeros andantes, y es que cuando se ven en ocasión de acometer una grande y peligrosa aventura, en que se ve manifiesto peligro de perder la vida, nunca en aquel instante de acometella se acuerdan de encomendarse a Dios, como cada cristiano está obligado a hacer en peligros semejantes; antes se encomiendan a sus damas con tanta gana y devoción, como si ellas fueran su Dio: cosa que me parece que huele algo a gentilidad. Señor, respondió Don Quijote, eso no puede ser menos en ninguna manera, y caería en mal caso el caballero andante que otra cosa hiciese; que ya está en uso y costumbre en la caballería andantesca que el caballero andante, que al acometer algún gran fecho de armas tuvise su señora delante, vuelva a ella los ojos blanda y amorosamente, como que le pide con ellos le favorezca y ampare en el dudoso trance que acomete; y aun si nadie le oye, está obligado a decir algunas palabras

entre dientes, en que de todo corazón se le encomiende, y desto tenemos innumerables ejemplos en las historias. Y no se ha de entender por esto que han de dejar de encomendarse a Dios, que tiempo y lugar les queda para hacello en el discurso de la obra. Con todo eso, replicó el caminante, me queda un escrúpulo, y es que muchas veces he leído que se traban palabras entre dos andantes caballeros, y de una en otra se les viene a encender la cólera, y a volver los caballos, y a tomar una buena pieza del campo, y luego sin más ni más, a todo el correr dellos se vuelven a encontrar, y en mitad de la corrida se encomiendan a sus damas; y lo que suele suceder del encuentro es que el uno cae por las ancas del caballo pasado con lalanza del contrario de parte a parte, y al otro le aviene también que a no tenerse a las crines del suyo no pudiera dejar de venir al suelo; y no sé yo cómo el muerto tuvo lugar para encomendarse a Dios en el discurso de esta tan celebrada obra; mejor fuera que las palabras que en la carrera gastó encomendándose a su dama, las gastara en lo que debía, y estaba obligado como cristiano; cuanto más que yo tengo para mí que no todos los caballeros andantes tienen damas a quien encomendarse, porque no todos son enamorados. Eso no puede ser, respondió Don Quijote: digo que no puede ser que haya caballero andante sin dama, porque tan propio y tan natural les es a los tales ser enamorados como al cielo tener estrellas, y a buen seguro que no se haya visto historia donde se halle caballero andante sin amores, y por el mismo caso que estuviese sin ellos, no sería tenido por legítimo caballero, sino por bastardo, y que entró en la fortaleza de la caballería dicha, no por la puerta, sino por las bardas, como salteador y ladrón. Como todo eso dijo el caminante, me parece, si mal no me acuerdo, haber leído que don Galaor, hermano del valeroso Amadís de Gaula, nunca tuvo dama señalada a quien pudiese encomendarse, y con todo esto no fue tenido en menos, y fue un muy valiente y famoso caballero. A lo cual respondió nuestro Don Quijote: Señor, una golondrina sola no hace verano; cuanto más que yo sé que de secreto estaba ese caballero muy bien enamorado; fuera de aquello de querer a todas bien, cuantas bien le parecían, era condición natural a quien no podía ir a la mano. Pero en resolución, averiguado está muy bien que él tenía una sola a quien le había hecho señora de su voluntad; a la cual se encomendabaq muy a menudo y muy secretamente, porque se preció de secreto caballero. Luego si es de esencia que todo caballero andante haya de ser enamorado, dijo el caminante, bien se puede creer que vuestra merced lo es, pues de la profesión, y si es que vuestra merced no se precia de ser tan secreto como Don Galaor, con las veras que puedo, le suplico, en nombre de toda esta compañía y en el mío, nos diga el nombre, patria, calidad y hermosura de su dama, que ella se tendrá por dichosa de que todo el mundo sepa que es querida y servida de un tal caballero como vuestra merced parece. Aquí dio un gran suspiro Don Quijote y dijo: yo no podré afirmar si la dulce mi enemiga gusta o no de que el mundo sepa que yo la sirvo; sólo sé decir, respondiendo a lo que con tanto comedimiento se me pide, que su nombre es Dulcinea, su patria el Toboso, un lugar de la Mancha; su calidad por lo menos ha de ser princesa, pues es reina y señora mía; su hermosura sobrehumana, pues en ella se vienen a hacer verdaderos todos los imposibles y quiméricos atributos de belleza qeu los poetas dan a sus damas; que sus cabellos son oro, su frente campos elíseos, sus cejas arcos del cielo, sus ojos soles, sus mejillas rosas, sus labios corales, perlas sus dientes, alabastro su cuello, mármol su pecho, marfil sus manos, su blacura nieve; y las partes que a la vista humana encubrió la honestidad son tales, según yo pienso y entiendo, que sola la discreta consideración puede encarecerlas y no compararlas. El linaje, prosapia y alcurnia querríamos saber, replicó Vivaldo. A lo cual respondión Don Quijote: no es de los antiguos Curcios, Gayos y Cipiones romanos, ni de los modernos Colonas y Ursinos, ni de los Moncadas y Requesens de Cataluña, ni menos de los Rebellas y Villenovas de Valencia, y Palafoxes Nuzas, Rocabertis, Corellas, Lunas, Alagones, Urreas, Foces y Gurreas de Aragón; Cerdas, Manriques, Mendozas y Guzmanes de Castilla; Alencastros, Pallas y Meneses de Portugal; pero es de los del Toboso de la Mancha, linaje, aunque moderno, tal que puede dar generoso principio a las más ilustres

familias de los venideros siglos; y no se me replique en esto, si no fuere con las condiciones que puso Cerbino al pie del trofeo de las armas de Orlando, que decía:

Nadie las mueva
      que estar no pueda
         con Roldán a prueba.

Aunque el mío es de los Cachopines de Laredo, respondió el caminante, no le osaré yo poner con el del Toboso de la Mancha puesto que, para decir verdad, semejante apellido hasta ahora no ha llegado a mis oídos. Como ese no habrá llegado, replicó Don Quijote. Con gran atención iban escuchando todos los demás la plática de los dos, y aun hasta los mismos cabreros y pastores conocieron la demasiada falta de juicio de nuestro Don Quijote. Sancho Panza pensaba que cuanto su amo decía era verdad, sabiendo él quién era, habiéndole conocido desde su nacimiento; y en lo que dudaba algo era en creer aquello de la linda Dulcinea del Toboso, porque nunca tal nombre ni tal princesa había llegado jamás a su noticia, aunque vivía tan cerca del Toboso. En estas pláticas iban cuando vieron que por la quiebra que dos altas montañas hacían, bajaban hasta veinte pastores, todos con pellicos de negra lana vestidos, y coronados con guirnaldas que, a lo que después pareció, eran cual de tejo y cual de ciprés. Entre seis dellos traían unas andas, cubiertas de mucha diversidad de flores y de ramos. Lo cual, visto por uno de los cabreros, dijo: aquellos que allí vienen son los que traen el cuerpo de Grisóstomo, y el pie de aquella montaña es el lugar donde él mandó que le enterrasen. Por eso se dieron priesa a llegar, y fue a tiempo que ya los que venían habían puesto las andas en el suelo, y cuatro dellos con agudos picos, estaban cavando la sepultura a un lado de una dura peña. Recibiéronse los unos y los otros cortésmente, y luego, Don Quijote, y los que con él venían, se pusieron a mirar las andas, y en ellas vieron cubierto de flores un cuerpo muerto, y vestido como pastor, de edad al parecer de treinta años; y aunque muerto, mostraba que vivo había sido de rostro hermoso y de disposición gallarda. Alrededor dél tenía en las mismas andas algunos libros y muchos papeles abiertos y cerrados; y así los que estos miraban como los que abrían la sepultura, y todos los demás que allí había, guardaban un maravilloso silencio, hasta que uno de los que al muerto trujeron dijo a otro: mirad bien, Ambrosio, si es este el lugar que Grisóstomo dijo, ya que queréis que tan puntualmente se cumpla lo que dejó mandado en su testamento. Esto es, repondió Ambrosio, que muchas veces en él me contó mi desdichado amigo la historia de su desventura. Allí me dijo él que vio la vez primera a aquella enemiga mortal del linaje humano, y allí fue también donde la primera vez le declaró su pensamiento tan honesto como enamorado, y allí fue la última vez donde Marcela le acabó de desengañar y desdeñar; de suerte que puso fin a la tragedia de su miserable vida y aquí, en memoria de tantas desdichas, quiso él que le depositasen en las entrañas del eterno olvido. Y volviéndose a Don Quijote y a los caminantes, prosiguió diciendo: ese cuerpo, señores, que con piadosos ojos estáis mirando, fue depositario de un alma en quien el cielo puso infinita parte de sus riquezas. Ese es el cuerpo de Grisóstomo, que fue único en el ingenio, sólo en la cortesía, extremo en la gentileza, fénix en la amistad, magnífico sin tasa, grave sin presunción, alegre sin bajeza, y finalmente, primero en todo lo que es ser bueno, y sin segundo en todo lo que fue sr desdichado. Quiso bien, fue aborrecido; adoró, fue desdeñado; rogó a una fiera, importunó a un mármol, corrió tras el viento, dio voces a la soledad, sirvió a la ingratitud, de quien alcanzó por premio ser despojo de la muerte en la mitad de la carrera de su vida, a la cual dio fin una pastora, a quien él procuraba eternizar para que viviera en la memoria de las gentes, cual lo pudieran mostrar bien estos papeles que estáis mirando, si él no me hubiera mandado que los entregara al fuego en habiendo entregado su cuerpo a la tierra. De mayor rigor y crueldad usaréis vos con ellos, dijo Vivaldo, que su mismo dueño, pues no es justo ni

acertado que se cumpla la voluntad de quien lo ordena y afuera de todo razonable discurso; y no le tuviera bueno Augusto César, si consintiera que se pusiera en ejecución lo que el divino Mantuano dejó en su testamento mandado. Así que, señor Ambrosio, ya que deis el cuerpo de vuestro amigo a la tierra, no queráis dar sus escritos al olvido; que si él ordenó como agraviado, no es bien que vos cumpláis como indiscreto, antes haced, dando la vida a estos papeles, que la tenga siempre la crueldad de Marcela, para que sirva de ejemplo en los tiempos que están por venir a los vivientes, para que se aparten y huyan de caer en semejantes despeñaderos; que ya sé yo y los que aquí venimos la historia deste vuestro enamorado y desesperado amigo, y sabemos la amistad vuestra y la ocasión de su muerte, y lo que dejó mandado al acabar de la vida: de la cual lamentable historia se puede sacar cuanta haya sido la crueldad de Marcela, el amor de Grisóstomo, la fe de la amistad vuestra, con el paradero que tienen los que a rienda suelta corren por la senda que el desvariado amor delante de los ojos les pone. Anoche supimos la muerte de Grisóstomo, y que en este lugar había de ser enterrado, y así de curiosidad y de lástima dejamos nuestro derecho viaje, y acordamos de venir a ver con los ojos lo que tanto nos había lastimado en oíllo; y en pago desta lástima y del deseo que en nosotros nació de remedialla si pudiéramos, os rogamos, oh discreto Ambrosio, a lo menos yo os lo suplico de mi parte, que dejando de abrasar estos papeles, me dejéis llevar algunos dellos. Y sin aguardar que el pastor respondiese, alargó la mano y tomó algunos de los que más cerca estaban. Viendo lo cual Ambrosio, dijo: por cortesía consentiré que os quedéis, señor, con los que ya habéis tomado; pero pensar que dejaré de quemar los que quedan es pensamiento vano. Vivaldo, que deseaba ver lo que los papeles decían, abrió luego el uno dellos, y vio que tenía por título: Canción desesperada. Oyólo Ambrosio y dijo: ese es el último papel que escribió el desdichado y porque veáis, señor, en el término que le tenían sus desventuras, leedle de modo que seáis oído, ue bien os dará lugar a ello el que se tardare en abrir la sepultura. Eso haré yo de muy buena gana, dijo Vivaldo. Y como todos los circunstantes tenían el mismo deseo, se pusieron a la redonda, y él, leyendo en voz clara, vio que así decía:

Capítulo 14: Donde se ponen los versos desesperados del difunto pastor, con otros no esperados sucesos

CANCION DE GRISOSTOMO
                    Ya que quieres, cruel, que se publique
                               de lengua en lengua, y de una en otra gente,
     del áspero rigor tuyo la fuerza,
                     Haré que el mismo infierno comunique
               al triste pecho mío un son doliente,
                      con que el uso común de mi voz tuerza.




               Y al par de mi deseo que se esfuerza
    a decir mi dolor y tus hazañas,
          de la espantable voz irá el acento,
                   y en él mezclados por mayor tormento
        pedazos de las míseras entrañas.

             Escucha, pues, y presta atento oído
           no al concertado son, sino al ruido
                  que de lo hondo de mi amargo pecho,
       llevado de un forzoso desvarío,
            por gusto mío sale y tu despecho.

     El rugir del león, del lobo fiero
                  el temeroso aullido, el silbo horrendo
                   de escamosa serpiente, el espantable

                      Bbaladro de algún monstruo, el agorero
               graznar de la corneja, y el estruendo
                       del viento contrastado en mar inestable:

          Del ya vencido toro el implacable
      bramido, y de la viuda tortolilla
           el sensible arrullar, el triste canto
            del enviudado buho, con el llanto
             de toda la infernal negra cuadrilla,

               Salgan con la doliente ánima fuera,
                mezclados en un son de tal manera
                    que se confundan los sentidos todos,
                   pues la pena cruel que en mí se halla
               para contarla pide nuevos modos.

              De tanta confusión, no las arenas
                   del padre Tajo oirán los tristes ecos,
       ni del famoso Betis las olivas:
                      que allí se esparcirán mis duras penas
                        en altos riscos y en profundos huecos,
                          con muerta lengua y con palabras vivas;

                  O ya en oscuros valles o en esquivas
                      playas desnudas de contrato humano,
                           o adonde el sol jamás mostró su lumbre,
                   o entre la venenosa muchedumbre,
                   de fieras que alimenta el Nislo llano:




                    Que puestos en los páramos desiertos
              los ecos roncos de mi mal inciertos
                 suenen con tu rigor tan sin segundo,
            por privilegio de mis cortos hados
                serán llevados por el ancho mundo.

                 Mata un desdén, aterrada paciencia
              o verdadera o falsa una sospecha;
              mata los celos con rigor tan fuerte;

               Desconcierta la vida larga ausencia;
                        contra un temor de olvido no aprovecha
                firme esperanza de dichosa suerte.

                    En todo hay cierta, inevitable muerte;
           mas yo, ¡milagro nunca visto! vivo
                celoso, ausente, desdeñado y cierto
                        de las sospechas que me tienen muerto:
                     y en el olvido en quien mi fuego avivo.

                        Y entre tantos tormentos, nunca alcanza
                       mi vista a ver en sombra a la esperanza;
     ni yo desesperado la procuro,
                     antes por extremarme en mi querella,
         estar sin ella eternamente juro.
                    ¿Puédese por ventura en un instante
                esperar y temer, o es bien hacello,
                           siendo las causas del temor más ciertas?
                    ¿Tengo, si el duro celo está delante,
               de cerrar estos ojos, si he de vello
                  por mil heridas en el alma abiertas?
                            ¿Quién no abrirá de par en par las puertas
        a la desconfianza, cuando mira
                      descubierto el desdén, y las sospechas
                              ¡Oh amarga conversión! verdades hechas,
                     y la limpia verdad vuelta en mentira?

                     ¡Oh en el reino de amor fieros tiranos
                               celos! ponedme un hierro en estas manos.
           Dam, desdén, una torcida soga.
                    ¡Mas ay de mí! que con cruel victoria
                         vuestra memoria el sufrimiento ahoga.

                              Yo muero, en fin, y porque nunca espere,
                         buen suceso en la muerte ni en la vida,
          pertinaz estaré en mi fantasía:


                      Diré que va acertado el que bien quiere
                    y que es más libre el alma más rendida
a la de amor antigua tiranía.

          Diré que la enemiga siempre mía,
                    hermosa el alma como el cuerpo tiene,
         y que su olvido de mi culpa nace,
                  y que en fe de los males que nos hace
                     amor su imperio en justa paz mantiene.

          Y con esta opinión y un duro lazo,
  acelerando el miserable plazo
                    a que me han conducido sus desdenes,
             ofreceré a los vientos cuerpo y alma
             sin lauro o palma de futuros bienes.

                  Tú, que con tantas sinrazones muestras
              la razón que me fuerza a que la haga
       a la cansada vida que aborrezco;
                      pues ya ves que te da notorias muestras
      esta del corazón profunda llaga,
                de cómo alegre a tu rigor me ofrezco;

         Si por dicha conoces que merezco
          que el cielo claro de tus bellos ojos
            en mi muerte se turbe, no lo hagas,
               que no quiero que en nada satisfagas
        al darte de mi alma los despojos.

            Antes con risa en la ocasión funesta
              descubre que el fin mío fue tu fiesta.
              Mas gran simpleza es avisarte desto,
           pues sé que está tu gloria conocida
                 en que mi vida llegue al fin tan presto.

                   Venga, es tiempo ya, del hondo abismo
    tántalo con su sed, Sísifo venga
     con el peso terrible de su canto.

      Ticio traiga un buitre, y asimismo
          con su rueda Egión no se detenga,
            ni las hermanas que trabajan tanto.

            Y todos juntos su mortal quebranto
           traslaen en mi pecho, y en voz baja
            (si y a un desesperado son debidas)
            canten obsequias tristes, doloridas,
                           al cuerpo a quien se niegue aun la mortaja.

                    Y el portero infernal de los tres rostros,
                  con otras mil quimeras y mil mostruos
         lleven en doloroso contrapunto,
                  que otra pompa mejor no me parece
             que la merece un amador difunto.

               Canción desesperada, no te quejes
            cuando mi triste compañía dejes;
                 antes, pues, que la causa do naciste
                    con mi desdicha aumenta su ventura,
               aun en la sepultura no estés triste.

Bien les pareció a los que escuchado habían la canción de Grisóstomo, puesto, que
el que la leyó dijo que no le parecía que conformaba con la relación que él había
oído del recato y bondad de Marcela, porque en ella se quejaba Grisóstomo de
celos, sospechas y de ausencia, todo en perjuicio del buen créditto y buena fama de
Marcela, a lo cual respondió Ambrosio, como aquel que sabía bien los más

escondidos pensamientos de su amigo; para que, señor, os satisfagáis desa duda, es bien que sepáis que cuando este desdichado escribió esta canción estaba ausente de Marcela, de quien se había ausentado por su voluntad, por ver si usaba con él la ausencia de sus ordinarios fueros; y como al enamorado ausente no hay cosa que no lo fatigue, ni temor que no le dé alcance, así le fatigaban a Grisóstomo los celos imaginados y las sospechas temidas como si fueran verdaderas; y con esto queda en su punto la verdad que la fama pregona de la bondad de Marcela; la cual fuera de ser cruel y un poco arrogante, y un mucho desdeñosa, la misma envidia ni debe ni puede ponerle falta alguna. Así es la verdad, respondió Vivaldo; y queriendo leer otro papel de loos que había reservado del fuego, lo estorbó una maravillosa visión (que tal parecía ella) que improvisamente se les ofreció a los ojos, y fue que, por cima de la peña donde se cavaba la sepultura, pareció la pastora Marcela tan hermosa, que pasaba a su fama en hermosura. Los que hasta entonces no la habían visto la miraban con admiración y silencio, y los que ya estaban acostumbrados a verla no quedaron menos suspensos que los que nunca la habían visto. Mas apenas la hubo visto Ambrosio, cuando con muestras de ánimo indignado, le dijo: ¿vienes a ver por ventura, oh fiero basilisco destas montañas, si con tu presencia vierten sangre las heridas deste miserable a quien tu crueldad quitó la vida; o vienes a ufanarte en las crueles hazañas de tu condición, o a ver desde esa altura, como otro despiadado Nero, el incendio de su abrasada Roma, o a pisar arrogante este desdichado cadáver, como la ingrata hija al de su padre Tarquino? Dinos presto a lo que vienes, o qué es aquello de que más gustas, que por saber yo que los pensamientos de Grisóstomo jamás dejaron de obedecerte en vida, haré que, aun él muerto, te obedezcan los de todos aquellos que se llamaron sus amigos.

No vengo, oh Ambrosio, a ninguna cosa de las que has dicho, respondió Marcela, sino a volver por mí misma, y a dar a entender cuán fuera de razón van todos aquellos que de sus penas y de la muerte de Grisóstomo me culpan. Y así ruego a todos los que aquí estáis me estéis atentos, que no será menester mucho tiempo ni gastar muchas palabras para persuadir una verdad a los discretos. Hízome el cielo, según vosotros decís, hermosa, y de tal manera, que sin ser poderosos a otra cosa, a que me améis os mueve mi hermosura, y por el amor que me mostráis decís y aun queréis que esté yo obligada a amaros. Yo conozco con el natural entendimiento que Dios me ha dado, que todo lo hermoso es amable; mas no alcanzo que por razón de eser amado, esté obligado lo que es amado por hermoso a amar a quien le ama; y más que podría acontecer que el amador de lo hermoso fuese feo, y siendo lo feo digno de ser aborrecido, cae muy mal el decir quiérote por hermosa, hazme de amar aunque sea feo. Pero puesto caso que corran igualmente las hermosuras, no por eso han de correr iguales los deseos, que no todas las hermosuras enamoran, que algunas alegran la vista y no rinden la voluntad; que si todas las bellezas enamorasen y rindiesen, sería un andar las voluntades confusas y descaminadas sin saber en cuál habían de parar, porque siendo infinitos los sujetos hermosos, infinitos habían de ser los deseos; y según yo he oído decir, el verdadero amor no se divide, y ha de ser voluntario y no forzoso. Siendo esto así, como yo creo que lo es, ¿por qué queréis que rinda mi voluntad por fuerza, obligada no más de que decís que me queréis bien? Sino, decidme: si como el cielo me hizo hermosa me hiciera fea, ¿fuera justo que me quejara de vosotros porque no me amábades? Cuanto más que habéis de considerar que yo no escogí la hermosura que tengo, que tal cual es, el cielo me la dio de gracia sin yo pedirla ni escogella; y así como la víbora no merece ser culpada por la ponzoña que tiene, puesto que con ella mata, por habérsela dado naturaleza, tampoco yo merrezco ser reprendida por ser hermosa; que la hermosura en la mujer honesta es como el fuego apartado, o como la espada aguda, que ni él quema, ni ella corta a quien a ellos no se acerca. La honra y las virtudes son adornos del alma, sin las cuales el cuerpo, aunque lo sea, no debe parecer hermoso; pues si la honestidad es una de las virtudes que al cuerpo y alma más adornan y hermosean, ¿por qué la ha

de perder la que es amada por hermosa, por corresponder a la intención de aquél que por solo su gusto con todas sus fuerzas e industrias procura que la pierda? Yo nací libre, y para poder libre escogí la soledad de los campos; los árboles destas montañas son mi compañía, las claras aguas destos arroyos mis espejos; con los árboles y con las aguas comunico mis pensamientos y hermosura. Fuego soy apartado, y espada puesta lejos. A los que he enamorado con la vista he desengañado con las palabras; y si los deseos se sustentan con esperanzas, no habiendo yo dado alguna a Grisóstomo, ni a otro alguno, el fin de ninguno dellos, bien se puede decir que no es obra mía que antes le mató su porfía que mi crueldad; y si me hace cargo que eran honestos sus pensamientos, y que por esto estaba obligada a corresponder a ellos, digo que cuando en ese mismo lugar donde ahora se cava su sepultura me descubrió la bondad de su intención, le dije yo que la mía era vivir en perpetua soledad, y de que sola la tierra gozase el fruto de mi recogimiento y los despojos de mi hermosura; y si él con todo este desengaño quiso porfiar contra la esperanza y navegar contra el viento, ¿qué mucho que se anegase en la mitad del golfo de su desatino? Si yo le entretuviera, fuera falsa; si le contentara, hiciera contra mi mejor intención y prosupuesto. Porfió desengañado, desesperó sin ser aborrecido: mirad ahora si será razón que de su pena se me dé a mí la culpa. Quéjese el engañado, desespérese aquél a quien le faltaron las prometidas esperanzas, confiese el qeu yo llamare, ufánese el qeu yo admitiere; pero no me llame cruel ni homicida aquel a quien yo no prometo, engaño, llamo, ni admito. El cielo aun hasta ahora no ha querido que yo llame por destino, y el pensar que tengo que amar por elección es excusado. Este general desengaño sirva a cada uno de los que me solicitan de su particular provecho, y entiéndase de aquí adelante, que si alguno por mí muriere, no muere de celoso ni desdichado, porque a quien a nadie quiere, a ninguno debe dar celos, que los desengaños no se han de tomar en cuenta de desdenes. El que me llama fiera y basilisco, déjeme como cosa perjudicial y mala: el que me llama ingrata, no me sirva; el que desconocida, no me conozca; quien cruel, no me siga; que esta fiera, este basilisco, esta ingrata, esta cruel y esta desconocida, ni los buscará, servirá, conocerá, ni seguirá, en ninguna manera. Que si a Grisóstomo mató su impaciencia y arrojado deseo, ¿por qué se ha de culpar mi honesto proceder y recato? Si yo conservo mi limpieza con la compañía de los árboles, ¿por qué ha de querer que la pierda, el que quiera que la tenga, con los hombres¿ Yo, como sabéis, tengo riquezas propias, y no codicio las ajenas: tengo libre condición, y no gusto de sujetarme; ni quiero ni aborrezco a nadie; no engaño a este, ni solicito a aquel, ni me burlo con uno, ni me entretengo con el otro. La conversación honesta de las zagalas destas aldeas, y el cuidado de mis cabras me entretiene; tienen mis deseos por término estas montañas, y si de aquí salen, es a contemplar la hermosura del cielo, pasos con que camina el alma, a su morada primera.

Y en diciendo esto, sin querer oír respuesta alguna, volvió las espaldas y se entró por lo más cerrado de un monte que allí cerca estaba, dejando admirados, tanto de su discreción como de su hermosura, a todos los que allí estaban.

Y algunos dieron muestras (de aquellos que de la poderosa flecha de los rayos de sus bellos ojos estaban heridos) de quererla seguir, sin aprovecharse del manifiesto desengaño que habían oído. Lo cual visto por Don Quijote, pareciéndole qeu allí venía bien usar de su caballería socorriendo a las doncellas menesterosas, puesta la mano en el puño de su espada, en altas e inteligibles voces, dijo: ninguna persona, de cualquier estado y condición que sea, se atreva a seguir a la hermosa Marcela, so pena de caer en la furiosa indignación mía. Ella ha mostrado con claras razones la poca o ninguna culpa que ha tenido en la muerte de Grisóstomo, y cuán ajena vive de condescender con los deseos de ninguno de sus amantes, a cuya causa es justo qeu en lugar de ser seguida y perseguida, sea honrada y estimada de todos los buenos del mundo, pues muestra que en él ella es sola la que con tan honesta intención vive. O ya que fuese por las amenazas de Don Quijote, o porque

Ambrosio les dijo que concluyesen con lo que a su buen amigo debían, ninguno de los pastores se movió ni apartó de allí, hasta que, acabada la sepultura, y abrasados los papeles de Grisóstomo, pusieron su cuerpo en ella, no sin muchas lágrimas de los circunstantes. Cerraron la sepultura con una gruesa peña, en tanto que se acababa una losa que, según Ambrosio dijo, pensaba mandar hacer un epitafio, que había de decir de esta manera:

Yace aquí de un amador
  el mísero cuerpo helado,
     que fue pastor de ganado,
                                                                   perdido por desamor.
Murió a manos del rigor
                 de una esquiva hermosa ingrata,
       con quien su imperio dilata
                                                                    la tiranía de amor.










Luego esparcieron por encima de la sepultura muchas flores y ramos, y dando todos el pésame a su amigo Ambrosio se despidieron dél. Lo mismo hicieron Vivaldo y su compañero, y Don Quijote se despidió de sus huéspedes y de los caminantes, los cuales le rogaron se viniese con ellos a Sevilla, por ser lugar tan acomodado a hallar aventuras que en cada calle y tras cada esquina se ofrecen más que en otro alguno. Don Quijote les agradeció el aviso y el ánimo que mostraban de hacerle merced, y dijo que por entonces no quería ni debía ir a sevilla, hasta que hubiese despojado todas aquellas sierras de ladrones malandrines, de quien era fama que todas estaban llenas. Viendo su buena determinación, no quisieron los caminantes importunarles más, sino tornándose a despedir de nuevo, le dejaron y prosiguieron su camino, en el cual no les faltó de qué tratar, así de la historia de Marcela y Grisóstomo, como de las locuras de Don Quijote; el cual determinó de ir a buscar a la pastora Marcela, y ofrecerle todo lo que él podía en su servicio. Mas no le avino como él pensaba, según se cuenta en el discurso desta verdadera historia.

Capítulo 15: Donde se cuenta la desgraciada aventura que se topó Don Quijote en topar con unos desalmados yangüeses

Cuanta el sabio Cide Hamete Benengeli, que así como Don Quijote se despidió de sus huéspedes y de todos los que se hallaron al entierro del pastor Grisóstomo, él y su escudero se entraron por el mismo bosque donde vieron que se había entrado la pastora Marcela, y habiendo andado más de dos horas por él, buscándola por todas partes sin poder hallarla, vinieron a parar a un prado lleno de fresca yerba, junto del cual corría un arroyo apacible y fresco, tanto que convidó y forzó a pasar allí las horas de la siesta, que rigurosamente comenzaba ya a entrar. Apeáronse Don Quijote y Sancho, y dejando al jumento y a Rocinante a sus anchuras pacer de la mucha yerba que allí había, dieron saco a las alforjas, y sin ceremonia alguna, en buena paz y compañía, amo y mozo comieron lo que en ellas hallaron. No se había curado Sancho de echar sueltas a Rocinante, seguro de que le conocía por tan manso y tan poco rijoso que todas las yeguas de la dehesa de Córdoba no le hicieran tomar mal siniestro. Ordenó, pues, la suerte y el diablo, que no todas veces duerme, que andaban por aquel valle paciendo una manada de jacas galicianas de unos arrieros yangüeses, de los cuales es costumbre sestear con su recua en lugares y sitios de yerba y agua; y aquel donde acertó a hallarse Don Quijote era muy a propósito de los yangüeses. Sucedió, pues, que a Rocinante le vino en deseo de refocilarse con las señoras jacas, y saliendo, así como las olió, de su natural paso y costumbre, sin pedir licencia a su dueño, tomó un trotillo algo pacadillo, y se fue a comunicar su necesidad con ellas; mas ellas, que a lo que pareció, debían de tener más gana de pacer que de él, recibiéronle con las herraduras y con los dientes, de tal manera que a poco espacio se le rompieron las cinchas, y quedó sin silla en pelota; pero lo que él debió más de sentir fue que viendo los arrieros la fuerza que a sus yeguas se les hacía, acudieron con estacas, y tantos palos le dieron, que le derribaron mal parado en el suelo. Ya en esto Don Quijote y Sancho, que la paliza de Rocinante habían visto, llegaban hijadeando, y dijo Don Quijote a Sancho: A lo que veo, amigo Sancho, estos no son caballeros, sino gente soez y de baja ralea; dígolo, porque bien me puedes ayudar a tomar la debida venganza del agravio que delante de nuestros ojos se le ha hecho a Rocinante. ¿Qué diablos de venganza hemos de tomar, respondió Sancho, si estos son más de veinte, y nosotros no más de dos, y aun quizá no somos sino uno y medio? Yo valgo por ciento, respondió Don Quijote. Y sin hacer más discursos, echó mano a su espada y arremetió a los yangüeses, y lo mismo hizo Sancho Panza, incitado y movido del ejemplo de su amo; y a las primeras dio Don Quijote una cuchillada a uno que le abrió un sayo de cuero de que venía vestido con gran parte de la espalda. Los yangüeses que se vieron maltratar de aquellos dos hombres solos, siendo ellos tantos, acudieron a sus estacas; y cogiendo a los dos en medio, comenzaron a menudear sobre ellos con grande ahínco y vehemencia; verdad es que el segundo toque dieron con Sancho en el suelo, y lo mismo le avino a Don Quijote, sin que le valiese su destreza y buen ánimo; quiso su ventura que viniese a caer a los pies de Rocinante, que aún no se había levantado: donde se echa de ver la furia con que machacan estacas puestas en manos rústicas y enojadas. Viendo, pues, los yangüeses el mal recado que habían hecho, con la mayor presteza que pudieron cargaron su recua y siguieron su camino, dejando a los dos aventureros de mala traza y de peor talante. El primero que se resintió fue Sancho Panza, y hallándose junto a su señor, con voz enferma y lastimada dijo: Señor Don Quijote, ¡ah, Señor Don Quijote! ¿Qué quieres, Sancho hermano? respondió Don Quijote con el mismo tono afeminado y doliente que Sancho. Querría, si fuese posible, respondió Sancho Panza, que vuestra merced me diese dos tragos de aquella bebida del feo Blas, si es que la tiene vuestra merced ahí a mano; quizá será de provecho para los quebrantamientos de huesos, como lo es para las feridas. Pues a tenerla yo aquí, desgraciado yo, ¿qué nos faltaba? respondió Don Quijote. Mas yo te juro, Sancho Panza, a fe de caballero andante, que antes que pasasen dos días, si la fortuna no ordena otra cosa, la tengo de tener en mi poder, o mal me han de andar las manos. ¿Pues en cuántos le parece a vuestra merced que podremos mover los pies? replicó Sancho Panza. De mí sé decir, dijo el molido caballero Don Quijote, que no sabré poner término a esos días; mas yo no tengo la culpa de todo, que no había de poner mano a la espada contra hombres que no fuesen armados caballeros como yo; y así creo que en pena de haber pasado las leyes de la caallería ha permitido el dios de las batallas que se me diese este castigo; por lo cual, hermano Sancho, conviene que estés advertido en esto que ahora te diré, porque importa mucho a la salud de entrambos; y es que, cuando veas que semejante canalla nos hace algún agravio, no aguardes a que yo ponga mano a la espada para ellos, porque no lo haré en ninguna manera, sino pon tú mano a tu espada y castígalos muy a tu sabor, que si en su ayuda y defensa acudieren caballeros, yo te sabré defender y ofendellos con todo mi poder, que ya habrás visto por mil señales y experiencias hasta dónde se extiende el valor de este mi fuerte brazo. Tal quedó de arrogante el pobre señor con el vencimiento del valiente vizcaíno. Mas no le pareció tan bien a Sancho Panza el aviso de su amo, que dejase de responder, diciendo: Señor, yo soy hombre pacífico, manso, sosegado, y sé disimular cualquiera injuria, porque tengo mujer e hijos que sustentar y criar; así que séale a vuestra merced también de aviso, pues no puede ser mandato, que en ninguna manera pondré mano a la espada, ni contra villano, ni contra caballero, y que desde aquí para delante de Dedios perdono cuantos agravios me han hecho y han de hacer, ora me los haya hecho o haga, o haya de hacer persona alta o baja, rico o pobre, hidalgo o pechero, sin exceptuar estado ni condición alguna. Lo cual oído por su amo, le respondió: Quisiera tener aliento para poder hablar un poco descansado, y que el dolor que tengo en esta costilla se apacara tanto cuanto, para darte a entender, Panza, en el error en que estás. Ven acá, pecador: si el viento de la fortuna, hasta ahora tan contrario, en nuestro favor se vuelve, llenándonos las velas del deseo para que seguramente y sin contraste alguno tomemos puerto en alguna de las ínsulas que te tengo prometida, ¿qué sería de ti si, ganándola yo, te hiciese señor della? Pues lo vendrás a imposibilitar por no ser caballero, ni quererlo ser, ni tener valor ni intención de vengar tus injurias y defender tu señoría; porque has de saber que en los reinos y provincias nuevamente conquistados, nunca están tan quietos los ánimos de sus naturales, ni tan de parte del nuevo señor, que no se tenga temor de que han de hacer alguna novedad para alterar de nuevo las cosas y volver como dicen, a probar ventura; y así es menester que el nuevo posesor tenga entendimiento para saber gobernar, y valor para ofender y defenderse en cualquier acontecimiento. En este que ahora nos ha acontecido, respondió Sancho, quisiera yo tener este entendimiento y ese valor que vuestra merced dice; mas yo le juro a fe de pobre hombre, que más estoy para bizma que para pláticas. Mire vuestra merced si se puede levantar y ayudaremos a Rocinante, aunque no lo merece, porque él fue la causa principal de todo este molimiento; jamás tal creí de Rocinante, que le tenía por persona casta y tan pacífica como yo. En fin, bien dicen que es menester mucho tiempo para venir a conocer las personas, y que no hay cosa segura en esta vida. ¿Quién dijera que tras de aquellas tan grandes cuchilladas como vuestra merced dio a aquel desdichado andante, había de venir por la posta y en seguimiento suyo esta tan grande tempestad de palos que ha descargado sobre nuestras espaldas? Aun las tuyas, Sancho, replicó Don Quijote, deben de estar hechas a semejantes nublados; pero las mías, criadas entre sinabafas y holandas, claro está que sentirán más el dolor de esta desgracia; y si no fuese porque imagino, qué digo imagino; sé muy cierto que todas estas incomodidades son muy anejas al ejercicio de las armas, aquí me dejaría morir de puro enojo. A esto replicó el escudero: Señor, ya que estas desgracias son de la cosecha de la caballería, dígame vuestra merced si suceden muy a menudo, o si tienen sus tiempos limitados en que acaecen; porque me parece a mí que a dos cosechas quedaremos inútiles para la tercera, si Dios por su infinita misericordia no nos socorre. Sábete, amigo Sancho, respondió Don Quijote, que la vida de los caballeros andantes está sujeta a mil peligros y desventuras, y ni más ni menos está en potencia propincua de ser los caballeros andantes reyes y emperadores, como lo ha mostrado la experiencia en muchos y diversos caballeros de cuyas historias yo tengo entera noticia. Y pudiérate contar ahora, si el dolor me diera lugar, de algunos que sólo por el valor de su brazo han subido a los altos grados que he contado, y estos mismos se vieron antes y después en diversas calamidades y miserias, porque el valeroso Amadís de Gaula se vió en poder de su mortal enemigo Arcaláus el encantador, de quien se tiene por averiguado que le dio, teniéndole preso, más de doscientos azotes con las riendas de su caballo, atado a una columna de un patio; y aun hay un autor secreto y de no poco crédito que dice, que habiendo cogido al caballero del Febo con una cierta trampa que se le hundió debajo de los pies en un cierto castillo, al caer se halló en una honda sima debajo de la tierra, atado de pies y manos, y allí le echaron una destas que llaman melecinas de agua de nieve y arena, de lo que llegó muy al cabo, y si no fuera socorrido en aquella gran cuita de un sabio grande amigo suyo, lo pasara muy mal el pobre caballero...

Capítulo 16: De lo que le sucedió al ingenioso hidalgo en la venta que él imaginaba ser castillo.

El ventero que vió a Don Quijote atravesado en el asno, preguntó a Sancho qué mal traía. Sancho le respondió que no era nada, sino que había dado una caída de una peña abajo, y que tenía algo brumadas las costillas. Tenía el ventero por mujer a una, no de la condición que suelen tener las de semejante trato, porque naturalmente era caritativa y se dolía de las calamidades de sus prójimos, y así acudió luego a curar a Don Quijote, e hizo que una hija suya doncella, muchacha y de muy buen parecer, la ayudase a curar a su huésped. Servía a la venta asimismo una moza asturiana, ancha de cara, llana de cogote, de nariz roma, del un ojo tuerta, y del otro no muy sana: verdad es que la gallardía del cuerpo suplía las demás faltas; no tenía siete palmos de los pies a la cabeza, y las espaldas, que algún tanto le cargaban, la hacían mirar al suelo más de lo que ella quisiera. Esta gentil moza, pues, ayudó a la doncella, y las dos hicieron una muy mala cama a Don Quijote en un caramanchón, que otros tiempos daba manifiestos indicios que había servido de pajar muchos años, en el cual también alojaba un arriero que tenía su cama hecha un poco más allá de la de nuestro Don Quijote, y aunque era de las enjalmas y mantas de sus machos, hacía mucha ventaja a la de Don Quijote, que sólo contenía cuatro mal lisas tablas sobre dos no muy iguales bancos, y un colchón que en lo sutil parecía colcha, lleno de bodoques, que a no mostrar que eran de lana por algunas roturas, al tiento en la dureza semejaban de guijarro, y dos sábanas hechas de cuero de adarga, y una frazada cuyos hilos, si se quisieran contar, no se perdiera uno solo en la cuenta. En esta maldita cama se acostó Don Quijote; luego la ventera y su hija le emplastaron de arriba a abajo, alumbrándoles Maritornes, que así se llamaba la asturiana, y como al bizmalle viese la ventera tan acardenalado a partes a Don Quijote, dijo que aquellos más parecían golpes que caída. No fueron golpes, dijo Sancho, sino que la peña tenía muchos picos y tropezones, y que que cada uno había hecho su cardenal. Y también le dijo: Haga vuestra merced, señora, de manera que queden algunas estopas, que no faltará quien las haya menester, que también me duelen a mí un poco los lomos. ¿De esa manera, respondió la ventera, también debísteis vos de caer? No caí, dijo Sancho Panza, sino que de el sobresalto que tomé de ver caer a mi amo, de tal manera me duele a mí el cuerpo, que me parece que me han dado mil palos. Bien podría ser eso, dijo la doncella, que a mí me ha acontecido muchas veces soñar que caía de una torre abajo y que nunca acababa de llegar al suelo y cuando despertaba del sueño hallarme tan molida y quebrantada como si verdaderamente hubiera caído. Ahí está el toque, señora, respondió Sancho Panza, que yo sin soñar nada, sino estando más despierto que ahora estoy, me hallo con pocos menos cardenales que mi señor Don Quijote. ¿Cómo se llama este caballero? preguntó la asturiana Maritornes. Don Quijote de la Mancha, respondió Sancho Panza, y es caballero aventurero y de los mejores y más fuertes que de luengos tiempos acá se han visto en el mundo. ¿Qué es caballero aventurero? replicó la moza. ¿Tan nueva sois en el mundo que no lo sabeis vos? respondió Sancho Panza: Pues sabed, hermana mía, que caballero aventurero es una cosa que en dos palabras se ve apaleado y emperador; hoy está la más desdichada criatura del mundo y la más menesterosa, y mañana tendrá dos o tres coronas de reinos que dar a su escudero. Pues ¿cómo vos, siendo de este tan buen señor, dijo la ventera, no tenéis a lo que parece siquiera algun condado? Aún es temprano, respondió Sancho, porque no ha sino un mes que andamos buscando las aventuras, y hasta ahora no hemos topado con ninguna que lo sea, y tal vez hay que se busca una cosa y se halla otra; verdad es que si mi señor Don Quijote sana de esta herida o caída, y yo quedo contrecho della, no trocaría mis esperanzas con el mejor título de España.

Todas estas pláticas estaba escuchando muy atento Don Quijote, y sentándose en el lecho como pudo, tomando de la mano a la ventera, le dijo: Creedme, fermosa señora, que os podeis llamar venturosa por haber alojado en este vuestro castillo a mi persona, que es tal, que si no la alabo es por lo que suele decirse, que la alabanza propia envilece, pero mi escudero os dirá quien soy; sólo os digo que tendré eternamente escrito en mi memoria el servicio que me habedes fecho para agradecéroslo mientras la vida me durase; y pluguiera a los altos cielos que el amor no me tuviera tan rendido y tan sujeto a sus leyes, y los ojos de aquella hermosa ingrata que digo entre mis dientes, que los de esta fermosa doncella fueran señores de mi libertad. Confusas estaban la ventera y su hija, y la buena de Maritornes, oyendo las razones del andante caballero, que así las entendían como si hablara en griego; aunque bien alcanzaron que todas se encaminaban a ofrecimientos y requiebros: y como no usadas a semejante lenguaje, mirábanle y admirábanse, y parecíales otro hombre de los que se usaban; y agradeciéndoles con venteriles razones sus ofrecimientos, le dejaron, y la asturiana Maritornes curó a Sancho, que no menos lo había menester que su amo. Había el arriero concertado con ella que aquella noche se refocilarían juntos, y ella le había dado su palabra de que en estando sosegados los huéspedes, y durmiendo sus amos, le iría a buscar y satisfacerle el gusto en cuanto le mandase. Y cuéntase de esta buena moza, que jamás dió semejantes palabras que no las cumpliese, aunque las diese en un monte y sin testigo alguno, porque presumía muy de hidalga, y no tenía por afrenta estar en aquel ejercicio de servir en la venta; porque decía ella que desgracias y malos sucesos la habían traído a aquel estado. El duro, estrecho, apocado y fementido lecho de Don Quijote estaba primero en mitad de aquel estrellado establo; y luego junto a él hizo el suyo Sancho, que sólo contenía una estera de enea y una manta, que antes mostraba ser de angeo tundido que de lana; sucedía a estos dos lechos el del arriero, fabricado, como se ha dicho de las enjalmas y de todo el adorno de los dos mejores mulos que traía, aunque eran doce, lucios, muy gordos y famosos, porque era uno de los ricos arrieros de Arévalo, según lo dice el autor de esta historia, que de este arriero hace particular mención, porque le conocía muy bien, y aún quieren decir que era algo pariente suyo. Fuera de que Cide Hamete Benengeli fue historiador muy curioso y puntual en todas cosas, y échase bien de ver, pues las que quedan referidas con ser tan mínimas y tan raras, no las quiso pasar en silencio, de donde podrán tomar ejemplo los historiadores graves que nos cuentan las acciones tan corta y sucintamente, que apenas nos llegan a los labios, dejándose en el tintero, ya por descuído, por malicia o ignorancia, lo más sustancial de la obra. Bien haya mil veces el autor de "Tablante", de "Ricamonte", y aquel del otro libro donde se cuentan los hechos del "Conde Tomillas", ¡y con qué puntualidad lo describen todo! Digo, pues, que después de haber visitado el arriero a su recua y dádole el segundo pienso, se tendió en sus enjalmas y se dió a esperar a su puntualísima Maritornes. Ya estaba Sancho bizmado y acostado, y aunque procuraba dormir no lo consentía el dolor de sus costillas; y Don Quijote con el dolor de las suyas tenía los ojos abiertos como liebre. Toda la venta estaba en silencio, y en toda ella no había otra luz que la daba una lámpara, que colgada en medio del portal ardía. Esta maravillosa quietud, y los pensamientos que siempre nuestro caballero traía de los sucesos que a cada paso se cuentan en los libros, autores de su desgracia, le trujo a la imaginación una de las extrañas locuras que buenamente imaginarse pueden; y fue que el se imaginó haber llegado a un famoso castillo (que, como se ha dicho, castillos eran a su parecer todas las ventas donde alojaba), y que la hija del ventero lo era del señor del castillo, la cual, vencida de su gentileza, se había enamorado d teniendo toda esta quimera, que él se había fabricado, por firme y valedera, se comenzó a acuitar y a pensar en el peligroso trance en que su honestidad se había de ver, y propuso en su corazón de no cometer alevosía a su señora Dulcinea del Toboso, aunque la misma reina Ginebra con su dama Quintañona se le pusiesen delante. Pensando, pues, en estos disparates, se llegó el tiempo y la hora (que para él fue menguada) de la venida de la asturiana, la cual, en camisa y descalza, cogidos los cabellos en una albanega de fustan, con tácitos y atentados pasos, entró en el aposento donde los tres alojaban en busca del arriero; pero apenas llegó a la puerta cuando Don Quijote la sintió, y sentándose en la cama a pesar de sus bizmas, y con dolor de sus costillas, tendió los brazos para recibir a su fermosa doncella la asturiana, que toda recogida y callando iba con las manos adelante buscando a su querido. Topó con los brazos de Don Quijote, el cual la asió fuertemente de una muñeca, y tirándola hacia sí, sin que ella osase hablar palabra, la hizo sentar sobre la cama, tentóle la camisa y ella era de arpillera, a él le pareció ser de finísimo y delgado cendal. Traía en las muñecas unas cuentas de vidrio; pero a él le dieron vislumbres de preciosas piedras orientales; los cabellos que en alguna manera tiraban a crines, él los marcó por hebras de lucidísimo oro de Arabia, cuyo resplandor al del mismo sol oscurecía; y el aliento que, sin duda alguna olía a ensalada fiambre y trasnochada, a él pareció que arrojaba de su boca un olor suave y aromático; y finalmente, él la pintó en su imaginación de la misma traza y modo que lo había leído en sus libros de la otra princesa que vino a ver al mal ferido caballero vencido de sus amores, con todos los adornos que aquí van puestos; y era tanta la ceguedad del pobre hidalgo, que el tacto, ni el aliento, ni otras cosas que traía en sí la buena doncella, no le desengañaban, las cuales pudieran hacer vomitar a otro que no fuera arriero; antes le parecía que tenía en sus brazos a la diosa de la hermosura; y teniéndola bien asida, con voz amorosa y baja le comenzó a decir: Quisiera hallarme en términos, fermosa y alta señora, de poder pagar tamaña merced como la que con la vista de vuestra gran fermosura me habedes fecho; pero ha querido la fortuna, que no se cansa de perseguir a los buenos, ponerme en este lecho, donde yago tan molido y quebrantado, que aunque de mi voluntad quisiera satisfacer a la vuestra, fuera imposible; y más que se añade a esta imposibilidad otra mayor, que es la prometida fe que tengo dada a la sin par Dulcinea del Toboso, única señora de mis más escondidos pensamientos; que si ésto no hubiera de por medio, no fuera yo tan sándio caballero que dejara pasar en blanco la venturosa ocasión en que vuestra gran bondad me ha puesto. Maritornes estaba congojadísima y trasudando de verse tan asida de Don Quijote, y sin entender, ni estar atenta a las razones que le decía, procuraba sin hablar palabra desasirse. El bueno del arriero, a quien tenían despiertos sus malos deseos, desde el punto que entró su coima por la puerta, la sintió, estuvo atentamente escuchando todo lo que Don Quijote decía, y celoso de que la asturiana le hubiese faltado a la palabra por otro, se fué llegando más al lecho de Don Quijote, y estúvose quedo hasta ver en que paraban aquellas razones que él no podía entender; pero como vió que la moza forcejeaba por desasirse, y Don Quijote trabajaba por tenerla, pareciéndole mal la burla, enarboló el brazo en alto, y descargó tan terrible puñada sobre las estrechas quijadas del enamorado caballero, que le bañó toda la boca en sangre, y no contento con esto se le subió encima de las costillas, y con los piés más que de trote se las paseó todas de cabo a cabo. El lecho, que era un poco endeble y de no firmes fundamentos, no pudiendo sufrir la añadidura del arriero, dió consigo en el suelo, a cuyo gran ruido despertó el ventero, y luego imaginó que debían de ser pendencias de Maritornes, porque habiéndola llamado a voces no respondía. Con esta sospecha se levantó, y encendiendo un candil, se fué hacia donde había sentido la pelea. La moza, viendo que su amo venía, y que era de condición terrible, toda medrosica y alborotada se acogió a la cama de Sancho Panza, que aún dormía, y allí se acurrucó y se hizo un e él y prometido que aquella noche a furto de sus padres vendría a yacer con él una buena pieza; y  ovillo. El ventero entró diciendo: ¿Adónde estas puta? A buen seguro que son tus cosas éstas. En esto despertó Sancho, y sintiéndo aquel bulto casi encima de sí, pensó que tenía la pesadilla, y comenzó a dar puñadas a una y otra parte, y entre otras alcanzó con no sé cuántas a Maritornes, la cual, sentida del dolor, echando a rodar la honestidad, dio el retorno a Sancho con tantas, que a su despecho le quitó el sueño; el cual, viéndose tratar de aquella manera y sin saber de quién, alzándose como pudo, se abrazó con Maritornes, y comenzaron entre los dos la más reñida y graciosa escaramuza del mundo. Viendo, pues, el arriero a la lumbre del candil del ventero cual andaba su dama, dejando a Don Quijote, acudió a dalle el socorro necesario. Lo mismo hizo el ventero; pero con intención diferente, porque fue a castigar a la moza, creyendo sin duda que ella sola era la ocasión de toda aquella armonía. Y así como suele decirse, el gato al rato, el rato a la cuerda, la cuerda al palo, daba el arriero a Sancho, Sancho a la moza, la moza a él, el ventero a la moza y todos menudeaban con tanta priesa, que no daban punto de reposo; y fue lo bueno que al ventero se le apagó el candil, y como quedaron a oscuras, dábanse tan sin compasión todos a bulto, que a do quiera que ponían la mano no dejaban cosa sana. Alojaba acaso aquella noche en la venta un cuadrillero de los que llaman de la Santa Hermandad vieja de Toledo, el cual, oyendo asimismo el extraño estruendo de la pelea, asió de su media vara y de la caja de lata de sus títulos, y entró a oscuras en el aposento diciendo: Téngase a la justicia, téngase a la Santa Hermandad. Y el primero con quién topó fué con el apuñeado de Don Quijote, que estaba en su derribado lecho, tendido boca arriba, sin sentido alguno; y echándole, a tiento, mano a las barbas, no cesaba de decir: Favor a la justicia... Pero viendo que el que tenía asido no se bullía ni se meneaba, se dió a entender que estaba muerto, y que los que allí dentro estaban eran sus matadores, y con esta sospecha reforzó la voz, diciendo: Ciérrese la puerta de la venta, miren que no se vaya nadie, que han muerto aquí a un hombre. Esta voz sobresaltó a todos, y cada cual dejó la pendencia en el grado que le tomó la voz. Retiróse el ventero a su aposento, el arriero a sus enjalmas, la moza a su rancho; sólo los desventurados Don Quijote y Sancho no se pudieron mover de donde estaban. Soltó en esto el cuadrillero la barba de Don Quijote, y salió a buscar luz para buscar y prender los delincuentes; mas no la halló, porque el ventero de industria había muerto la lámpara cuando se retiró a su estancia, y fuele preciso acudir a la chimenea, donde con mucho trabajo y tiempo encendió el cuadrillero otro candil.

Capítulo 17: Donde se prosiguen los innumerables trabajos que el bravo Don Quijote y su buen escudero Sancho Panza pasaron en la venta, que por su mal pensó que era castillo

Había ya vuelto en este tiempo de su parasismo Don Quijote, y con el mismo tono de voz que el día antes había llamado a su escudero cuando estaba tendido en el val de las estacas, le comenzó a llamar diciendo: ¿Sancho amigo, duermes? ¿Duermes, amigo Sancho? Qué tengo de dormir, pesia a mí, respondió Sancho lleno de pesadumbre y de despecho, que no parece sino que todos los diablos han andado conmigo esta noche. Puédeslo creer así sin duda, respondió Don Quijote, porque o yo sé poco, o este castillo es encantado, porque has de saber... mas esto que ahora quiero decirte, hasme de jurar que lo tendras secreto hasta después de mi muerte. Sí juro, respondió Sancho. Dígolo, respondió Don Quijote, porque soy enemigo de que se quite la honra a nadie. Digo que sí juro, tornó a decir Sancho, que lo callaré hasta después de los días de vuestra merced, y plega a Dios que lo pueda descubrir mañana. ¿Tan malas obras te hago, Sancho, respondió Don Quijote, que me querrías ver muerto con tanta brevedad? No es por eso, respondió Sancho, sino que soy enemigo de guardar mucho las cosas, y no querría que se me pudriesen de guardadas. Sea por lo que fuere, dijo Don Quijote, que más fío de tu amor y de tu cortesía; y así has de saber que esta noche me ha sucedido una de las más extrañas aventuras que yo sabré encarecer, y por contártela en breve, sabrás que poco ha que a mí vino la hija del señor de este castillo, que es la más apuesta y fermosa doncella que en gran parte de la tierra se puede hallar. ¡Qué te podría decir del adorno de su persona! ¡Qué de su gallardo entendimiento! ¡Qué de otras cosas ocultas, que por guardar la fe que debo a mi señora Dulcinea del Toboso, dejaré pasar intactas y en silencio! Sólo te quiero decir, que envidioso el cielo de tanto bien como la ventura me había puesto en las manos, o quizá (y esto es lo más cierto) que, como tengo dicho, es encantado este castillo, al tiempo que yo estaba con ella en dulcísimos y amorososímos coloquios, sin que yo la viese, ni supiese por dónde venía, vino una mano pegada a algún brazo de algún descomunal gigante, y asentándome una puñada en las quijadas, tal que las tengo todas bañadas en sangre, y después me molió de tal suerte, que estoy peor que ayer cuando los arrieros por demasías de Rocinante nos hicieron el agravio que sabes; por donde conjeturo: que el tesoro de la fermosura de esta doncella le debe de guardar algún encantado moro, y no debe de ser para mí. Ni para mí tampoco, respondió Sancho, porque más de cuatrocientos moros me han aporreado de manera que el molimiento de las estacas fue tortas y pan pintado; pero dígame, señor, ¿cómo llama a esta buena y rara aventura, habiendo quedado de ella cual quedamos? Aún vuestra merced menos mal, pues tuvo en sus manos aquella incomparable fermosura que ha dicho; pero yo ¿qué tuve sino los mayores porrazos que pienso recibir en toda mi vida? Desdichado de mí y de la madre que me parió, que no soy caballero andante ni lo pienso ser jamás, y de todas las malandanzas me cabe la mayor parte. ¿Luego también estás tú aporreado? respondió Don Quijote. ¿No le he dicho que sí, pese a mi linaje? dijo Sancho. No tengas penas, amigo, dijo Don Quijote, que yo haré ahora el bálsamo precioso, con que sanaremos en un abrir y cerrar de ojos. Acabó en esto de encender el candil el cuadrillero, y entró a ver el que pensaba que era muerto, y así como le vió entrar Sancho, viéndole venir en camisa y con su paño a la cabeza y candil en la mano y con una muy mala cara, preguntó a su amo: Señor, ¿si será este a dicha el moro encantado que nos vuelve a castigar si se dejó algo en el tintero? No puede ser el moro, respondió Don Quijote, porque los encantados no se dejan ver de nadie. Si no se dejan ver, déjanse sentir, dijo Sancho; si no díganlo mis espaldas. También lo podrían decir las mías, respondió Don Quijote; pero no es bastante indicio eso para creer que éste que se ve sea el encantado moro. Llegó el cuadrillero, y como los halló hablando en tan sosegada conversación quedó suspenso. Bien es verdad que Don Quijote se estaba boca arriba sin poderse menear de puro molido y emplastado. Llegóse a él el cuadrillero y díjole: Pues ¿cómo va buen hombre? Hablara yo más bien criado, respondió Don Quijote, si fuera que vos; ¿úsase en esta tierra hablar desa suerte a los caballeros andantes, majadero? El cuadrillero que se vio tratar tan mal de un hombre de tan mal parecer, no lo pudo sufrir, y alzando el candil con todo su aceite dió a Don Quijote con él en la cabeza, de suerte que le dejó muy bien descalabrado; y como todo quedó a oscuras, salióse luego, y Sancho Panza dijo: Sin duda, señor, que este es el moro encantado, y debe de guardar el tesoro para otros, y para nosotros sólo guarda las puñadas y los candilazos. Así es, respondió Don Quijote, y no hay que hacer caso destas cosas de encantamientos, ni para qué tomar cólera ni enojo con ellas, que como son invisibles y fantásticas, no hallaremos de quién vengarnos, aunque más lo procuremos.Levántate, Sancho, si puedes, y llama al alcaide desta fortaleza, y procura que se me dé un poco de aceite, vino, sal y romero, para hacer el salutífero bálsamo, que en verdad que creo que lo he bien menester ahora, porque se me va mucha sangre de la herida que esta fantasma me ha dado. Levantóse Sancho con harto dolor de sus huesos, y fué a oscuras donde estaba el ventero, y encontrándose con el cuadrillero, que estaba escuchando en qué paraba su enemigo, le dijo: Señor, quien quiera que seais, hacednos merced y beneficio de darnos un poco de romero, aceite, sal y vino, que es menester para curar uno de los mejores caballeros andantes que hay en la tierra, el cual yace en aquella cama mal ferido por las manos del encantado moro que está en esta venta. Cuando el cuadrillero tal oyó, túvole por hombre falto de seso; y porque ya comenzaba a amanecer, abrió la puerta de la venta, y llamando al ventero, le dijo lo que aquel buen hombre quería. El ventero le proveyó de cuanto quiso, y Sancho se lo llevó a Don Quijote, que estaba con las manos en la cabeza quejándose del dolor del candilazo, que no le había hecho más mal que levantarle dos chichones algo crecidos, y lo que él pensaba que era sangre, no era sino sudor que sudaba con la congoja de la pasada tormenta. En resolución, él tomó sus simples, de los cuales hizo un compuesto mezclándolos todos y cociéndolos un buen espacio hasta que le pareció que estaban en su punto. Pidió luego alguna redoma para echallo, y como no la hubo en la venta, se resolvió de ponello en una alcuza o aceitera de hoja de lata, de quien el ventero le hizo grata donación; y luego dijo sobre la alcuza más de ochenta Pater Noster y otras tantas Ave Marías, Salves y Credos, y cada palabra acompañaba una cruz a modo de bendición; a todo lo cual se hallaron presentes Sancho, el ventero y el cuadrillero, que ya el arriero sosegadamente andaba entendiendo en el beneficio de sus machos. Hecho esto, quisó él mismo hacer luego la experiencia de la virtud de aquel precioso bálsamo que él se imaginaba; y así se bebió de lo que no pudo caber en la alcuza, y quedaba en la olla donde se había cocido casi media azumbre, y apenas lo acabó de beber cuando comenzó a vomitar de manera que no le quedó cosa en el estómago, y con las ansias y agitación del vómito le dió un sudor copiosísimo, por lo cual mandó que lo arropasen y le dejasen solo. Hiciéronlo así, y quedóse dormido más de tres horas, al cabo de las cuales despertó, y se sintió aliviadísimo del cuerpo, y en tal manera mejor de su quebrantamiento, que se tuvo por sano, y verdaderamente creyó que había acertado con el bálsamo de Fierabrás, y que con aquel remedio podía acometer desde allí adelante sin temor alguno cualesquiera










riñas, batallas y pendencias, por peligrosas que fuesen. Sancho Panza, que también tuvo a milagro la mejoría de su amo, le rogó que le diese a él lo que quedaba en la olla, que no era poca cantidad. Concedióselo Don Quijote, y él tomándola a dos manos con buena fe y mejor talante, se la echó a pechos, y se envasó bien poco menos que su amo. Es, pues, el caso que el estómago del pobre Sancho no debía de ser tan delicado como el de su amo, y así primero que vomitase le dieron tantas ansias y bascas con tantos trasudores y desmayos, que él pensó bien y verdaderamente que era llegada su última hora, y viéndose tan afligido y acongojado, maldecía el bálsamo y el ladrón que se lo había dado. Viéndole así Don Quijote le dijo: Yo creo, Sancho, que todo este mal te viene de no ser armado caballero, porque tengo para mí que este licor no debe de aprovechar a los que no lo son. Si eso sabía vuestra merced, replicó Sancho, mal haya yo y toda mi parentela, ¿para qué consintió que lo gustase?

En esto hizo su operación el brevaje, y comenzó el pobre escudero a desaguarse por entrambas canales con tanta priesa que la estera de enea, sobre quien se había vuelto a echar, ni la manta de angeo con que se cubría fueron más de provecho; sudaba y trasudaba con tales parasismos y accidentes, que no solamente él, sino todos pensaban que se le acababa la vida. Duróle esta borrasca y mala andanza casi dos horas, al cabo de las cuales no quedó como su amo, sino tan molido y quebrantado que no se podía tener; pero Don Quijote, que, como se ha dicho, se sintió aliviado y sano, quiso partirse luego a buscar aventuras, pareciéndole que todo el tiempo que allí se tardaba era quitársele al mundo y a los en él menesterosos de su favor y amparo, y más con la seguridad y confianza que llevaba en su bálsamo; y así forzado deste deseo, él mismo ensilló a Rocinante, y enalbardó al jumento de su escudero, a quién también ayudó a vestir y subir en el asno; púsose luego a caballo, y llegánose a un rincón de la venta, y asió de un lanzón que allí estaba para que le sirviese de lanza.

Estábanle mirando todos cuanto había en la venta, que pasaban de más de veinte personas; mirábale también la hija del ventero; y él también no quitaba los ojos della, y de cuando en cuando arrojaba un suspiro, que parecía que le arrancaba de lo profundo de sus entrañas, y todos pensaban que debía de ser del dolor que sentía en las costillas, a lo menos pensábanlo aquellos que la noche antes le habían visto bizmar. Ya que estuvieron los dos a caballo, puesto a la puerta de la venta llamó al ventero, y con voz muy reposada y grave le dijo: Muchas y muy grandes son las mercedes, señor alcaide, que en este vuestro castillo he recibido, y quedó obligadísimo a agradecéroslas todos los días de mi vida; si os las puedo pagar en haceros vengado de algún soberbio que os haya fecho algún agravio, sabed que mi oficio no es otro sino valer a los que poco pueden, vengar a los que reciben tuertos, y castigar alevosías; recorred vuestra memoria, y si hallais alguna cosa de este jaez que encomendarme, no hay sino decilla, que yo os prometo por la orden de caballería que recibí, de faceros satisfecho y pagado a toda vuestra voluntad.

El ventero le respondió con el mismo sosiego: Señor caballero, yo no tengo necesidad de que vuestra merced me vengue ningún agravio, porque yo sé tomar la venganza que me parece cuando se me hacen; sólo he menester que vuestra merced me pague el gasto que ha hecho esta noche en la venta, así de la paja y cebada de sus dos bestias, como de la cena y camas. ¿Luego venta es ésta? replicó Don Quijote. Y muy honrada, respondió el ventero. Engañado he vivido hasta aquí, respondió Don Quijote, que en verdad que pensé que era castillo, y no malo, pero, pues es así que no es castillo sino venta, lo que se podrá hacer por ahora es que perdoneis por la paga, que yo no puedo contravenir a la orden de los caballeros andantes, de los cuales sé cierto (sin que hasta ahora haya leído cosa en contrario) que jamás pagaron posada, ni otra cosa en venta donde estuviesen, porque se les debe de fuero y de derecho cualquier buen acogimiento que se les hiciere, en pago del insufrible trabajo que padecen buscando las aventuras de noche y de día, en

invierno y en verano, a pie y a caballo, con sed y con hambre, con calor y con frío, sujetos a todas las inclemencias del cielo, y a todos los incómodos de la tierra.

Poco tengo yo que ver con eso, respondió el ventero: Págueseme a mí lo que se me debe, y dejémonos de cuentos ni de caballerías, que yo no tengo cuenta con otra cosa que con cobrar mi hacienda. Vos sois un sandio y mal hostelero, respondió Don Quijote. Y poniendo piernas a Rocinante, y terciando su lanzón, se salió de la venta sin que nadie le detuviese; y él, sin mirar si le seguía su escudero, se alongó un buen trecho. El ventero, que le vio ir, y que no le pagaba, acudió a cobrar de Sancho Panza, el cual dijo, que pues su señor no había querido pagar, que tampoco él pagaría, porque siendo él escudero de caballero andante como era, la misma regla y razón corría por él como por su amo en no pagar cosa alguna en los mesones y ventas. Amohinóse mucho desto el ventero, y amenazóle que si no le pagaba, lo cobraría de modo que le pesase. A lo cual Sancho respondió, que por la ley de caballería que su amo había recibido, no pagaría un solo cornado aunque le costase la vida, porque no había de perder por él la buena y antigua usanza de los caballeros andantes, ni se habían de quejar de los escuderos de los tales que estaban por venir al mundo, reprochándole el quebrantamiento de tan justo fuero.

Quiso la mala suerte del desdichado Sancho, que entre la gente que estaba en la venta se hallasen cuatro perailes de Segovia, tres agujeros del potro de Córdoba, y dos vecinos de la heria de Sevilla, gente alegre, bien intencionada, maleante y juguetona; los cuales casi como instigados y movidos de un mismo espíritu, se llegaron a Sancho, y apeándole del asno, uno dellos entró por la manta de la cama del huésped, y echándole en ella alzaron los ojos y vieron que el techo era algo más bajo de lo que habían menester para su obra y determinaron salirse al corral, que tenía por límite el cielo, y allí puesto Sancho en mitad de la manta, comenzaron a levantarla en alto y a holgarse con él como un perro por carnastolendas. Las voces que el mísero manteado daba fueron tantas, que llegaron a los oídos de su amo, el cual, deteniéndose a escuchar atentamente, creyó que alguna nueva aventura le venía, hasta que claramente conoció que el que gritaba era su escudero, y volviendo las riendas, con un penado golpe llegó a la venta, y hallándola cerrada, la rodeó por ver si hallaba por donde entrar; pero no hubo entrado a las paredes del corral, que no eran muy altas, cuando vió el mal juego que se le hacía a su escudero.

Vióle bajar y subir por el aire con tanta gracia y presteza, que si la cólera le dejara, tengo para mí que se riera. Probó a subir desde el caballo a las bardas; pero estaba tan molido y quebrantado, que aún apearse no pudo, y así desde encima del caballo comenzó a decir tantos denuestos y baldones a los que a Sancho manteaban, que no es posible acertar a escribillos; mas no por esto cesaban ellos de su risa y de su obra, ni el volador Sancho dejaba sus quejas, mezcladas ya con amenazas, ya con ruegos; mas todo aprovechaba poco, ni aprovechó hasta que de puro cansados le dejaron. Trajéronle allí su asno, y subiéronle encima, le arroparon con su gabán, y la compasiva de Maritornes, viéndole tan fatigado, le pareció ser bien socorrelle con un jarro de agua, y así se le trujo del pozo por ser más fría. Tomóle Sancho, y llevándole a la boca, se paró a las voces que su amo le daba, diciendo: Hijo Sancho, no bebas agua, hijo, no la bebas que te matará; ves, aquí tengo el santísimo bálsamo, y enseñábale la alcuza del brevaje, que con dos gotas que de él bebas sanarás sin duda.

A estas voces volvió Sancho los ojos como de través, y dijo con otras mayores: ¿Por dicha hásele olvidado a vuestra merced como yo no soy caballero, o quiere que acabe de vomitar las entrañas que me quedaron de anoche? Guárdese su licor con todos los diablos, y déjeme a mí; y el acabar de decir ésto y el comenzar a beber todo fue uno; más como al primer trago vió que era agua, no quiso pasar adelante, y rogó a Maritornes que se le trujese de vino; y así lo hizo ella de muy

buena voluntad, y lo pagó de su mismo dinero, porque en efecto se dice de ella que, aunque estaba en aquel trato, tenía unas sombras y lejos de cristiana. Así como bebió Sancho, dió de los carcaños a su asno, y abriéndole la puerta de la venta de par en par, se salió della muy contento de no haber pagado nada, y de haber salido con su intención, aunque había sido a costa de sus acostumbrados fiadores, que eran sus espaldas. Verdad es que el ventero se quedó con sus alforjas en pago de lo que se le debía; más Sancho no las echo menos, según salió turbado. Quiso el ventero atrancar bien la puerta así como le vio fuera; mas no lo consintieron los manteadores, que era gente que, aunque Don Quijote fuera verdaderamente de los caballeros andantes de la Tabla Redonda, no le estimaran en dos ardites.

Capítulo 18: Donde se cuentan las razones que pasó Sancho Panza con su señor Don Quijote con otras aventuras dignas de ser contadas.

Llegó Sancho a su amo marchito y desmayado, tanto que no podía arrear a su jumento. Cuando así le vió Don Quijote, le dijo: Ahora acabo de creer, Sancho bueno, que aquel castillo o venta es encantado sin duda, porque aquellos que tan atrozmente tomaron pasatiempo contigo, ¿qué podían ser sino fantasmas y gente del otro mundo? Y confirmo ésto, por haber visto que cuando estuve por las bardas del corral mirando los actos de tu triste tragedia, no me fue posible subir por ellas, ni menos pude apearme de Rocinante, porque me debían de tener encantado; que te juro por la fe de quien soy, que si pudiera subir o apearme, que yo te hubiera vengado de manera que aquellos follones y malandrines se acordaran de la burla para siempre, aunque en ello supiera contravenir a las leyes de caballería, que como ya muchas veces te he dicho, no consienten que caballero ponga mano contra quien no lo sea, si no fuere en defensa de su propia vida y persona en caso de urgente y gran necesidad.
También me vengara yo si pudiera, dijo Sancho, fuera o no fuera armado caballero; pero no pude, aunque tengo para mí que aquellos que se holgaron conmigo no eran fantasmas ni hombres encantados, como vuestra merced dice, sino hombres de carne y de hueso como nosotros y todos, según los oí nombrar cuando me volteaban, tenían sus nombres, que el uno se llamaba Pedro Martínez, y el otro Tenorio Hernández, y el ventero oí que se llamaba Juan Palomeque el Zurdo; así que, señor, el no poder saltar las bardas del corral, ni apearse del caballo, en él estuvo que en encantamientos; y lo que yo saco en limpio de todo ésto, es que estas aventuras que andamos buscando, al cabo al cabo nos han de traer a tantas desventuras, que no sepamos cuál es nuestro pie derecho; y lo que sería mejor y más acertado, según mi poco entendimiento, fuera el volvernos a nuestro lugar, ahora que es tiempo de la siega, y de entender en la hacienda, dejándonos de andar de ceca en meca y de zoca en colodra como dicen.

¡Qué poco sabes, Sancho, respondió Don Quijote, de achaque de caballería: calla y ten paciencia, que día vendrá donde veas por vista de ojos cuán honrosa cosa es andar en este oficio. Sino dime: ¿qué mayor contento puede haber en el mundo, o qué gusto puede igualarse al de vencer una batalla, y al de triunfar de su enemigo? Ninguno, sin duda alguna. Así debe de ser, respondió Sancho, puesto que yo no lo sé; sólo sé que después que somos caballeros andantes, o vuestra merced lo es (que yo no hay para qué me cuenten en tan honroso número) jamás hemos vencido batalla alguna, si no fue la del vizcaíno, y aún de aquella salió vuestra merced con media oreja y media celada menos; que después acá todo ha sido palos y más palos, puñadas y más puñadas, llevando yo de ventaja el manteamiento, y haberme sucedido por personas encantadas, de quien no puedo vengarme, para saber hasta dónde llega el gusto del vencimiento del enemigo, como vuestra merced dice.

Esa es la pena que yo tengo, y la que tú debes tener, Sancho, respondió Don Quijote; pero de aquí en adelante yo procuraré haber a las manos alguna espada hecha con tal maestría, que al que la trujere consigo no le puedan hacer ningún género de encantamientos; y aún podría ser que me deparase la ventura aquella de Amadís, cuando se llamaba el "Caballero de la Ardiente Espada", que fue una de las mejores espadas que tuvo caballero en el mundo; porque, fuera de que tenía la virtud dicha, cortaba como una navaja, y no había armadura, por fuerte y encantada que fuese, que se le parase delante. Yo soy tan venturoso, dijo Sancho,

que cuando eso fuese, y vuestra merced viniese a hallar semejante espada, sólo vendría a servir y aprovechar a los armados caballeros como el bálsamo, y a los escuderos que se los papen duelos. No temas eso, Sancho, dijo Don Quijote, que mejor lo hará el cielo contigo.

En estos coloquios iban Don Quijote y su escudero, cuando vio Don Quijote que por el camino que iban venía hacia ellos una grande y espesa polvareda, y en viéndola se volvió a Sancho, y le dijo: Este es el día, oh Sancho, en el cual se ha de ver el bien que me tiene guardado mi suerte; este es el día, digo, en que se ha de mostrar tanto como en otro alguno el valor de mi brazo, y en que tengo de hacer obras que queden escritas en el libro de la fama por todos los venideros siglos. ¿Ves aquella polvareda que allí se levanta, Sancho? Pues toda es cuajada de un copiosísimo ejército que de diversas e innumerables gentes compuesto, por allí viene marchando. A esa cuenta, dos deben de ser, dijo Sancho, porque desta parte contraria se levanta asimesmo otra semejante polvareda. Volvió a mirarla Don Quijote, y vió que así era la verdad; y alegrándose sobremanera, pensó sin duda alguna que eran dos ejércitos que venían a embestirse y a encontrarse en mitad de aquella espaciosa llanura, porque tenía a todas horas y momentos llena la fantasía de aquellas batallas, encantamientos, sucesos, desatinos, amores, desafíos, que en los libros de caballería se cuentan; y todo cuanto hablaba, pensaba o hacía, era encaminado a cosas semejantes, y a la polvareda que había visto la levantaban dos grandes manadas de ovejas y carneros, que por el mismo camino de dos diferentes partes venían, las cuales con el polvo no se echaron de ver hasta que llegaron cerca; y con tanto ahínco afirmaba Don Quijote que eran ejército, que Sancho le vino a creer, y a decirle: Señor, ¿pues qué hemos de hacer nosotros? ¿Qué? dijo Don Quijote. Favorecer y ayudar a los menesterosos y desvalidos; y has de saber, Sancho, que este que viene por nuestra frente lo conduce y guía el gran emperador Alifanfaron, señor de la grande isla Trapobana; este otro, que a mis espaldas marcha, es el de su enemigo el rey de los Garamantas, Pentapolin del arremangado brazo, porque siempre entra en las batallas con el brazo derecho desnudo.

Pues ¿por qué se quieren tan mal estos dos señores? preguntó Sancho. Quiérense mal, respondió Don Quijote, porque este Alifanfaron es un furibundo pagano, y está enamorado de la hija de Pentapolin, que es una muy hermosa y además agraciada señora, y es cristiana, y su padre no se la quiere entregar al rey pagano si no deja primero la ley de su falso profeta Mahoma, y se vuelve a la suya. Para mis barbas, dijo Sancho, si no hace muy bien Pentapolin, y que le tengo de ayudar en cuanto pudiere. En eso harás lo que debes, Sancho, dijo Don Quijote, porque para entrar en batallas semejantes no requiere ser armado caballero. Bien se me alcanza eso, respondió Sancho; pero ¿dónde pondremos a este asno, que estemos ciertos de hallarle después de pasada la refriega, porque al entrar en ella en semejante caballería no creo que está en uso hasta ahora? Así es verdad, dijo Don Quijote; lo que puedes hacer dél es dejarle a sus aventuras, ahora se pierda o no, porque serán tanto los caballos que tendremos después que salgamos vencedores, que aún corre peligro Rocinante no le trueque por otro; pero estáme atento y mira, que te quiero dar cuenta de los caballeros más principales que en estos dos ejércitos vienen, y para que mejor los veas y los notes, retirémonos a aquel altillo que allí se hace, de donde se deben descubrir los dos ejércitos.

Hiciéronlo así y pusiéronse sobre una loma, desde la cual se veían bien las dos manadas que a Don Quijote se le hicieron ejército, si las nubes del polvo que levantaban no les turbara y cegara la vista; pero con todo esto, viendo en su imaginación lo que no veía ni había, con voz levantada comenzó a decir: Aquel caballero que allí ves de las armas jaldes, que trae en el escudo un león coronado rendido a los pies de una doncella, es el valeroso Laurcalco, señor de la Puente de Plata. El otro de las armas de las flores de oro, que trae en el escudo tres coronas de plata en campo azul, es el temido Micocolembo, gran duque de Quirocia. El otro

de los miembros gigantes que está a su derecha mano, es el nunca medroso Brandabarbaran de Boliche, señor de las tres Arabias, que viene armado de aquel cuero de serpiente, y tiene por escudo una puerta, que según es fama, es una de las del templo que derribó Sanson cuando con su muerte se vengó de sus enemigos. Pero vuelve los ojos a estotra parte, y verás delante y en la frente de estotro ejército al siempre vencedor y jamás vencido Timonel de Carcajona, príncipe de la Nueva Vizcaya, que viene armado con las armas partidas a cuarteles azules, verdes, blancos y amarillos, y trae en el escudo un gato de oro en campo leonado con una letra que dice "Miau", que es el principio del nombre de su dama, que según se dice es la sin par Miaulina, hija del duque de Alfeñiquen del Algarbe. El otro, que carga y oprime los lomos de aquella poderosa alfana, que trae las armas como nieve blancas, y el escudo blanco y sin empresa alguna, es un caballero novel, de nación francés, llamado Pierres Papin, señor de las baronías de Utrique. El otro, que bate las hijadas con los herrados carcaños a aquella pintada y lijera cebra, y trae las armas de los veros azules, es el poderoso duque de Nervia, Espartafilardo del Bosque, que trae por empresa en el escudo una esparraguera con una letra en castellano, que dice así: "Rastrea mi suerte".

Y desta manera fue nombrando muchos caballeros del uno y del otro escuadrón que él se imaginaba, y a todos les dio sus armas, colores, empresas y motes de improviso, llevado de la imaginación de su nunca vista locura, y sin parar prosiguió diciendo: A este escuadrón frontero forman y hacen gentes de diversas naciones; aquí están los que beben las dulces aguas del famoso Janto, los montuosos que pisan los masilíscos campos, los que criban el finísimo y menudo oro en la felice Arabia, los que gozan las famosas y frescas riberas del claro Termodonte, los que sangran por muchas y diversas vías al dorado Pactolo, los mumidas dudosos en sus promesas, los persas en arcos y flechas famosos, los partos, los medos, que pelean huyendo, los árabes de mudables casas, los citas tan crueles como blancos, los etíopes de horadados labios, y otras infinitas naciones cuyos rostros conozco y veo, aunque de los nombres no me acuerdo. En estotro escuadrón vienen los que beben las corrientes cristalinas del olivífero Betis, los que tersan y pulen con el licor del siempre rico y dorado Tajo, los que gozan las provechosas aguas del divino Genil, los que pisan los tartesios campos de pastos abundantes, los que se alegran en elíseos jerezanos prados, los manchegos ricos y coronados de rubias espigas, los de hierro vestidos, reliquias antiguas de la sangre goda, los que en Pisuerga se bañan, famoso por la mansedumbre de su corriente, los que su ganado apacientan en las extendidas dehesas del tortuoso Guadiana, celebrado por su escondido curso, los que tiemblan con el frío del silboso Pirineo y con los blancos copos del levantado Apenino; finalmente, cuantos toda la Europa en sí contiene y encierrra.

¡Válame Dios, y cuántas provincias dijo, cuántas naciones nombró, dándole a cada una con maravillosa presteza los atributos que le pertenecían, todo absorto y empapado en lo que había leído en sus libros mentirosos! Estaba Sancho Panza colgado de sus palabras sin hablar ninguna, y de cuando en cuando volvía la cabeza a ver si veía los caballeros y gigantes que su amo nombraba, y como no descubría a ninguno le dijo: Señor, encomiendo al diablo, si hombre, ni gigante, ni caballero de cuantos vuestra merced dice parece por todo esto, a lo menos yo no los veo; quizá todo esto debe ser encantamiento como las fantasmas de anoche.

¿Cómo dices eso? respondió Don Quijote, ¿no oyes el relinchar de los caballos, el tocar de los clarines, el ruido de los atambores? No oigo otra cosa, respondió Sancho, sino balidos de ovejas y carneros, y así era la verdad, porque ya llegaban cerca los dos rebaños. El miedo que tienes, dijo Don Quijote, te hace, Sancho, que ni veas ni oigas a derechas, porque uno de los efectos del miedo es turbar los sentidos, y hacer que las cosas no parezcan lo que son; y si es que tanto temes, retírate a una parte y déjame solo, que solo basto a dar la victoria a la parte a quien yo diere mi ayuda. Y diciendo ésto puso las espuelas a Rocinante, y puesta la lanza en el ristre bajó de la costezuela como un rayo. Diole voces Sancho, diciéndole: Vuélvase vuestra merced, señor Don Quijote, que voto a Dios que son carneros y ovejas las que va a embestir: vuélvase, desdichado del padre que me engendró: ¡qué locura es ésta! Mire que no hay gigante ni caballero alguno, ni gatos, ni armas, ni escudos partidos ni enteros, ni veros azules ni endiablados. ¿Qué es lo que hace? Pecador soy yo a Dios. Ni por esas volvió Don Quijote, antes en altas voces iba diciendo: Ea, caballeros, los que seguís y militais debajo de las banderas del poderoso emperador Pentapolin del arremangado brazo, seguidme todos, vereis cuán facilmente le doy venganza de su enemigo Alifanfaron de la Trapobana.

 Esto diciendo, se entró por medio del escuadrón de las ovejas, y comenzó de alanceallas con tanto con coraje y denuedo, como si de veras alanceara a sus mortales enemigos. Los pastores y ganaderos que con la manada venían, dábanle voces que no hiciese aquello; pero viendo que no aprovechaban, desciñéronse las ondas, y comenzaron a saludarle los oídos con piedras como el puño. Don Quijote no se curaba de las piedras; antes discurriendo a todas partes, decía: ¿A dónde estás, soberbio Alifanfaron? Vente a mí, que un caballero solo soy, que desea de solo a solo probar tus fuerzas y quitarte la vida en pena de la que das al valeroso Pentapolin Garamanta.

Llegó en ésto una peladilla de arroyo, y dándole en un lado, le sepultó dos costillas en el cuerpo. Viéndose tan maltrecho, creyó sin duda que estaba muerto o mal ferido, y acordándose de su licor, sacó su alcuza, y púsosela a la boca, y comenzó a echar licor en el estomago; más antes que acabase de envasar lo que a él le parecía que era bastante llegó otra almendra, y dióle en la mano y en la alcuza tan de lleno, que se la hizo pedazos, llevándole de camino tres o cuatro dientes y muelas de la boca, y machucándole malamente dos dedos de la mano.

Tal fue el golpe primero, y tal el segundo, que le fue forzoso al pobre caballero dar consigo del caballo abajo. Llegáronse a él los pastores, y creyendo que le habían muerto, y así con mucha priesa recogieron su ganado, y cargaron de las reses muertas, que pasaban de siete, y sin averiguar otra cosa se fueron. Estábase todo este tiempo Sancho sobre la cuesta, mirando las locuras que su amo hacía, y arrancábase las barbas, maldiciendo la hora y el punto en que la fortuna se le había dado a conocer. Viéndole, pues, caído en el suelo, y que ya los pastores se habían ido, bajó de la cuesta y llegóse a él, y hallándole de muy mal arte, aunque no había perdido el sentido, y díjole: ¿No le decía yo, señor Don Quijote, que se volviese, que los que iba a acometer no eran ejércitos, sino manadas de carneros?

Como éso puede desaparecer y contrahacer aquel ladrón del sabio mi enemigo, respondió Don Quijote: sábete, Sancho, que es muy facil cosa a los tales hacernos parecer lo que quieren, y este maligno que me persigue, envidioso de la gloria que vío que yo había de alcanzar desta batalla, ha vuelto los escuadrones de enemigos en manadas de ovejas. Si no haz una cosa, Sancho, por mi vida, porque te desengañes y veas ser verdad lo que te digo: sube en tu asno y síguelos bonitamente, y verás cómo, en alejándose de aquí algún poco, se vuelven en su ser primero, y dejando de ser carneros, son hombres hechos y derechos, como te los pinté primero, pero no vayas ahora, que he menester tu favor y ayuda; llégate a mí, y mira cuántas muelas y dientes me faltan, que me parece que no me ha quedado ninguno en la boca.

Llegóse Sancho tan cerca, que casi le metía los ojos en la boca, y fue a tiempo que ya había obrado el bálsamo en el estómago de Don Quijote, y al tiempo que Sancho llegó a mirarle la boca, arrojó de sí, más recio que una escopeta, cuanto dentro tenía, y le dió con todo ello en las barbas del compasivo escudero. ¡Santa María! dijo Sancho. ¿Y qué es ésto que me ha sucedido? Sin duda este pecador está herido de muerte, pues vomita sangre por la boca. Pero reparando un poco más en ello, echó de ver en la color, sabor y olor, que no era sangre, sino el bálsamo de la alcuza que él le había visto beber; y fué tanto el asco que tomó, que revolviéndosele el estómago, vomitó las tripas sobre su mismo señor, y quedaron entrambos como de perlas. Acudió Sancho a su asno para sacar de las alforjas con qué limpiarse y con qué curar a su amo, y como no las halló, estuvo a punto de perder el juicio; maldíjose de nuevo; y propuso en su corazón de dejar a su amo y volverse a su tierra, aunque perdiese el salario de lo servido y las esperanzas del gobierno de la prometida ínsula.

Levántose en esto Don Quijote, y puesta la mano izquierda en la boca, porque no se le acabasen de salir los dientes, asió con la otra las riendas de Rocinante, que nunca se había movido de junto a su amo (tal era de leal y bien acondicionado), y fuese a donde su escudero estaba, de pechos sobre su asno, con la mano en la mejilla en guisa de hombre pensativo, además, y viéndole Don Quijote de aquella manera, con muestras de tanta tristeza, le dijo: Sábete, Sancho, que no es un hombre más que otro si no hace más que otro: todas esta borrascas que nos suceden son señales de que presto ha de serenar el tiempo, y han de sucedernos bien las cosas, porque no es posible que el mal ni el bien sean durables, y de aquí se sigue que, habiendo durado mucho el mal, el bien está ya cerca, así que no debes congojarte por las desgracias que a mí me suceden, pues a ti no te cabe parte de ellas. ¿Cómo no? respondió Sancho; ¿por ventura el que ayer mantearon era otro que el hijo de mi padre? ¿y las alforjas que hoy me faltan son de otro que del mismo? ¿Qué, te faltan las alforjas, Sancho? dijo Don Quijote. Sí que me faltan, respondió Sancho. ¿De ese modo, no tenemos que comer hoy? replicó Don Quijote. Eso fuera, respondió Sancho, cuando faltaran por estos prados las yerbas que vuestra merced dice que conoce, con que suelen suplir semejantes faltas los tan mal aventurados caballeros andantes, como vuestra merced es.

Con todo eso, respondió Don Quijote, tomara yo más aina un cuartel de pan, o una hogaza y dos cabezas de sardinas arenques, que cuantas yerbas describe Dioscórides, aunque fuera el ilustrado doctor Laguna; más con todo ésto, sube en tu jumento, Sancho el bueno, y vente tras mí, que Dios, que es proveedor de todas las cosas, no nos ha de faltar, y más andando tan en su servicio como andamos, pues no falta a los mosquitos del aire, ni a los gusanillos de la tierra, ni a los renacuajos del agua, y es tan piadoso, que hace salir su sol sobre los buenos y malos, y llueve sobre los injustos y justos. Más bueno era vuestra merced, dijo Sancho, para predicador que para caballero andante. De todo sabían y han de saber los caballeros andantes, Sancho, dijo Don Quijote, porque caballero andante hubo en los pasados siglos, que así se paraba a hacer un sermón o plática en un camino real, como si fuera graduado por la universidad de París, de donde se infiere, que nunca la lanza embotó la pluma, ni la pluma la lanza. Ahora bien, sea así como vuestra merced dice, respondió Sancho; vamos ahora de aquí y procuremos donde alojar esta noche, y quiera Dios que sea en parte donde no haya mantas, ni manteadores, ni fantasmas, ni moros encantados, que si los hay, daré al diablo el hato y el garabato.

Pídeselo tú a Dios, dijo Don Quijote, guía tú por donde quisieres, que esta vez quiero dejar a tu elección el alojarnos; pero dame acá la mano, y atiéntame con el dedo, y mira bien cuántos dientes y muelas me faltan deste lado derecho de la quijada alta, que allí siento el dolor. Metió Sancho los dedos, y estándole atentándo le dijo: ¿Cuántas muelas solía vuestra merced tener en esta parte? Cuatro, respondió Don Quijote, fuera de la cordal todas enteras y muy sanas. Mire vuestra merced bien lo que dice, señor, respondió Sancho. Digo cuatro, si no eran cinco, respondió Don Quijote, porque en toda mi vida me han sacado diente ni muela de la boca, ni se me ha caído, ni comido de neguijon, ni de reuma alguna. Pues en esta parte de abajo, dijo Sancho, no tiene vuestra merced más de dos muelas y media, ni ninguna, que toda está rasa como la palma de la mano.

¡Sin ventura yo! dijo Don Quijote, oyendo las tristes nuevas que su escudero le daba, qué más quisiera que me hubieran derribado un brazo, como no fuera el de la espada; porque te hago saber, Sancho, que la boca sin muelas es como el molino sin piedra, y en mucho más se ha de estimar un diente que un diamante; más a todo esto estamos sujetos los que profesamos la estrecha orden de la caballería. Sube, amigo, y guía, que yo te seguiré al paso que quisieres. Hízolo así Sancho, y encaminose hacia donde le pareció que podía hallar acogimiento, sin salir del camino real, que por allí iba muy seguido. Yéndose, pues, poco a poco, porque el dolor de las quijadas de Don Quijote no le dejaba sosegar, ni atender a darse priesa, quiso Sancho entretenelle y divertirle diciéndole alguna cosa, y entre otras que le dijo, fue lo que se dirá en el siguiente capítulo.

Capítulo 19: De las discretas razones que Sancho pasaba con su amo, y de la aventura que le sucedió con un cuerpo muerto, con otros acontecimientos famosos.

Paréceme, señor mío, que todas estas desventuras que estos días nos han sucedido, sin duda alguna han sido pena del pecado cometido por vuestra merced contra la orden de caballería, no habiendo cumplido el juramento que hizo de no comer pan a manteles ni con la reina folgar, con todo aquello que a esto se sigue y vuestra merced juró de cumplir, hasta quitar aquel almete de Malandrino, o como se llama el moro, que no me acuerdo bien. Tienes mucha razón, Sancho, dijo Don Quijote; mas para decirte verdad, ello se me había pasado de la memoria y también puedes tener por cierto que por la culpa de no habérmelo tú acordado en tiempo, te sucedió aquello de la manta; pero yo haré la enmienda, que modos hay de composición en la orden de la caballería para todo. ¿Pues juré yo algo por dicha? respondió Sancho. No importa que no hayas jurado, dijo Don Quijote; basta que yo entiendo que de participantes no estás muy seguro, y por sí o por no, no será malo proveernos de remedio. Pues si ello es así, dijo Sancho, mire vuestra merced, no se le torne a olvidar ésto como lo del juramento; quizá les volverá la gana a los fantasmas de solazarse otra vez conmigo, y aún con vuestra merced, si le ven tan pertinaz.

En éstas y otras pláticas les tomó la noche en mitad del camino, sin tener ni descubrir donde aquella noche se recogiesen, y lo que no había de bueno en ello, era que perecían de hambre, que con la falta de las alforjas les faltó toda la despensa y matalotaje; y para acabar de confirmar esta desgracia, les una aventura, que sin artificio alguno verdaderamente lo parecía, y fue que la noche cerró con alguna oscuridad; pero con todo esto caminaban, creyendo Sancho que, pues aquel camino era real, a una o dos leguas de buena razón hallaría en él alguna venta. Yendo, pues, desta manera, la noche oscura, el escudero hambriento, y el amo con ganas de comer, vieron que por el mismo camino que iban venían hacia ellos gran multitud de lumbres, que no parecían sino estrellas que se movían.

Pasmóse Sancho en viéndolas, y Don Quijote no las tuvo todas consigo: tiró el uno del cabestro a su asno, y el otro de las riendas a su rocino, y estuvieron quedos mirando atentamente lo que podía ser aquello, y vieron que las lumbres se iban acercando a ellos, y mientras más se llegaban, mayores parecían, a cuya vista Sancho comenzó a temblar como un azogado, y los cabellos de la cabeza se le erizaron a Don Quijote, el cual, animándose un poco, dijo: Esta sin duda, Sancho, debe de ser grandísima y peligrosísima aventura, donde será necesario que yo muestre todo mi valor y esfuerzo. ¡Desdichado de mí! respondió Sancho. Si acaso esta aventura fuese de fantasmas como me lo va pareciendo, ¿adónde habrá costillas que la sufran? Por más fantasmas que sean, dijo Don Quijote, no consentiré yo que te toquen en el pelo de la ropa, que si la otra vez se burlaron contigo, fue porque no pude saltar las paredes del corral, pero ahora estamos en campo raso, donde podré yo como quisiera esgrimir mi espada. Y si le encantan y entomecen como la otra vez lo hicieron, dijo Sancho, ¿qué aprovechará estar en campo abierto o no? Con todo eso, replicó Don Quijote, te ruego Sancho, que tengas buen ánimo, que la experiencia te dará a entender el que yo tengo. Sí tendré, si a Dios place, respondió Sancho, y apartándose los dos a un lado del camino, tornaron a mirar atentamente lo que aquello de aquellas lumbres que caminaban podía ser, y de allí a muy poco descubrieron muchos encamisados, cuya  

temerosa visión de todo punto remató el ánimo de Sancho Panza, el cual comenzó a dar diente con diente como quien tiene frío de cuartana; y creció más el batir y dentellear cuando distintamente vieron lo que era, porque descubrieron hasta veinte encamisados, todos a caballo, con sus hachas encendidas en las manos, detrás de los cuales venía una litera cubierta de luto, a la cual seguían otros seis de a caballo enlutados hasta los piés de las mulas, que bien vieron que no eran caballos en el sosiego con que caminaban; iban los encamisados murmurando entre sí con una voz baja y compasiva.

Esta extraña visión a tales horas y en despoblado bien bastaba para poner miedo en el corazón de Sancho, y aún en el de su amo, y así fuera en cuanto a Don Quijote, que ya Sancho había dado al través con todo su esfuerzo: lo contrario le avino a su amo, al cual en aquel punto se le representó en su imaginación al vivo que aquella era una de las aventuras de sus libros; figurósele que la litera eran andas donde debían de ir algún mal ferido o muerto caballero, cuya venganza a él solo estaba reservada, y sin hacer otro discurso enristró su lanzón, púsose bien en la silla, y con el gentil brío y continente se puso en la mitad del camino por donde los encaminados forzosamente habían de pasar, y cuando los vio cerca, alzó la voz y dijo: Deteneos, caballeros, quien quiera que seais, y dadme cuenta de quién sois, de dónde venís, a dónde vais, qué es lo que en aquellas andas lleváis, que, según las muestras, o vosotros habeis fecho, o vos han fecho algún desaguisado, y conviene y es menester que yo lo sepa, o bien para castigaros del mal que ficisteis, o bien para vengaros del tuerto que vos ficieron. Vamos de priesa, respondió uno de los encamisados, y está la venta lejos y no nos podemos detener a dar tanta cuenta como pedís. Y picando la mula pasó adelante. Sintióse desta respuesta grandemente Don Quijote, y trabando a la mula del freno dijo: Deteneos y sed más bien criado, y dadme cuenta de lo que os he preguntado; si no, conmigo sois todos en batalla.

Era la mula asombradiza, y al tomarla del freno se espantó de manera que alzándose en sus pies dió con su dueño por las ancas en el suelo. Un mozo que iba a pie, viendo caer al encamisado, comenzó a denostar a Don Quijote, el cual, ya encolerizado sin esperar más, enristrando su lanzón arremetió a uno de los enlutados, y mal ferido dio con él en tierra, y revolviéndose por los demás, era cosa de ver con la presteza que los acometía y desbarataba, que no parecía sino que en aquel instante le habían nacido alas a Rocinante, según andaba de ligero y orgulloso. Todos los encamisados eran gente medrosa y sin armas, y así con facilidad en un momento dejaron la refriega, y comenzaron a correr por aquel campo con las hachas encendidas, que no parecían sino a los de las máscaras, que en noche de regocijo y fiesta corren. Los enlutados, asimismo revueltos y envueltos en sus faldamentas y lobas, no se podían mover; así que muy a su salvo Don Quijote los apaleó a todos, y les hizo dejar su sitio mal de su grado, porque todos pensaron que aquel no era hombre, sino diablo del infierno, que les salía a quitar el cuerpo muerto que en la litera llevaban.

Todo lo miraba Sancho admirado del ardimiento de su señor, y decía entre sí: Sin duda este mi amo es tan valiente y esforzado como él dice. Estaba un hacha ardiendo en el suelo junto al primero que derribó la mula, a cuya luz le pudo ver Don Quijote, y llegándose a él le puso la punta del lanzón en el rostro, diciéndole que se rindiese, si no que le mataría: a lo cual respondió el caído: Harto rendido estoy, pues no me puedo mover, que tengo una pierna quebrada; suplico a vuestra merced, si es caballero cristiano, que no me mate, que cometerá un gran sacrilegio, que soy licenciado y tengo las primeras órdenes. ¿Pues quién diablos os ha traído aquí, dijo Don Quijote, siendo hombre de iglesia? ¿Quién, señor? replicó él caído. Mi desventura. Pues otra mayor os amenaza, dijo Don Quijote, si no me satisfaceis a todo cuanto primero os pregunte. Con facilidad será vuestra merced satisfecho, respondió el licenciado; y así sabrá vuestra merced, que denantes dije que yo era licenciado, no soy sino bachiller, y llámome Alonso López; soy natural de Alcovendas, vengo de la ciudad de Baeza con otros once sacerdotes, que son los que huyeron con las hachas, vamos a la ciudad de Segovia, acompañando un cuerpo muerto que va en aquella litera, que es de un caballero que murió en Baeza, donde fue depositado, y ahora como digo, llevábamos sus huesos a su sepultura, que está en Segovia, de donde era natural.

¿Y quién le mató? preguntó Don Quijote. Dios, por medio de unas calenturas pestilentes que le dieron, respondió el bachiller. Desa suerte, dijo Don Quijote, quitado me ha nuestro Señor del trabajo que había de tomar en vengar su muerte, si otro alguno le hubiera muerto: pero habiéndole muerto quien le mató, no hay sino callar y encoger los hombros, porque lo mismo hiciera si a mí mismo me matara; y quiero que sepa vuestra reverencia, que soy un caballero de la Mancha, llamado Don Quijote, y es mi oficio y ejercicio andar por el mundo enderazano tuertos y desfaciendo agravios. No sé cómo puede ser eso de enderezar tuertos, dijo el bachiller; pues a mí de derecho me habeis vuelto tuerto, dejándome una pierna quebrada, la cual no se verá derecha en todos los días de mi vida, y el agravio que en mí habeis deshecho ha sido dejarme agraviado de manera que me quedaré agraviado para siempre, y harta desventura ha sido topar con vos, que vais buscando aventuras. No todas las cosas, respondió Don Quijote, suceden de un mismo modo: el daño estuvo, señor bachiller Alonso López, en venir como veníades de noche, vestidos con aquellas sobrepellices, con las hachas encendidas, rezando, cubiertos de luto, que propiamente semejábades cosa mala y del otro mundo, y así yo no puedo dejar de cumplir con mi obligación acometiéndoos, y os acomeitera aunque verdaderamente supiera que erades los mismos Satanases del infierno, que para tales os juzgué y tuve siempre. Ya que así lo ha querido mi suerte, dijo el bachiller, suplicó a vuestra merced, señor caballero andante, que tan mala andanza me ha dado, me ayude a salir de debajo desta mula, que me tiene tomada una pierna entre el estribo y la silla. Hablará yo para mañana, dijo Don Quijote; ¿y hasta cuándo aguardábades a decirme vuestro afán? Dió luego voces a Sancho Panza que viniese; pero él no se curó de venir, porque andaba ocupado desvalijando una acémila de repuesto que traían aquellos buenos señores bien bastecida de cosa de comer.

Hizo Sancho costal de su gabán y recogiendo además todo lo que pudo y cupo en el talego de la acémila, cargo su jumento, y luego acudió a las voces de su amo y ayudó a sacar al señor bachiller de la opresión de la mula, y poniéndole encima della, le dio el hacha, y Don Quijote le dijo que siguiese la derrota de sus compañeros, a quien de su parte pidiese perdón del agravio, que no había sido en su mano dejar de haberles hecho. Dijóle también Sancho: Si acaso quisieren saber esos señores quién ha sido el valeroso que tales los puso, dígales vuestra merced que es el famoso Don Quijote de la Mancha, que por otro nombre se llama el "Caballero de la Triste Figura". Con esto se fue el bachiller, y Don Quijote preguntó a Sancho, que qué le había movido a llamarle el "Caballero de la Triste Figura", más entonces que nunca. Yo se lo diré, respondió Sancho, porque le estado mirando un rato a luz de aquella hacha que llevaba aquel mal andante, y verdaderamente tiene vuestra merced la más mala figura de poco acá que jamás he visto; y débelo de haber causado o ya el cansancio deste combate, o ya la falta de muelas o dientes.

No es eso, respondió Don Quijote, sino el sabio a cuyo cargo debe de estar el escribir la historia de mis hazañas, le habrá parecido que será bien que yo tome algún nombre apelativo, como lo tomaban los caballeros pasados: cuál se llamaba "el de la Ardiente Espada", cuál "el del Unicornio", aquel "el de las Doncellas", aqueste "el del ave Fénix", el otro "el Caballero del Grifo", estotro "el de la Muerte", y por estos nombres e insignias eran conocidos por la toda la redondez de la tierra; y así digo que el sabio ya dicho te habrá puesto en la lengua y en el pensamiento ahora que me llamase el "Caballero de la Triste Figura", como pienso llamarme desde hoy en adelante, y para que mejor me cuadre tal nombre, determino de hacer pintar, cuando haya lugar, en mi escudo una muy triste figura. No hay para qué, señor, querer gastar tiempo y dineros en hacer esta figura, dijo Sancho, sino lo que se ha de hacer es que vuestra merced descubra la suya, y dé rostro a los que le miraren, que sin más ni más, y sin otra imagen ni escudo, le llamarán "el de la Triste Figura", y créame que le digo la verdad, porque le prometo a vuestra merced, señor (y esto sea dicho en burlas), que le hace tan mala cara la hambre y la falta de las muelas, que, como ya tengo dicho, se podrá muy bien excusar la triste pintura. Rióse Don Quijote del donaire de Sancho; pero con todo propuso de llamarse de aquel nombre en pudiendo pintar su escudo o rodela como había imaginado.

Olvidábaseme de decir, dijo al marcharse el bachiller a Don Quijote, que advierta a vuestra merced que queda descomulgado por haber puesto las manos violentamente en cosa sagrada, justa ilud: sit quis suadente diabolo, etc. No entiendo este latín, respondió Don Quijote: más yo sé bien que no puse las manos, sino este lanzón; cuanto más, que yo no pensé que ofendía a sacerdotes, ni a cosas de la Iglesia, a quien respeto y adoro como católico y fiel cristiano que soy, sino a fantasmas y vestiglos del otro mundo; y cuando eso así fuese, en la memoria tengo lo que le pasó al CId Rui Diaz cuando quebró la silla del embajador de aquel rey delante de su santidad el Papa, por lo cual le descomulgó, y anduvo aquel día el buen Rodrigo de Vivar como muy honrado y valiente caballero.

En oyendo ésto el bachiller se fue, como queda dicho, sin replicarle palabra. Quisiera Don Quijote mirar si el cuerpo que venía en la litera eran huesos o no; pero no lo consintió Sancho, diciendole: Señor, vuestra merced ha acabado esta peligrosa aventura lo más a su salvo de todas las que yo he visto; esta gente, aunque vencida y desbaratada, podría ser que cayese en la cuenta de que los venció sólo una persona, y corridos y avergonzados desto volviesen a rehacerse y a buscarnos, y nos diesen muy bien en que entender. El jumento está como viene, la montaña cerca, la hambre carga, no hay que hacer sino retirarnos con gentil compás de piés, y como dicen, váyase el muerto a la sepultura y el vivo a la hogaza. Y antecogiendo a su asno, rogó a su señor que le siguiese, el cual, pareciéndole que Sancho tenía razón, sin volverle a replicar le siguió. Y a poco trecho que caminaban por entre dos montañuelas, se hallaron en un espacioso y escondido valle, donde se apearon, y Sancho alivió el jumento; y tendidos sobre la verde yerba, con la salsa de su hambre almorzaron, comieron, merendaron y cenaron a un mismo punto, satisfaciendo sus estómagos con más de una fiambrera que los señores clérigos del difunto (que pocas veces se dejan mal pasar) en la acémila de su repuesto traían; más sucedióle otra desgracia, que Sancho tuvo por la peor de todas, y fue que no tenían vino que beber, ni agua que llegar a la boca y acosados de la sed dijo Sancho, viendo que el prado donde estaban estaba colmado de verde y menuda yerba, lo que se dirá en el siguiente capítulo.

Capítulo 20: De la jamás vista ni oída aventura que con más poco peligro fue acabado de famoso caballero en el mundo, como la acabó el valeroso D. Quijote de la Mancha

No es posible, señor mío, sino que estas yerbas dan testimonio de que por aquí cerca debe de estar alguna fuente o arroyo que humedece, y así será bien que vayamos un poco más adelante, que ya toparemos donde podamos mitigar esta terrible sed que nos fatiga, que sin duda causa mayor pena que la hambre. Parecióle bien el consejo a Don Quijote, y tomando de la rienda a Rocinante, y Sancho del cabestro a su asno después de haber puesto sobre él los relieves que de la cena quedaron, comenzaron a caminar sobre el prado arriba a tiento, porque la oscuridad de la noche no les dejaba ver cosa alguna; mas no hubieron andado doscientos pasos, cuando llegó a sus oídos un gran ruido de agua, como que de algunos grandes y levantados riscos se despeñaba. Alegróles el ruido en gran manera, y parándose a escuchar hacia qué parte sonaba, oyeron a deshora otro estruendo que les aguó el contento del agua, especialmente a Sancho que naturalmente era medroso y de poco ánimo: digo que oyeron que daban unos golpes a compás, con un cierto crujir de hierros y cadenas, que acompañados del furioso estruendo del agua, pusieron pavor a cualquier otro corazón que no fuera el de Don Quijote.

Era la noche, como se ha dicho, oscura, y ellos acertaron a estar entre unos árboles altos, cuyas hojas, movidas del blando viento, hacían un temeroso y manso ruido; de manera que la soledad, el sitio, la oscuridad, el ruido de la agua con susurro de las hojas, todo causaba horror y espanto, y más cuando vieron que ni los golpes cesaban, ni el viento dormía, ni la mañana llegaba, añadiéndose a todo esto el ignorar el lugar donde se hallaban; pero Don Quijote, acompañado de su intrépido corazón, saltó sobre Rocinante, y embrazando su rodela, terció su lanzón y dijo: Sancho amigo, has de saber que yo nací, por querer del cielo, en nuestra edad de hierro, para resucitar en ella la de oro o la dorada, como suele llamarse; yo soy aquel para quien están guardados los peligros, las grandes hazañas, los valerosos hechos; yo soy, digo otra vez, quien ha de resucitar los de la Tabla Redonda, los doce de Francia y los nueve de la Fama, y el que ha de poner en olvido los Platires, los Tablantes, los Olivante y Tirantes, Febos y Belianises, con toda la caterva de los famosos caballeros andantes del pasado tiempo, haciendo en este en que me hallo tales grandezas, estrañezas y fechos de armas, que escurezcan las más claras que ellos ficieron. Bien notas, escudero fiel y leal, las tinieblas desta noche, su extraño silencio, el sordo y confuso estruendo destos árboles, el temeroso ruido de aquella agua en cuya busca venimos, que parece que se despeña y derrumba desde los altos montes de la luna, y aquel incesante golpear que nos hiere y lastima los oídos; las cuales cosas todas juntas, y cada una por sí, son bastantes a infundir miedo, temor y espanto en el pecho del mismo Marte, cuanto más en aquel que no está acostumbrado a semejantes acontecimientos y aventuras; pues todo esto que yo te pinto son incentivos y despertadores de mi ánimo, que ya hace que el corazón me reviente en el pecho con el deseo que tiene de acometer esta aventura, por más dificultosa que se muestra; así que aprieta un poco las cinchas a Rocinante y quédate a Dios, y espérame aquí hasta tres días no más, en los cuales, si no volviere, puedes tú volverte a nuestra aldea, y desde allí por hacerme merced y buena obra, irás al Toboso, donde dirás a la incomparable señora mía Dulcinea, que su cautivo caballero murió por acometer cosas que le hiciesen digno de poder llamarse suyo.

Cuando Sancho oyó las palabras de su amo, comenzó a llorar con la mayor ternura del mundo, y a decirle: Señor, yo no sé porque quiere vuestra merced acometer esta tan tenebrosa aventura; ahora es de noche, aquí no nos ve nadie, bien podemos torcer el camino y desviarnos del peligro, aunque no bebamos en tres días; y pues no hay quien nos vea, menos habrá quien nos note de cobardes: cuanto más que yo he oído muchas veces predicar al cura de nuestro lugar, que vuestra merced muy bien conoce, que quien busca el peligro perece en él: así que no es bien tentar a Dios acometiendo tan desaforado hecho, donde no se puede escapar sino por milagro; y basta lo que ha hecho el cielo con vuestra merced en librarle de ser manteado como yo lo fui, y en sacarle vencedor, libre y salvo entre tantos enemigos como acompañaban al difunto; y cuando todo esto no mueva ni ablande ese duro corazón, muévale el pensar que apenas se habrá vuestra merced apartado de aquí, cuando yo de miedo dé mi ánima a quien quisiera llevarla. Yo salí de mi tierra, y dejé hijos y mujer por venir a servir a vuestra merced, creyendo valer más, y no menos; pero como la codicia rompe el saco, a mí me ha rasgado mis esperanzas, pues cuando más vivas las tenía de alcanzar aquella negra y malhadada ínsula que tantas veces vuestra merced me ha prometido, veo que en pago y trueco della me quiere ahora dejar en un lugar tan apartado del trato humano: por un solo Dios, señor mío, que non se me faga tal desaguisado; y ya que del todo no quiera vuestra merced desistir de acometer este fecho, dilátelo a lo menos hasta la mañana, que a lo que a mí me muestra la ciencia que aprendí cuando era pastor, no debe de haber desde aquí al alba tres horas, porque la boca de la bocina está encima de la cabeza, y hace la medianoche en la línea del brazo izquierdo.

¿Cómo puedes tú, Sancho, dijo Don Quijote, ver donde hace esa línea, ni dónde está esa boca o ese colodrillo que dices, si hace la noche tan oscura que no parece en todo el cielo estrella alguna? Así es, dijo Sancho; pero tiene el miedo muchos ojos, y ve las cosas debajo de tierra, cuanto más encima en el cielo, puesto que por buen discurso, bien se puede entender que hay poco de aquí al día. Falte lo que faltare, respondió Don Quijote, que no se ha de decir por mí ahora, ni en ningún tiempo, que lágrimas y ruegos me apartaron de hacer lo que debía a estilo de caballero; y así te ruego, Sancho, que calles, que Dios que me ha puesto en corazón de acometer ahora esta tan no vista y tan hermosa aventura, tendrá cuidado de mirar por mi salud, y de consolar tu tristeza; lo que has de hacer es apretar bien las cinchas a Rocinante y quedarte aquí, que yo daré la vuelta presto, o vivo o muerto.

Viendo, pues, Sancho, la última resolución de su amo, y cuán poco valían con él sus lágrimas, consejos y ruegos, determinó de aprovecharse de su industria, y hacerle esperar hasta el día si pudiese; y así, cuando apretaba las cinchas al caballo, bonitamente y sin ser sentido, ató con el cabestro de su asno ambos piés a Rocinante, de manera que cuando Don Quijote se quiso partir no pudo, porque el caballo no se podía mover sino a saltos. Viendo Sancho Panza el buen suceso de su embuste, dijo: Ea, señor, que el cielo conmovido de mis lágrimas y plegarias ha ordenado que no se pueda mover Rocinante; y si vos quereis porfiar y espolear y dale, será enojar a la fortuna y dar coces, como dicen, contra el aguijón. Desesperábase con esto DOn Quijote, y por más que ponía las piernas al caballo, no le podía mover; y sin caer en la cuenta de la ligadura, tuvo por bien de sosegarse, y esperar a que amaneciese, o a que Rocinante se menease, creyendo sin duda que aquello venía de otra parte que de la industria de Sancho, y así le dijo: Pues así es, Sancho, que Rocinante no puede moverse, yo soy contento de esperar a que ría el alba, aunque yo llore lo que ella tardare en venir. No hay que llorar, respondió Sancho, que yo entretendré a vuestra merced contando cuentos desde aquí al día, si ya no es que se quiere apear, y echarse a dormir un poco sobre la verde yerba, a uso de caballeros andantes, para hallarse más descansado cuando llegue el día a punto de acometer esta tan desemejable aventura que le espera.

¿A qué llamas apear, o a qué dormir? dijo Don Quijote. ¿Soy yo por ventura de aquellos caballeros que toman reposo en los peligros? Duerme tú que naciste para dormir, o haz lo que quisieres, que yo haré lo que viere que más viene con mi pretensión. No se enoje vuestra merced, señor mío, respondió Sancho, que no lo dije por tanto. Y llegándose a él, puso la una mano en el arzón delantero y la otra en el otro, de modo que quedó abrazado con el muslo izquierdo de su amo, sin osarse apartar del un dedo; tal era el miedo que tenía a los golpes, que todavía alternativamente sonaban. Díjole Don Quijote que contase algún cuento para entretenerle, como se lo había prometido, a lo que Sancho dijo que sí hiciera si le dejara el temor de lo que oía: Pero con todo eso yo me esforzaré a decir una historia, que si la acierto a contar y no me van a la mano, es la mejor de las historias, y estéme vuestra merced atento, que ya comienzo.

Erase que se era, el bien que viniera para todos sea, y el mal para quien lo fuere a buscar; y advierta vuestra merced, señor mío, que el principio que los antiguos dieron a sus consejas no fue así como quiera, que fue una sentencia de Caton Zonzorino romano, que dice: "y el mal para quien lo fuere a buscar", que viene aquí como anillo al dedo, para que vuestra merced se esté quedo, y no vaya a buscar el mal a ninguna parte, sino que nos volvamos por otro camino, pues nadie nos fuerza a que sigamos este donde tantos miedos nos sobresaltan. Sigue tu cuento, Sancho, dijo Don Quijote, y del camino que hemos de seguir déjame a mí el cuidado.

Digo, pues, prosiguió Sancho, que en un lugar de Extremadura había un pastor cabrerizo, quiero decir, que guardaba cabras, el cual pastor o cabrerizo, como digo de mi cuento, se llamaba Lope Ruiz, y este Lope Ruiz andaba enamorado de una pastora que se llamaba Torralva, la cual pastora llamda Torralva era hija de un ganadero rico, y este ganadero rico... Si desa manera cuentas tu cuento, Sancho, dijo Don Quijote, repitiendo dos veces lo que vas diciendo, no acabarás en dos días; dílo seguidamente y cuéntalo como hombre de entendimiento, y si no, no digas nada. De la misma manera que yo lo cuento, respondió Sancho, se cuentan en mi tierra todas las consejas, y yo no sé contarlo de otra, ni es bien que vuestra merced me pida que haga usos nuevos. Di como quisieres, respondió Don Quijote, que pues la suerte quiere que no pueda dejar de escucharte, prosigue.

Así que, señor mío de mi ánima, prosiguió Sancho, que como ya tengo dicho, este pastor andaba enamorado de Torralva la pastora, que era una moza rolliza, zahareña, y tiraba algo a hombruna, porque tenía unos pocos bigotes, que parece que ahora la veo. ¿Luego conocístela tú? dijo Don Quijote. No la conocí yo, respondió Sancho, pero quien me contó este cuento me dijo que era tan cierto y verdadero, que podía bien cuando lo contase a otro afirmar y jurar que lo había visto todo: así que yendo días y viniendo días, el diablo, que no duerme y que todo lo añasca, hizo de manera que el amor que el pastor tenía a la pastora se volviese en homecillo y mala voluntad; y la causa fue, según malas lenguas, una cierta cantidad de celillos que ella le dió, tales que pasaban de la raya y llegaban a lo vedado; y fue tanto lo que el pastor la aborreció de allí adelante, que por no verla se quiso ausentar de aquella tierra, e irse donde sus ojos no la viesen jamás. La Torralva que se vio desdeñada del Lope, luego le quiso bien, más que nunca le había querido. Esa es natural condición de mujeres, dijo Don Quijote, desdeñar a quien las quiere, y amar a quien las aborrece: pasa adelante, Sancho.

Sucedió, dijo Sancho, que le pastor puso por obra su determinación, y antecogiendo sus cabras, se encaminó por los campos de Extremadura para pasarse a los reinos de Portugal: la Torralva, que lo supo, fue tras él, y seguíale a pie y descalza desde lejos con un bordón en la mano y con unas alforjas al cuello, donde llevaba, según es fama, un pedazo de espejo y otro de un peine, y no sé qué botecillo de mudas para la cara; más llevase lo que llevase, que yo no me quiero meter ahora en averiguallo, sólo diré que dicen que el pastor llegó con su ganado a pasar el río Guadiana, y en aquella sazón iba crecido y casi fuera de madre, y por la parte que llegó no había barca ni barco, ni quien le pasase a él ni a su ganado de la otra parte, de lo que se congojó mucho, porque veía que la Torralva venía ya muy cerca, y le había de dar mucha pesadumbre con sus ruegos y lágrimas, mas tanto anduvo mirando, que vio un pescador que tenía junto a sí un barco tan pequeño, que solamente podían caber en él una persona y una cabra, y con todo esto le habló y concertó con él que le pasase a él y a trescientas cabras que llevaba. Entró el pescador en el barco y pasó una cabra, volvió y pasó otra, tornó a volver y tornó a pasar otra: tenga vuestra merced cuenta con las cabras que el pescador va pasando, porque si se pierde una de la memoria se acabará el cuento, y no será posible contar más palabra dél: sigo, pues, y digo, que el desembarcadero de la otra parte estaba lleno de cieno y resbaloso, y tardaba el pescador mucho tiempo en ir y volver: con todo esto volvió por otra cabra, y otra y otra.

Haz cuenta que las pasó todas, dijo Don Quijote; no andes yendo y viniendo desa manera, que no acabarás de pasarlas en un año. ¿Cuántas han pasado hasta ahora? dijo Sancho. ¿Yo qué diablos sé? respondió Don Quijote. He ahí lo que yo dije que tuviese buena cuenta; pues por Dios que se ha acabado el cuento, que no hay pasar adelante. ¿Cómo puede ser eso? respondió Don Quijote. ¿Tan de esencia de la historia es saber las cabras que han pasado por extenso, que si se yerra una del número no puedes seguir adelante con la historia? No, señor, en ninguna manera, respondió Sancho, porque así como yo pregunté a vuestra merced que me dijese cuántas cabras habían pasado, y me respondió que no sabía, en aquel mismo instante se me fue a mí de la memoria cuanto me quedaba por decir, y a fe que era de mucha virtud y contento. ¿De modo, dijo Don Quijote, que ya la historia es acabada? Tan acabada es como mi madre, dijo Sancho.

Dígote de verdad, respondió Don Quijote, que tú has contado una de las más nuevas consejas, cuento o historia que nadie pudo pensar en el mundo, y que tal modo de contarla, ni dejarla, jamás se podrá ver ni habrá visto en toda la vida, aunque no esperaba yo otra cosa de tu buen discurso; mas no me maravillo, pues quizá estos golpes, que no cesan, te deben tener turbado el entendimiento. Todo puede ser, respondió Sancho; más yo sé que en lo de mi cuento no hay más que decir, que allí se acaba do comienza el yerro de la cuenta del pasaje de las cabras. Acabe norabuena donde quisiere, dijo Don Quijote, y veamos si se puede mover Rocinante.

Tornóle a mover las piernas, y él tornó a dar saltos y a estarse quedo: tanto estaba de bien atado. En esto parece ser, o que el frío de la mañana que ya venía, o que Sancho hubiese cenado algunas cosas lenitivas, o que fuese una cosa natural (que es lo que más se debe creer) a él le vino en voluntad y deseo de hacer lo que otro no podía hacer por él; mas era tanto el miedo que había entrado en su corazón, que no osaba apartarse un negro de uña de su amo; pues pensar de no hacer lo que tenía gana, tampoco era posible, y así lo que hizo por bien de paz fue soltar la mano derecha, que tenía asida al arzón trasero, con lo cual bonitamente y sin rumor alguno se soltó la lazada corrediza con que los calzones se sostenían sin ayuda de otra alguna, y en quitándosela dieron luego abajo, y se le quedaron como grillos. Tras esto alzó la camisa lo mejor que pudo, y echó al aire entrambas posaderas, que no eran muy pequeñas. Hecho esto (que él pensó que era lo más que tenía que hacer para salir de aquel terible aprieto y angustia) le sobrevino otra mayor, que fue que le pareció, que no podía mudarse sin hacer estrépito y ruido, y comenzó a apretar los dientes y a encoger los hombros, recogiendo en sí el aliento todo cuanto podía; pero con todas estas diligencias fué tan desdichado, que al cabo

vino a hacer un poco de ruido, bien diferente de aquel que a él le ponía tanto miedo. Oyólo Don Quijote, y dijo: ¿Qué rumor es ése, Sancho? No sé, señor, respondió él. Alguna cosa nueva debe ser, que las aventuras y desventuras nunca comienzan por poco.

 Tornó otra vez a probar ventura, y sucedióle tan bien, que sin más ruido y alboroto que el pasado, se halló libre de la carga que tanta pesadumbre le había dado; más como Don Quijote tenía el sentido del olfato tan vivo como el de los oídos, y Sancho estaba tan junto y cosido con él, que casi por línea recta subían los vapores hacia arriba, no se pudo excusar de que algunos no se llegasen a sus narices, y apenas hubieron llegado, cuando él fue al socorro apretándolas entre los dos dedos, y con tono algo gangoso, dijo: Paréceme, Sancho, que tienes mucho miedo. Sí tengo, respondió Sancho: ¿más en que lo echa de ver vuestra merced ahora más que nunca? En que ahora más que nunca hueles, y no a ámbar, respondió Don Quijote.

Bien podrá ser, dijo Sancho; más yo no tengo la culpa, sino vuestra merced, que me trae a deshoras y por estos no acostumbrados pasos. Retírate tres o cuatro allá, amigo, dijo Don Quijote, todo esto sin quitarse los dedos de las narices; y desde aquí adelante ten más en cuenta con tu persona, y con lo que debes a la mía, que la mucha conversación que tengo contigo ha engendrado este menosprecio. Apostaré, replicó Sancho, que piensa vuestra merced que yo he hecho de mi persona alguna cosa que no deba. Peor es meneallo, amigo Sancho, respondió Don Quijote.

En estos coloquios y otros semejantes pasaron la noche amo y mozo; más viendo Sancho que a más andar se venía la mañana, con mucho tiento desligó a Rocinante y se ató los calzones.

Como Rocinante se vio libre, aunque él de suyo no era nada brioso, parece que se resintió y comenzó a dar manotadas, porque corbetas, con perdón suyo, no las sabía hacer. Viendo, pues, Don Quijote que ya Rocinante se movía, lo tuvo a buena señal, y creyó que lo era de que acometiese aquella temerosa aventura. Acabó en esto de descubrirse el alba, y de parecer distintamente las cosas, y vio Don Quijote que estaba entre unos árboles altos, que eran castaños, que hacen la sombra muy oscura, sintió también que el golpear no cesaba, pero no vio quién lo podía causar, y así, sin más detenerse, hizo sentir las espuelas a Rocinante, y tornando a despedirse de Sancho, le mandó que allí le aguardase tres días a lo más largo, como ya otra vez se lo había dicho, y que si al cabo dellos no hubiese vuelto, tuviese por cierto que Dios había sido servido de que en aquella peligrosa aventura se le acabasen sus días.

Tornóle a referir el recado y embajada que había de llevar de su parte a su señora Dulcinea, y que en lo que tocaba a la paga de sus servicios no tuviese pena, porque él había dejado hecho su testamento antes de que saliera de su lugar, donde se hallaría gratificado de todo lo tocante a su salario, rata por cantidad del tiempo que hubiese servido; pero que si DIos le sacaba de aquel peligro sano y salvo y sin cautela, se podía tener por muy más que cierta la prometida ínsula.

De nuevo tornó a llorar Sancho, oyendo de nuevo las lastimeras razones de su buen señor, y determinó de no dejarle hasta el último trance y fin de aquel negocio.

Destas lágrimas y determinación tan honrada de Sancho Panza saca el autor desta historia que debía de ser bien nacido, y por lo menos cristiano viejo: cuyo sentimiento enterneció algo a su amo, pero no tanto que mostrase flaqueza alguna, antes, disimulando lo mejor que pudo, comenzó a caminar hacia la parte por donde le pareció que el ruido del agua y del golpear venía.

Seguíale Sancho a pie, llevando, como tenía de costumbre, del cabestro a su jumento, perpetuo compañero de sus prósperas y adversas fortunas; y habiendo andado una buena pieza por entre aquellos castaños y árboles sombríos, dieron en un pradillo que al pie de unas altas peñas se hacía, de las cuales se precipitaba un grandísimo golpe de agua.

Al pie de las peñas estaban unas casas mal hechas, que más parecían ruinas de edificios que casas, de entre las cuales advirtieron que salía el ruido y estruendo de aquel golpear, que aún no cesaba. Alborotóse Rocinante con el estruendo del agua y de los golpes, y sosegándole Don Quijote, se fue llegándole poco a poco a las casas; encomendóse de todo corazón a su señora, suplicándole que en aquella temerosa jornada y empresa le favoreciese, y de camino se encomendaba también a Dios que no le olvidase. No se le quitaba Sancho del lado, el cual alargaba cuanto podía el cuello y la vista por entre las piernas de Rocinante, por ver si vería ya lo que tan suspenso y medroso le tenía.

Otros cien pasos serían los que anduvieron, cuando al doblar de una punta pareció descubierta y patente la misma causa, sin que pudiese ser otra, de aquel horrísono y para ellos espantable ruido, que tan suspensos y medrosos toda la noche les había tenido; y eran (si no lo has, ¡oh lector! por pesadumbre y enojo) seis mazos de batán que con sus alternativos golpes aquel estruendo formaban.

Cuando Don Quijote vió lo que era, enmudeció y pasmóse de arriba abajo. Miróle Sancho, y vió que tenía la cabeza inclinada sobre el pecho con muestras de estar corrido.

Miró también Don Quijote a Sancho, y vióle que tenía los carrillos hinchados, y la boca llena de risa, con evidentes señales de querer reventar con ella, y no pudo su melancolía tanto con él, que a la vista de Sancho pudiese dejar de reirse, y como vió Sancho que su amo había comenzado, soltó la presa de manera que tuvo necesidad de apretarse las hijadas con los puños por no reventar riendo. Cuatro veces sosegó, y otras tantas volvió a su risa con el mismo ímpetu que primero, de lo cual ya se daba al diablo Don Quijote, y más cuando le oyó decir como por modo de fisga: Has de saber, ¡oh Sancho amigo! que yo no nací por querer del cielo en esta nuestra edad del hierro para resucitar en ella la dorada o de oro; yo soy aquel para quien están guardados los peligros, las hazañas grandes, los valerosos fechos. Y por aquí fue repitiendo todas o las más razones que Don Quijote dijo la vez primera que oyeron los temerosos golpes.

Viendo, pues, Don Quijote que Sancho hacía burla dél, se corrió y enojo en tanta manera, que alzó el lanzón y le asentó dos palos, tales que si como los recibió en las espaldas los recibiera en la cabeza, quedara libre de pagarle el salario, si no fuera a sus herederos.

Viendo Sancho que sacaba tan malas veras de sus burlas, con temor de que su amo no pasase adelante en ellas, con mucha humildad le dijo: Sosiéguese vuestra merced, que por Dios que me burlo. Pues ¿por qué os burlais? No me burlo yo, respondió Don Quijote. Venid acá señor alegre: ¿paréceos a vos que como si estos fueron mazos de batán fueran otra peligrosa aventura, no había yo mostrado el ánimo que convenía para emprendella y acaballa? ¿Estoy yo obligado a dicha, siendo como soy caballero, a conocer y distinguir los sones, y saber cuáles son los de los batanes o no? Y más que podría ser, como es verdad, que no los he visto en mi vida, como vos los habréis visto, como villano ruin que sois, criado y nacido entre ellos; si no, haced vos que estos seis mazos se vuelvan en seis jayanes, y

Echádmelos a las barbas uno a uno, o todos juntos, y cuando yo no diere con todos patas arriba, haced de mí la burla que quisiéredes.

No haya más, señor mío, replicó Sancho, que yo confieso que he andado algo risueño en demasía; pero dígame vuestra merced, ahora que estamos en paz, así Dios le saque de todas las aventuras que le sucedieren tan sano y salvo como le ha sacado desta: ¿no ha sido cosa de reír, y lo es de contar, el gran miedo que hemos tenido? A lo menos el que yo tuve, que de vuestra merced ya yo sé que no lo conoce, ni sabe que es temor ni espanto.

No niego yo, respondió Don Quijote, que lo que nos ha sucedido no sea cosa digna de risa; pero no es digna de contarse, que no son todas las personas tan discretas que sepan poner en su punto las cosas.

A lo menos, respondió Sancho, supo vuestra merced poner en su punto el lanzón, apuntándome a la cabeza y dándome en las espaldas: gracias a Dios y a la diligencia que puse en ladearme; pero vaya que todo saldrá en la colada, que yo he oído decir: ese te quiere bien, que te hace llorar; y más, que suelen los principales señores tras una mala palabra que dicen a un criado darle luego las calzas, aunque no sé lo que suelen dar tras haberle dado de palos, si ya no es que los caballeros andantes dan tras palos ínsulas o reinos en tierra firme.

Tal podría correr el dado, dijo Don Quijote, que todo lo que dices viniese a ser verdad, y perdona lo pasado, pues eres discreto y sabes que los primeros movimientos no son en manos del hombre, y está advertido de aquí en adelante en una cosa, para que te abstengas y reportes en el hablar demasiado conmigo, que en cuántos libros de caballerías he leído, que son infinitos, jamás he hallado que ningún escudero hablase tanto con su señor como tú con el tuyo, y en verdad que lo tengo a gran falta tuya y mía: tuya, en que me estimas en poco; mía, en que no me dejo estimar en más: sí que Galadin, escudero de Amadís de Gaula, conde, fue de la Insula firme, y se le dél que siempre hablaba a su señor con la gorra en la mano, inclinada la cabeza y doblado el cuerpo more turquesco. Pues ¿qué diremos de Gasabal, escudero de don Galaor, que fue tan callado, que para declararnos la excelencia de su maravilloso silencio, sólo una vez se nombra su nombre en toda aquella tan grande como maravillosa historia? De todo lo que he dicho has de inferir, Sancho, que es menester hacer diferencia de amo a mozo, de señor a criado, y de caballero a escudero; así que desde hoy en adelante nos hemos de tratar con más respeto, sin darnos cordelejo, porque de cualquiera manera que yo me enoje con vos ha de ser mal para el cántaro. Las mercedes y beneficios que yo os he prometido llegarán a su tiempo, y si no llegaren, el salario a lo menos no se ha de perder, como ya os he dicho. Está bien cuanto vuestra merced dice, dijo Sancho; pero yo querría saber (por si acaso no llegase el tiempo de las mercedes, y fuese necesario acudir al de los salarios) cuánto ganaba un escudero de un caballero andante en aquellos tiempos, y si se concertaba por meses o por días, como peones de albañil.

No creo yo, respondió Don Quijote, que jamás los tales escuderos estuvieron a salario, sino a merced; y si yo ahora te le he señalado a ti en el testamento cerrado que dejé en mi casa, fue por lo que podía suceder, que aún no sé cómo prueba en estos tan calamitosos tiempos nuestros de la caballería, y no querría que por pocas cosas penase mi ánima en el otro mundo; porque quiero que sepas, Sancho, que en él no hay estado más peligroso que el de los aventureros. Así es verdad, dijo Sancho, pues sólo el ruido de los mazos de un batán pudo alborotar y desasosegar el corazón de un tan valeroso andante aventurero como es vuestra merced; más bien puede estar seguro que de aquí adelante no despliegue mis labios para hacer

donaire de las cosas de vuestra merced, si no fuere para honrarle como a mi amo y señor natural.

Desa manera, replicó Don Quijote, vivirás sobre la haz de la tierra, porque después de a los padres, a los amos se ha de respetar como si lo fuesen.  



Que trata de la alta aventura y rica ganancia
                                            del yelmo de Mambrino, con otras cosas
                                   sucedidas a nuestro invencible caballero

CAPITULO XXI

En esto, comenzó a llover un poco, y quisiera Sancho que se entraran en el molino de los batanes; mas habíales cobrado tal aborrecimiento don Quijote por la pasada burla, que en ninguna manera quiso entrar dentro; y así, torciendo el camino a la derecha mano, dieron en otro como el que habían llevado el día de antes. De allí a poco descubrió don Quijote un hombre a caballo, que traía en la cabeza una cosa que relumbraba como si fuera de oro, y aun él apenas le hubo visto, cuando se volvió a Sancho y le dijo:
-Paréceme, Sancho, que no hay refrán que no sea verdadero, porque todos son sentencias sacadas de la mesma experiencia, madre de las ciencias todas, especialmente aquel que dice: «Donde una puerta se cierra, otra se abre.» Dígolo, porque si anoche nos cerró la ventura la puerta de la que buscábamos, engañándonos con los batanes, ahora nos abre de par en par otra, para otra mejor y más cierta aventura, que si yo no acertare a entrar por ella, mía será la culpa, sin que la pueda dar a la poca noticia de batanes ni a la oscuridad de la noche; digo esto, porque, si no me engaño, hacia nosotros viene uno que trae en su cabeza puesto el yelmo de Mambrino, sobre que yo hice el juramento que sabes.
-Mire vuestra merced bien lo que dice, y mejor lo que hace -dijo Sancho-; que no querría que fuesen otros batanes que nos acabasen de batanar y aporrear el sentido.
-Válate al diablo por hombre -replicó don Quijote-; ¿qué va de yelmo o batanes?
-No sé nada -respondió Sancho-; mas, a fe que si yo pudiera hablar tanto como solía, que quizá diera tales razones, que vuestra merced viera que se engañaba en lo que dice.
-¿Cómo me puedo engañar en lo que digo, traidor escrupuloso? -dijo don Quijote-; dime, ¿no ves aquel caballero que hacia nosotros viene, sobre un caballo rucio rodado, que trae puesto en la cabeza un yelmo de oro?
-Lo que veo y columbro -respondió Sancho- no es sino un hombre sobre un asno, pardo como el mío, que trae sobre la cabeza una cosa que relumbra.
-Pues ése es el yelmo de Mambrino -dijo don Quijote-. Apártate a una parte y déjame con él a solas; verás cuán sin hablar palabra, por ahorrar del tiempo, concluyo esta aventura, y queda por mío el yelmo que tanto he deseado.
-Yo me tengo en cuidado el apartarme -replicó Sancho-; mas quiera Dios, torno a decir, que orégano sea y no batanes.
-Ya os he dicho, hermano, que no me mentéis, ni por pienso, más eso de lds batanes -dijo don Quijote-; que voto..., y no digo más, que os batanee el alma.
Calló Sancho, con temor que su amo no cumpliese el voto, que le había echado redondo como una bola.
Es, pues, el caso que el yelmo, y el caballo y caballero que don Quijote veía, era esto: que en aquel contorno había dos lugares, el uno tan pequeño, que ni tenía botica ni barbero, y el otro, que estaba junto a él, sí; y así, el barbero del mayor servía al menor, en el cual tuvo necesidad un enfermo de sangrarse, y otro de hacerse la barba, para lo cual venía el barbero y traía una bacía de azófar; y quiso la suerte que, al tiempo que venía, comenzó a llover, y porque no se le manchase el sombrero, que debía de ser nuevo, se puso la bacía sobre la cabeza; y, como estaba limpia, desde media legua relumbraba. Venía sobre un asno pardo, como Sancho dijo, y ésta fue la ocasión que a don Quijote  lepareció caballo rucio rodado, y caballero, y yelmo de oro; que todas las cosas que veía con mucha

76

Don Quijote de la Mancha                                                                   Parte I
Miguel de Cevantes

facilidad las acomodaba a sus desvariadas caballerías y malandantes pensamientos; y cuando él vio que el pobre caballero llegaba cerca, sin ponerse con él en razones, a todo correr de Rocinante le enristró con el lanzón bajo, llevando intención de pasarle de parte a parte; más cuando a él llegaba, sin detener la furia de su carrera, le dijo:
-Defiéndete, cautiva criatura, o entrégame de tu voluntad lo que con tanta razón se me debe.
El barbero, que, tan sin pensarlo ni temerlo, vio venir aquella fantasma sobre sí, no tuvo otro remedio, para poder guardarse del golpe de la lanza, si no fue el dejarse caer del asno abajo; y no hubo tocado al suelo, cuando se levantó más ligero que un gamo y comenzó a correr por aquel llano, que no le alcanzara el viento. Dejóse la bacía en el suelo, con la cual se contentó don Quijote, y dijo que el pagano había andado discreto, y que había imitado al castor, el cual viéndose acosado de los cazadores, se taraza y corta con los dientes aquello por lo que él, por distinto natural, sabe que es perseguido. Mandó a Sancho que alzase el yelmo, el cual, tomándole en las manos, dijo:
-Por Dios que la bacía es buena, y que vale un real de a ocho como un maravedí.
Y dándosela a su amo, se la puso luego en la cabeza, rodeándola a una parte y a otra, buscándole el encaje; y como no se le hallaba, dijo:
-Sin duda que el pagano, a cuya medida se forjó primero esta famosa celada, debía de tener grandísima cabeza, y lo peor dello es que le falta la mitad.
Cuando Sancho oyó llamar a la bacía celada, no pudo tener la risa; más vínosele a las mientes la cólera de su amo, y calló en la mitad de ella.
-¿De qué te ríes, Sancho? -dijo don Quijote.
-Ríome -respondió él- de considerar la gran cabeza que tenía el pagano dueño deste almete, que no semeja sino una bacía de barbero pintiparada.
-¿Sabes qué imagino, Sancho? Que esta famosa pieza deste encantado yelmo, por algún extraño accidente debió de venir a manos de quien no supo conocer ni estimar su valor, y, sin saber lo que hacía, viéndola de oro purísimo, debió de fundir la otra mitad para aprovecharse del precio, y de la otra mitad hizo ésta, que parece bacía de barbero, como tú dices. Pero, sea lo que fuere, que para mí que la conozco no hace al caso su transmutación; que yo la aderezaré en el primer lugar donde haya herrero, y de suerte que no le haga ventaja, ni aun le llegue, la que hizo y forjó el dios de las herrerías para el dios de las batallas; y en este entretanto la traeré como pudiere, que más vale algo que no nada; cuanto más que bien será bastante para defenderme de alguna pedrada.
--Eso será -dijo Sancho- si no se tira con honda, como se tiraron en la pelea de los dos ejércitos, cuando le santiguaron a vuestra merced las muelas y le rompieron el alcuza donde venía aquel benditísimo brebaje que me hizo vomitar las asaduras.
-No me da mucha pena el haberle perdido; que ya sabes tú, Sancho -dijo don Quijote-, que yo tengo la receta en la memoria.
-También la tengo yo -respondió Sancho-; pero si yo le hiciere ni le probare más en mi vida, aquí sea mi hora; cuanto más, que no pienso ponerme en ocasión de haberle menester, porque pienso guardarme con todos mis cinco sentidos de ser ferido ni de ferir a nadie. De lo de ser otra vez, manteado, no digo nada, que semejantes desgracias mal se pueden prevenir, y si vienen, no hay que hacer otra cosa sino encoger los hombros, detener el aliento, cerrar los ojos y dejarse i.~ por donde la suerte y la manta nos llevare.
-Mal cristiano eres, Sancho --dijo, oyendo esto, don Quijote-, porque nunca olvidas la injuria que una vez te han hecho; pues sábete que es de pechos nobles y generosos no hacer caso de niñerías. ¿Qué pie sacaste cojo, qué costilla quebrada, qué cabeza rota, para que no se te olvide aquella burla? Que, bien apurada la cosa, burla fue y pasatiempo; que, a no entenderlo yo ansí, ya yo hubiera vuelto allá, y hubiera hecho en tu venganza más daño que el que hicieron los griegos por la robada Elena, la cual, si fuera en este tiempo, o mi Dulcinea fuera en aquél, pudiera estar segura que no tuviera tanta
fama de hermosa como tiene.
Y aquí dio un sospiro, y le puso en las nubes. Y dijo Sancho:
-Por burlas, pues la vengaza no puede pasar en veras; pero yo sé de qué calidad fueron las veras y las burlas, y sé también que no se me caerán de la memoria, como nunca se quitarán de las espaldas. Pero, dejando esto aparte, dígame vuestra merced qué haremos deste caballo rucio rodado que parece asno pardo, que dejó aquí desamparado aquel Martirio que vuestra merced derribó; que, según él puso los pies en polvorosa y cogió las de Villadiego, no lleva pergenio de volver por él jamás; y ¡para mis barbas, si no es bueno el rucio!
-Nunca yo acostumbro --dijo don Quijote- despojar a los que venzo, ni es uso de caballería quitarles los caballos y dejarlos a pie, si ya no fuese que el vencedor hubiese perdido en la pendencia el suyo; que, en tal caso, lícito es tornar el del vencido, como ganarlo en guerra lícita; así que, Sancho, deja ese caballo o asno, o lo que tú quisieres que sea; que como su dueño nos vea alongados de aquí, volverá por él.


77

Don Quijote de la Mancha                                                                   Parte I
Miguel de Cevantes

-Dios sabe si quisiera llevarle -replicó Sancho-, o, por lo menos, trocalle con este mío, que no me parece tan bueno; verdaderamente que son estrechas las leyes de caballería, pues no se extienden a dejar trocar un asno por otro; y querría saber si podría trocar los aparejos siquiera.
- En eso no estoy muy cierto -respondió don Quijote-; y en caso de duda, hasta estar mejor informado, digo que los trueques, si es que tienes dellos necesidad extrema.
-Tan extrema es -respondió Sancho-, que si fueran para mí misma persona no los hubiera menester más.
Y luego, habilitado con aquella licencia, hizo mutatio caparum, y puso su jumento a las mil lindezas, dejándole mejorado en tercio y quinto.
Hecho esto, almorzaron de las sobras del real que del acémila despojaron, bebieron del agua del arroyo de los batanes, sin volver la cara a mirallos, tal era el aborrecimiento que les tenían por el ruedo en que les habían puesto.
Cortada la cólera y aun la malenconía, subieron a caballo, y sin tomar determinado camino (por ser muy de caballeros andantes el no tomar ninguno cierto), se pusieron a caminar por donde la voluntad de Rocinante quiso, que se llevaba tras sí la de su amo, y aun la del asno, que siempre le seguía por dondequiera que guiaba, en buen amor y compañía. Con todo esto, volvieron al camino real, y siguieron por él a la ventura, sin otro designio alguno.
Yendo, pues así caminando, dijo Sancho a su atrio:
-Señor, quiere vuestra merced darme licencia que departa un poco con él? Que después que me puso aquel áspero mandamiento del silencio, se me han podrido más de cuatro cosas en, el estómago, y una sola que ahora tengo en el pico de la lengua no querría que se malograse.
-Dila -dijo don Quijote-, y sé breve en tus razonamientos; que ninguno hay gustoso si es largo.
-Digo, pues, señor -respondió Sancho-, que de algunos días a esta parte he considerado cuán poco se gana y granjea de andar buscando estas aventuras que vuestra merced busca por estos desiertos y encrucijadas de caminos, donde, ya que se venzan y acaben las más peligrosas, no hay quien las vea ni sepa, y así, se han de quedar en perpetuo silencio y en perjuicio de la intención de vuestra merced y de lo que ellas merecen. Y así, me parece que sería mejor, salvo el mejor parecer de vuestra merced, que nos fuésemos a servir a algún emperador o a otro príncipe grande que renga alguna guerra, en cuyo servicio vuestra merced muestre el valor de su persona, sus grandes fuerzas y mayor entendimiento; que, visto esto del señor a quien sirviéremos, por fuerza nos ha de remunerar a cada cual según sus méritos, y allí no faltará quien ponga en escrito las hazañas de vuestra merced, para perpetua memoria. De las mías no digo nada, pues no han de salir de los límites escuderiles; aunque sé decir que, si se usa en la caballería escribir hazañas de escuderos, que no pienso que se han de quedar las mías entre renglones.
-No dices mal, Sancho -respondió don Quijote-; mas, antes que se llegue a ese término, es menester andar por el mundo como en aprobación, buscando las aventuras, para que, acabando algunas, se cobre nombre y fama tal, que cuando se fuere a la corte de algún monarca, ya sea el caballero conocido por su obras; y que, apenas le hayan visto entrar los muchachos por la puerta de la ciudad, cuando todos le sigan y rodeen, dando voces, diciendo: «Éste es el caballero del Sol, o de la Sierpe, o de otra insignia alguna, debajo de la cual hubiere acabado grandes hazañas. Este es -dirán- el que venció en singular batalla al gigantazo Brocabruno de la Gran Fuerza; el que desencantó al Gran
Mameluco de Persia del largo encantamento en que había estado casi novecientos años.» Así que, de mano en mano, irán pregonando tus hechos; y luego, al alboroto de los muchachos y de la demás gente, se parará a las fenestras de su real palacio el rey de aquel reino, y así como vea al caballero, conociéndole por las armas o por la empresa del escudo, forzosamente ha de decir: «¡Ea, sus! ¡Salgan mis caballeros, cuantos en mi corte están, a recebir a la flor de la caballería que allí viene»; a cuyo mandamiento saldrán todos, y él llegará hasta la mitad de la escalera, y le abrazará estrechísimamente, y le dará paz besándole en el rostro, y luego le llevará por la mano al aposento de la señora reina, adonde el caballero la hallará con la infanta, su hija, que ha de ser una de las más fermosas y acabadas doncellas que en gran parte de lo descubierto de la tierra a duras penas se pueda hallar. Sucederá tras esto, luego en continente, que ella ponga los ojos en el caballero, y él en los della, y cada uno parezca al otro cosa más divina que humana, v, sin saber cómo ni cómo no, han de quedar presos y enlazados en la intricable red amorosa, y con gran cuita en sus corazones, por no saber cómo se han de fablar para descubrir sus arisias y sentimientos. Desde allí le llevarán, sin duda, a algún cuarto del palacio, ricamente aderezado, donde habiéndole quitado las armas, fe traerán un rico manto de escarlata con que se cubra; y si bien pareció armado, tan bien y mejor ha de parecer en farseto. Venida la noche, cenará con el rey, reina e infanta, donde nunca quitará los ojos della, mirándola a furto de los circunstantes, y ella hará lo mesmo y con la merma sagacidad, porque, como tengo dicho, es muy discreta doncella. Levantarse han las tablas, y entrará a deshora por la puerta de la sala un feo y pequeño enano, con una fermosa dueña que, entre dos gigantes, detrás del enano, viene con cierta aventura hecha por un antiquísimo sabio, que el que la acabare será tenido

78

Don Quijote de la Mancha                                                                   Parte I
Miguel de Cevantes

por el mejor caballero del mundo. Mandará luego el rey que todos los que están presentes la pruebe, y ninguno le dará fin y cima sino el caballero huésped, en mucho pro de su fama, de lo cual quedará contentísima la infanta, y se tendrá por contenta y pagada, además, por haber puesto y colocado sus pensamientos en tan alta parte. Y lo bueno es que este rey, o príncipe, o lo que es, tiene una muy reñida guerra con otro tan poderoso como él, y el caballero huésped le pide, al cabo de algunos días que ha estado en su corte, licencia para ir a servirle en aquella guerra dicha. Darásela el rey de muy buen talante, y el caballero le besará cortésmente las manos por la merced que le face; y aquella noche se despedirá de su señora la infanta por las rejas de un jardín, que cae en el aposento donde ella duerme, por las cuales ya otras muchas veces la había fablado, siendo medianera y sabidora de todo una doncella de quien la infanta mucho se fiaba. Sospirará él, desmayaráse ella, traerá agua la doncella, acuitaráse mucho, porque viene la mañana, y no querría que fuesen descubiertos, por la honra de su señora; finalmente, la infanta volverá en sí, y dará su blancas manos por la reja al caballero, el cual se las besará mil y mil veces, y se las bañará en lágrimas; quedará concertado entre los dos del modo que se han de hacer saber sus buenos o malos sucesos, y rogárale la princesa que se detenga lo menos que pudiere; prometérselo a él con muchos juramentos; tórnale a besar las manos, y despídese con tanto sentimiento, que estará poco por acabar la vida. Vase desde allí a su aposento, échase sobre su lecho, no puede dormir del dolor de la partida, madruga muy de mañana, vase a despedir del rey y de la reina y de la infanta; dícenle, habiéndose despedido de los dos, que la señora infanta está mal dispuesta, y que no puede recebir visita; piensa el caballero que es de penar de su partida, traspásasele el corazón, y falta poco de no dar indicio manifiesto de su pena. Está la doncella medianera delante, halo de notar todo, véselo a decir a su señora, la cual la recebe con lágrimas, y le dice que una de las mayores penas que tiene es no saber quién sea su caballero, y si es de linaje de reyes o no; asegúrala la doncella que no puede caber tanta cortesía, gentileza y valentía como la de su caballero sino en sujeto real y grave; consuélase con esto la cuitada, y procura consolarse, por no dar mal indicio de sí a sus padres, y a cabo de dos días sale en público. Ya se es ido el caballero; pelea en la guerra, vence al enemigo del rey, gana muchas ciudades, triunfa de muchas batallas, vuelve a la corte, ve a su señora por donde suele, conciértase que la pida a su padre por mujer, en pago de sus servicios. No se la quiere dar el rey; porque no sabe quién es; pero, con todo esto, o robada, o de otra cualquier suerte que sea, la infanta viene a ser su esposa, y su padre lo viene a tener a gran ventura, porque se vino a averiguar que el tal caballero es hijo de un valeroso rey de no sé qué reino, porque creo que no debe de estar en el mapa. Muérese el padre, hereda la infanta, queda rey el caballero en dos palabras. Aquí entra luego el hacer mercedes a su escudero y a todos aquellos que le ayudaron asubir a tan alto estado: casa a su escudero con una doncella de la infanta, que será, sin duda, la que fue tercera en sus amores, que es hija de un duque muy principal.
-Eso pido, y barras derechas -dijo Sancho-: a eso me atengo, porque todo, al pie de la letra., ha de suceder por vuestra merced, llamándose el Caballero de la Triste Figura.
-No lo dudes, Sancho -replicó don Quijote-, porque del mesmo modo y por los mesmos pasos que esto he contado, suben y han subido los caballeros andantes a ser reyes y emperadores; sólo falta agora mirar qué rey de los cristianos o de los paganos tenga guerra y tenga hija hermosa; pero tiempo habrá para pensar esto, pues, como te tengo dicho, primero se ha de cobrar fama por otras partes que se acuda a la corte. También me falta otra cosa: que, puesto caso que se halle rey con guerra y con hija hermosa, y que yo haya cobrado fama increíble por todo el universo, no sé yo cómo se podía hallar que yo sea de linaje de reyes, o, por lo menos, primo segundo de emperador; porque no me querrá el rey dar a su hija por mujer, si no está primero muy enterado en esto, aunque más lo merezcan mis famosos hechos; así que, por esta falta, temo perder lo que mi brazo tiene bien merecido. Bien es verdad que yo soy hijodalgo de solar conocido, de posesión y propiedad, y de devengar quinientos sueldos, y podría ser que el sabio que escribiese mi historia deslindase de tal manera mi parentela y decendencia, que me hallase quinto o sexto nieto de rey. Porque te hago saber, Sancho, que hay dos maneras de linajes en el mundo: unos que traen y derivan su decendencia de príncipes y monarcas, a quien poco a poco el tiempo ha deshecho, y han acabado en punta, como pirámide puesta al revés; otros tuvieron principio de gente baja, y van subiendo de grado en grado hasta llegar a ser grandes señores. De manera que está la diferencia en que unos fueron, que ya no son, y otros son, que ya no fueron, y podría ser yo déstos, que, después de averiguado, hubiese sido mi principio grande y famoso, con lo cual se debía de contentar el rey mi suegro, que hubiere de ser. Y cuando no, la infanta me ha de querer de manera que, a pesar de su padre, aunque claramente sepa que soy hijo de un azacán, me ha de admitir por señor y por esposo; y si no, aquí entra el roballa y llevalla donde más gusto me diere, que el tiempo o la muerte ha de acabar el enojo de sus padres.
-Ahí entra bien también -dijo Sancho- lo que algunos desalmados dicen: «No pidas de grado lo que puedes tomar por la fuerza»; aunque mejor cuadra decir: «Más vale salto de mata que ruego de hombres buenos.» dígolo porque si el señor rey, suegro de vuestra merced, no se quisiere domeñar a entregalle a mi señora la infanta, no hay sino, como vuestra merced dice, roballa y trasponel1a; pero

79

Don Quijote de la Mancha                                                                   Parte I
Miguel de Cevantes

está el daño que en tanto que se hagan las paces y se goce pacíficamente del reino, el pobre escudero se podrá estar a diente en esto de las mercedes; si ya no es que la doncella tercera, que ha de ser su mujer, se sale con la infanta y él pasa con ella su mala ventura, hasta que el cielo ordene otra cosa; porque bien podrá, creo yo, desde luego dársela su señor por legítima esposa.
-Eso no hay quien lo quite -dijo don Quijote.
-Pues como eso sea -respondió Sancho-, no hay sino encomendarnos a Dios, y dejar correr la suerte por donde mejor lo encaminare.
-Hágalo Dios -respondió don Quijote- como yo deseo y tú, Sancho, has menester, y ruin sea quien por ruin se tiene.
-Sea por Dios -dijo Sancho-; que yo cristiano viejo soy, y para ser conde esto me basta.
-Y aun te sobra -dijo don Quijote-; y cuando no lo fueras, no hacía nada al caso; porque, siendo yo el rey, bien te puedo dar nobleza sin que la compres ni me sirvas con nada. Porque en haciéndote conde, cátate ahí caballero, y digan lo que dijeren; que a buena fe que te han de llamar señoría, mal que les pese.
-Y ¡montas, que no sabría yo autorizar el litado! -dijo Sancho.
-Dictado has de decir, que no litado -dijo su amo.
-Sea ansí -respondió Sancho Panza-; digo que le sabría bien acomodar, porque por vida mía que un tiempo fui muñidor de una cofradía, y que me asentaba tan bien la ropa de muñidor, que decían todos que tenía presencia para poder ser prioste de la merma cofradía. Pues ¿qué será cuando me ponga un ropón ducal a cuestas, o me vista de oro y de perlas a uso de conde extranjero? Para mí tengo que me han de venir a ver de cien leguas.
-Bien parecerás -dijo don Quijote-, pero será menester que te rapes las barbas a menudo; que, según las tienes de espesas, aborrascadas y mal puestas, si no te las rapas a navaja cada dos días, por lo menos, a tiro de escopeta se echará de ver lo que eres.
-¿Qué hay más -dijo Sancho-, sino tornar un barbero y tenelle asalariado en casa? Y aun, si fuere menester, le haré que ande tras mí como caballerizo de grande.
-Pues ¿cómo sabes tú -preguntó don Quijote- que los grandes llevan detrás de sí a sus caballerizos?
-Yo se lo diré -respondió Sancho-; los años pasados estuve un mes en la corte, y allí vi que, paseándose un, señor muy pequeño, que decían que era muy grande, un hombre le seguía a caballo a todas las vueltas que daba, que no parecía sino que era su rabo. Pregunté que cómo aquel hombre no se juntaba con el otro, sino que siempre andaba tras del; respondiéronme que era su caballerizo, y que era uso de grandes llevar tras de sí a los tales; desde entonces lo sé tan bien, que nunca se me ha olvidado.
-Digo que tienes razón -dijo don Quijote-, y que así puedes tú llevar a tu barbero; que los usos no vinieron todos juntos, ni se inventaron a una, y puedes ser tú el primero conde que lleve tras sí su barbero; y aun es de más confianza el hacer la barba que ensillar un caballo.
-Quédese eso del barbero a mi cargo -dijo Sancho-, y al de vuestra merced se quede el procurar venir a ser rey y el hacerrne conde
-Así será -respondió don Quijote.
Y alzando los ojos, vio lo que se dirá en el siguiente capítulo.
SIGIENTE PAGINA 80

De la libertad que dio don Quijote a muchos

                                                        desdichados que, mal de su grado, los

                                             llevaban donde no quisieran ir




Cuenta Cide Hamete Benengeli, autor arábigo y manchego, en esta gravísima, altisonante, mínima, dulce e imaginada historia, que después que entre el famoso don Quijote de la Mancha y Sancho Panza, su escudero, pasaron aquellas razones que en el fin del Capítulo veinte y uno quedan referidas, que don Quijote alzó los ojos y vio que por el camino que llevaba venían hasta doce hombres a pie, ensartados como cuentas en una gran cadena de hierro, por los cuellos, y todos con esposas a las manos. Venían asimesmo con ellos dos hombres de a caballo y dos de a pie.. Los de a caballo, con escopetas de rueda; y los de a pie con dardos y espadas; y que así como Sancho Panza los vido, dijo:



80



Don Quijote de la Mancha                                                                   Parte I

Miguel de Cevantes



-Ésta es cadena de galeotes, gente forzada del rey, que va a las galeras.

-¿Cómo gente forzada? -preguntó don Quijote-. ¿Es posible que el rey haga fuerza a ninguna gente?

-No digo eso -respondió Sancho-, sino que es gente que por sus delitos va condenada a servir al rey en las galeras, de por fuerza.

-En resolución -replicó don Quijote-, como quiera que ello sea, esta gente, aunque los llevan, van de por fuerza, y no de su voluntad.

-Así es -dijo Sancho.
-Pues desea manera -dijo su amo-, aquí encaja la ejecución de mi oficio: deshacer fuerzas y socorrer y acudir a los miserables.
-Advierta vuestra merced -dijo Sancho-, que la justicia, que es el mismo rey, no hace fuerza ni agravio a semejante gente, sino que los castiga en pena de sus delitos.
Llegó, en esto, la cadena de los galeotes, y don Quijote, con muy corteses razones, pidió a los que iban en su guarda fuesen servidos de informarle y decirle la causa o causas por que llevaban aquella gente de aquella manera.
Una de las guardas de a caballo respondió que eran galeotes, gente de Su Majestad, que iba a galeras, y que no había más que decir, ni él tenía más que saber.
-Con todo eso -replicó don Quijote-, querría saber de cada uno delos en particular la causa de su desgracia.
Añadió a éstas otras tales y tan comedidas razones para moverlos a que le dijesen lo que deseaba, que la otra guarda de a caballo le dijo:
-Aunque llevamos aquí el registro y la fe de las sentencias de cada uno restos malaventurados, no es tiempo éste de detenernos a sacarlas ni a leerlas; vuestra merced llegue y se lo pregunte a ellos mismos, que ellos le dirán si quisieren, que sí querrán, porque es gente que recebe gusto de hacer y decir bellaquerías.
Con esta licencia, que don Quijote se tomara aunque no se la dieran, se llegó a la cadena, y al primero le preguntó que por qué pecados iba de tan mala guisa. Él respondió que por enamorado iba de aquella manera.
-¿Por eso no más? -replicó don Quijote-. Pues si por enamorados echan a galeras, días ha que pudiera yo estar bogando en ellas.
-No son los amores como los que vuestra merced piensa -dijo el galeote-, que los míos fueron que quise tanto a una canasta de colar, atestada de ropa blanca, que la abracé conmigo tan fuertemente, que a no quitármela la justicia por fuerza, aún hasta ahora no la hubiera dejado de mi voluntad. Fue en fragante, no hubo lugar de tormento; concluyóse la causa, acomodáronme las espaldas con ciento, y por añadidura tres precisos de gurapas, y acabóse la obra.
-¿Qué son gurapas? -preguntó don Quijote.
-Gurapas son galeras -respondió el galeote, el cual era un mozo de hasta edad de veinte y cuatro años, y dijo que era natural de Piedrahíta.
Lo mismo preguntó don Quijote al segundo, el cual no respondió palabra, según iba de triste y melancólico; mas respondió por él el primero, y dijo:
-Éste, señor, va por canario, digo, por músico y cantor.
-Pues ¿cómo? -repitió don Quijote-. ¿Por músicos y cantores van también a galeras?
-Sí, señor -respondió el galeote-, que no hay peor cosa que cantar en el ansia.
-Antes he yo oído decir -dijo don Quijote-, que quien canta, sus males espanta.
-Acá es al revés --dijo el galeote-, que quien canta una vez, llora toda la vida.
-No lo entiendo -dijo don Quijote. Más una de las guardas le dijo:
-Señor caballero, cantar en el ansia se dice entre esta gente non santa confesar en el tormento. A este pecador le dieron tormento y confesó su delito, que era ser cuatrero, que es ser ladrón de bestias, v por haber confesado le condenaron por seis año, a galeras, amén de doscientos azotes, que ya lleva en las espaldas; y va siempre pensativo y triste, porque los demás ladrones que allá quedan y aquí van le maltratan y aniquilan y escarnecen, y tienen en poco, porque confesó y no tuvo ánimo de decir nones;
.porque dicen ellos que tantas letras tiene un no como un sí, y que harta ventura tiene un delincuente que está en su lengua su vida o su muerte, y no en la de los testigos y probanzas; y para mí tengo que no van muy fuera de camino.
-Y yo lo entiendo ansí -respondió don Quijote.
El cual, pasando al tercero, preguntó lo que a. los otros; el cual, de presto y con mucho desenfado, respondió y dijo:
-Yo voy por cinco años a las señoras gurapas por faltarme diez ducados.
-Yo daré veinte de muy buena gana -dijo don Quijote--- por libraros desa pesadumbre.
-Eso me parece -respondió el galeote- como quien tiene dineros en mitad del golfo y se está muriendo de hambre, sin tener adonde comprar lo que ha menester; dígolo, porque si a su tiempo

81

Don Quijote de la Mancha                                                          Parte I
Miguel de Cevantes

tuviera yo esos veinte ducados que vuestra merced ahora me ofrece, hubiera untado con ellos la péndola del escribano y avivado el ingenio del procurador, de manera que hoy me viera en mitad de la plaza de Zoco Dover, de Toledo, y no en este camino, atraillado como galgo; pero Dios es grande: paciencia, y basta.
Pasó don Quijote al cuarto, que era un hombre de venerable rostro, con una barba blanca que le pasaba del pecho; el cual, oyéndose preguntar la causa por que allí venía, comenzó a llorar y no respondió palabra; más el quinto condenado le sirvió de lengua, y dijo:
-Este hombre honrado va por cuatro años a galeras, habiendo paseado las acostumbradas, vestido, en pompa y a caballo.
-Eso es -dijo Sancho Panza-, a lo que a mí me parece, haber salido a la, vergüenza.
-Así es -replicó el galeote-; y la culpa por que le dieron esta pena es por haber sido corredor de oreja, y aun de todo el cuerpo; en efecto, quiero decir que este caballero va por alcahuete, y por tener asimismo sus puntas y collar de hechicero.
-A no haberle añadido esas puntas y collar -dijo don Quijote-, por solamente el alcahuete limpio no merecía él ir a bogar en las galeras, sino a mandarlas y a ser general delas, porque no es así como quiera el oficio de alcahuete, que es oficio de discretos y necesarísimo en la república bien ordenada, y que no le debía ejercer sino gente muy bien nacida, y aun había de haber veedor y examinador de los tales, como le hay de los demás oficios, con número deputado y conocido, como corredores de lonja. Y esta manera se excusarían muchos males que se causan por andar este oficio y ejercicio entre gente idiota y de poco entendimiento, como son mujercillas de poco más o menos, pajecillos y trúhanes de pocos años y de poca experiencia, que a la más necesaria ocasión, y cuando es menester dar una traza que importe, se les yelan las migas entre la boca y la mano, y no saben cuál es su mano derecha. Quisiera pasar adelante y dar las razones por que convenía hacer elección de los que en la república habían de tener tan necesario oficio, pero no es el lugar acomodado pasa ello: algún día lo diré a quién lo pueda proveer y remediar. Sólo digo ahora que la pena que me ha causado ver estas blancas canas y este rostro venerable en tanta fatiga, por alcahuete, me la ha quitado el adjunto de ser hechicero; aunque bien sé que no hay hechizos en el mundo que puedan mover y forzar la voluntad, como algunos simples piensan; que es libre nuestro albedrío, y no hay yerba ni encanto que le fuerce. Lo que suelen hacer algunas mujercillas simples y algunos embusteros bellacos es algunas mixturas y venenos con que vuelven locos a los hombres, dando a entender que tienen fuerza para hacer querer bien, siendo, como digo, cosa imposible forzar la voluntad.
-Así es -dijo el buen viejo-; y, en verdad, señor, que en lo de hechicero que no tuve culpa; en lo de alcahuete, no lo pude negar; pero nunca pensé que hacía mal en ello, que toda mi intención era que todo el mundo se holgase y viviese en paz y quietud, sin pendencias ni penas; pero no me aprovechó nada este buen deseo para dejar de ir adonde no espero volver, según me cargan los años y un mal de orina que llevo, que no me deja reposar un rato.
Y aquí tornó a su llanto como de primero y tú vole Sancho tanta compasión, que sacó un real de a cuatro del seno y se lo dio de limosna.
Pasó adelante don Quijote, y preguntó a otro su delito, el cual respondió con no menos, sino con mucha más gallardía que el pasado:
-Yo voy aquí porque me burlé demasiadamente con dos primas hermanas mías, y con otras dos hermanas que no lo eran mías; finalmente, tanto me burlé con todas, que resultó de la burla crecer la parentela tan intricadamente, que no hay diablo que la declare. Probóseme todo, faltó favor, no tuve dineros, víame a pique de perder los tragaderos, sentenciáronme a galeras por seis años, consentí; castigo es de mi culpa; mozo soy: dure la vida, que con ella todo se alcanza. Si vuestra merced, señor caballero, lleva alguna cosa con que socorrer a estos pobretes, Dios se lo pagará en el cielo, y nosotros tendremos en la tierra cuidado de rogar a Dios en nuestras oraciones por la vida y salud de vuestra merced, que sea tan larga y tan buena como su buena presencia merece.
Éste iba en hábito de estudiante, y dijo una de las guardas que era muy grande hablador y muy gentil latino.
Tras todos éstos venía un hombre de muy buen parecer, de edad de treinta años, sino que al mirar metía el un ojo en el otro un poco. Venía diferentemente atado que los demás, porque traía una cadena al pie, tan grande, que se la liaba por todo el cuerpo, y dos argollas a la garganta, la una en la cadena, y la otra de las que llaman guarda amigo o pie de amigo, de la cual descendían dos hierros que llegaban a la cintura, en los cuales se asían dos esposas, donde llevaba las manos cerradas con un grueso candado, de manera que ni con las manos podía llegar a la boca, ni podía bajar la cabeza a llegar a las manos. Preguntó don Quijote que cómo iba aquel hombre con tantas prisiones más que los otros. Respondióle la guarda porque tenía aquel solo más delitos que todos los otros juntos, y que era tan atrevido y tan grande bellaco, que, aunque le llevaban de aquella manera, no iban seguros del, sino que temían que se les había de huir.

82

Don Quijote de la Mancha                                                                   Parte I
Miguel de Cevantes

-¿Qué delitos puede tener -dijo don Quijote-, si no han merecido más pena que echarle a las galeras?
-Va por diez años -replicó la guarda-, que es como muerte cevil; no se quiera saber más sino que este buen hombre es el famoso Ginés de Pasamente, que por otro nombre llaman Ginesillo de Parapilla.
-Señor comisario -dijo entonces el galeote-, váyase poco a poco, y no andemos ahora a deslindar nombres y sobrenombres. Ginés me llamo y no Ginesillo, y Pasamonte es mi alcurnia y no Parapilla como viajé dice; y cada uno se dé una vuelta a la redonda, y no hará poco.
-Hable con menos tono -replicó el comisario-, señor ladrón de más de la marca, si no quiere que le haga callar, mal que le pese.
-Bien parece -respondió el galeote- que va el hombre como Dios es servido; pero algún día sabrá alguno si me llamo Ginesillo de Parapilla o no.
-Pues ¿no te llaman ansí, embustero? -dijo la guarda.
-Sí llaman -respondió Ginés-; más yo haré que no me lo llamen, o me las pelaría donde yo digo entre mis dientes. Señor caballero, si tiene algo que darnos, dénoslo ya, y vaya con Dios; que ya enfada con tanto querer saber vidas ajenas; y si la mía quiere saber, sepa que yo soy Ginés de Pasamonte, cuya vida está escrita por estos pulgares.
-Dice verdad -dijo el comisario-; que él mesmo ha escrito su historia, que no hay más, y deja empeñado el libro en la cárcel en docientos reales.
-Y lo pienso quitar -dijo Ginés- si quedara en docientos ducados.
-¿Tan bueno es? -dijo don Quijote.
-Es tan bueno -respondió Ginés-, que mal año para Lazarillo de Tormes y para todos cuantos de aquel género se han escrito o escribieren; lo que le sé decir a viajé es que trata verdades, y que son verdades tan lindas y tan donosas, que no pueden haber mentiras que se le igualen.
-¿Y cómo se intitula el libro? -preguntó don Quijote.
-La vida de Ginés de Pasamonte -respondió el mesmo.
-¿Y está acabado? -preguntó don Quijote.
-¿Cómo puede estar acabado -respondió él-, si aún no está acabada mi vida? Lo que está escrito es desde mi nacimiento hasta el punto que esta última vez me han echado en galeras.
-¿Luego otra vez habéis estado en ellas? -dijo don Quijote.
-Para servir a Dios y al Rey, otra vez he estado cuatro años, y ya sé a qué sabe el bizcocho y el corbacho -respondió Ginés-, y no me pesa mucho de ir a ellas, porque allí tendré lugar de acabar mi libro, que me quedan muchas cosas que decir, y en las galeras de España hay más sosiego de aquel que sería menester, aunque no es menester mucho más para lo que yo tengo de escribir, porque me lo sé de coro.
-Hábil pareces -dijo don Quijote.
-Y desdichado -respondió Ginés-; porque siempre las desdichas persiguen al buen ingenio.
-Persiguen a los bellacos -dijo el comisario.
-Ya le he dicho, señor comisario -respondió Pasamonte-, que se vaya poco a poco; que aquellos señores no le dieron esa vara para que maltratase a los pobretes que aquí vamos, sino para que nos guiase y llevase adonde Su Majestad manda; si no, ¡por vida, de..., basta!, que podría ser que saliesen algún día en la colada las manchas que se hicieron en la venta; y todo el mundo calle, y viva bien, y hable mejor, y caminemos, que ya es mucho regodeo éste.
Alzó la vara en alto el comisario para dar a Pasamonte, en respuesta de sus amenazas; más don Quijote se puso en medio, y le rogó que no le maltratase, pues no era mucho que quien llevaba tan atadas las manos tuviese algún tanto suelta la lengua; y volviéndose a todos los de la cadena, dijo:
-De todo cuanto me habéis dicho, hermanos carísimos, he sacado en limpio que, aunque os han castigado por vuestras culpas, las penas que vais a padecer no os dan mucho gusto, y que vais a ellas muy de mala gana, y muy contra vuestra voluntad; y que podría ser que el poco ánimo que aquél tuvo en el tormento, la falta de dineros déste, el poco favor del otro, y finalmente, el torcido juicio del juez, hubiese sido causa de vuestra perdición, y de no haber salido con la justicia que de vuestra parte
teníades; todo lo cual se me representa a mí ahora en la memoria, de manera que me está diciendo, persuadiendo y aun forzando, que muestre con vosotros el efecto para que el Cielo me arrojó al mundo, y me hizo profesar en él la orden de caballería que profeso, y el voto que en ella hice de favorecer a los menesterosos y opresos de los mayores, Pero, porque sé que una de las partes de la prudencia es que lo que se puede hacer por bien no se haga por mal, quiero rogar a estos señores guardianes y comisario sean servidos de desataros y dejaros ir en paz; que no faltarán otros que sirvan al rey en mejores ocasiones, porque me parece duro caso hacer esclavos a los que Dios y naturaleza hizo libres; cuanto más, señores guardas -añadió don Quijote-, que estos pobres no han cometido nada contra vosotros; allá se lo haya cada uno con su pecado; Dios hay en el cielo, que no se descuida de castigar al malo, ni de premiar al bueno, y no es bien que los hombres honrados sean verdugos de los otro 

Don Quijote de la Mancha                                                                   Parte I
Miguel de Cevantes

hombres, no yéndoles nada en ello. Pido esto con esta mansedumbre y sosiego, porque tenga, si lo cumplís, algo que agradeceros; y cuando de grado no lo hagáis, esta lanza y esta espada, con el valor de mi brazo, harán que lo hagáis por fuerza.
-Donosa majadería -respondió el comisario-; ¡bueno está el donaire con que ha salido a cabo de rato! ¡Los forzados del rey quiere que le dejemos, como si tuviéramos autoridad para soltarlos, o él la tuviera para mandárnoslo! Váyase vuestra merced, señor, norabuena su camino adelante, y enderécese ese bacín que trae en la cabeza, y no ande buscando tres pies al gato.
-¡Vos sois el gato, y el rato, y el bellaco! -respondió don Quijote.
Y, diciendo y haciendo, arremetió con él tan presto, que, sin que tuviese lugar de ponerse en defensa, dio con él en el suelo, malherido de una lanzada; y avínole bien, que éste era el de la escopeta. Las demás guardas quedaron atónitas y suspensas del no esperado acontecimiento; pero, volviendo sobre sí, pusieron mano a sus espadas los de a caballo, y los de a pie a sus dardos, y arremetieron a don Quijote, que con mucho sosiego los aguardaba; y sin duda lo pasara mal, si los galeotes, viendo la ocasión que se les ofrecía de alcanzar libertad, no la procuraran, procurando romper la cadena donde venían ensartados. Fue la revuelta de manera que las guardas, ya por acudir a los galeotes que se desataban, ya por acometer a don Quijote, que los acometía, no hicieron cosa que fuese de provecho.
Ayudó Sancho, por su parte, a la soltura de Ginés de Pasamonte, que fue el primero que saltó en la campaña libre y desembarazado, y arremetiendo al comisario caído, le quitó la espada y la escopeta, con la cual, apuntando al uno y señalando al otro, sin disparalla jamás, no quedó guarda en todo el campo, porque se fueron huyendo, así de la escopeta de Pasamonte como de las muchas pedradas que los ya sueltos galeotes les tiraban.
Entristeciese mucho Sancho deste suceso, porque se le representó que los que iban huyendo habían de dar noticia del caso a la Santa Hermandad, la cual, a campana herida, saldría a buscar los delincuentes, y así se lo dijo a su amo, y le rogó que luego de allí se partiesen, y se emboscasen en la sierra que estaba cerca.
-Bien está eso -dijo don Quijote-, pero yo sé lo que ahora conviene que se haga.
Y llamando a todos los galeotes, que andaban alborotados y habían despojado al comisario hasta dejarle en cueros, se le pusieron todos' a la redonda para ver lo que les mandaba, y así les dijo:
-De gente bien nacida es agradecer los beneficios que receben, y uno de los pecados que más a Dios ofende es la ingratitud. Dígolo porque ya habéis visto, señores, con manifiesta experiencia, el que de mí habéis recebido; en pago del cual querría, y es mi voluntad, que, cargados desea cadena que quité de vuestros cuellos, luego os pongáis en camino y vais a la ciudad del Toboso, y allí os presentéis ante la señora Dulcinea del Toboso, y le digáis que su caballero, el de la Triste Figura, se le envía a encomendar, y le contéis punto por punto todos los que ha tenido esta famosa aventura, hasta poneros en la deseada libertad; y, hecho esto, os podréis ir donde quisiéredes a la buena ventura.
Respondió por todos Ginés de Pasamonte, y dijo:
-Lo que vuestra merced nos manda, señor y libertador nuestro, es imposible de toda imposibilidad cumplirlo, porque no podemos ir juntos por los caminos, sino solos y divididos, y cada uno por su parte, procurando meterse en las entrañas de la tierra, por no ser hallado de la Santa Hermandad, que, sin duda alguna, ha de salir en nuestra busca. Lo que vuestra merced puede hacer, y es justo que haga, es mudar ese servicio y montazgo de la señora Dulcinea del Toboso en alguna cantidad de avemarías y credos, que nosotros diremos por la intención de vuestra merced, y ésta es cosa que se podrá cumplir de noche y de día, huyendo o reposando, en paz o en guerra; pero pensar que hemos de volver ahora a las ollas de Egipto, digo, a tomar nuestra cadena y a ponernos en camino del Toboso, es pensar que es ahora de noche, que aún no son las diez del día, y es pedir a nosotros eso como pedir peras al olmo.
-Pues voto a tal -dijo don Quijote, ya puesto en cólera-, don hijo de la puta, don Ginesillo de Paropillo, o como os llaméis, que habéis de ir vos solo, rabo entre piernas, con toda la cadena a cuestas.
Pasamonte, que no era nada bien sufrido (estando ya enterado que don Quijote no era muy cuerdo, pues tal disparate había cometido como el de querer darles libertad), viéndose tratar de aquella manera, hizo del ojo a los compañeros, y apartándose aparte, comenzaron a llover tantas piedras sobre don Quijote, que no se daba manos a cubrirse con la rodela; y el pobre Rocinante no hacía más caso de la espuela que si fuera hecho de bronce. Sancho se puso tras su asno, y con él se defendía de la nube y pedrisco que sobre entrambos llovía. No se pudo escudar tan bien don Quijote, que no le acertasen no sé cuántos guijarros en el cuerpo, con tanta fuerza, que dieron con él en el suelo; y apenas hubo caído, cuando fue sobre él el estudiante y le quitó la bacía de la cabeza, y dile con ella tres o cuatro golpes en las espaldas y otros tantos en la tierra, con que la hizo casi pedazos; quitáronle una ropilla que traía sobre las armas, y las medias calzas le querían quitar, si las grebas no lo estorbaran. A Sancho le quitaron el gabán, y, dejándole en pelota, repartiendo entre sí los demás

84





Don Quijote de la Mancha                                                                   Parte I

Miguel de Cevantes


despojos de la batalla, se fueron cada uno por su parte, con más cuidado de escaparse de la Hermandad, que temían, que de cargarse de la cadena e ir a presentarse ante la señora Dulcinea del Toboso.

Solos quedaron jumento y Rocinante, Sancho y don Quijote. El jumento, cabizbajo y pensativo, sacudiendo de cuando en cuando las orejas, pensando que aún no había cesado la borrasca de las piedras que le perseguían los oídos. Rocinante, tendido junto a su amo, que también vino al suelo de otra pedrada. Sancho, en pelota, y temeroso de la Santa Hermandad. Don Quijote, mohinísimo de verse tan mal parado por los mismos a quien tanto bien había hecho.

SEGUIRE EN XXIII 
  
De lo que le aconteció al famoso don Quijote
                                                             en Sierra Morena, que fue una de las más
                                                        raras aventuras que en esta verdadera
                           historia se cuentan

         CAPITULO XXIII

Viéndose tan mal parado don Quijote, dijo a su escudero:

-Siempre, Sancho, lo he oído decir, que el hacer bien a villanos es echar agua en la mar. Si yo hubiera creído lo que me dijiste, yo hubiera excusado esta pesadumbre; pero ya está hecho Paciencia, y escarmentar para desde aquí adelante.

-Así escarmentará vuestra merced -respondió Sancho- como yo soy turco; pero, pues dice que si me hubiera creído se hubiera excusado este daño, créame ahora y se excusará otro mayor; porque le hago saber que con la Santa Hermandad no hay usar de caballerías; que no se le da a ella por cuantos caballeros andantes hay dos maravedís; y sepa que ya me parece que sus saetas me zumban por los oídos.

-Naturalmente eres cobarde, Sancho -dijo don Quijote-; pero porque no digas que soy contumaz, y que jamás hago lo que me aconsejas, por esta vez quiero tomar tu consejo, y apartarme de la furia que tanto temes; más ha de ser con una condición: que jamás en vida ni en muerte has de decir a nadie que yo me retiré y aparté deste peligro de miedo, sino por complacer a tus ruegos; que si otra cosa dijeres, mentirás en ello, y desde ahora para entonces, y desde entonces para ahora, te desmiento, y digo que mientes y mentirás todas las veces que lo pensares o lo dijeres; y no me repliques más: que en sólo pensar que me aparto y retiro de algún peligro, especialmente déste, que parece que lleva algún es no es de sombra de miedo, estoy ya para quedarme, y para aguardar aquí solo, no solamente a la Santa Hermandad que dices y temes, sino a los hermanos de las doce tribus de Israel, y a los siete Macabeos, y a Cástor y a Pólux, y aun a todos los hermanos y hermandades que hay en el mundo.

-Señor -respondió Sancho-, que el retirar no es huir, ni el esperar es cordura cuando el peligro sobrepuja a la esperanza, y de sabios es guardarse hoy para mañana, y no aventurarse todo en un día; y sepa que, aunque zafio y villano, todavía se me alcanza algo desto que llaman buen gobierno: así que no se arrepienta de haber tomado mi consejo, sino suba en Rocinante, si puede, o si no, yo le ayudaré, y sígame; que el caletre me dice que hemos menester ahora más los pies que las manos.

Subió don Quijote sin replicarle más palabra, y, guiando Sancho sobre su asno, se entraron por una parte de Sierra Morena que allí junto estaba, llevando Sancho intención de atravesarla toda e ir a salir al Viso o a Almodóvar del Campo, y esconderse algunos días por aquellas asperezas por no ser hallados si la Hermandad los buscase. Anímele a esto haber visto que de la refriega de los galeotes se había escapado libre la despensa que sobre su asno venía, cosa que la juzgó a milagro, según fue lo que llevaron y buscaron los galeotes.

Aquella noche llegaron a la mitad de las entrañas de Sierra Morena, adonde le pareció a Sancho pasar aquella noche y aun otros algunos días, a lo menos todos aquellos que durase el matalotaje que llevaba, y así hicieron noche entre dos peñas y entre muchos alcornoques. Pero la suerte fatal, que, según opinión de los que no tienen lumbre de la verdadera fe, todo lo guía, guisa y compone a su modo, ordenó que Ginés de Pasamonte, el famoso embustero y ladrón que de la cadena, por virtud y locura de don Quijote, se había escapado, llevado del miedo de la Santa Hermandad (de quien con justa razón temía), acordó de esconderse en aquellas montañas, y llévale su suerte y su miedo a la mesma parte donde había llevado a don Quijote y a Sancho Panza, a hora y tiempo que los pudo

85
 
Don Quijote de la Mancha                                                                   Parte I
Miguel de Cevantes

conocer, y a punto que los dejó dormir; y como siempre los malos son desagradecidos, y la necesidad sea ocasión de acudir a lo que se debe, y el remedio presente venza a lo por venir, Ginés, que no era ni agradecido ni bien intencionado, acordó de hurtar el asno a Sancho Panza, no curándose de Rocinante, por ser prenda tan mala para empeñada como para vendida. Dormía Sancho Panza; hurtóle su jumento, y antes que amaneciese se halló bien lejos de poder ser hallado. Salió el aurora alegrando la tierra y entristeciendo a Sancho Panza, porque halló menos su rucio; el cual, viéndose sin él, comenzó a hacer el más triste y doloroso llanto del mundo, y fue de manera que. Don Quijote despertó a las voces, y oyó que en ellas decía:

-¡Oh, hijo de mis entrañas, nacido en mi mesma casa, brinco de mis hijos, regalo de mi mujer, envidia de mis vecinos, alivio de mis cargas, y, finalmente, sustentador de la mitad de mi persona, porque con veinte y seis maravedís que ganaba cada día mediaba yo mi despensa!

Don Quijote, que vio el llanto y supo la causa, consoló a Sancho con las mejores razones que pudo, y le rogó que tuviese paciencia, prometiéndole de darle una cédula de cambio para que le diesen tres en su casa, de cinco que había dejado en ella. Consolóse Sancho con esto, y limpió sus lágrimas, templó sus sollozos, y agradeció a don Quijote la merced que le hacía; así como don Quijote entró por aquellas montañas, se le alegró el corazón, pareciéndole aquellos lugares acomodados para las aventuras que buscaba. Reducían sele a la memoria los maravillosos acaecimientos que en semejantes soledades y asperezas habían sucedido a caballeros andantes. E iba pensando en estas cosas, tan embebecido y transportado en ellas, que de ninguna otra se acordaba, ni Sancho llevaba otro cuidado (después que le pareció que caminaba por parte segura) sino de satisfacer su estómago con los relieves que del despojo clerical habían quedado, y así iba tras su amo cargado con todo aquello que había de llevar el rucio1, sacando de un costal y embaulando en su panza; y no se le diera por hallar otra ventura, entre tanto que iba de aquella manera, un ardite.

En esto, alzó los ojos y vio que su amo estaba parado, procurando con la punta del lanzón alzar no sé qué bulto que estaba caído en el suelo, por lo cual se dio priesa a llegar a ayudarle si fuese menester; y cuando llegó fue a tiempo que alzaba con la punta del lanzón un cojín y una maleta asida a él, medio podridos, o podridos del todo, y deshechos, más pesaba tanto, que fue necesario que Sancho se apease a tomarlos, y mandóle su amo que viese lo que en la maleta venía.

Hózalo con mucha presteza Sancho, y, aunque la maleta venía cerrada con una cadena y su candado, por lo roto y podrido della vio lo que en ella había, que eran cuatro camisas de delgada holanda, y otras cosas de lienzo, no menos curiosas que limpias, y en un pañizuelo halló un buen montoncillo de escudos de oro; y así como los vio, dijo:

-¡Bendito sea todo el cielo, que nos ha deparado una aventura que sea de provecho!

Y buscando más, halló un librillo de memoria, ricamente guarnecido; éste le pidió don Quijote, y mandóle que guardase el dinero y lo tomase para él. Bésale las manos Sancho por la merced, y, desvalijando a la valija de su lencería, la puso en el costal de la despensa. Todo lo cual, visto por don Quijote, dijo:

-Paréceme, Sancho, y no es posible que sea otra cosa, que algún caminante descaminado debió de pasar por esta tierra, y, salteándole malandrines, le debieron de matar, y le trujeron a enterrar en esta tan escondida parte.

-No puede ser eso -respondió Sancho-, porque, si fueran ladrones, no se dejaran aquí este dinero.

-Verdad dices -dijo don Quijote-, y así, no adivino ni doy en lo que esto pueda ser; más espérate: veremos si en este librillo de memoria hay alguna cosa escrita por donde podamos rastrear y venir en conocimiento de lo que deseamos.



 
1 Las ediciones del año 1605 decían en este lugar; Iba tras su amo sentado a la mujeriego sobre su jumento. Cervantes había olvidado que acababa de contar el hurto del rucio, hecho la noche anterior por Ginés de Pasamonte. El mismo error se repite en otros pasajes, donde se supone presente el jumento que había desaparecido. Cervantes lo advirtió, y quiso corregirlo en la tercera edición hecha a su vista el año 1608, pero solo lo verificó en dos pasajes de los siete en que se había errado. Los pasajes errados en la primera edición de 1605 están en los folios 109 (allí dos veces), 111, 112, 120, 121 y 122. Los corregidos en la edición de 1608 fueron, uno del folio 109 y otro del 112.

86  

Don Quijote de la Mancha                                                                   Parte I
Miguel de Cevantes

O le falta al Amor conocimiento,
o le sobra crueldad, o no es mi pena
                                  igual a la ocasión que me condena
                                  al género más duro de tormento.
     Pero si Amor es dios, es argumento
     que nada ignora, y es razón muy buena
               que un dios no sea cruel: pues ¿quién ordena
el terrible dolor que adoro y siento?
        Si digo que sois vos, Fili, no acierto;
 que tanto mal en tanto bien no cabe,
                                  ni me viene del cielo esta rüina.
                    Presto habré de morir, que es lo más cierto;
       que al mal de quien la causa no se sabe
                                  milagro es acertar la medicina.

-Por esa trova -dijo Sancho- no se puede saber nada, si ya no es que por ese hilo que está ahí se saque el ovillo de todo.
-¿Qué hilo está aquí? -dijo don Quijote.
-Paréceme -dijo Sancho- que vuestra merced nombró ahí hilo.
-No dije sino Fili -respondió don Quijote-, y éste, sin duda, es el nombre de la dama de quien se
queja el autor deste soneto; y a fe que debe de ser razonable poeta, o yo sé poco del arte.
-Luego ¿también -dijo Sancho- se le entiende a vuestra merced de trovas?
-Y más de lo que tú piensas -respondió don Quijote-; y veráslo cuando lleves una carta escrita en verso de arriba abajo a mi señora Dulcinea del Toboso; porque quiero que sepas, Sancho, que todos o los más caballeros andantes de la edad pasada eran grandes trovadores y grandes músicos; que estas dos habilidades, o gracias, por mejor decir, son anejas a los enamorados andantes; verdad es que las coplas de los pasados caballeros tienen más de espíritu que de primor.
-Lea más vuestra merced -dijo Sancho-; que ya hallará algo que nos satisfaga.
Volvió la hoja don Quijote, y dijo:
-Esto es prosa, y parece carta.
-¿Carta misiva, señor? -preguntó Sancho.
-En el principio no parece sino de amores -respondió don Quijote.
-Pues lea vuestra merced alto -dijo Sancho-; que gusto mucho destas cosas de amores.
-Que me place -dijo don Quijote.
Y leyéndola alto, como Sancho se lo había rogado, vio que decía desta manera:

Tu falsa promesa y mi cierta desventura me llevan aparte donde antes volverán a tus oídos las nuevas de mí muerte que las razones de mis quejas. Desechárteme, ¡oh ingrata; por quien tiene más, no por quien vale más que yo; más si la virtud fuera riqueza que se estimara, no envidiara yo dichas ajenas, ni llorara desdichas propias. Lo que levantó tu hermosura han derribado tus obras; por ella entendí que eras ángel, y por ellas conozco que eres mujer. Quédate en paz, causadora de mi guerra, y haga el cielo que los engaños de tu esposo estén siempre encubiertos, porque tú no quedes arrepentida de lo que hiciste y yo no tome venganza de lo que no deseo.
Acabando de leer la carta, dijo don Quijote:
-Menos por ésta que por los versos se puede sacar más de que quien la escribió es algún desdeñado amante.
Y hojeando casi todo el librillo, halló otros versos y cartas, que algunos pudo leer y otros, no; pero lo que todos contenían eran quejas, lamentos, desconfianzas, sabores y sinsabores, favores y desdenes, solenizados los unos y llorados los otros.
En tanto que don Quijote pasaba el libro, pasaba Sancho la maleta, sin dejar rincón en toda ella ni en el cojín que no buscase, escudriñase e inquiriese, ni costura que no deshiciese, ni vedija de lana que no escarmenase, porque no se quedase nada por diligencia ni mal recado; tal golosina habían despertado en él los hallados escudos, que pasaban de ciento; y aunque no halló más de lo hallado, dio por bien empleados los vuelos de la manta, el vomitar del brebaje, las bendiciones de las estacas, las puñadas del arriero, la falta de las alforjas, el robo del gabán y toda la hambre, sed y cansancio que había pasado en servicio de su buen señor, pareciéndole que estaba más qué rebién pagado con la merced recebida de la entrega del hallazgo.

87

Don Quijote de la Mancha                                                                   Parte I
Miguel de Cevantes

Con gran deseo quedó el caballero de la Triste Figura de saber quién fuese el dueño de la maleta, conjeturando por el soneto y carta, por el dinero en oro, y por las tan buenas camisas, que debía de ser de algún principal enamorado, a quien desdenes y malos tratamientos de su dama debían de haber conducido a algún desesperado término; pero, como por aquel lugar inhabitable y escabroso no parecía persona alguna de quien poder informarse, no se curó de más que de pasar adelante, sin llevar otro camino que aquel que Rocinante quería, que era por donde él podía caminar, siempre con imaginación que no podía faltar por aquellas malezas alguna extraña aventura.
Yendo, pues, con este pensamiento, vio que por cima de una montañuela que delante de los ojos se le ofrecía, iba saltando un hombre de risco en risco y de mata en mata con extraña ligereza; figurósele que iba desnudo, la barba negra y espesa, los cabellos muchos y rebultados, los pies descalzos, y las piernas sin cosa alguna; los muslos cubrían unos calzones, al parecer, de terciopelo leonado, mas tan hechos pedazos, que por muchas partes se le descubrían las carnes; traía la cabeza descubierta, y aunque pasó con la ligereza que se ha dicho, todas estas menudencias miró y notó el caballero de la Triste Figura; y aunque lo procuró, no pudo seguille, porque no era dado a la debilidad de Rocinante andar por aquellas asperezas, y más siendo él de suyo pasicorto y flemático. Luego imaginó don Quijote que aquél era el dueño del cojín y de la maleta, y propuso en sí de buscalle, aunque supiese andar un año por aquellas montañas, hasta hallarle; y así, mandó a Sancho que se apease del asno y atajase por la una parte de la montaña, que él iría por la otra, y podría ser que topasen; con esta diligencia, con aquel hombre que con tanta priesa se les había quitado de delante.
-No podré hacer eso -respondió Sancho -; porque, en apartándome de vuestra merced, luego es conmigo el miedo, que me asalta con mil géneros de sobresaltos y visiones; y sírvale esto que digo de aviso, para que de aquí adelante no me aparte un dedo de su presencia.
-Así será -dijo el de la Triste Figura-; y yo estoy muy contento de que te quieras valer de mi ánimo, el cual no te ha de faltar, aunque te falte el ánima del cuerpo; y vente ahora tras mí poco a poco, o como pudieres, y haz de los ojos lanternas; rodearemos esta serrezuela: quizá toparemos con aquel hombre que vimos, el cual, sin duda alguna, no es otro que el dueño de nuestro hallazgo.
A lo que Sancho respondió:
-Harto mejor sería no buscarle, porque si le hallamos y acaso fuese el dueño del dinero, claro está que lo tengo de restituir; y así, fuera mejor, sin hacer esta inútil diligencia, poseerlo yo con buena fe, hasta que, por otra vía menos curiosa y diligente, pareciera su verdadero señor; y quizá fuera a tiempo que lo hubiera gastado, y entonces el rey me hacía franco.
-Engáñaste en eso, Sancho -respondió don Quijote-; que ya que hemos caído en sospecha de quién es el dueño, cuasi delante, estamos obligados a buscarle y volvérselos; y cuando no le buscásemos, la vehemente sospecha que tenemos de que él lo sea nos pone ya en tanta culpa como si lo fuese. Así que, Sancho amigo, no te dé pena el buscalle, por la que a mí se me quitará si le hallo.
Y así picó a Rocinante, y siguióle Sancho a pie y cargado, merced a Ginesillo de Pasamonte, y habiendo rodeado parte de la montaña, hallaron en un arroyo, caída, muerta y medio comida de perros y picada de grajos, una mula ensillada y enfrenada; todo lo cual confirmó en ellos más la sospecha de que aquel que huía era el dueño de la mula y del cojín.
Estándola mirando, oyeron un silbo como de pastor que guardaba ganado, y a deshora, a su siniestra mano parecieron una buena cantidad de cabras, y tras ellas, por cima de la montaña, pareció el cabrero que las guardaba, que era un hombre anciano. Diole voces don Quijote, y rogóle que bajase donde estaban. Él respondió a gritos que quién les había traído por aquel lugar, pocas o ningunas veces pisado sino de pies de cabras o de lobos y otras fieras que por allí andaban. Respondióle Sancho que bajase, que de todo le darían buena cuenta. Bajo el cabrero, y en llegando a donde don Quijote estaba, dijo:
-Apostaré que está mirando la mula de alquiler que está muerta en esa hondonada; pues a buena fe que ha ya seis meses que está en ese lugar. Díganme: ¿han topado por ahí a su dueño?
-No hemos topado a nadie -respondió don Quijote-, sino a un cojín y a una maletilla que no lejos deste lugar hallamos.
-También la hallé yo -respondió el cabrero-, más nunca la quise alzar ni llegar a ella, temeroso de algún desmán y de que no me la pidiesen por de hurto; que es el diablo sutil, y debajo de los pies se levanta allombre cosa donde tropiece y caya, sin saber cómo ni cómo no.
-Eso mismo es lo que yo digo -respondió Sancho-: que también la hallé yo, y no quise llegar a ella con un tiro de piedra: allí la dejé, y allí se queda como se estaba; que no quiero perro con cencerro.
-Decidme, buen hombre -dijo don Quijote-, ¿sabéis vos quién sea el dueño destas prendas?
-Lo que sabré yo decir -dijo el cabrero- es que habrá al pie de seis meses, poco más o menos, que llegó a una majada de pastores, que estará como tres leguas deste lugar, un mancebo de gentil talle y apostura, caballero sobre esa mesma mula que ahí está muerta, y con el mesmo cojín y maleta que decís que hallastes y no tocastes. Preguntónos que cuál parte desta sierra era la más áspera y escondida. Dijímosle que era ésta donde ahora estamos, y es ansí la verdad, porque si entráis media

88

Don Quijote de la Mancha                                                                   Parte I
Miguel de Cevantes

legua más adentro, quizá no acertaréis a salir, y estoy maravillado de cómo habéis podido llegar aquí, porque no hay camino ni senda que a este lugar encamine. Digo, pues, que en oyendo nuestra respuesta el mancebo, volvió las riendas y encaminó hacia el lugar donde le señalamos, dejándonos a todos contentos de su buen talle, y admirados de su demanda y de la priesa con que le veíamos caminar y volverse hacia la sierra; y desde entonces nunca más le vimos, hasta que desde allí a algunos días salió al camino a uno de nuestros pastores, y, sin decille nada, se llegó a él y le dio muchas puñadas y coces, y luego se fue a la borrica del hato, y le quitó cuanto pan y queso en ella traía; y con extraña ligereza, hecho esto, se volvió a emboscar en la sierra. Como esto supimos algunos cabreros, le anduvimos a buscar casi dos días por lo más cerrado desta sierra, al cabo de los cuales le hallamos metido en el hueco de un grueso y valiente alcornoque. Salió a nosotros con mucha mansedumbre, ya roto el vestido, y el rostro desfigurado y tostado del sol, de tal suerte, que apenas le conocíamos; sino que los vestidos, aunque rotos, con la noticia que dellos teníamos, nos dieron aentender que era el que buscábamos. Saludónos cortésmente, y en pocas y muy buenas razones nos dijo que no nos maravillásemos de verle andar de aquella suerte, porque así le convenía para cumplir cierta penitencia que por sus muchos pecados le había sido impuesta. Rogámosle que nos dijese quién era; más nunca lo pudimos acabar con él. Pedímosle también que, cuando hubiese menester el sustento, sin el cual no podía pasar, nos dijese dónde le hallaríamos, porque con mucho amor y cuidado se lo llevaríamos; y que si esto tampoco fuese de su gusto, que, a lo menos, saliese a pedirlo, y no a quitarlo, a los pastores. Agradeció nuestro ofrecimiento, pidió perdón de los asaltos pasados, y ofreció de pedillo de allí adelante por amor de Dios, sin dar molestia alguna a nadie. En cuanto lo que tocaba a la estancia de su habitación, dijo que no tenía otra que aquella que la ocasión le ofrecía donde le tomaba la noche, y acabó su plática con un tan tierno llanto, que bien fuéramos de piedra los que escuchado le habíamos, si en él no le acompañáramos, considerándole cómo le habíamos visto la vez primera, y cuál le veíamos entonces; porque, como tengo dicho, era un muy gentil y agraciado mancebo, y en sus corteses y concertadas razones mostraba ser bien nacido y muy cortesana persona. Que, puesto que éramos rústicos los que le escuchábamos, su gentileza era tanta, que bastaba a darse a conocer a la mesma rusticidad; y estando en lo mejor de su plática, paró y enmudecióse, clavó los ojos en el suelo por un buen espacio, en el cual todos estuvimos quedos y suspensos, esperando en qué había de parar aquel embelesamiento, con no poca lástima de verlo; porque, por lo que hacía de abrir los ojos, estar fijo mirando al suelo sin mover pestaña gran rato, y otras veces cerrarlos apretando los labios y enarcando las cejas, fácilmente conocimos que algún accidente de locura le había sobrevenido. Más él nos dio a entender presto ser verdad lo que pensábamos, porque se levantó con gran furia del suelo, donde se había echado, y arremetió con el primero que halló junto a sí, con tal denuedo y rabia, que si no se lo quitáramos, le matara a puñadas y bocados; y todo esto hacía, diciendo: «¡Ah, fementido Fernando! ¡Aquí, aquí me pagarás la sinrazón que me hiciste: estas manos te sacarán el corazón, donde albergan y tienen manida todas las maldades juntas, principalmente la fraude y el engaño!»; y a éstas añadía otras razones, que todas se encaminaban a decir mal de aquel Fernando, y a tacharle de traidor y fementido. Quitámossele, pues, con no poca pesadumbre, y él, sin decir más palabra, se apartó de nosotros y se emboscó corriendo por entre estos jarales y malezas, de modo que nos imposibilitó el seguille; por esto conjeturamos que la locura le venía a tiempos, y que alguno que se llamaba Fernando le debía de haber hecho alguna mala obra, tan pesada cuanto lo mostraba el término a que le había conducido. Todo lo cual se ha confirmado después acá con las veces, que han sido muchas, que él ha salido al camino, unas a pedir a los pastores le den de lo que llevan para comer, y otras a quitárselo por fuerza; porque cuando está con el accidente de la locura, aunque los pastores se lo ofrezcan de buen grado, no lo admite, sino que lo toma a puñadas; y cuando está en su seso, lo pide por amor de Dios, cortés y comedidamente, y rinde por ello muchas gracias, y no con falta de lágrimas. Y en verdad os digo, señores -prosiguió el cabrero-, que ayer determinamos yo y cuatro zagales, los dos criados y los dos amigos míos, de buscarle hasta tanto que le hallemos, y, después de hallado, ya por fuerza, ya por grado, le hemos de llevar a la villa de Almodóvar, que está de aquí ocho leguas, y allí le curaremos, si es que su mal tiene cura, o sabremos quién es cuando esté en su seso, y si tiene parientes a quien dar noticia de su desgracia. Esto es, señores, lo que sabré deciros de lo que me habéis preguntado; y entended que el dueño de las prendas que hallastes es el mesuro que vistes pasar con tanta ligereza como desnudez -que ya le había dicho don Quijote cómo había visto pasar aquel hombre saltando por la sierra.
El cual quedó admirado de lo que el cabrero había oído, y quedó con más deseo de saber quién era el desdichado loco, y propuso en sí lo mesmo que ya tenía pensado: de buscalle por toda la montaña, sin dejar rincón ni cueva en ella que no mirase, hasta hallarle. Pero hízolo mejor la suerte de lo que él pensaba ni esperaba, porque en aquel mismo instante pareció por entre una quebrada de una sierra, que salía donde ellos estaban, el mancebo que buscaba, el cual venía hablando entre sí cosas que no podían ser entendidas de cerca, cuanto más de lejos. Su traje era cual se ha pintado, sólo que

89





 

Don Quijote de la Mancha                                                          Parte I
Miguel de Cevantes

llegando cerca, vio don Quijote que un coleto hecho pedazos que sobre sí traía era de ámbar; por donde acabó de entender que persona que tales hábitos traía no debía de ser de ínfima calidad.
En llegando el mancebo a ellos, les saludó con una voz desentonada y bronca, pero con mucha cortesía. Don Quijote le volvió las saludes con no menos comedimiento, y, apeándose de Rocinante, con gentil continente y donaire, le fije a abrazar, y le tuvo un buen espacio estrechamente entre sus brazos, como si de luengos tiempos le hubiera conocido. El otro, a quien podemos llamar el Roto de la Mala Figura (como a don Quijote el de la Triste), después de haberse dejado abrazar, le apartó un poco de sí, y, puestas sus manos en los hombros de don Quijote, le estuvo mirando, como que quería ver si le conocía; no menos admirado quizá de ver la figura, talle y armas de don Quijote, que don Quijote lo estaba de verle a él. En resolución, el primero que habló después del abrazamiento fue el Roto, y dijo lo que se dirá adelante.

Donde se prosigue la aventura de la Sierra
                                                     Morena

CAPITULO XXIV

Dice la historia que era grandísima la atención con que don Quijote escuchaba al astroso caballero de la Sierra, el cual, prosiguiendo su plática, dijo:
-Por cierto, señor, quienquiera que seáis, que yo no os conozco, yo os agradezco las muestras y la cortesía que conmigo habéis usado, y quisiera yo hallarme en términos que con más que la voluntad pudiera servir la que habéis mostrado tenerme en el buen acogimiento que me habéis hecho; mas no quiere mi suerte darme otra cosa con que corresponda a las buenas obras que me hacen que buenos deseos de satisfacerlas.
-Los que yo tengo -respondió don Quijote- son de serviros; tanto, que tenía determinado de no salir destas sierras hasta hallaros y saber de vos si al dolor que en la extrañeza de vuestra vida mostráis tener se podía hallar algún género de remedio; y si fuera menester buscarle, buscarle con la diligencia posible. Y cuando vuestra desventura fuera de aquellas que tienen cerradas las puertas a todo género de consuelo, pensaba ayudaros a llorarla y plañirla como mejor pudiera, que todavía es consuelo en las desgracias hallar quien se duela dellas. Y si es que mi buen intento merece ser agradecido con algún género de cortesía, yo os suplico, señor, por la mucha que veo en vos se encierra, y juntamente os conjuro por la cosa que en esta vida más habéis amado o amáis, que me digáis quién sois y la causa que os ha traído a vivir y a morir entre estas soledades como bruto animal, pues moráis entre ellos tan ajeno de vos mesmo cual lo muestra vuestro traje y persona. Y juro -añadió don Quijote- por la orden de caballería que recebí, aunque indigno y pecador, y por la profesión de caballero andante, que si en esto, señor, me complacéis, de serviros con las veras a que me obliga el ser quien soy, ora remediando vuestra desgracia, si tiene remedio, ora ayudándoos a llorarla, como os lo he prometido.
El Caballero del Bosque, que de tal manera oyó hablar al de la Triste Figura, no hacía sino mirarle, y remirarle, y tornarle a mirar de arriba abajo; y después que le hubo bien mirado, le dijo:
-Si tienen algo que darme a comer, por amor de Dios, que me lo den; que, después de haber comido, yo haré todo lo que se me manda, en agradecimiento de tan buenos deseos como aquí se me han mostrado.
Luego sacaron, Sancho de su costal y el cabrero de su zurrón, con que satisfizo el Roto su hambre, comiendo lo que le dieron corno persona atontada, tan apriesa, que no daba espacio de un bocado al otro, pues antes los engullía que tragaba; y en tanto que comía, ni él ni los que le miraban hablaban palabra. Como acabó de comer, les hizo señas que le siguiesen, como lo hicieron, y él los llevó a un verde pradecillo que a la vuelta de una peña poco desviada de allí estaba. En llegando a él, se tendió en el suelo, encima de la yerba, y los demás hicieron lo mesmo, y todo esto sin que ninguno hablase, hasta que el Roto, después de haberse acomodado en su asiento, dijo:
-Si gustáis, señores, que os diga en breves razones la inmensidad de mis desventuras, habéisme de prometer de que con ninguna pregunta, ni otra cosa, no interromperéis el hilo de mi triste historia; porque en el punto que lo hagáis, en ése se quedará lo que fuere contando.

90

Don Quijote de la Mancha                                                                   Parte I
Miguel de Cevantes

Estas razones del Roto trujeron a la memoria a don Quijote el cuento que le había contado su escudero, cuando no acertó el número de las cabras que habían pasado el río, y se quedó la historia pendiente. Pero, volviendo al Roto, prosiguió diciendo:
-Esta prevención que hago es porque querría pasar brevemente por el cuento de mis desgracias; que el traerlas a la memoria no me sirve de otra cosa que añadir otras de nuevo, y mientras menos me preguntáredes, más presto acabaré yo de decillas, puesto que no dejaré por contar cosa alguna que sea de importancia, para no satisfacer del todo a vuestro deseo.
Don Quijote se lo prometió en nombre de los demás, y él, con este seguro, comenzó desta manera:
-Mi nombre es Cardenio; mi patria, una ciudad de las mejores desta Andalucía; mi linaje, noble; mis padres, ricos; mi desventura, tanta, que la deben de haber llorado mis padres, y sentido mi linaje, sin poderla aliviar con su riqueza; que para remediar desdichas del cielo poco suelen valer los bienes de fortuna. Vivía en esta mesma tierra un cielo, donde puso el amor toda la gloria que yo acertara a desearme: tal es la hermosura de Luscinda, doncella tan noble y tan rica como yo, pero de más ventura y de menos firmeza de la que a mis honrados pensamientos se debía. A esta Luscinda amé, quise y adoré desde mis tiernos y primeros años, y ella me quiso a mí con aquella sencillez y buen ánimo que su poca edad permitía. Sabían nuestros padres nuestros intentos, y no les pesaba dello, porque bien veían que cuando pasaran adelante no podían tener otro fin que el de casarnos, cosa que casi la concertaba la igualdad de nuestro linaje y riquezas. Creció la edad, y con ella el amor de entrambos, que el padre de Luscinda le pareció que por buenos respetos estaba obligado a negarme la entrada de su casa, casi imitando en esto a los padres de aquella Tisbe tan decantada de los poetas; y fue esta negación añadir llama a llama y deseo a deseo; porque, aunque pusieron silencio a las lenguas, no le pudieron poner a las plumas, las cuales, con más libertad que las lenguas, suelen dar a entender a quién quieren lo que en el alma está encerrado; que muchas veces la presencia de la cosa amada turba y enmudece la intención más determinada y la lengua más atrevida. ¡Ay cielos, y cuántos billetes la escribí! ¡Cuán regaladas y honestas respuestas tuve! ¡Cuántas canciones compuse, y cuántos enamorados versos, donde el alma declaraba y trasladaba sus sentimientos, pintaba sus encendidos deseos, entretenía sus memorias y recreaba su voluntad! En efecto, viéndome apurado, y que mi alma se consumía con el deseo de verla, determiné poner por obra y acabar en un punto lo que me pareció que más convenía para salir con mi deseado y merecido premio, y fue el pedírsela a su padre por legítima esposa, como lo hice; a lo que él me respondió que me agradecía la voluntad que mostraba de honrarle y de querer honrarme con prendas suyas; pero que, siendo mi padre vivo, a él tocaba de justo derecho hacer aquella demanda; porque si no fuese con mucha voluntad y gusto suyo, no era Luscinda mujer para tomarse ni darse a hurto.
Yo le agradecí su buen intento, pareciéndome que llevaba razón en lo que decía, y que mi padre vendría en ello como yo se lo dijese; y con este intento, luego en aquel mismo instante fui a decirle a mi padre lo que deseaba; y al tiempo que entré en un aposento donde estaba, le hallé con una carta abierta en la mano, la cual, antes que yo le dijese palabra, me la dio y me dijo: «Por esa carta verás,
Cardenio, la voluntad que el duque Ricardo tiene de hacerte merced.» Este duque Ricardo, como ya vosotros, señores, debéis de saber, es un grande de España, que tiene su estado en lo mejor desta Andalucía. Tomé y leí la carta, la cual venía tan encarecida, que a mí mismo me pareció mal si mi padre dejaba de cumplir lo que en ella se le pedía, que era que me enviase luego donde él estaba; que quería que fuese compañero, no criado, de su hijo el mayor, y que él tomaba a cargo el ponerme en estado que correspondiese a la estimación en que me tenía. Leí la carta y enmudecí leyéndola, y más cuando oí que mi padre me decía: «De aquí a dos días te partirás, Cardenio, a hacer la voluntad del duque, y da gracias a Dios que te va abriendo camino por donde alcances lo que yo sé que mereces.» Añadió a éstas otras razones de padre consejero. Llegóse el término de mi partida, hablé una noche a Luscinda, díjele todo lo que pasaba, y lo mesmo hice a su padre, suplicándole se entretuviese algunos días y dilatase el darla estado hasta que yo viese lo que Ricardo me quería. Él me lo prometió, y ella me lo confirmó con mil juramentos y mil desmayos. Vine, en fin, donde el duque Ricardo estaba; fui del tan bien recebido y tratado, que desde luego comenzó la envidia a hacer su oficio, teniéndomela los criados antiguos, pareciéndoles que las muestras que el duque daba de hacerme merced habían de ser en perjuicio suyo; pero el que más se holgó con mi vida fue un hijo segundo del duque, llamado Fernando, mozo gallardo, gentilhombre, liberal y enamorado, el cual, en poco tiempo, quiso que fuese tan su amigo, que daba que decir a todos; y aunque el mayor me quería bien y me hacía merced, no llegó al extremo con que don Fernando me quería y trataba. Es, pues, el caso que, como entre los amigos no hay cosa secreta que no se comunique, y la privanza que yo tenía con don Fernando dejaba de serlo por ser amistad, todos sus pensamientos me declaraba, especialmente uno enamorado que le traía un poco de desasosiego. Quería bien a una labradora, vasalla de su padre, y ella los tenía muy ricos, y era tan hermosa, recatada, discreta y honesta, que nadie que la conocía se determinaba encuál destas cosas tuviese más excelencia ni más se aventajase. Estas tan buenas partes de la hermosa labradora redujeron a tal término los deseos de don Fernando, que se determinó, para poder

91
 
 Don Quijote Mancha                                                                                                 Parte I
Miguel de Cevantes

alcanzarlo y conquistar la entereza de la labradora, darle palabra de ser su esposo; porque de otra manera era procurar lo imposible. Yo, obligado de su amistad, con las mejores razones que supe, y con los más vivos ejemplos que pude, procuré estorbarle y apartarle de tal propósito; pero viendo que no aprovechaba, determiné de decirle el caso al duque Ricardo, su padre; más don Fernando, como astuto y discreto, se receló y temió desto, por parecerle que estaba yo obligado, en vez de buen criado, no tener encubierta cosa que tan en perjuicio de la honra de mi señor el duque venía; y así, por divertirme y engañarme, me dijo que no hallaba otro mejor remedio para poder apartar de la memoria la hermosura que tan sujeto le tenía, que el ausentarse por algunos meses, y que quería que el ausencia fuese que los dos nos viniésemos en casa de mi padre, con ocasión que darían al duque que venía a ver y a feriar unos muy buenos caballos que en mi ciudad había, que es madre de los mejores del mundo. Apenas le oí yo decir esto, cuando, movido de mi afición, aunque su determinación no fuera tan buena, la aprobara yo por una de las más acertadas que se podían imaginar, por ver cuán buena ocasión y coyuntura se me ofrecía de volver a ver mi Luscinda. Con este pensamiento y deseo, aprobé su parecer y esforcé su propósito, diciéndole que lo pusiese por obra con la brevedad posible, porque, en efecto, la ausencia hacía su oficio, a pesar de los más firmes pensamientos. Ya, cuando él me vino a decir esto, según después se supo, había gozado a la labradora con título de esposo, y esperaba ocasión de descubrirse a su salvo, temeroso de lo que el duque, su padre, haría cuando supiese su disparate. Sucedió, pues, que, como el amor en los mozos, por la mayor parte, no lo es, sino apetito, el cual, como tiene por último fin el deleite, en llegando a alcanzarle se acaba, y ha de volver atrás aquello que parecía amor, porque no puede pasar adelante del término que le puso naturaleza, el cual término no le puso a lo que es verdadero amor... Quiero decir que, así como don Fernando gozó a la labradora, se le aplacaron sus deseos y se resfriaron sus ahíncos; y si primero fingía quererse ausentar por remediarlos, ahora de veras procuraba irse, por no ponerlos en ejecución. Diole el duque licencia, y mandóme que le acompañase; venimos a mi ciudad, recebióle mi padre como quien era, vi yo luego a Luscinda, tornaron a vivir, aunque no habían estado muertos ni amortiguados, mis deseos, de los cuales di cuenta, por mi mal, a don Fernando, por parecerme que, en la ley de la mucha amistad que mostraba, no le debía encubrir nada. Alabéle la hermosura, donaire y discreción de Luscinda, de tal manera que mis alabanzas movieron en él los deseos de querer ver doncella de tan buenas partes adornada. Cumplíselos yo, por mi corta suerte, enseñándosela una noche, a la luz de una vela, por una ventana por donde los dos solíamos hablarnos; viola en sayo, tal, que todas las bellezas hasta entonces por él vistas las puso en olvido. Enmudeció, perdió el sentido, quedó absorto y, finalmente, tan enamorado, cual lo veréis en el discurso del cuento de mi desventura. Y para encenderle más el deseo, que a mí me celaba, y al cielo a solas descubría, quiso la fortuna que hallase un día un billete suyo pidiéndome que la pidiese a su padre por esposa, tan discreto, tan honesto y tan enamorado, que, en leyéndolo, me dijo que en sola Luscinda se encerraban todas las gracias de hermosura y de entendimiento que en las demás mujeres del mundo estaban repartidas. Bien es verdad que quiero confesar ahora que, puesto que yo veía con cuán justas causas don Fernando a Luscinda alababa, me pesaba de oír aquellas alabanzas de su boca, y comencé a temer, y con razón a recelarme dél, porque no se pasaba momento donde no quisiese que tratásemos de Luscinda, y él movía la plática, aunque la trujese por los cabellos; cosa que despertaba en mí un no sé qué de celos, no porque yo temiese revés alguno de la bondad y de la fe de Luscinda; pero, con todo eso, me hacía temer mi suerte lo mesmo que ella me aseguraba. Procuraba siempre don Fernando leer los papeles que yo a Luscinda enviaba, y los que ella me respondía, a título que de la discreción de los dos gustaba mucho. Acaeció, pues, que habiéndome pedido Luscinda un libro de caballerías en que leer, de quien era ella muy aficionada, que era el de Amadís de Gaula...

No hubo bien oído don Quijote nombrar libro de caballerías, cuando dijo:
-Con que me dijera vuestra merced, al principio de su historia, que su merced de la señora Luscinda era aficionada a libros de caballerías, no fuera menester otra exageración para darme a entender la alteza de su entendimiento; porque no le tuviera tan bueno como vos, señor, le habéis pintado, si careciera del gusto de tan sabrosa leyenda: así que, para conmigo, no es menester gastar más palabras en declararme su hermosura, valor y entendimiento, que con sólo haber entendido su afición, la confirmo por la más hermosa y más discreta mujer del mundo; y quisiera yo, señor, que vuestra merced le hubiera enviado junto con Amadís de Gaula al bueno de Don Rugel de Grecia, que yo sé que gustara la señora Luscinda mucho de Daraida y Garaya, y de las discreciones del pastor Darinel, y de aquellos admirables versos de sus bucólicas, cantadas y representadas por él con todo donaire, discreción y desenvoltura. Pero tiempo podrá venir en qué se enmiende esa falta, y no dura más en hacerse la enmienda de cuanto quiera vuestra merced ser servido de venirse conmigo a mi aldea; que allí le podré dar más de trescientos libros, que son el regalo de mi alma y el entretenimiento de mi vida; aunque tengo para mí que ya no tengo ninguno, merced a la malicia de malos y envidiosos encantadores. Y perdóneme vuestra merced el haber contravenido a lo que prometimos de no interrumpir su plática, pues, en oyendo cosas de caballerías y de caballeros andantes, así es en mi

92 
Don Quijote de la Mancha                                                          Parte I
Miguel de Cevantes

mano dejar de hablar en ellos, como lo es en la de los rayos del sol dejar de calentar, ni humedecer en los de la luna. Así que, perdón, y proseguir, que es lo que ahora hace más al caso.
En tanto que don Quijote estaba diciendo lo que queda dicho, se le había caído a Cardenio la cabeza sobre el pecho, dando muestras de estar profundamente pensativo. Y, puesto que dos veces le dijo don Quijote que prosiguiese su historia, ni alzaba la cabeza ni respondía palabra; pero al cabo de un buen espacio la levantó y dijo:
-No se me puede quitar del pensamiento, ni habrá quien me lo quite en el mundo, ni quien me dé a entender otra cosa, y sería un majadero el que lo contrario entendiese o creyese, sino que aquel bellaconazo del maestro Elisabat estaba amancebado con la reina Madásima.
-Eso no, ¡voto a tal! -respondió con mucha cólera don Quijote, y arrojóle como tenía de costumbre-; y ésa es una muy gran malicia, o bellaquería, por mejor decir. La reina Madásima fue muy principal señora, y no se ha de presumir que tan alta princesa se había de amancebar con un sacapotras; y quien lo contrario entendiere, miente como muy gran bellaco; y yo se lo daré a entender, a pie o a caballo, armado o desarmado, de noche o de día, o como más gusto le diere.
Estábale mirando Cardenio muy atentamente, al cual ya había venido el accidente de su locura y no estaba para proseguir su historia; ni tampoco don Quijote se la oyera, según le había disgustado lo que de Madásima le había oído. ¡Extraño caso; que así volvió por ella como si verdaderamente fuera su verdadera y natural señora; tal le tenían sus descomulgados libros! Digo, pues, que, como ya Cardenio estaba loco, y se oyó tratar de mentís y de bellaco, con otros denuestos semejantes, parecióle mal la burla, y alzó un guijarro que halló junto a sí, y dio con él en los pechos tal golpe a don Quijote, que le hizo caer de espaldas. Sancho Panza, que de tal modo vio parar a su señor, arremetió al loco con el puño cerrado, y el Roto le recebió de tal suerte, que con una puñada dio con él a sus pies, y luego se subió sobre él y le brumó las costillas muy a su sabor. El cabrero, qué le quiso defender, corrió el mesmo peligro; y después que los tuvo a todos rendidos y molidos, los dejó, y se fue, con gentil sosiego, a emboscarse en la montaña.
Levantóse Sancho, y, con la rabia que tenía de verse aporreado tan sin merecerlo, acudió a tomar la venganza del cabrero, diciéndole que él tenía la culpa de no haberles avisado que a aquel hombre le tomaba a tiempos la locura; que si esto supieran, hubieran estado sobre aviso para poderse guardar. Respondió el cabrero que ya lo había dicho, y que si él no lo había oído, que no era suya la culpa. Replicó Sancho Panza, y tornó a replicar el cabrero, y fue el fin de las réplicas asirse de las barbas y darse tales puñadas, que si don Quijote no los pusiera en paz, se hicieran pedazos. Decía Sancho, asido con el cabrero:
-Déjeme vuestra merced, señor Caballero de la Triste Figura; que en éste, que es villano como yo y no está armado caballero, bien puedo a mi salvo satisfacerme del agravio que me ha hecho, peleando con él mano a mano, como hombre honrado.
-Así es -dijo don Quijote-; pero yo sé que él no tiene ninguna culpa de lo sucedido.
Con esto los apaciguó, y don Quijote volvió a preguntar al cabrero si sería posible hallar a
Cardenio, porque quedaba con grandísimo deseo de saber el fin de su historia. Díjole el cabrero lo que primero había dicho, que era no saber de cierto su manida; pero que si anduviese mucho por aquellos contornos, no dejaría de hallarle, o cuerdo o loco.

Que trata de las extrañas cosas que en Sierra
Morena sucedieron al valiente caballero de la
                                         Mancha, y de la imitación que hizo a la
                     penitencia de Beltenebros

CAPITULO XXV

Despidióse del cabrero don Quijote, y, subiendo otra vez sobre Rocinante, mandó a Sancho que le siguiese, el cual lo hizo con su jumento, de muy mala gana. Íbanse poco a poco entrando en lo más áspero de la montaña, y Sancho iba muerto por razonar con su amo, y deseaba que él comenzase la plática, por no contravenir a lo que le tenía mandado. Mas no pudiendo sufrir tanto silencio, le dijo:

93 

Don Quijote de la Mancha                                                                   Parte I
                                                                                        Miguel de Cevantes

-Señor don Quijote, vuestra merced me eche su bendición, y me dé licencia, que desde aquí me quiero volver a mi casa, y a mi mujer, y a mis hijos, con los cuales por lo menos hablaré y departiré todo lo que quisiere; porque querer vuestra merced que vaya con él por estas soledades de día y de noche, y que no le hable cuando me diere gusto, es enterrarme en vida. Si ya quisiera la suerte que los animales hablaran, como hablaban en tiempo de Guisopete, fuera menos mal, porque departiera yo con mi jumento lo que me viniera en gana, y con esto pasaré mi mala ventura; que es recia cosa, y que no se puede llevar en paciencia, andar buscando aventuras toda la vida, y no hallar sino coces y manteamientos, ladrillazos y puñadas, y con todo esto, nos hemos de coser la boca, sin osar decir lo que el hombre tiene en su corazón, como si fuera mudo.
-Ya te entiendo, Sancho -respondió don Quijote-; tú mueres porque te alce el entredicho que te tengo puesto en la lengua; dale por alzado, y di lo que quisieres, con condición que no ha de durar este alzamiento más de en cuanto anduviéramos por estas sierras.
-Sea así -dijo Sancho-; hable yo ahora, que después Dios sabe lo que será; y comenzando a gozar de ese salvoconduto, digo que ¿qué le iba a vuestra merced en volver tanto por aquella reina Magimasa, o como se llama? ¿O qué hacía al caso que aquel abad fuere su amigo o no? Que si vuestra merced pasara con ello, pues no era su juez, bien creo yo que el loco pasara adelante con su historia, y se hubieran ahorrado el golpe del guijarro, y las coces, y aún más de seis torniscones.
-A fe, Sancho -respondió don Quijote-, que si tú supieras, como yo lo sé, cuán honrada y cuán principal señora era la reina Madásima, yo sé que dijeras que tuve mucha paciencia, pues no quebré la boca por donde tales blasfemias salieron. Porque es muy gran blasfemia decir ni pensar que una reina esté amancebada con un cirujano. La verdad del cuento es que aquel maestro Elisabat, que el loco dijo, fue un hombre muy prudente y de muy sanos consejos, y sirvió de ayo y de médico a la reina; pero pensar que ella era su amiga es disparate digno de muy gran castigo. Y porque veas que
Cardenio no supo lo que dijo, has de advertir que cuando lo dijo ya estaba sin juicio.
-Eso digo yo -dijo Sancho-: que no había para qué hacer cuenta de las palabras de un loco, porque si la buena suerte no ayudara a vuestra merced, y encaminara el guijarro a la cabeza, como le encaminó al pecho, buenos quedáramos por haber vuelto por aquella mi señora, que Dios cohonda. Pues ¡montas que no se librara Cardenio por loco!
-Contra cuerdos y contra locos está obligado cualquier caballero andante a volver por la honra de las mujeres, cualesquiera que sean, cuanto más por las reinas de tan alta guisa y pro como fue la reina Madásima, a quien yo tengo particular afición por sus buenas partes; porque, fuera de haber sido fermosa, además fue muy prudente y muy sufrida en sus calamidades, que las tuvo muchas. Y los consejos y compañía del maestro Elisabat le fue y le fueron de mucho provecho y alivio para poder llevar sus trabajos con prudencia y paciencia. Y de aquí tomó ocasión el vulgo ignorante y mal intencionado de decir y pensar que ella era su manceba; y mienten, digo otra vez, y mentirán otras docientas, todos los que tal pensaren y dijeren.
-Ni yo lo digo ni lo pienso -respondió Sancho-; allá se lo hayan, con su pan se lo coman; si fueron amancebados, o no, a Dios habrán dado la cuenta; de mis viñas vengo, no sé nada; no soy amigo de saber vidas ajenas; que el que compra y miente, en su bolsa lo siente. Cuanto más, que desnudo nací, desnudo me hallo: ni pierdo ni gano; más que lo fuesen, ¿qué me va a mí? Y muchos piensan que hay tocinos y no hay estacas. Más ¿quién puede poner puertas al campo? Cuanto más, que de Dios dijeron.
--¡Válame Dios -dijo don Quijote-, y qué de necedades vas, Sancho, ensartando! ¿Qué va de lo que tratamos a los refranes que enhilas? Por tu vida, Sancho, que calles, y de aquí adelante entremétete en espolear a tu asno, y deja de hacello en lo que no te importa. Y entiende con todos tus cinco sentidos que todo cuanto yo he hecho, hago e hiciere, va muy puesto en razón y muy conforme a las reglas de caballería, que las sé mejor que cuantos caballeros las profesaron en el mundo.
Señor -respondió Sancho-, ¿y es buena regla de caballería que andemos perdidos por estas montañas, sin senda ni camino, buscando a un loco, el cual, después de hallado, quizá le vendrá en voluntad de acabar lo que dejó comenzado, no de su cuento, sino de la cabeza de vuestra merced y de mis costillas, acabándonoslas de romper de todo punto?
-Calla, te digo otra vez, Sancho -dijo don Quijote-; porque te hago saber que no sólo me trae por estas partes el deseo de hallar al loco, cuanto el que tengo de hacer en ellas una hazaña con que he de ganar perpetuo nombre y fama en todo lo descubierto de la tierra; y será tal, que he de echar con ella el sello a todo aquello que puede hacer perfecto y famoso a un andante caballero.
-¿Y es de muy gran peligro esa hazaña? -preguntó Sancho Panza.
-No -respondió el de la Triste Figura-; puesto que de tal manera podía correr el dado, que echásemos azar en lugar de encuentro; pero todo ha de estar en tu diligencia.
-¿En mi diligencia? -dijo Sancho.
-Sí -dijo don Quijote-; porque si vuelves presto de adonde pienso enviarte, presto se acabará mi pena, y presto comenzará mi gloria. Y porque no es bien que te tenga más suspenso, esperando en lo

94


Don Quijote de la Mancha                                                          Parte I
Miguel de Cevantes

que han de parar mis razones, quiero, Sancho, que sepas que el famoso Amadís de Gaula fue uno de los más perfectos caballeros andantes; no he dicho bien fue uno: fue el solo, el primero, el único, el señor de todos cuantos hubo en su tiempo en el mundo. ¡Mal año y mal mes para don Belianís y para todos aquellos que dijeren que se le igualó en algo, .porque se engañan, juro cierto! Digo asimismo que, cuando algún pintor quiere salir famoso en su arte, procura imitar los originales de los más únicos pintores que sabe. Y esta mesma regla corre por todos los más oficios o ejercicios de cuenta que sirven para adorno de las repúblicas. Y así lo ha de hacer y hace el que quiere alcanzar nombre de prudente y sufrido, imitando a Ulises, en cuya persona y trabajos nos pinta Homero un retrato vivo de prudencia y de sufrimiento, como también nos mostró Virgilio, en persona de Eneas, el valor de un hijo piadoso y la sagacidad de un valiente y entendido capitán, no pintándolo ni describiéndolos como ellos fueron, sino como habían de ser, para quedar ejemplo a los venideros hombres de sus virtudes. Desta mesma suerte, Amadís fue el norte, el lucero, el sol de los valientes y enamorados caballeros, a quien debemos de imitar todos aquellos que debajo de la bandera de amor y de la caballería militamos. Siendo, pues, esto así, como lo es, hallo yo, Sancho amigo, que el caballero andante que más le imitare estará más cerca de alcanzar la perfección de la caballería. Y una de las cosas en que más este caballero mostró su prudencia, valor, valentía, sufrimiento, firmeza y amor, fue cuando se retiró, desdeñado de la señora Oriana, a hacer penitencia en la Peña Pobre, mudado su nombre en el de Beltenebros, nombre, por cierto, significativo y propio para la vida que él de su voluntad había escogido. Así, que me es a mí más fácil imitarle en esto, que no en hender gigantes, descabezar serpientes, matar endriagos, desbaratar ejércitos, fracasar armadas y deshacer encantamentos. Y pues estos lugares son tan acomodados para semejantes efectos, no hay para qué se deje pasar la ocasión, que ahora con tanta comodidad me ofrece sus guedejas.
-En efecto -dijo Sancho-, ¿qué es lo que vuestra merced quiere hacer en este tan remoto lugar?
-¿Ya no te he dicho -respondió don Quijote- que quiero imitara Amadís, haciendo aquí del desesperado, del sandio y del furioso, por imitar juntamente al valiente don Roldán, cuando halló en una fuente las señales de que Angélica la Bella había cometido vileza con Medoro, de cuya pesadumbre se volvió loco, y arrancó los árboles, enturbió las aguas de las claras fuentes, mató pastores, destruyó ganados, abrasó chozas, derribó casas, arrastró yeguas y hizo otras cien mil insolencias, dignas de eterno nombre y escritura? Y; puesto que yo no pienso imitar a Roldán, o Orlando, o Rotolando, que todos estos tres nombres tenía, parte por parte en todas las locuras que hizo, dijo y pensó, haré el bosquejo como mejor pudiere en las que me pareciere ser más esenciales. Y podrá ser que viniese a contentarme con sola la imitación de Amadís, que sin hacer locuras de daño, sino de lloros y sentimientos, alcanzó tanta fama como el que más.
-Paréceme a mí -dijo Sancho-, que los caballeros que lo tal ficieron fueron provocados y tuvieron causa para hacer esas necedades y penitencias; pero vuestra merced ¿qué causa tiene para volverse loco? ¿Qué dama le ha desdeñado, o qué señales ha hallado que le den a entender que la señora Dulcinea del Toboso ha hecho alguna niñería con moro o cristiano?
-Ahí está el punto -respondió don Quijote-, y ésa la fineza de mi negocio; que volverse loco un caballero andante con causa, ni grado ni gracias: el toque está desatinar sin ocasión y dar a entender a mi dama que, si en seco hago esto, ¿qué hiciera en mojado? Cuanto más, que harta ocasión tengo en la larga ausencia que hecho de la siempre señora mía Dulcinea del Toboso; que, como ya oíste decir a aquel pastor de marras, Ambrosio, quien está ausente, todos los males tiene y teme. Así que,
Sancho amigo, no gastes tiempo en aconsejarme que deje tan rara, tan felice y tan no vista imitación.
Loco soy, loco he de ser hasta tanto que tú vuelvas con la respuesta de una carta que contigo pienso enviar a mi señora Dulcinea; y si fuere tal cual a mi fe se le debe, acabarse ha mi sandez y mi penitencia; y si fuere al contrario, seré loco de veras, y, siéndolo, no sentiré nada. Ansí que, de cualquiera manera que responda, saldré del conflito y trabajo en que me dejares, gozando el bien que me trujeres por cuerdo, o no sintiendo el mal que me aportares por loco. Pero dime, Sancho, ¿traes bien guardado el yelmo de Mambrino, que ya vi que le alzaste del suelo cuando aquel desagradecido le quiso hacer pedazos? Pero no pudo; donde se puede echar de ver la fineza de su temple.
A lo cual respondió Sancho:
-Vive Dios, señor Caballero de la Triste Figura, que no puedo sufrir ni llevar en paciencia algunas cosas que vuestra merced dice, y que por ellas vengo a imaginar que todo cuanto me dice de caballerías, y de alcanzar reinos e imperios, de dar ínsulas, y de hacer otras mercedes y grandezas, como es uso de caballeros andantes, que todo debe de ser cosa de viento y mentira, y toda pastraña, o patraña, o como lo llamáremos. Porque quien oyere decir a vuestra merced que una bacía de barbero es el yelmo de Mambrino, y que no salga deste error en más de cuatro días, ¿qué ha de pensar sino que quien tal dice y afirma debe de tener güero el juicio? La bacía yo la llevo en el costal, toda abollada, y llevóla para enderezarla en mi casa y hacerme la barba en ella, si Dios me diere tanta gracia, que algún día me vea con mi mujer e hijos.

95



Don Quijote de la Mancha                                                          Parte I
Miguel de Cevantes



-Mira, Sancho, por el mesmo que denantes juraste te juro -dijo don Quijote- que tienes el más corto entendimiento que tiene ni tuvo escudero en el mundo. ¿Que es posible que en cuanto ha que andas conmigo no has echado de ver que todas las cosas de los caballeros andantes parecen quimeras, necedades y desatinos, y que son todas hechas al revés? Y no porque sea ello así, sino porque andan entre nosotros siempre una caterva de encantadores, que todas nuestras cosas mudan y truecan, y les vuelven según su gusto, y según tienen la gana de favorecernos o destruirnos; y así, eso que a ti te parece bacía de barbero, me parece a mí el yelmo de Mambrino, y a otro le parecerá otra cosa. Y fue rara providencia del sabio que es de mi parte hacer que parezca bacía a todos lo que real y verdaderamente es yelmo de Mambrino, a causa que, siendo él de tanta estima, todo el mundo me perseguirá por quitármele; pero como ven que no es más que un bacín de barbero, no se curan de procuralle, como se mostró bien en el que quiso rompelle y le dejó en el suelo sin llevarle; que a fe que si le conociera, que nunca él le dejara. Guárdale, amigo, que por ahora no le he menester; que antes me tengo de quitar todas estas armas, y quedar desnudo como cuando nací, si es que me da en voluntad de seguir en mi penitencia más a Roldán que a Amadís.
Llegaron, en estas pláticas, al pie de una alta montaña, que, casi como peñón tajado, estaba sola entre otras muchas que la rodeaban. Corría por su falda un manso arroyuelo, y hacíase por toda su redondez un prado tan verde y vicioso, que daba contento a los ojos que le miraban. Había por allí muchos árboles silvestres, y algunas plantas y flores que hacían el lugar apacible. Este sitio escogió el Caballero de la Triste Figura para hacer su penitencia; y así, en viéndole, comenzó a decir en voz alta, como si estuviera sin juicio:
-Éste es el lugar, ¡oh cielos!, que diputo y escojo para llorar la desventura en que vosotros mesmos me habéis puesto. Éste es el sitio donde el humor de mis ojos acrecentará las aguas deste pequeño arroyo, y mis continuos y profundos sospiros moverán a la contina las hojas destos montaraces árboles, en testimonio y señal de la pena que mi asendereado corazón padece. ¡Oh vosotros, quienquiera que seáis, rústicos dioses, que en este inhabitable lugar tenéis vuestra morada, oíd las quejas deste desdichado amante, a quien una luenga ausencia y unos imaginados celos han traído a lamentarse entre estas asperezas, y a quejarse de la dura condición de aquella ingrata y bella, término y fin de toda humana hermosura! ¡Oh vosotras, napeas y dríadas, que tenéis por costumbre de habitar en las espesuras de los montes, así los ligeros y lascivos sátiros, de quien sois, aunque en vano, amadas, no perturben jamás vuestro dulce sosiego, que me ayudéis a lamentar mi desventura, o a lo menos no os canséis de oílla! ¡Oh Dulcinea del Toboso, día de mi noche, gloria de mi pena, norte de mis caminos, estrella de m¡ ventura, así el cielo te la dé buena en cuanto acertares a pedirle, que consideres el lugar y el estado a que tu ausencia me ha conducido, y que con buen término correspondas al que a mi fe se le debe! ¡Oh solitarios árboles, que desde hoy en adelante habéis de hacer compañía a mi soledad, dad indicio con el blando movimiento de vuestras ramas que no os desagrade mi presencia! ¡Oh tú, escudero mío, agradable compañero en mis prósperos y adversos sucesos, tome bien en la memoria lo que aquí me verás hacer, para que lo cuentes y recites a la causa total de todo ello!
Y diciendo esto, se apeó de Rocinante, y en un momento le quitó el freno y la silla; y, dándole una palmada en las ancas, le dijo:
-Libertad te da el que sin ella queda, ¡oh caballo tan extremado por tus obras cuan desdichado por tu suerte! Vete por do quisieres, que en la frente llevas escrito que no te igualó en ligereza el hipogrifo de Astolfo, ni el nombrado Frontino, que tan caro le costó a Bradamante.
Viendo esto Sancho, dijo:
-Bien haya quien nos quitó ahora del trabajo de desenalbardar al rucio, que a fe que no faltaran palmadicas que dalle, ni cosas que decille en su alabanza; pero si él aquí estuviera, no consintiera yo que nadie le desalbardara, pues no había para qué; que a él no le tocaban las generales de enamorado ni de desesperado; pues no lo estaba su amo, que era yo cuando Dios quería. Y en verdad, señor Caballero de la Triste Figura, que si es que mi partida y su locura de vuestra merced va de veras, que será bien tornar a ensillar a Rocinante para que supla la falta del rucio, porque será ahorrar tiempo a mi ida y vuelta; que si la hago a pie, no sé cuándo llegaré, ni cuándo volveré, porque, en resolución, soy mal caminante.
-Digo, Sancho -respondió don Quijote-, que sea como tú quisieres, que no me parece mal tu designio; y digo que de aquí a tres días te partirás, porque quiero que en este tiempo veas lo que por ella hago y digo, para que se lo digas.
-Pues ¿qué más tengo de ver -dijo Sancho- que lo que he visto?
-¡Bien estás en el cuento! -respondió don Quijote-. Ahora me falta rasgar las vestiduras, esparcir las armas, y darme de calabazadas por estas peñas, con otras cosas deste jaez, que te han de admirar.
-Por amor de Dios -dijo Sancho-, que mire vuestra merced cómo se da esas calabazadas; que a tal peña podrá llegar, y en tal punto, que con la primera se acabase la máquina desta penitencia; y sería yo de parecer que, ya que a vuestra merced le parece que son aquí necesarias calabazadas y que no se

96

Don Quijote de la Mancha                                                          Parte I
Miguel de Cevantes



puede hacer esta obra sin ellas, se contentase, pues todo esto es fingido y cosa contrahecha y de burla, se contentase, digo, con dárselas en el agua, o en alguna cosa blanda, como algodón; y déjeme a mí el cargo, que yo diré a mi señora que vuestra merced se las daba en una punta de peña más dura que la de un diamante.
-Yo agradezco tu buena intención, amigo Sancho -respondió don Quijote-; más quiérete hacer sabidor de que todas estas cosas que hago no son de burlas, sino muy de veras, porque de otra manera sería contravenir a las órdenes de caballería, que nos mandan que no digamos mentira alguna, pena de relasos, y el hacer una cosa por otra lo mesmo es que mentir. Ansí que mis calabazadas han de ser verdaderas, firmes y valederas, sin que lleven nada del sofístico ni del fantástico. Y será necesario que me dejes algunas hilas para curarme, pues que la ventura quiso que nos faltase el bálsamo que perdimos.
-Más fue perder el asno -respondió Sancho-, pues se perdieron en él las hilas y todo; y ruégole a vuestra merced que no se acuerde más de aquel maldito brebaje, que en sólo oírle mentar se me revuelve el alma, no que el estómago. Y más le ruego: que haga cuenta que son ya pasados los tres días que me ha dado de término para ver las locuras que hace, que ya las doy por vistas y por pasadas en cosa juzgada, y diré maravillas a mi señora; y escriba la carta y despácheme luego, porque tengo gran deseo de volver a sacar a vuestra merced deste purgatorio donde le dejo.
-¿Purgatorio le llamas, Sancho? -dijo don Quijote-. Mejor hicieras de llamarle infierno, y aún peor, si hay otra cosa que lo sea.
-Quien ha infierno -respondió Sancho-, nula es retencio, según he oído decir.
-No entiendo qué quiere decir retencio -dijo don Quijote.
-Retencio es -respondió Sancho- que quien está en el infierno nunca sale dél, ni puede; lo cual será al revés en vuestra merced, o a mí me andarán mal los pies, si es que llevo espuelas para avivar a Rocinante; y póngame yo una por una en el Toboso y delante de mi señora Dulcinea; que yo le diré tales cosas de las necedades y locuras, que todo es uno, que vuestra merced ha hecho y queda haciendo, que la venga a poner más blanda que un guante, aunque la halle más dura que un alcornoque; con cuya respuesta dulce y melificada volveré por los aires como brujo, y sacaré a vuestra merced deste purgatorio, que parece infierno y no lo es, pues hay esperanza de salir dél, la cual, como tengo dicho, no la tienen de salir los que están en el infierno, ni creo que vuestra merced dirá otra cosa.
-Así es la verdad -dijo el de la Triste Figura-; pero ¿qué haremos para escribir la carta?
-Y la libranza pollinesca también -añadió Sancho.
-Todo irá inserto -dijo don Quijote-; y sería bueno, ya que no hay papel, que la escribiésemos, como hacían los antiguos, en hojas de árboles o en unas tablitas de cera; aunque tan dificultoso será hallarse eso ahora como el papel. Mas ya me ha venido a la memoria dónde será bien, y aun más que bien, escribilla; que es en el librillo de memoria que fue de Cardenio, y tú tendrás cuidado de hacerla trasladar en papel, de buena letra, en el primer lugar que hallares, donde haya maestro de escuela de muchachos, o si no, cualquiera sacristán te la trasladará; y no se la des a trasladar a ningún escribano, que hacen letra procesada, que no la entenderá Satanás.
-¿Pues qué se ha de hacer de la firma? -dijo Sancho.
-Nunca las cartas de Amadís se firman -respondió don Quijote.
-Está bien -respondió Sancho-; pero la libranza forzosamente se ha de firmar, y ésa, si se traslada, dirán que la firma es falsa y quedáreme sin pollinos.
-La libranza irá en el mesmo librillo firmada; que en viéndola mi sobrina, no pondrá dificultad en cumplilla. Y en lo que toca a la carta de amores, pondrás por firma: «Vuestro hasta la muerte, el
Caballero de la Triste Figura.» Y hará poco al caso que vaya de mano ajena, porque, a lo que yo me sé acordar, Dulcinea no sabe escribir ni leer, y en toda su vida ha visto letra mía ni carta mía, porque mis amores y los suyos han sido siempre platónicos, sin extenderse a más que a un honesto mirar. Y aun esto tan de cuando en cuando, que osaré jurar con verdad que en doce años que ha que la quiero más que a la lumbre destos ojos que han de comer la tierra, no la he visto cuatro veces, y aun podrá ser que destas cuatro veces no hubiese ella echado de ver la una que la miraba; tal es el recato y encerramiento con que su padre, Lorenzo Corchuelo, y su madre, Aldonza Nogales, la han criado.
-¡Ta, ta! -dijo Sancho-. ¿Que la hija de Lorenzo Corchuelo es la señora Dulcinea del Toboso, llamada por otro nombre Aldonza Lorenzo?
-Ésa es -dijo don Quijote-, y es la que merece ser señora de todo el universo.
-Bien la conozco -dijo Sancho-, y sé decir que tira tan bien una barra como el más forzudo zagal de todo el pueblo. ¡Vive el Dador, que es moza de chapa, hecha y derecha y de pelo en pecho, y que puede sacar la barba del lodo a cualquier caballero andante, o por andar, que la tuviere por señora! ¡Oh hideputa, qué rejo que tiene, y qué voz! Sé decir que se puso un día encima del campanario del aldea a llamar unos zagales suyos que andaban en un barbecho de su padre, y aunque estaban de allí más de media legua, así la oyeron como si estuvieran al pie de la torre; y lo mejor que tiene es que no es

97
Don Quijote de la Mancha                                                          Parte I
Miguel de Cevantes




nada melindrosa, porque tiene mucho de cortesana: con todos se burla, y de todo hace mueca y donaire. Ahora digo, señor Caballero de la Triste Figura, que no solamente puede y debe vuestra merced hacer locuras por ella, sino que, con justo título, puede desesperarse y ahorcarse, que nadie habrá que lo sepa que no diga que hizo demasiado de bien, puesto que le lleve el diablo; y querría ya verme en camino, sólo por vella; que ha muchos días que no la veo, y debe de estar ya trocada, porque gasta mucho la faz de las mujeres andar siempre al campo, al sol y al aire. Y confieso a vuestra merced una verdad, señor don Quijote: que hasta aquí he estado en una grande ignorancia; que pensaba bien y fielmente que la señora Dulcinea debía de ser alguna princesa de quien vuestra merced estaba enamorado, o alguna persona tal, que mereciese los ricos presentes que vuestra merced le ha enviado, así el del vizcaíno como el de los galeotes, y otros muchos que deben ser, según deben de ser muchas las victorias que vuestra merced ha ganado y ganó en el tiempo que yo aún no era su escudero; pero, bien considerado, ¿qué se le ha de dar a la señora Aldonza Lorenzo, digo, a la señora Dulcinea del Toboso, de que se la vayan a hincar de rodillas delante della los vencidos que vuestra merced envía y ha de enviar? Porque podría ser que al tiempo que ellos llegasen estuviese ella rastrillando lino, o trillando en las eras, y ellos se corriesen de verla, y ella se riese y enfadase del presente.
-Ya te tengo dicho antes de agora muchas veces, Sancho -dijo don Quijote-, que eres muy grande hablador, y que, aunque de ingenio boto, muchas veces despuntas de agudo; mas, para que veas cuán necio eres tú y cuán discreto soy yo, quiero que me oyas un breve cuento. Has de saber que una viuda hermosa, moza, libre y rica, y, sobre todo, desenfadada, se enamoró de un mozo motilón, rollizo y de buen tomo; alcanzólo a saber su mayor, y un día dijo a la buena viuda, por vía de fraternal reprensión: «Maravillado estoy, señora, y no sin mucha causa, de que una mujer tan principal, tan hermosa y tan rica como vuestra merced, se haya enamorado de un hombre tan soez, tan bajo y tan idiota como fulano, habiendo en esta casa tantos maestros, tantos presentados y tantos teólogos, en quien vuestra merced pudiera escoger como entre peras, y decir: "Éste quiero, aquéste no quiero".» Más ella le respondió con mucho donaire y desenvoltura: «Vuestra merced, señor mío, está muy engañado, y piensa muy a lo antiguo, si piensa que yo he escogido mal en fulano, por idiota que le parece; pues para lo que yo le quiero, tanta filosofa sabe, y más, que Aristóteles.» Así que, Sancho, por lo que yo quiero a Dulcinea del Toboso, tanto vale como la más alta princesa de la tierra. Sí, que no todos los poetas que alaban damas, debajo de un nombre que ellos a su albedrío les ponen, es verdad que las tienen. ¿Piensas tú que las Amariles, las Filis, las Silvias, las Dianas, las Galateas, las Alidas y otras tales de que, los libros, los romances, las tiendas de los barberos, los teatros de las comedias, están llenos, fueron verdaderamente damas de carne y hueso, y de aquellos que las celebran y celebraron? No, por cierto, sino que las más se las fingen por dar subjeto a sus versos, y porque los tengan por enamorados y por hombres que tienen valor para serlo. Y así, bástante a mí pensar y creer que la buena de Aldonza Lorenzo es hermosa y honesta; y en lo del linaje importa poco, que no han de ir a hacer la información dél para darle algún hábito, y yo me hago cuenta que es la más alta princesa del mundo. Porque has de saber, Sancho, si no lo sabes, que dos cosas solas incitan a amar más que otras, que son la mucha hermosura y la buena fama, y estas dos cosas se hallan consumadamente en Dulcinea, porque en ser hermosa ninguna le iguala, y en la buena fama, pocas le llegan. Y para concluir con todo, yo imagino que todo lo que digo es así, sin que sobre ni falte nada, y píntola en mi imaginación como la deseo, así en la belleza como en la principalidad, y ni la llega Elena, ni la alcanza Lucrecia, ni otra alguna de las famosas mujeres de las edades pretéritas, griega, bárbara o latina. Y diga cada uno lo que quisiere; que si por esto fuere reprendido de los ignorantes, no seré castigado de los rigurosos.
-Digo que en todo tiene vuestra merced razón -respondió Sancho-, y que soy un asno. Mas no sé yo para qué nombro asno en mi boca, pues no se ha de mentar la soga en casa del ahorcado; pero venga la carta, y a Dios, que me mudo.
Sacó el libro de memoria don Quijote, y, apartándose a una parte, con mucho sosiego comenzó a escribir la carta; y en acabándola, llamó a Sancho y le dijo que se la quería leer, porque la tomase de memoria, si acaso se le perdiese por el camino, porque de su desdicha todo se podía temer. A lo cual respondió Sancho:
-Escríbala vuestra merced dos o tres veces ahí en el libro, y démele, que yo le llevaré bien guardado; porque pensar que yo la he de tomar en la memoria es disparate; que la tengo tan mala, que muchas veces se me olvida cómo me llamo. Pero, con todo eso, dígamela vuestra merced que holgaré mucho de oílla; que debe de ir como de molde.
-Escucha, que así dice -dijo don Quijote.


98

Don Quijote de la Mancha                                                          Parte I
Miguel de Cevantes


CARTA DE DON QUIJOTE A DULCINEA DEL TOBOSO

Soberana y alta señora:
El ferido de punta de ausencia y el llagado de las telas del corazón, dulcísima Dulcinea del Toboso, te envía la salud que él no tiene. Si tu fermosura me desprecia, si tu valor no es en mi pro, si tus desdenes son en mi afincamiento, maguer que yo sea asaz de sufrido, mal podré sostenerme en esta cuita, que, además de ser serte, es muy duradera. Mi buen escudero Sancho te dará entera relación, ¡oh bella ingrata, amada enemiga mía.! del modo que por tu causa quedo: si gustares de acorrerme, tuyo soy; y si izo, haz lo que te viniere en gusto; que con acabar mi vida habré satisfecho a tu crueldad y a mi deseo.

Tuyo hasta la muerte,
EL CABALLERO DE LA TRISTE FIGURA


-Por vida de mi padre -dijo Sancho oyendo la carta-, que es la más alta cosa que jamás he oído. ¡Poesía a mí, y cómo que le dice vuestra merced ahí todo cuanto quiere, y qué bien que encaja en la firma El Caballero de la Triste Figura! Digo de verdad que es vuestra merced el mesmo diablo, y que no hay cosa que no sepa.
-Todo es menester -respondió don Quijote- para el oficio que yo traigo.
-Ea, pues -dijo Sancho-, ponga vuestra merced en esotra vuelta la cédula de los tres pollinos, y
fírmela con mucha claridad, porque la conozcan en viéndola.
-Que me place -dijo don Quijote.
Y habiéndola escrito, se la leyó, que decía ansí:

Mandará vuestra merced, por esta primera de pollinos, señora sobrina, dar a Sancho Panza, mi escudero, tres de los cinco que dejé en casa y están a cargo de vuestra merced Los cuales tres pollinos se los mando librar y pagar por otros tantos aquí recebidos de contado, que consta, y con su carta de pago serán bien dados. Fecha en las entrañas de Sierra Morena a veinte y dos de agosto deste presente año.

-Buena está -dijo Sancho-: fírmela vuestra merced.
-No es menester firmarla -dijo don Quijote-, sino solamente poner mi rúbrica, que es lo mesmo que firma, y para tres asnos, y aun para trescientos, fuera bastante.
-Yo me confío de vuestra merced -respondió Sancho-; déjeme, iré a ensillar a Rocinante, y aparéjese vuestra merced a echarme su bendición; que luego pienso partirme, sin ver las sandeces que vuestra merced ha de hacer, que yo diré que le vi hacer tantas, que no quiera más.
-Por lo menos, quiero, Sancho, y porque es menester ansí, quiero, digo, que me veas en cueros, y hacer una o dos docenas de locuras, que las haré en menos de media hora, porque habiéndolas tu visto por tus ojos, puedas jurar a tu salvo en las demás que quisieres añadir; y asegúrote que no dirás tú tantas cuantas yo pienso hacer.
-Por amor de Dios, señor mío, que no vea yo en cueros a vuestra merced, que me dará mucha lástima y no podré dejar de llorar; y tengo tal la cabeza, del llanto que anoche hice por el rucio, que no estoy para meterme en nuevos lloros; y si es que vuestra merced gusta de que yo vea algunas locuras, hágalas vestido, breves y las que le vinieren más a cuento. Cuanto más, que para mí no era menester nada deso, y, como ya tengo dicho, fuera ahorrar el camino de mi vuelta, que ha de ser con las nuevas que vuestra merced desea y merece. Y si no, aparéjese la señora Dulcinea; que si no responde como es de razón, voto hago solene a quien puedo que le tengo de sacar la buena respuesta del estómago a coces y a bofetones. Porque, ¿dónde se ha de sufrir que un caballero andante, tan famoso como vuestra merced, se vuelva loco, sin qué ni para qué por una...? No me lo haga decir la señora, porque por Dios que despotrique y lo eche todo a doce, aunque nunca se venda. ¡Bonico soy yo para eso! ¡Mal me conoce! ¡Pues a fe que si me conociese, que me ayunase! A fe, Sancho -dijo don Quijote-, que, a lo que parece, que no estás tú más cuerdo que yo.
-No estoy tan loco -respondió Sancho-; más estoy más colérico. Pero, dejando esto aparte, ¿qué es lo que ha de comer vuestra merced en tanto que yo vuelvo? ¿Ha de salir al camino, como Cardenio, a quitárselo a los pastores?
-No te dé pena ese cuidado -respondió don Quijote-, porque, aunque tuviera, no comiera otra cosa que las yerbas y frutos que este prado y estos árboles me dieren; que la fineza de mi negocio está en no comer y en hacer otras asperezas equivalentes. A Dios, pues. A esto dijo Sancho:
-¿Sabe vuestra merced qué temo? Que no tengo de acertar a volver a este lugar donde agora le dejo, según está de escondido.

99

Don Quijote de la Mancha                                                          Parte I
Miguel de Cevantes



-Toma bien las señas, que yo procuraré no apartarme destos contornos -dijo don Quijote-, y aun tendré cuidado de subirme por estos más altos riscos, por ver si te descubro cuando vuelvas. Cuanto más, que lo más acertado será, para que no me yerres y te pierdas, que cortes algunas retamas de las muchas que por aquí hay, y las vayas poniendo de trecho a trecho hasta salir a lo raso, las cuales te servirán de mojones y señales para que me halles cuando vuelvas, a imitación del hilo del laberinto de
Perseo.
Así lo haré -respondió Sancho Panza.
Y cortando algunas, pidió la bendición a su señor, y, no sin muchas lágrimas de entrambos, se despidió dél.
Y subiendo sobre Rocinante, a quien don Quijote encomendó mucho, y que mirase por él como por su propia persona, se puso en camino del llano, esparciendo de trecho en trecho los ramos de la retama, como su amo se lo había aconsejado; y así se fue, aunque todavía le importunaba don Quijote que le viese siquiera hacer dos locuras. Mas no hubo andado cien pasos cuando volvió y dijo:
-Digo, señor, que vuestra merced ha dicho muy bien que para que pueda jurar sin cargo de conciencia que le he visto hacer locuras, será bien que vea siquiera una, aunque bien grande la he visto en la quedada de vuestra merced.
-¿No te lo decía yo? -dijo don Quijote-; espérate, Sancho, que en un credo las haré.
Y desnudándose con toda priesa los calzones, quedó en carnes y en pañales, y luego, sin más ni más, dio dos zapatetas en el aire y dos tumbas la cabeza abajo y los pies en el alto, descubriendo cosas que, por no verlas otra vez, volvió Sancho la rienda a Rocinante, y se dio por contento y satisfecho de que podía jurar que su amo quedaba loco. Y así, le dejaremos ir su camino, hasta la vuelta, que fue breve.



                                                            Donde se prosiguen las finezas                      que de enamorado hizo don Quijote en Sierra
                                                                                                                             

             Morena

CAPITULO XXVI

Y volviendo a contar lo que hizo el de la Triste Figura después que se vio solo, dice la historia que, así como don Quijote acabó de dar las tumbas o vueltas de medio abajo desnudo y de medio arriba vestido, y que vio que Sancho se había ido sin querer aguardar a ver más sandeces, se subió sobre una punta de una alta peña, y allí tornó a pensar lo que otras muchas veces había pensado sin haberse jamás resuelto en ello; y era que cuál sería mejor y le estaría más a cuento imitar a Roldán enlas locuras desaforadas que hizo, o Amadís en las melancólicas; y hablando entre sí mesmo, decía:
-Si Roldán fue tan buen caballero y tan valiente como todos dicen, ¿qué maravilla, pues, al fin era encantado, y no le podía matar nadie si no era metiéndole un alfiler de a blanca por la punta del pie, y él traía siempre los zapatos con siete suelas de hierro? Aunque no le valieron tretas con Bernardo del Carpio, que se las entendió, y le ahogó entre los brazos en Roncesvalles. Pero dejando en él lo de la valentía a una parte, vengarnos a lo de perder el juicio, que es cierto que le perdió por las señales que halló en la Fortuna y por las nuevas que le dio el pastor de que Angélica había dormido más de dos siestas con Medoro, un morillo de cabellos enrizados y paje de Agramante. Y si él entendió que esto era verdad, y que su dama le había cometido desaguisado, no hizo mucho en volverse loco. Pero yo, ¿cómo puedo imitalle en las locuras, si no le imito en la ocasión dellas? Porque mi Dulcinea del Toboso osaré yo jurar que no tia visto en todos los días de su vida moro alguno, ansí como él es, en su mesmo traje, y que se está hoy como la madre que la parió; y haríale agravio manifiesto sí, imaginando otra cosa della, me volviese loco de aquel género de locura de Roldán el furioso. Por otra parte veo que Amadís de Gaula, sin perder el juicio y sin hacer locuras, alcanzó tanta fama de enamorado como el que más. Porque lo que hizo, según su historia, no fue más de que, por verse desdeñado de su señora Oriana, que le había mandado que no pareciese ante su presencia hasta que fuese su voluntad, de que se retiró a la Peña Pobre en compañía de un ermitaño, y allí se hartó de llorar y de encomendarse a Dios, hasta que el cielo le acorrió, en medio de su mayor cuita y necesidad. Y si esto es verdad, como lo es, ¿para qué quiero yo tomar trabajo agora de desnudarme del todo, ni

100

Don Quijote de la Mancha                                                                   Parte I
Miguel de Cevantes

dar pesadumbre a estos árboles, que no me han hecho mal alguno? Ni tengo para qué enturbiar el agua clara destos arroyos, los cuales me han de dar de beber cuando tenga gana. Viva la memoria de Amadís, y sea imitado de don Quijote de la Mancha en todo lo que pudiere; del cual se dirá lo que del otro se dijo, que si no acabó grandes cosas, murió por acometellas. Y si yo no soy desechado ni desdeñado de mi Dulcinea, bástame, como ya he dicho, estar ausente della. Ea, pues, manos a la obra: venid a ni memoria, cosas de Amadís, y enseñadme por dónde tengo de comenzar a imitaros; mas ya sé que lo más que él hizo fue rezar y encomendarse a Dios. Pero ¿qué haré de rosario, que no le tengo?

En esto le vino al pensamiento cómo le haría, y fue que rasgó una gran tira de las faldas de la camisa, que andaban colgando, y diole once ñudos, el uno más gordo que los demás, y esto le sirvió de rosario el tiempo que allí estuvo, donde rezó un millón de avemarías. Y lo que le fatigaba mucho era no hallar por allí otro ermitaño que le confesase y con quien consolarse; y así, se entretenía paseándose por el pradecillo, escribiendo y grabando por las cortesas de los árboles y por la menuda arena muchos versos, todos acomodados a su tristeza, y algunos en alabanza de Dulcinea. ¡Más los que se pudieron hallar enteros y que se pudiesen leer después que a él allí le hallaron, no fueron más que éstos que aquí se siguen.



     Árboles, yerbas y plantas,

que en aqueste sitio estáis,
     tan altos, verdes y tantas,
      si de mi mal no os holgáis,
       escuchad mis quejas santas.
       Mi dolor no os alborote,
       aunque más terrible sea;
        pues, por pagaros escote,
         aquí lloró don Quijote
         ausencias de Dulcinea
         del Toboso.

     Es aquí el lugar adonde
                                           el amador más leal
de su señora se esconde,
y ha venido a tanto mal
     sin saber cómo o por dónde.
Tráele amor al estricote,
   que es de muy mala ralea;
          y así, hasta henchir un pipote,
                                            aquí lloró don Quijote
                                            ausencias de Dulcinea
                                             del Toboso.







  Buscando las aventuras
por entre las duras peñas,
    maldiciendo entrañas duras,
       que entre riscos y entre breñas
 halla el triste desventuras,
                                          hirióle amor con su azote,
                                          no con su blanda correa;
                                          y en tocándole el cogote,
                                          aquí lloró don Quijote
                                          ausencias de Dulcinea
                                          del Toboso.


No causó poca risa en los que hallaron los versos referidos el añadidura del Toboso al nombre de Dulcinea, porque imaginaron que debió de imaginar don Quijote que si en nombrando a Dulcinea no decía también del Toboso, no se podría entender la copla; y así fue la verdad, como él después confesó.


                                                               101  


Ya puse la pelicula de Don Quijote de la Mancha


ACA CONTINUA




























 





 





No hay comentarios:

Publicar un comentario